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¿Para qué nos quieren?

 

Nacemos y reproducimos desesperadamente los primeros gestos que nos rodean, de ahí nuestro oculto talento para la interpretación. Todos somos actores y actrices que nos preparamos para entrar en escena, y creemos que, actuando, podremos transformar algo. Para ello medimos nuestra impostura, y más cuando en este reino se impone como mandato la naturalidad, aunque sea forzada. “¡Sé más natural!”, le exige el asesor al candidato cuando posa bien alejado de toda espontaneidad.

Me deslumbran mis amigas actrices: con qué bravura dejan de ser ellas y encarnan personajes que parecen auténticos, absorbiendo un dolor o una frivolidad que nunca han experimentado. Ellas me recomendaron El actor y la diana, de Declan Donnellan, un libro que invita a descubrir los misterios de la vida. El dramaturgo, en lugar de preguntarse ¿por qué?, prefiere cuestionarse ¿para qué? El cambio es radical. Por ejemplo, nunca llegaremos a saber por qué Julieta se enamora de Romeo, pero sí que su misión en la vida es amarle desafiando al destino.

Así como la escritora, el chef o los músicos escriben, cocinan y componen para ser más queridos, en la vida minúscula solemos actuar para obtener afecto. En lugar de adeptos los llamamos seguidores, y las pantallas contribuyen a que establezcamos una falsa complicidad que revienta el ego. Mi amigo Basilio Baltasar me señaló una frase de la actriz Belén Cuesta en Jot Down que le había impactado, venía a decir: vivir del aprecio de los demás es una mierda. “Una filósofa”, apostilló Baltasar. Porque, confundidos por nuestras meritorias actuaciones, pensamos que el mundo nos debe algo. Que nos corresponde un aplauso. Y en este agudo proceso de infantilización de una ­socie­dad que necesita de palmeros para combatir el horror ­vacui, seguiremos preguntándonos equivocadamente ¿por qué no me quieren?, en lugar de ¿para qué me quieren?

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9 de febrero de 2022
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Desolación

Mi conclusión, después de darle vueltas al asunto, es que vamos hacia el modelo de república bananera o filipina, en la que los parlamentarios acaban dándose de puñetazos a plena cámara

Nada se puede añadir a lo publicado sobre la ridícula sesión parlamentaria del pobre gañán del PP que confundió a su mujer con un sombrero. Sólo algunos detalles laterales aún llaman la atención. Así, en algún lugar he leído que el tal diputado de dedo tonto es hijo de pastores. No da el personaje. Yo veo a un hombre en perpetua perplejidad, que gasta jerséis de firma y tiene cara de haber sufrido acoso en el colegio. Es una figura curiosa, pero, ¡vaya equipo el de Teodoro! No se concibe nada más inútil. ¡Y el sanchismo aplaudiendo furioso! ¿A quién? ¿A ellos mismos? ¿Al error?

También me sorprende que todo el adelanto que supone la votación telemática y demás zarandajas técnicas no conduzca a una mayor seriedad sino a todo lo contrario. Hay todavía muy poca información sobre los procesos de pirateo y conspiración telemática, seguramente porque todas las cloacas de la política, los medios y las finanzas usan procedimientos y estrategias de astroturfing que falsean votaciones, deciden elecciones e inducen el odio necesario para que todo acabe como una reyerta de tasca. No hay, en efecto, apenas documentación sobre esta guerra canallesca. Acabo de leer Confesiones de un bot ruso (Debate) que poco dice, está mal escrito, no llega a donde debería, pero por algo se comienza.

Mi conclusión, después de darle vueltas al asunto, es que vamos hacia el modelo de república bananera o filipina, en la que los parlamentarios acaban dándose de puñetazos a plena cámara y en abierto. No parece que cargarse la democracia española sea la voluntad del PSOE o del PP, aunque sí lo es, desde luego, de Bildu y los separatistas catalanes, ambos simpatizantes de Putin. ¿Y no habrá fuerzas oscuras atacando ya el blando vientre de Europa? ¿Intoxicadores con bots profesionales? Si les dicen que no, denlo por seguro.

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8 de febrero de 2022
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Los Lamenombres y otras zoologías de la cultura

Es cierto que en toda minoría de intelectuales hay una mayoría de pigmeos, con perdón de las pigmeas, que hacían y hacen extraordinarias obras de arte sobre corteza de los árboles, y de los sorprendentes pigmeos polifónicos. Recuerdo a Julian Barnes contando a un grupo de periodistas que, cuando preguntaba en Londres cuántos intelectuales había en la sala, apenas unos pocos levantaban tímidamente la mano, y que cuando hacía la misma pregunta en Francia o España, podía oírse el estrépito de un bosque de brazos alzándose al unísono. Entre risas, llegamos a la conclusión de que Barnes tendría que haber planteado la pregunta a la inversa. En esa mayoría de la minoría los más numerosos son los Lamenombres, que diría Elias Canetti, aquellos que saben los nombres que hay que saber, pero que no saben que no saben. Están emparentados con los explosivos Enciclopetópicos, que pueden hablar de cualquier obra con gran autoridad echando mano de un vasto repertorio de clichés -«sí, Siri Husvedt es mejor que Paul Auster, y Lydia Davis mejor que los dos»-, o del cóctel de frases extraídas de reseñas leídas en Internet.

Los Arruganariz desprecian todo aquello que les suena a comercial, sean libros, filmes o nuevas músicas. Leen sólo novelas contemporáneas y conservan un vago recuerdo de algunas lecturas o filmes de su época de estudiantes, y aunque huyen de lo mainstream no ven contradictorio citar «a aquel coreano tan bueno» —Byung Chul-Han acertarán algunos a decir—, ese wikipedista del pensar prestado, ahora que ya no luce citar a Baumann, Badiou, Zizek o Sloterdijk. Si no pueden opinar sobre un tema, no importa, desviarán la conversación hacia aquello que se han preparado.

Los más activos son los Engatusanecios que copan tribunas de prensa, conferencias, jurados, premios, tertulias, másters y catálogos deslumbrando a los incautos iletrados que manejan la llave de la caja o deciden las programaciones. Algunos de ellos se forrarán denunciando con frases incendiarias las causas de las víctimas y los pobres. Otros conseguirán entrar en el circuito evidenciando entre el aplauso general los mecanismos obscenos del poder: los mismos mecanismos de los que ellos se servirán cuando lleguen al poder para mantenerse en el poder.

Los Gallifelpudos son aquellos que cacarean las consignas de los partidos que les promocionan y pagan. Para llegar a ser un Gallifelpudo de Oro tienes antes que haber sido una voz crítica para llamar la atención y subir la cotización de tu silencio.

Los Aristoplastas son muy abundantes en el mundo del arte. Te miran por encima del hombro sin disimular un rictus de asco, cuando cuestionas cosas como si los museos en los que habitan son amables parques temáticos diseñados para exhibir una apariencia de modernidad crítica y aquietar la conciencia de los coleccionistas, esos buenos burgueses a los que aconsejan compras y decoran sus fiestas, vistosa cuota progre entre otros habituales animales de compañía -el peluquero, una modelo, el bailaor, alguien transgénero, la profesora de yoga, una adivina, alguna arquitecta neoyorquina de visita a la ciudad…

Por supuesto hay más especímenes. Sin agotar el diccionario: El Loroacadémico (repite citas como los curas versículos de la Biblia), el Destripaobras (diserta sobre la estructura de la obra sin haber captado su espíritu), los Penetrantes (como su popio nombre indica), los Soporíferos (un bostezo) o el Yoantesquenadie, aquel que suele apostillar, solemne y ofendido «Eso ya lo dije o hice yo antes que nadie…»

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7 de febrero de 2022
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Delito

Juan Rodolfo Wilcock Romegialli (Buenos Aires, 1919 - Lubriano, Italia, 1978), como J. Rodolfo Wilcock, fue el autor del libro que Edoardo Camurri, en traducción del italiano de Rosa de Viña, edita con el título El delito de escribir (Libros de la resistencia, Madrid, 2019) a partir de Il reato di scrivere, la primera versión, de 2009, la del sello milanés Adelphi. El delito de escribir lo componen 13 textos de Wilcock más otro de Camurri a modo de epílogo, todos breves, artículos publicados en prensa, excepto el de Camurri, inédito, que giran en torno a la llamada ‘sociedad literaria’.

Del libro, y por agravio comparativo, esa fea costumbre de destacar alguna de sus partes, en este caso alguno de sus párrafos, copio dos de ellos, el primero, se supone de Wilcock, y el segundo, una referencia, una cita no entrecomillada, ese recurso que invita a pensar que lo citado, ajeno normalmente al cuerpo del libro, se incorpora a él de tal modo que el autor de la cita y el autor del libro se confunden, son lo mismo. Aquí van los dos párrafos:

“Sustituir a las horribles (por incomprensibles e incomprensivas) personas que nos rodean por seres imaginados, comprensibles y comprensivos, por lo tanto agradables, es un privilegio no sólo de los pintores (si todavía existen, escondidos), sino también de los escritores importantes, y es una de las características que los hace importantes y felices.”

“La felicidad de un artista reside en poder concebir, como Lewis Carroll a los ochenta años, la vida de igual manera que un diálogo entre una tortuga y un termómetro.”

Antes que narrador fui arquitecto, o al menos formé parte de un equipo interdisciplinar en el que la arquitectura era la materia dominante y, desde esa atalaya privilegiada, sentí yo también, como los escritores importantes de Wilcock, la capacidad, el poder de transformar el mundo, de proyectar, en vez de horribles bloques de viviendas, agradables adosados.

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7 de febrero de 2022
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Último oro

Un día de julio de 1995 visité en su tranquilo retiro de Jávea a Julio Alejandro, que iba a ser el primer personaje de una galería de retratos conversados que yo publicaría en la edición dominical de este periódico a lo largo de aquel verano. La idea de la serie, que titulamos La edad de oro, era oír y transcribir el relato de personas muy mayores (en edad y significación) de nuestra cultura, en su mayoría activas aunque no todas debidamente reconocidas. El encuentro previo en su despacho, a mitad de mayo, con Jesús Ceberio, entonces director de El País, precisó el contenido de esas colaboraciones estivales y propició su arranque; los nombres serían todos indiscutibles, pero al lado de Victoria de los Ángeles y Aurora Bautista, de Jorge Oteiza y José Luis Sampedro, en mi lista habría también raros y olvidados, por ejemplo Julio Alejandro. Y quiso la casualidad que Ceberio, que había sido antes corresponsal en México, conociese bien la vida y los hitos del fascinante exmarino aragonés exiliado que acabó siendo el gran guionista del cine mexicano, autor, entre otros trabajos para Buñuel, de los guiones de Viridiana y Tristana. Aquella misma mañana de mayo se tomó la decisión de que La edad de oro empezaría con él.

Fue para mí un verano muy rico en ganancias humanas y aprendizaje histórico en directo. Los que al fin fueron dieciocho hombres y mujeres mayores de setenta (ya que hubo en la serie segunda temporada al año siguiente), tenían mucho que contar, y juntas sus voces, en sus diferencias y hasta en sus discrepancias, quiero pensar que ofrecieron en esos extensos reportajes la imagen de un país mejor que no fue posible y de una España autoritaria y trágica pero no paralítica. La intención de aquellos “primeros planos orales” era hacer públicos los nombres propios más que el renombre, y creo que los artículos semanales, como el libro de 1997 que los recopilaba al completo, con las magníficas fotos originales de Ricardo Martín, descubrieron trayectorias borrosas por el paso del tiempo y silencios forzados.

Guardo recuerdos muy vivos de muchos de mis interlocutores, con los que, según el esquema de trabajo pre-establecido,  pasaba un día más o menos entero en su casa; sólo el gran escultor guipuzcoano Oteiza prolongó la visita con un largo almuerzo, tan sabroso como chispeante, de cuyo reflejo humorístico en mi escrito discrepó cortésmente en un cruce de cartas al Director, incluidas también en el libro las suyas y las mías. Y alguno de los más sabios y ocurrentes, como el profesor Aranguren o el genial poeta Joan Brossa, dijeron cosas muy brillantes, pero, ya delicados de salud en los encuentros, se fueron apagando en las horas de conversación.

Pocas semanas después de iniciarse con él la publicación de la serie murió Julio Alejandro de una embolia cerebral que le atacó mientras recibía la visita de José Luis García Sánchez y Manuel Vicent, quienes habían querido conocerle personalmente al leer su retrato en El País. A Julio Alejandro de Castro (tal era su nombre completo) le quedó tiempo de disfrutar de unos meses de reconocimiento tardío y edición de su obra escrita, y aunque  no llegó a tener una edad de oro en su propio país, sí pudo dar su último suspiro frente al Mediterráneo: “el mar ha sido el espejo de una gran parte de  mi vida, y me resulta difícil vivir sin verlo”.

Al cumplirse los 25 años de la última entrega semanal de La edad de oro murió el pasado 30 de noviembre a los 95 el arquitecto Oriol Bohigas, último superviviente de mis dieciocho personajes y el más joven de todos junto a su amigo el editor Josep Maria Castellet; este fue de hecho el único en ser incluido sin haber cumplido entonces, por unos pocos días, los preceptivos setenta años de edad. Bohigas, al margen de sus construcciones y de su fenomenal erudición arquitectónica, fue un hombre de ingenio, que en nuestro diálogo mostró de modo oblicuo su ironía respecto a lo que los catalanes, no se sabe si por insuficiencia fonética o ganas de fastidiar, llaman “madrit”. La capital de España le dio motivo a Bohigas para alguna greguería paleo-secesionista: “Barcelona ha de aprender de Madrid a ser una capital, pero que Madrid aprenda de Barcelona a ser una ciudad”. O este aforismo a costa de El Escorial, “un símbolo de la no-incorporación de España a la cultura europea. No hay más remedio que verlo así: el monumento más importante de aquella época española es un cuartel”. He dicho greguería, pero en realidad la gracia sentenciosa que el arquitecto mostró en sus réplicas y en más de una página de sus Dietarios no concuerda con el humor de Gómez de la Serna, acercándose más al de las glosas y máximas de Eugeni d´Ors, de quien Bohigas fue, en su juventud, seguidor acérrimo, sin llegar, creo, a la categoría de “idólatra eugénico” que tuvieron en la vida del gran filósofo algunas distinguidas damas.

También recuerdo otros momentos estelares de gran comicidad: la narración presencial del golpe de estado de Tejero visto como sainete conyugal por el finísimo periodista de la derecha ilustrada Augusto Assía (seudónimo de un primer Felipe Fernández-Armesto), y el despecho de mala leche del incombustible cineasta Ricardo Muñoz Suay evolucionando desde el estalinismo al liberalismo valenciano. Las mejores veladas las pasé con dos artistas bien distintas y muy locuaces ambas, la incomparable actriz y cantaora Imperio Argentina, que ya era, tal vez sin saberlo, una mujer libremente incorrecta, y Gloria Fuertes, a la que por entonces la trataban de payasa quienes no habían leído su obra en verso, que se sitúa en mi opinión (y en la de su antólogo Jaime Gil de Biedma) entre las grandes voces de la poesía española del siglo XX.

Pero había asimismo grandes silencios recordados por mis dialogantes. La sombra protectora, tal vez desde ultratumba, de Encarnación López la Argentinita, que había muerto joven en 1945, sobre su hermana la bailarina Pilar López, con quien hablé en la casa familiar del Barrio de Salamanca llena de reliquias y memorias de García Lorca, de Ignacio Sánchez Mejías, de Edgar Neville. Y la voz rota del exilio, la de los pintores Ramón Gaya y Eugenio Granell, tan diferentes ellos como personas y artistas, o el pesar de los exiliados interiores: el de Pepín Bello, amigo y cerebro en sordina de la Generación del 27, tan diezmada y dispersa por la guerra; la creativa melancolía de los paraísos perdidos de un Tánger cosmopolita en ese sabio hombre de cine y de libros que fue Emilio Sanz de Soto.

Cuando La edad de oro se recompuso semana a semana, documentando el pasado desde un presente longevo y memorioso, ya no había en España militares golpistas, ni persecuciones de religión, ni exilios por la libertad ideológica. De ahí mi sorpresa cuando, al despedirme de una maravillosa tarde confesional y poética, Gloria Fuertes me pidió omitir hasta después de su muerte (que por desgracia no tardó muchos años en producirse) el recuento vivaz, más jocoso que doloroso, de sus amores lésbicos; de publicarse en vida, me dijo, eso podría quitarle muchos lectores de sus cuentos infantiles, “porque los libros de niños los compran los padres, y hay por ahí cada padre…”. Cumplí la condición, naturalmente, y el tiempo ha permitido no tener que ocultar del todo la verdad de uno mismo. O el poder vivirla.

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3 de febrero de 2022
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Onomástica

Cuentan que el filósofo Eugenio Trías Sagnier, ya muy enfermo, rió, a carcajadas, y quizá por postrera vez, al oír la historia narrada por el poeta Francisco Ferrer Lerín tras el viaje, de este último, a cierta localidad del norte de España y descubrir que algunos de sus habitantes disfrutaban de un peculiar nombre de pila, Ano, como masculino de Ana; acontecimiento que sorprendió al poeta pero que no sorprendía a los indígenas a los que el sustantivo “ano” no les decía nada ya que el extremo del recto era conocido por “serete”.

En la actualidad, coinciden con cierta frecuencia en los medios de comunicación de dos regiones, también septentrionales, dos personas que por la pandemia han cobrado relevancia; una, del sector cárnico, llamada Julián Falo y, otra, ignoro de qué sector, apellidada Coito, del sexo femenino. Y queda claro que dichos apellidos, Falo (derivación de otro apellido, Fanlo) y Coito (de origen gallego, del que ignoro su etimogía) no hacen saltar las alarmas, quizá es que nadie, o como mucho unos pocos, conocen el significado de “falo” y “coito” (es preferible no saber cuáles son sus equivalencias locales). Incluso, en el improbable pero posible caso de matrimonio entre estas dos personas cabría la situación, espectacular, de que si tuvieran un hijo varón lo llamaran Ano: Ano Falo Coito... y nadie pestañearía.

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2 de febrero de 2022
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¿Técnica en las máquinas?

Vuelvo a las preguntas con las que finalizaba la columna anterior, relativas a si, más allá de la experiencia, cabe hablar de técnica maquinal y complementariamente qué entender por experiencia y por técnica.

Para acceder a la etapa de la técnica, para aplicar un universal a los casos semejantes, hay desde luego que disponer de ese universal ese eidos, forma o especie, al que se refiere Aristóteles en el texto citado. Los humanos disponemos del mismo, sea de manera innata sea porque lo hemos adquirido, y se da la circunstancia de que generalizamos con muchísima facilidad. Así un niño que ha tenido ante sí un caballo rápidamente reconoce la forma (el eidos) del mismo en otro caballo.  Cosa que plantea un problema a quienes esperan que el conocer de la máquina llegue a ofrecer un día la clave de nuestro propio funcionamiento, pues las redes neuronales generalizan con mucha mayor dificultad.

Pero este disponer de una forma que aplicamos a pluralidad de individuos tiene dos explicaciones posibles, a las que me refería al hablar de innatismo o adquisición. La primera es que esa forma se forja en la misma experiencia, es por así decirlo su resultado. La segunda es que las formas son ideas inherentes a nuestro ser, para las cuales la experiencia es simplemente la ocasión material de actualizarse.  Este asunto remite a viejos problemas filosóficos sobre el peso de la inducción en el conocimiento no ya maquinal o animal sino humano, sobre la cuestión cartesiana de las ideas innatas y en última instancia sobre la tesis platónica de que, tratándose del ser de razón, conocer es siempre, en un nivel u otro, re-conocer; no tanto generalizar a partir de iteración de experiencias, como ver en lo dado un caso particular de un concepto.

En el caso de Aristóteles la posición es de un platonismo matizado: cabría decir que los universales (el campo eidético, el campo de las ideas) es innato en los seres de razón, pero que no se actualiza hasta que encuentra una ocasión en la realidad individual; la idea pasa de la potencia al acto gracias a la experiencia.  Por ello Aristóteles es (frente a pitagóricos y ciertos platónicos adversos a la modalidad de platonismo que representa el propio Aristóteles) con justicia considerado un empirista. Pero ello no quita que también para Aristóteles en el animal humano (y esto es lo que le distingue precisamente de los otros animales) la idea es inherente a su propia naturaleza.

En suma, para Aristóteles la experiencia humana difiere de la experiencia animal por ser ocasión de acceso a techne kai logismois (técnica y razonamientos), es decir aquello que por definición es vedado a las especies animales no dotadas de lenguaje. Y retorno a la cita que en la columna anterior ponía en el arranque: “Los animales no humanos viven reducidos a imágenes y recuerdos y la experiencia es para ellos poco fructífera, mientras que (*por intermediación de la experiencia*), los hombres acceden a la técnica y al razonamiento”

Tanto la tesis que hace surgir lo universal de una generalización a partir de la experiencia, como la que considera que lo universal es algo innato (y en su seno vertiente pitagórico-platónica versus vertiente aristotélica) coinciden en un punto: la técnica implica ideas y por ello el conocimiento técnico es una etapa diferente de la mera experiencia.

Y aquí se multiplican las preguntas: ¿alcanzan las máquinas a tener ideas o más bien se trata en ellas de un tipo de acuidad que no supera la mera experiencia? Y aún ¿reconocen un dígito manuscrito como un niño reconoce un caballo, es decir percibiendo en el mismo un caso particular de ese universal que es una idea? Nótese que estoy prescindiendo ahora de la cuestión de si la idea presente en el conocer del niño la ha generado o no la misma experiencia; estoy simplemente señalando que el niño tiene indiscutiblemente ideas.

La pregunta respecto al aprendizaje de las redes neuronales es la de si a través de la iteración que sustenta la experiencia, hay un momento en el que la red neuronal dispone de un universal aplicable a todos los casos semejantes. Pues esta etapa que trasciende la experiencia, esa techne de Aristóteles quizás ni siquiera es necesaria para mostrarse eficiente: “tratándose de la práctica, la experiencia no es inferior a la técnica; y así vemos que hombres limitados a la experiencia obtienen a veces mejores resultados que quienes poseyendo la noción (logos) de algo carecen sin embargo de experiencia (…) La causa es que la experiencia es un conocimiento de lo individual y la técnica lo es de lo universal.  Ahora bien, toda práctica y toda producción concierne a lo individual” (Metafísica 981, a 12-16).

Desde luego ciertos animales no humanos dan muestras de una acuidad perceptiva y de una capacidad de previsión superiores a las nuestras, sin que por ello haya razones para considerar que han accedido a la etapa de la técnica. ¿Es también el caso de las máquinas, que mostrarían acuidad perceptiva en ausencia de concepto, conocimiento sin tener idea?  ¿O diremos más bien que en una red neuronal la reacción efectiva y eficaz, el output correcto que se forja en la experiencia, se debe a que como resultado de la misma acaba por surgir lo universal, el atributo que clasifica, que distingue? ¿Cabe, en suma, atribuir a un algoritmo ideas?  Aun en caso de respuesta positiva, está por ver si tal inteligencia eidética recubre todas las modalidades en las que se despliega la nuestra, así esa inteligencia que no consiste tanto en conocer como en sentir lo bello o lo repugnante, o la que consiste en delimitar una frontera que separa al bien del mal.

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2 de febrero de 2022

Pintadas en una estatua de Cristóbal Colón en el parque de Bayfront de Miami (Estados Unidos).

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Semillas

 

Los préstamos entre cristianos y mexicas, aztecas, nahuas y otros, tienen doble dirección. Hay influencias mutuas que duran hasta hoy y han enriquecido a ambas partes

 

Lo más irritante en la guerra contra la historia, sean las baratijas de López Obrador o el derribo de estatuas, es que simplifican un asunto mucho más rico que esas reducciones para espíritus simples obligados a odiar para soportarse. No todo fue crimen. También se dieron intercambios de ADN y de divinidades.

Ejemplo: en 1531 nació la leyenda de la Virgen de Guadalupe cuando el indígena Juan Diego recibió la visita de María en el cerro de Tepeyac. Ese era justamente el lugar donde los lugareños mantenían el culto de la diosa Tonantzin, potente divinidad con diferentes formas y nombres pues a veces era también Cihuacoatl, señora de nacimientos y muertes. El muy extenso culto de Tonantzin, cuyos peregrinos venían de lejanas provincias, se convirtió en el culto a la Virgen de Guadalupe y mantuvo en vida la devoción de Tonantzin hasta hoy. Siguen llamándola así.

No sólo hay mil casos de fusión indígena con los descubridores, también lo contrario. En las representaciones de la misa de San Gregorio que llevaron a cabo los artesanos indios llamados “plumarios” figura el célebre milagro del papa Gregorio con abundancia de símbolos nahuas (huesos, cráneos, orejas de maíz) en una clara síntesis, sin conflicto, de ambas tradiciones simbólicas. Lo cuenta Fernando Cervantes (Conquistadores, Turner) como un ejemplo más de intercambio de significados y sentidos que crearon un mundo nuevo. No hubo sólo mezcla sexual y matrimonial, también divina.

Los préstamos entre cristianos y mexicas, aztecas, nahuas y otros, tienen doble dirección. Hay influencias mutuas que duran hasta hoy y han enriquecido a ambas partes. Es lo que distingue a la colonización española en contraste con el arrasamiento de la anglosajona o la belga. Otra cosa es la guerra. Esa fue tan cruel como suelen ser todas las guerras.

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1 de febrero de 2022
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El poeta que siempre resucita

Rubén Darío murió en León de Nicaragua el 6 de febrero de 1916, de modo que ahora se cumplen 106 años de aquella fecha tan lejana, pero a la vez cercana. La obra de un poeta tan trascendental, que marcó una época y sigue marcando a la literatura de nuestra lengua, se acerca a nosotros mientras el hecho de su muerte se aleja en el tiempo; es la manera de sobrevivir en las palabras que él renovó un día, porque hoy vivimos en una lengua que ya no es la misma desde que su poesía la cambió, despertándola de un largo letargo.

Una de las pruebas de su permanencia es que es un poeta doméstico y a la vez trascendental. La musicalidad de sus versos hizo que generaciones los aprendieran de memoria, sobre todo aquellos que contaban historias de princesas tristes de esperar y niñas que suben al infinito a robar una estrella sin permiso del papá; y que inspirara la letra de los tangos y los boleros. Y, por otro, lado, la poesía que interroga sobre la vida y la muerte, como en Lo fatal, que para García Márquez era el gran poema de la lengua castellana.

Nació el 18 de enero de 1867 en una aldea olvidada de las estribaciones de la cordillera madre de un país pequeño, pobre y desangrado por las guerras civiles, que entonces no figuraba en los mapas del mundo. Habían llegado los años de una paz precaria, después de que los eternos liberales y conservadores, confrontados en bandos irreconciliables, se unieron, y con ellos todo Centroamérica, para expulsar a los filibusteros del esclavista sueño William Walker que se habían apoderado de Nicaragua.

En 1867 gobernaba el general Tomás Martínez, y ese año mandó a levantar un censo del que resultó que el número de habitantes no superaba los 150 mil; le pareció desdoroso que fuesen tan pocos, y ordenó aumentar 100 mil más. Un país rural despoblado, mayormente analfabeto, donde eran escasas las escuelas.

Y el 23 de febrero de ese mismo año, días después del nacimiento de Darío, apareció en el diario oficial la noticia de que un águila real había sido encontrada en uno de los parajes de la misma sierra madre: “su cabeza pequeña, viva, inteligente, está adornada por un círculo de plumas negras en su extremidad, formándole una corona” escribe el cronista anónimo. “…Hasta hoy no se creía que en Nicaragua hubiese águilas, y mucho menos águilas reales”. Un augurio. Un águila real abría sus alas para cobijar el nacimiento de un poeta que llegaría a ser el símbolo del país entero.

El águila fue presentada como obsequio al general Martínez, quien terminaba su segundo período presidencial, y aunque intentaba reelegirse ya no pudo hacerlo; ya se ve que es esa una vieja tradición esa en Nicaragua.

Cuando Darío regresó en 1907 tras largos años de ausencia, el país entero se volcó a recibir al príncipe de las letras castellanas, pues ese era ya su título; volvía, según el ditirambo de los discursos, nimbado por la gloria. En la estación del ferrocarril de León los artesanos desuncieron los caballos de la carroza descubierta, y se pegaron al tiro para arrastrarlo; niñas disfrazadas de canéforas regaban pétalos a su paso, y la carroza atravesaba bajo arcos triunfales. Pocos lo habían leído, porque los analfabetos seguían siendo mayoría. Pero era el héroe que regresaba después de haber conquistado el mundo.

No fue así en 1915 cuando volvió para morir. El tren pitó tristemente cuando entró a la estación desierta a la medianoche, y lo llevaron a alojarse en una casa falta de muebles y aún de una cama, que fue comprada de urgencia. Desahuciado, lo que más bien se esperaba era su muerte, para que su cadáver pudiera ser velado en noches interminables, cambiado cada vez de vestidura, en uniforme de embajador, con peplo griego, el féretro descubierto paseado por las calles antes de ser enterrado en la catedral, despojado del cerebro.

El sabio Luis H. Debayle se empeñó en medirlo y pesarlo; quería saber si era más grande y pesaba más que el cerebro de Víctor Hugo, porque la primacía del genio se determinaba según onzas más, onzas menos. Pero fue objeto de un pleito a bastonazos cuando el cuñado de Darío, que quería venderlo a un museo extranjero, quiso arrebatárselo de las manos a Debayle, y la urna que lo contenía cayó al empedrado de la calle.

De allí fue recogido para llevarlo al cuartel de los marinos de Estados Unidos, que hacían las veces de policía, porque entonces Nicaragua era un país ocupado.

Quizás adonde de verdad Darío había regresado no era a la tierra natal que nunca se apartó de su mente, el sol de encendidos oros y las calurosas noches tropicales bajo las estrellas, sino al infierno. Antonio Machado, desde el otro lado del océano, se preguntaba en un poema escrito al saber la noticia de su muerte: “¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno/y con las nuevas rosas triunfantes volverás?”

Vuelve cada año triunfante, y vuelve siempre, porque permanece en las palabras. Palabras inmarcesibles, como a él mismo le gustaba decir.

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31 de enero de 2022
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Benidorm está de vuelta

La fórmula estaba en casa, en los archivos. Televisión Española lleva varias temporadas revisando la historia de la música popular a través de sus antiguos programas en play-back gracias al éxito en la 2 de Cachitos de hierro y cromo, con la voz en off, guasona, de Santiago Segura. Sin embargo, no acertaba ni una con el festival de Eurovisión. A pesar de ser uno de los países menos euroescépticos y más dado a la jarana musical, Eurovisión nos viene castigando de manera humillante desde hace lustros. Ni un mísero point las más de las veces, sin que influyera el entusiasmo por lo nuestro de José Luis Uribarri y sus posteriores seguidores. Ninguno sabía quién era Charpentier, autor del tedeum que sirvió de sintonía durante muchos años a las conexiones con la unión europea televisiva.

La relación de los cantantes ligeros españoles con el festival ha llegado a ser tan frustrante para la música en nuestra lengua patria que provoca, en el espectador más joven, una reacción muy freak e irrespetuosa frente a Eurovisión. La elección de Rodolfo Chikilicuatre y su Chiki chiki en 2008 fue la culminación de esta entre burlesca y surrealista actitud ante las galas más horteras del viejo continente, siguiendo una de las grandes cosmovisiones hispánicas, la del pícaro descreído. De hecho, el ánimo desatado por la gran teta de Rigoberta Bandini se sitúa en la misma longitud de onda. El feminismo alcanza su punto más venusiano.

La crisis melódica española, no exenta del cariz idiomático, fulminados por el éxito anglosajón en expresión muy de Luis García Montero, era compartida por otros países mediterráneos de larga tradición musical, como Italia. La RAI italiana, tras retirarse doce años de la pérfida Eurovisión, se encomendó al legendario festival de San Remo para terminar ganando el año pasado con un tema punk muy del gusto juvenil: La falsa asimilación del underground en la salita de casa. Es entonces cuando RTVE ve la luz y desempolva el festival de Benidorm, ciudad playera que fue cuna de los primeros bikinis españoles y la libertad sexual, donde animaron sus veladas en el Delfín o el Don Pancho artistas como Manolo Escobar, el Dúo Dinámico o Conchita Velasco, y en cuyo festival hicieron apariciones estelares desde Julio Iglesias a Raphael o Bruno Lomas.

Benidorm competía en aquellos años 60 con el festival del Mediterráneo de Barcelona, donde emergían artistas como Torrebruno, Nana Moskouri o la eurovisiva Salomé, con la que ganó junto a Raimon y Se’n va anar  en 1963, cantando en catalán/valenciano. La música, todavía, era políticamente inofensiva. Más de medio siglo después, en cambio, las panderetas en otros idiomas periféricos del trío gallego Tanxugueiras fueron derrotadas a pesar de su conexión popular.

Así que la idea de resucitar el festival de Benidorm como preámbulo a Eurovisión ha sido acogida con entusiasmo de la audiencia. La propia RTVE ha llevado a cabo una gran apuesta. A pesar del mediocre nivel de las canciones y de los intérpretes que han participado en la reedición, ha tirado la casa por la ventana con una producción moderna y sofisticada. El grafismo televisivo y la puesta en escena con coreografías singulares para todos los concursantes eran de un nivel increíble. Cada tema podría confundirse con un escenario vanguardista de Calixto Bieito para una ópera de Wagner en Bayreuth.

Felicidad por el festival que comparte la patronal hotelera de Benidorm, Hosbec, posiblemente la más atrevida de las organizaciones empresariales. Como también lo hace la Generalitat Valenciana, cuyo secretario autonómico de turismo, Francesc Colomer, superando los prejuicios progres, ha decidido invertir el presupuesto público en cuantos intangibles puedan ayudar a mantener el negocio del turismo, que representa una cuarta parte de la riqueza autonómica.

Benidorm ha sido siempre una no ciudad, una especie de Las Vegas del Mediterráneo, dedicada al monocultivo del turismo en todas sus vertientes. Turismo para todos, sin importar la procedencia o las creencias. Un melting pot  interclasista alabado por urbanistas como Mario Gaviria y José Miguel Iribas, enloquecida metrópolis para el genial arquitecto holandés Winy Maas, y a la que su ahijado político Eduardo Zaplana trató de redimir con un parque de atracciones, urbanizando solares al norte de la autopista. Tal vez recuperar también el Mediterráneo de Barcelona coadyuvara a sofocar las tensiones nacionalistas. El pueblo que canta unido permanece unido, y en España no sabemos cantar desde que las coplas y los boleros pasaron de moda.

Mientras esto sucede en los carriles populistas, conviene retomar la colección dedicada a la música seria por la editorial Acantilado. Lo más detox. La biografía de Beethoven, de Jan Swafford, un libro monumental de más de 1.400 páginas y sin concesiones a la mitomanía. O el viaje casi espeleológico de sir John Eliot Gardiner, a través de la obra de Johan Sebastian Bach, en La música en el castillo del cielo. La pasión ilustrada y el aburrimiento protestante. La música, mayúscula, filosofía y consuelo en palabras de Ramón Andrés, pero también, como apunta el melómano Joaquín Arnau, “una forma de conservar la irrenunciable reserva de libertad”.

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30 de enero de 2022
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El Boomeran(g)
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