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DIEGO MIR

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Elogio de la conversación

 

Entre los muchos logros de Internet figura el cruce inmediato de mensajes entre personas distantes. Paradójicamente, eso ha herido la comunicación verbal, entendida como el intercambio directo de ideas.

¿Conversar es un arte en peligro de extinción? Decir que sí sería, cuando menos, controvertido, pues hoy todo a nuestro alrededor está montado de tal manera que nos llegan sin cesar oportunidades de interactuar tanto con amigos como con desconocidos. La conectividad digital permite intercambiar mensajes sin límite, de modo que vivimos en la ilusión de estar inmersos en una suerte de charla infinita. Puede que la pregunta inicial no parezca tan desatinada si nos paramos a pensar en qué se entiende por conversación y, en especial, qué se espera de sus participantes: la expresión de argumentos, por un lado, y la escucha atenta, por el otro. En nuestro actual entorno hipertecnificado, ambas acciones constituyen todo un reto. Lo primero exige ciertas dosis de soledad previa para que quien hable haya tenido la posibilidad de elaborar algo genuinamente propio; lo segundo, prestar atención. O, dicho de otro modo, remar a contracorriente en el caudaloso río de estímulos e interrupciones por el que navegamos a diario. Y, además, dialogar no es un intercambio de monólogos. Afirmaba Jean de La Bruyère que el talento de la conversación no consiste tanto en mostrar mucho como en hacer que los demás encuentren.

Nuestras vidas se basan en interacciones, y la comunicación verbal es la herramienta más a mano para producirlas. Nadie discutirá la máxima aristotélica de que el ser humano es un animal social inclinado a exteriorizar opiniones y sentimientos. Por lo tanto, el silencio impuesto conlleva pesadumbre y, cuando un ser querido deja de dirigirnos la palabra, experimentamos dolor. El escritor Henry Fielding, en su ensayo de 1743 dedicado a la conversación, la definió como el intercambio de ideas mediante el cual se examina la verdad y en el que cada cuestión se analiza desde distintos puntos de vista, de manera que el conocimiento se comparte. La historia ha conocido momentos estelares de este arte desde que Platón señalara que es la forma más elevada del conocimiento. Muchos siglos después se empezó a percibir la relación directa entre estabilidad política y el mundo conversacional, aquel que David Hume describió como el de la conversación respetuosa en la que se da y se recibe en aras de un goce mutuo. Para mantener un intercambio lingüístico auténtico se deben dejar a un lado la vanidad, la intransigencia y el orgullo; así pues, la antítesis de la charla es la polarización enconada.

La conversación, tal como se ha desarrollado tradicionalmente a lo largo de la historia, tiene un denominador común: el cara a cara, el aquí y el ahora. Y esa necesidad de comunicarnos mirándonos a los ojos es lo que la omnipresencia de las pantallas ha empezado a difuminar, hasta el punto de que hay quien ha llegado a creer que, con esos sucedáneos de coloquios mediados por un dispositivo, nada se pierde en el camino. La pantalla, cabe recordarlo, no solo es una superficie que transmite contenidos, sino también, en su segunda acepción, una separación, barrera o protección que se interpone entre los individuos. Por eso investigadores como Sherry Turkle, profesora de Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología del MIT, alertan de la crisis de empatía que fomentan los aparatos electrónicos, pues nos privan de ver las emociones que afloran cuando dos personas se explican frente a frente y en tiempo real. Conversar, además, es la manera más eficaz de crear vínculos afectivos. Turkle apunta en En defensa de la conversación (Ático Bolsillo) que cada vez esperamos más de la tecnología y menos de las personas que nos rodean, a las que hemos arrebatado buena parte de nuestra atención para desviarla a contenidos alojados en otra parte. “Hemos sacrificado la conversación por la mera conexión”, añade, y cita estudios científicos que demuestran que la mera presencia de un teléfono en la mesa, aun desconectado, desvirtúa la atención de todos los presentes. Otro dato preocupante: cuanto más tiempo pasan conectados los niños, menor es su capacidad para identificar sentimientos ajenos.

Tal es nuestra confianza depositada en la tecnología para llenar los silencios, combatir el aburrimiento y expresarnos sin el temor a sentirnos juzgados que la industria se afana en desarrollar inteligencia artificial a fin de que hablemos con objetos en lugar de con personas. Los robots conversacionales son ya una realidad. Hoy en día es posible reunir todos los mensajes y comentarios de un usuario en la Red para que, una vez muerto, se puedan recrear sus patrones de conversación, de modo que podamos seguir chateando con él. Aunque esto, como vaticinó Alan Turing, no dejará de ser un juego de imitación. La tecnología es un medio extraordinario, pero nada es capaz, avisa Turkle, de sustituir una comunicación en persona y los beneficios que reporta. El sociólogo Georg Simmel, ya a principios del siglo pasado, calificó la conversación de antídoto contra la presión y el estrés que causaba la vida moderna. En fecha reciente, un estudio de la Universidad de Chicago ha probado que la tertulia fortuita entre dos extraños en un tren o en una sala de espera hace de ese momento una experiencia más agradable. Tal vez, señalan sus autores, sobrevaloramos el deseo de intimidad en un planeta cada vez más poblado. No entender los beneficios de la interacción social deriva forzosamente en soledad, empobrecimiento y falta de empatía.

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20 de diciembre de 2021
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La amnesia y la magnesia

 

Siempre he juzgado a Lula da Silva como un estadista, uno de los pocos que desde la tan diversa y contradictoria izquierda de América Latina puede ser considerado como tal. Sus dos periodos vieron crecer la economía de Brasil y el éxito de los programas sociales emprendidos, que por lo general se quedan en la demagogia, tuvieron éxito.

Al aparecer Bolsonaro en el panorama como candidato en las elecciones presidenciales de 2018, con toda su cauda demagógica, Lula, favorito en las encuestas, fue apartado mediante el juego sucio de meterlo en la cárcel, acusado por corrupción; salió airoso de la prueba, y hoy encabeza de nuevo por muy amplio margen las encuestas, casi la mitad de intención de votos, mientras el juez Moro, que lo procesó con malas artes, candidato él mismo, le va muy a la saga; y también deja atrás al propio Bolsonaro.

Presenta por donde va sus credenciales de obrero metalúrgico y líder sindical que se hizo solo en la brega y ha gobernado con responsabilidad e imaginación, pero cuando se trata de cerrar filas con aquellos que considera miembros de su propia familia ideológica, aunque se trate de pariente políticos lejanos, y vergonzantes, deja que el agua sucia se cuele por esa brecha de sus creencias democráticas.

Es lo que pasa con sus opiniones sobre Nicaragua, donde una vez ya lejana hubo una revolución que Lula vio de cerca, y ahora existe una tiranía familiar, que ve de lejos o no ve del todo.

En una reciente entrevista concedida al diario El País, a su paso por Madrid, los entrevistadores le preguntan sobre Daniel Ortega; sólo han pasado unas semanas desde el fraude electoral que consumó para quedarse cinco años más en el poder al lado de su esposa. Le piden un diagnóstico, y Lula lo ofrece con elocuencia de plaza pública:

“…Todo político que empieza a creer que es imprescindible o insustituible empieza a transformarse en un pequeño dictador. Yo he estado en contra de Daniel Ortega. El Frente Sandinista tiene mucha gente para ser candidato. También estuve en contra de Evo Morales, que ya había hecho dos mandatos extraordinarios. Y lo mismo con Chávez…”

Hasta allí vamos bien. Pero de inmediato, sin perder el entusiasmo de la tirada, agrega, en flagrante contradicción consigo mismo: “puedo estar en contra, pero no interferir en las decisiones de un pueblo. ¿Por qué Angela Merkel puede estar 16 años en el poder y Ortega no? ¿Por qué Margaret Thatcher puede estar 12 años en el poder y Chávez no? ¿Por qué Felipe González puede quedarse 14 años en el poder?

Es en este momento en que los reflectores parecen apagarse, y la figura del estadista se borra de la visión, para dar paso, por desgracia, a un demagogo redomado, o al político provinciano que confunde la amnesia con la magnesia.

Deja de distinguir entre gobiernos autoritarios continuistas, basados en el arbitrio de una sola persona que se erige sobre las leyes y las instituciones, y los sistemas democráticos de pesos y contrapesos, separación de poderes, y soberanía parlamentaria.

Imaginemos por un momento, si es que se puede, a Angela Merkel dispuesta a quedarse en el poder más allá de toda regla democrática y todo escrúpulo político. Imaginémosla metiendo a la cárcel a todos los candidatos a canciller federal, y a todos los dirigentes de los partidos políticos alemanes; imaginemos cuatrocientos muertos en las calles de Berlín asesinados por paramilitares que la obedecen ciegamente; imaginemos miles de exiliados que huyen hacia Francia, Bélgica, Holanda. Imaginemos los periódicos clausurados. Imaginemos a escritores alemanes en el exilio, y sus libros prohibidos.

E imaginemos a Felipe Gonzalez, haciendo al revés el papel que tuvo en la historia real: para que calce con la comparación de Lula, tendríamos que imaginarlo más bien con el tricornio del teniente coronel Antonio Tejero en la cabeza, con la pistola desenfundada en el congreso de los diputados el 23 de febrero de 1981. Es decir, disfrazado de golpista para abrirse paso hacia el poder no a través de elecciones parlamentarias, sino de la violencia y el crimen.

Si la señora Merkel, la señora Thatcher, y Felipe González se quedaron tanto tiempo en el mando, es algo que no tiene que ver con las ideologías mesiánicas, sino con la solidez de los sistemas democráticos; muy distinto a Daniel Ortega, Chávez, Maduro, que llegaron al poder con la intención de que fuera de por vida, a costillas de las instituciones, de las leyes, y de sus propios pueblos sometidos al miedo y a las penurias.

Lula fue a dar a la cárcel porque lo odiaban a él, y a su Partido de los Trabajadores, y porque no le perdonaron que hubiera sido un gran presidente, afirma en la entrevista. Pero si un juez lo metió en la cárcel, recurrió a otros jueces que lo sacaron de ella tras examinar su causa y anularla.

En Nicaragua, donde no hay estado de derecho, aún estaría preso en una celda sin ventanas, sin derecho a un abogado defensor, sujeto a interrogatorios constantes, sin garantías procesales, y sin derecho a visitas familiares.

Esa es la diferencia entre la amnesia y la magnesia.

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20 de diciembre de 2021
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La verdad os hará extranjeros

 

En mi última estancia en la capital rusa, antes de la pandemia, descubrí una ciudad distinta. Me alojé en el sur, no en el centro, en una residencia para doctorandos, por donde pasa el tercer anillo de circunvalación que rodea la plaza Roja. La estructura radial de Moscú acentúa la centralidad del Kremlin, formal y metafóricamente, como si fuera un panóptico: todo gira en torno a él, y parece que puede apretar o aflojar los anillos a su antojo. El Kremlin estruja y, si quiere, ahoga. Una ciudad distinta, decía, no por la nueva oferta de esta urbe descomunal, sino porque pude leerla mejor entre líneas. Había encontrado la web de un proyecto de Memorial –organización creada a finales de los años ochenta para la defensa de los derechos ci­viles y la investigación his­tórica– titulado Topografía del terror. Consiste en un callejero de Moscú marcado con los lugares relacionados con la disidencia y la represión –campos de trabajo, centros de detención o ejecución, etcétera– desde la década de 1920. Los puntos de colores cubren todo el mapa. Y así supe que aquel distrito universitario fue levantado por prisioneros como Alexánder Solzhenitsin, que instaló suelos de madera en los apartamentos de lujo para los funcionarios del Interior, como relató en El primer círculo. Que cerca estaba la última dirección donde vivió Nadezhda Mandelstam, que en Contra toda esperanza salvó la memoria de su marido represaliado, pero también la de la noche más larga de todo un país, o la fosa común donde se cree que yacen los restos de Isaak Bábel, el Maupassant de Odesa, maestro total del cuento. Páginas que, si se arrancaran, dejarían el libro de Moscú incompleto, comprensible solo hasta cierto punto. En ese portal de Memorial no hay opiniones, solo nombres, fechas, descripciones e imágenes de archivo. La concreción de los datos frente a las mitologías patrióticas y la desinformación.

“Mientras los gobiernos no dejan de mejorar el pasado, los periodistas intentamos mejorar el futuro”, se oyó hace una semana en Oslo, durante la ceremonia de aceptación del Nobel de la Paz. Fue en el turno de palabra de Dimitri Murátov, después de la periodista filipina Maria Ressa, ambos galardonados “por los esfuerzos para salvaguardar la libertad de expresión como condición fundamental para la democracia y la paz duradera”. Cofundador y redactor jefe de Nóvaya Gazeta –milagroso reducto de independencia informativa–, Murátov recordó un dicho ruso: el perro ladra, la caravana se mueve. Si entendemos que el perro es el periodista y la caravana el poder, las posibles lecturas son dos: por mucho que los primeros gruñan, apenas importunan el avance de la segunda. O bien: la caravana avanza gracias a los perros ladradores, cancerberos del poder. Murátov tuvo un recuerdo para los periodistas asesinados de su diario. Entre ellos, Anna Politkóvskaya, que tituló uno de sus últimos artículos “¿De qué soy culpable?”. La respuesta: “Simplemente he informado de lo que he visto, de nada más que la verdad”. A la cronista del horror de la guerra en Chechenia la mataron por no ladrar al son de la caravana.

Desde el 2012, el Gobierno de Putin puso otro escollo en forma de ley a la libertad de expresión. Las oenegés que recibieran financiación extranjera y realizaran actividades susceptibles de calificarse de “políticas”, aunque se dedicaran a ayudar a mujeres víctimas de violencia de género, pasarían a considerarse “agentes extranjeros”, que, en el imaginario ruso, remite a la jerga soviética para “espías”. La ley se traduce en un calvario burocrático y la fiscalización de toda actividad, incluidas las interacciones en redes sociales. Más tarde también apuntaron contra medios de comunicación y particulares. Cada viernes, la web del Ministerio de Justicia publica la lista ampliada de “agentes extranjeros”. Por esta misma ley, Memorial está al borde de la disolución, y se ha advertido a Nóvaya Gazeta que el Nobel no les servirá como escudo protector.

En El Maestro y Margarita (1966) Mijaíl Bulgákov aprovechó cómicamente la asociación entre “extranjero” y “enemigo” para hacer pasar al demonio, de visita en el Moscú de los años treinta, por un turista (tal vez alemán). Si la democracia se sustenta en la libre circulación de información veraz, el Nobel otorgado a la labor de Nóvaya Gazeta reconoce su coraje por ser la excepción de aquel otro dicho ruso del pasado: en los periódicos rusos, solo las erratas dicen la verdad.

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16 de diciembre de 2021
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El mejor periodismo chileno 2020: prologar la excelencia necesaria

¿Cómo elegir lo mejor entre tantos trabajos periodísticos de calidad, hechos con esfuerzo y trabajo duro, iluminados por una prosa vibrante, atentos a temas novedosos o tomando temas remanidos desde una mirada sorprendente?

El secreto, para mí, está en buscar aquellos textos que tengan varios de estos componentes.

Así es el ganador de esta última versión: Soldaditos del narcotráfico, de Matías Sánchez, publicado en la revista Sábado de El Mercurio. Cuenta el auge del narco en las barriadas pobres de Santiago con un enfoque y un lenguaje que emocionan desde el primer párrafo.

Y también Sigma: el código secreto de los suicidios en el metro, el ganador en la categoría de Periodismo Universitario, de Camilia Bohle y Valentina Medina, de la Universidad Diego Portales. ¿Por qué a nadie se le ocurrió antes relatar la vida y las angustias del personal al que le toca la angustiosa tarea de “limpiar” después de que un desesperado se tira a las vías del metro?

A partir de este año soy el director del Premio Periodismo de Excelencia que desde hace 19 años otorga la Universidad Alberto Hurtado y que es reconocido como el principal premio a lo hecho durante el año en Chile.

Somos aliados del Premio Gabo, el más importante de la región, y nuestros ganadores participan cada año en el Festival Gabo. Como director y coeditor del libro donde publicamos los textos finalistas y nominados, El mejor periodismo chileno, me tocó escribir el prólogo. Lo escribí en junio de 2021.

Intenté hacer honor a la calidad y la valentía de los trabajos que seleccionamos para pasar del reino de lo efímero para eternizarse en un libro.

Mientras escribo estas líneas para presentar y celebrar lo mejor del periodismo escrito en Chile en 2020, llegan noticias terribles de Bielorrusia: el dictador Alexánder Lukashenko envió un cazabombardero para obligar a un avión de línea a aterrizar en su territorio y así detener a un joven periodista opositor que viajaba a bordo. Al redactar estas líneas, no se conoce el destino de Román Protasévich, fundador y editor jefe del canal de noticias Nexta, que transmite por la red de mensajería Telegram.

Nexta es parte de la vibrante y valiente ola de nuevos medios para un nuevo público. Transmitía en vivo para la juventud bielorrusa lo último de las protestas contra unas elecciones amañadas y la represión feroz de la policía. La amenaza de los líderes autoritarios y corruptos, en cambio, es más vieja que la imprenta de Gutenberg, mucho más vieja que los testimonios de la bielorrusa Svetlana Alexiévich de las madres de los soldados muertos en Afganistán y las viudas de los bomberos achicharrados en Chernóbil.

En América Latina las cosas no están mucho mejor. Decenas de periodistas como Javier Valdés y Miroslava Breach fueron asesinados en estos años por mafias del narco en México, la prensa libre es perseguida por informar sobre los desaparecidos en las revueltas de Colombia. En Chile, si bien no se llega a esas cotas, las acusaciones sin fundamente del gobierno a quienes investigan sus prácticas y critican sus decisiones afectan la credibilidad y veracidad de los periodistas independientes.

También periodistas chilenos fueron vigilados por las fuerzas del orden, como Mauricio Weibel por el Ejército, cuyos negocios estaba investigando. Como el mismo Weibel denunció en televisión, en regiones muchos colegas son vigilados y amenazados, y están más expuestos y menos protegidos.

Muchos periodistas fueron detenidos, golpeados y sus instrumentos de trabajo fueron arrebatados durante el estallido. Un estudio del Observatorio del Derecho a la Comunicación cifra en 69 los casos de detenciones de periodistas en 2020, el mayor número desde la dictadura. Entre estos se encuentran los colegas Paulina Acevedo y Álex Cuadra, quienes fueron detenidos ilegalmente por Carabineros este año.

Un caso grave de ataque a periodistas, cuyos autores todavía no han sido identificados, se produjo en la Región del Biobío contra el equipo de TVN dirigido por el periodista Iván Núñez, que terminó con el camarógrafo Esteban Sánchez herido con cinco impactos de bala y con la pérdida de uno de sus ojos.

Todos estos casos nos llevan a estar alertas, denunciar los ataques a la prensa y la libertad de expresión y defender la información libre, que es uno de los valores centrales de un país democrático. Los que crecimos en dictadura, ya sea aquí o en países como el mío, Argentina, sabemos cuánto se pierde cuando una sociedad no puede contar con un periodismo libre, veraz, sólido y respetado.

Por eso es tan importante reconocer el trabajo que se logró hacer bajo extenuantes circunstancias, en medio de una triple crisis – de la economía nacional, de los medios y de las condiciones en que debieron trabajar los reporteros y editores. Entre otras circunstancias, quienes lean este libro en años venideros deben saber que todo lo aquí publicado se investigó, escribió y editó bajo un toque de queda que comenzó en octubre de 2019 y que cuando escribo estas líneas, en mayo de 2021, pasó de ser una respuesta al estallido a intentar contener la pandemia sin pausa, y todavía rige.

Este libro es un reflejo de estos tiempos convulsos y fascinantes. Surgieron nuevos personajes perfilados, entrevistados, denunciados y celebrados en estas páginas: la clase media harta, los movimientos sociales (mujeres, indígenas, jubilados sin jubilación, enfermos sin hospital, trabajadores sin empleo, familias sin hogar, inmigrantes sin futuro. Los trabadores de la salud y la educación, menospreciados por los millonarios de las finanzas y ahora convertidos en los esenciales. Y la “primera línea”, un concepto creado por los jóvenes manifestantes al calor de las revueltas.

En estos reportajes, crónicas, entrevistas e informes de investigación se encuentra una vista atrás a los 30 años que, en la visión de los manifestantes, fueron un vaso lleno de promesas incumplidas que se colmó con los 30 pesos de aumento del metro. Hay una nueva mirada a las instituciones otrora intocables, como los carabineros y los militares. Y nuevos dramas, como el narcotráfico, que se apropia de los barrios humildes y del futuro de los jóvenes sin futuro, como el protagonista del estremecedor texto ganador.

En estos relatos se cuenta cómo se queman iglesias y universidades, arden llantas y bancos de madera, se lastiman ojos, se gasea y balea y se encarcela injustamente a manifestantes, se usan cartuchos de gas lacrimógeno como munición y cómo en casos extremos carabineros ebrios balean a mansalva y otros disfrazados de manifestantes incitan a la violencia.

Los autores denuncian fraudes y robos privados y públicos, lamentan las muertes por coronavirus, celebra el enorme esfuerzo de los profesionales de la salud y cuestionan las cifras oficiales de la pandemia. Investigan un proyecto minero y la pesca ilegal. Viajan con un kawéskar y narran el horror de una mujer maltratada encerrada con su agresor. Como potente ejemplo de investigación de abusos sexuales contra las mujeres, dejan al descubierto el “me too” en el fútbol femenino. Y en las entrevistas, entre tanto protagonista joven en otras secciones, toman la palabra los sabios de la tribu: Claudio Bertoni, Ángela Jeria, Sol Serrano, Marta Cruz-Coque y Patricio Manns.

El periodismo que brilla en estas páginas no solo cuenta y explica con valentía la verdad. Nos ayuda a formar nuevas generaciones de un público ávido de saber, entender y participar con conocimiento de causa.
A las puertas de un proceso refundacional con la nueva constitución, lo más valioso del buen periodismo son sus lectores, oyentes, televidentes, usuarios activos. Es para ellos que tantos colegas se juegan la salud y hasta la vida día a día en las calles y en las redacciones. Y también en las aulas: este año el premio universitario tuvo más postulantes que nunca, y de más universidades de todo el país.

¿Qué podrá encontrar un historiador del futuro en este libro sobre el periodismo de este año que comenzó en pleno estallido, siguió con una inesperada pandemia y terminó con un ilusionante referéndum para cambiar la constitución y soñar con un nuevo país?

La mayoría de los hechos aquí fijados son dolorosos, injustos repudiables. Pero, con limitaciones y dificultades, la cofradía de profesionales de la palabra pudo hacer con ellos excelente periodismo.

Quienes organizamos el premio, junto con el fervoroso ejército de prejurados y jurados, los autores y autoras de estos textos y sus editores, los fotógrafos, diseñadores e infografistas y el gremio entero, podemos mirarnos en el espejo de estos trabajos y sentir que, aunque falta mucho para construir el país deseado, también hay mucho terreno ganado: en “El mejor periodismo chileno” brillan la calidad, el rigor, la ética, la investigación acuciosa, las preguntas punzantes, las conclusiones sólidas, y destellos de estilo que vuelan alto y nos emocionan.

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14 de diciembre de 2021
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Pero volver…

 

Falta aún para que aparezca el escritor, nacido ya en el exilio, que regrese a su aldea guipuzcoana para romper a preguntas el ataúd de silencio que aún perdura

En un bonito libro editado por la elegante editorial KRK de Oviedo, el desaparecido escritor alemán W. G. Sebald responde a algunas entrevistas y lo hace con tan buen estilo como el de sus relatos y narraciones que, de haber vivido unos años más, estoy persuadido le habrían valido el premio Nobel. En una conversación con Eleanor Wachtel daba varias vueltas a su exilio alemán, a su pertenencia a Alemania y a la imposible separación entre su literatura y la vida de los alemanes.

Cuenta, por ejemplo, el caso del profesor Paul Bereyter, a quien profesó gran afecto, y a sus lecciones en el pequeño pueblo donde vivió de niño. Solo más tarde, cuando ya había abandonado Alemania, sintió Sebald la necesidad de saber más sobre aquel hombre que había sufrido una cruel persecución durante el periodo nazi, antes de huir, pero que, una vez terminada la guerra, volvió al pueblo. Lo que estremecía a Sebald era el silencio que rodeaba al profesor y aun cuando fue al pueblecito alpino con la sola intención de hablar con él, tampoco entonces, casi veinte años más tarde, quiso Bereyter decir nada. Ni él ni ninguno de sus vecinos. Habían clavado un ataúd de silencio en torno al profesor. Y si bien Sebald sabía perfectamente lo que sin duda había sucedido, no consiguió que ni uno solo de quienes vivieron los años de asesinato y terror nazi dijera una sola palabra.

El arrojo de Sebald en aquel rincón alpino tratando de proyectar alguna luz sobre el suplicio que sus vecinos impusieron al profesor, me recordó a los miles de vascos huidos durante los años de crímenes nacionalistas. Se empiezan a escribir historias más o menos novelescas sobre aquella época de terror, pero falta aún un poco para que aparezca el escritor, nacido ya en el exilio, que regrese a su aldea guipuzcoana para romper a preguntas el ataúd de silencio que aún perdura.

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14 de diciembre de 2021

Peter Matthiessen y su equipo de sherpas en Namgung Pass, Dolpo. Dic 1973. Fotografía: © George B. Schaller

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La distancia dolorosa entre lo que sé y lo que soy

¿Qué se le pasa por la cabeza al que viaja hasta los confines del mundo en busca de lo imposible? En el otoño de 1973, Peter Matthiessen, escritor y naturalista iniciado en el budismo zen, emprendió, junto al zoólogo George Schaller, una expedición a la Montaña de Cristal para avistar al insólito leopardo de las nieves. La misteriosa tierra del Dolpo, al oeste de Nepal, es una de las regiones del mundo donde la cultura tibetana se ha conservado en su estado más puro. La Montaña de Cristal, rodeada de valles recónditos y primitivos, se eleva como una pirámide blanca que navega por el cielo. No se puede negar que El leopardo de las nieves parece escrito para convertirse en un clásico de la literatura de viajes. La voz susurrada de Peter Matthiessen trasciende sus páginas. Día tras día, trenza un relato conmovedor, plagado de bella histeria y descosidos espirituales. Algunos lo leerán como un diario de aventuras y una amalgama de todo aquello que se encontró por el camino; otros, en cambio, lo descifrarán como la guía mística que encontraron un día cualquiera en la típica tienda de libros de segunda mano. “Un hombre sale de viaje y es otro quien regresa.” Los años psicodélicos, demasiados sueños sombríos y la muerte de su esposa empujaron a Matthiessen a sentir la urgente necesidad de volver a casa siendo otro.

¿Para qué sirve un clásico? Uno puede agarrarse a un clásico tantas veces como quiera. Para qué negarlo, siempre habrá una frase que parezca escrita para uno mismo. Quizás El leopardo de las nieves sea el Evangelio de los corazones inquietos.

El leopardo de las nieves es ese oscuro e inalcanzable objeto de deseo. Animal invisible, cauteloso, escurridizo. Poco se sabía del más misterioso de los grandes felinos. La mayoría de las observaciones de las que se disponía por aquella época provenían del testimonio de los cazadores locales. Acostumbraban a resistir inmóviles cerca de grandes manadas de animales esperando a que el leopardo las atacara. No es fácil permanecer quieto y en silencio cuando la temperatura titubea alrededor de los diez grados bajo cero. El mismo George Schaller tuvo que permanecer un mes entero soltando cabras vivas como cebo para poder avistarlo y filmar las primeras películas que se hicieron sobre él.

Todo se vuelve extraño cuando divagas a más de tres mil metros de altura. Este verano viajé por las montañas celestiales de Kirguistán. Así como le ocurrió a Matthiessen, me percaté de que hubo un momento en el que el trance me permitió ser tres personas a la vez. El “yo” jadeante y malhumorado enfundado en el saco de dormir está demasiado cansado y tiene heridas sangrantes en los pies, no puede dormir y se fustiga por ello; el segundo es el “yo” arrepentido que echa de menos a su familia y se pregunta qué hace allí y por qué necesita complicarse la existencia de ese modo una vez más; el tercero observa maternal, y con cierta consciencia superior, a los otros dos como si de una experiencia extracorporal se tratara. Tres niveles de sensibilidad o esa distancia dolorosa entre lo que sé y lo que soy. Cuerpo, mente y naturaleza son una sola cosa.

La primera noche que acampé en las montañas celestiales sufrí alucinaciones. Nunca un sudor tan frío había recorrido mi cuerpo. Qué vergüenza. Podía verme a mí misma durmiendo en el saco. Una imagen recurrente me hacía temblar: mi compañero, un caballo kirguís, regio y espléndido, que por su instinto de supervivencia solo dormía de pie y estaba atado al arbolito bajo el que había montado la tienda de campaña, se dejaba caer sobre mi cuerpo dormido y me mataba. Una y otra vez, la escena se repitió tantas veces que llegué a pensar que ya estaba muerta y mi estado semiconsciente, además de estar al borde de la asfixia, era parte del ritual. A bulto, pudo ser una alucinación de tan solo diez minutos, pero en mi cabecita –y, por supuesto, en mi cuerpo– lo sentí como si hubiera ocurrido durante tres noches enteras, una vez tras otra y sin poder moverme. A la mañana siguiente, me di cuenta de que había intentado abrir la cremallera de la tienda de campaña para escapar. Había sido en vano. Comprobé mis niveles de oxígeno. Todo estaba bien. A Matthiessen, las alucinaciones también le pillaron durmiendo. Los protagonistas de las suyas fueron mustélidos, ardillas y perros. Acordarse y dejarlo por escrito es una sensación morbosa. Él lo describió como estar en el Bardo, sentir que eres dueño de dos existencias, hallarte en un estado intermedio en el que la alucinación precede a la reencarnación.

No hace tanto, nos preguntábamos si el centro del universo lo ocupaba el Sol o la Tierra. Algunos budistas dicen que la mente occidental no es capaz de asimilar percepciones orientales que no son lineales, seguimos confundiendo espacio y tiempo. Los Vedas, en cambio, lo especificaron un poco más. Dicen que no vemos el universo tal como es y que nos limitamos a una ilusión. El espectáculo mágico de la naturaleza vivido como una alucinación colectiva. Quizás el viaje a pie, asimilar su lentitud y sentir el propio cuerpo flaquear nos enfoque a un estado altamente receptivo, más allá de nuestra limitación corporal y visual. Estamos vivos. Algunos se atreven a preguntarlo: Entonces, dime, ¿qué se aprende con tanto dolor de pies, frío y cansancio? Se aprende que la insatisfacción es un regalo.

La libertad en la montaña es muy distinta a la libertad que se percibe en la ciudad. Soltar lastre, acumular menos, moverse con sencillez. He visto a montañeros arrancar las páginas de los libros a medida que los van leyendo, incluso convierten las páginas en bolas de papel y las introducen en el forro de sus abrigos para mantener y optimizar su tan valioso calor corporal; otros aguantan con la misma ropa semana tras semana. En mi caso, a mitad de camino, consumida por el peso de la mochila, regalé unos prismáticos a una familia de nómadas y quemé la ropa sucia que ya no necesitaba. Nunca me he sentido tan libre. De vuelta a la civilización, la palabra libertad pierde fuelle. Solo recuerda a la política. Unos la desprecian; otros la desvirtúan. Es desolador. La pregunta que formuló Erich Fromm se responde por sí sola. ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla?

¿Qué busca realmente el que sube y baja montañas sabiéndose conocedor de la naturaleza escurridiza de sus propósitos? En Imágenes que piensan, Walter Benjamin se refiere a ello como una encrucijada, un esfuerzo de carácter destructivo que convierte en ruinas lo existente. A veces, no hay otra manera de vivir. Una de las noches que pasaron en Katmandú, un biólogo que andaba investigando las huellas del yeti, le preguntó a Matthiessen qué estaba haciendo alguien como él allí. Entendía la función de Schaller al ser biólogo y buen montañero, pero no acababa de comprender su presencia. Ruborizado y molesto, Matthiessen le contestó que no lo sabía. Punto final. “¿Cómo iba a decir que deseaba penetrar los secretos de las montañas en busca de algo todavía desconocido que, como el yeti, por el hecho mismo de buscarlo, podía muy bien no llegar a encontrarse?”

Tras dos meses de andadura, desesperados por las lluvias monzónicas y los continuos retrasos de los sherpas, Matthiessen y Schaller alcanzaron los más de cuatro mil metros de altura. Allí, los carneros azules y zorros campaban libremente y pudieron recabar datos de altísimo valor científico. “La intensidad del silencio en este sitio es un aviso de que aquí los seres humanos están fuera de lugar.” Cegados por la nieve, cada día que pasaba, la Montaña de Cristal parecía más inalcanzable que al principio del viaje. “No esperes nada”, le advirtió el roshi Eido el día de su partida. Matthiessen nunca llegó a ver al leopardo de las nieves. Pudo atisbar una huella de sus garras. Curiosamente, ese rastro se hallaba justo encima de la huella que había dejado el paso de Matthiessen el día anterior. Lo tomó como una señal para no abandonar. “Me basta con saber que el leopardo es, que está aquí, que sus ojos helados nos vigilan desde la montaña.”

Desbordando introspección, llegados a este punto, huelga decir que el leopardo de las nieves es una excusa. Quiero pensar que todos pecamos de tener un leopardo de las nieves, esquivo e indomesticable, metido en la cabeza. La adherencia a lo desconocido es esencial para un ser humano en todo su esplendor. La obsesión por lo inalcanzable, la belleza de lo invisible; incluso la naturaleza más peligrosa puede devolverte a la vida. ¿Cuál es mi leopardo de las nieves? Quizá ser testigo de otras formas de vida. Vivimos precipitados en el tiempo, pero la búsqueda de nuestro leopardo de las nieves supone lo contrario a la inmediatez.

¿Por qué la muerte está tan presente cuando uno se lanza a lo inexplorado? El mayor miedo de Matthiessen era morir de frío y dejar huérfanos a sus hijos; el mío, morir enterrada bajo el típico alud de verano cuando alcanzara cotas más altas. Extrañamente, aunque el miedo sea evidente, pocos dan media vuelta y regresan al origen. No quisiera que mis palabras se malinterpreten: nada de esto tiene que ver con un peculiar afán de heroicidad o una inevitable colección de proezas. ¿Por qué creo que no hay vuelta atrás para algunos? Porque el amor siempre está presente. Matthiessen amaba la fragilidad de sus fuerzas, los recuerdos que asistían a su mente y su miedo. ¿Amo yo los míos? Sí, quisiera agarrarme a ellos lo que me queda de vida. No pido nada más.

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13 de diciembre de 2021
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Maneras de ser viejos

 

Clint Eastwood nunca trabajó de actor con John Ford ni con Howard Hawks, pero yo veo en su última etapa como director un aliento fordiano y una manera hawksiana de tratar las diferencias de edad y sus enseñanzas. Tras su destacada función en Million Dollar Baby, en Gran Torino y en Mula, el tema de las paternidades fronterizas reaparece en Cry Macho, desafortunado título de una pequeña y deliciosa parábola en la que Eastwood, que ya ha cumplido 91 años, evita siempre que puede los primeros planos y muestra ante la cámara las limitaciones de su cuerpo cuando está en movimiento, sin por ello perder la ironía ni la ocurrencia del magnífico director que es. Hay cosas que el antiguo jinete de tantos westerns, los genuinos y los spaghetti, ya no puede hacer, aunque no figure entre ellas el coqueteo y tal vez el amor; la relación que Mike, su personaje de envejecida estrella del rodeo  establece con la dueña mexicana de la cantina de carretera tiene el carácter de una seducción asistencial que podría tal vez terminar en matrimonio o no pasar del petting. De ambas cosas hay sugerencias, pero no evidencias.

Se trata además de una película histórica, puesto que se indica que la acción sucede en 1978, si bien tanto Texas como Tijuana aparecen intemporales, como ciudades de hoy; hay lugares que cambian en sí mismos para permanecer. A Mike, un hombre sin recursos en su decadencia, un amigo al que le debe un gran favor le pide cruzar la frontera para convencer a su hijo pródigo de que vuelva con él al sur de los Estados Unidos, sacando al chico de su mala vida y alejándolo de las artes seductoras, y tal vez pedófilas, de una ex esposa mexicana y cabaretera. Mike inicia así el paso y la road movie, que es mejor a la vuelta que a la ida: la frontera se salva sin problemas, el muchacho acepta ir con él, los esbirros de la madre cabaretera les siguen, y entonces empieza de verdad la trama. La del  hombre viejo que amó a los caballos en los que ya no puede montarse, y la del adolescente medio-mexicano que, para dar más color local y mayor substancia, es poseedor y nunca se separa de un gallo de pelea, el Macho del título, que desempeña un papel convincente, siendo la fauna avícola tan híspida a la imagen fílmica.

 En su segunda parte, Cry Macho no hace llorar, aunque amenaza con hacerlo. Los personajes adquieren más colores, y Mike se auto-revela: hay ritornelos de su pasado esplendor domando la furia de los caballos salvajes, pero ese don, que ya no está en su mano ejercer, deja paso a sus otros saberes. Los saberes del hombre viejo. El hombre que, además del dominio de los caballos, puede curar las más variadas dolencias de los animales, y en especial las cabras, así como entender el lenguaje de signos de los sordomudos. Y ser también un hombre parco en palabras y recto. Un hombre justo. Hay, entre otras que llamaríamos educativas, una escena nocturna entre Mike y el joven mexicano que trae resonancias del Rio rojo de Hawks, con el dúo que en aquella obra maestra encarnaban John Wayne y Montgomery Clift. Hawks era un maestro del understatement, mientras que Clint Eastwood tiene un probado fondo sentimental, que disimula; bordea en más de un momento de Cry Macho las lágrimas, pero las contiene, y así nosotros evitamos las falacias patéticas.

Aprovechando las ocasiones y actos de recuerdo y homenaje a Fernando Fernán-Gómez por su centenario, volví a ver, en coincidencia con el estreno de Cry Macho, una de las mejores películas de aquel, El extraño viaje, un retrato de adultos retorcidos y malignos, aunque cultivados, en un poblacho cazurro de aspecto tranquilo. Se trata de una farsa muy española, lo que no significa que estemos ante una españolada. Inspirada en un suceso (real) murciano, el llamado crimen de Mazarrón, si quisiéramos buscarle una región de origen habría que mirar más bien a Galicia, pues de allí proviene, gracias a la figura de su creador, el esperpento valleinclanesco. Fernán-Gómez no pretende esconder esa filiación o afinidad, pero tampoco se contenta con ella, por lo que lo galaico-esperpéntico se hace sainetesco e incluso astracanado en las escenas populares, en los colmados, en las verbenas, en los autobuses de línea y en el habla de sus moradores. Ahora bien, el poblacho tiene en un chaflán de su plaza mayor una buena casa, como se decía antiguamente (antes de que se prefiriera el barbarismo casoplón), con su fachada opaca y su interior fabulado y temido por los que nunca pueden franquearlo. El lugar de los tres hermanos, Ignacia, la mayor (Tota Alba) y los, digamos, pequeños, Paquita (Rafaela Aparicio) y Venancio (Jesús Franco.

Uno de los aciertos de este film singular dentro del cine español de su época (1964) es el carácter metafóricamente aniñado de su trío protagonista, unos seres de edad insondable. Ignacia tiene rasgos físicos de señora mayor (lo era entonces esta gran actriz, nacida en Argentina y fallecida en 1983), ejerciendo su mayorazgo de manera cruel y caprichosa. A su lado, la Paquita de Rafaela Aparicio, cuyo volumen corpóreo y su invariable vocecilla hacen difícil calcularle la edad sin ir a los diccionarios, y Jesús Franco, que atipla la voz y viste como un polichinela oriental (¿un eunuco sin harem?) pero tenía cuando se rodó la película tan solo 33 años. Jesús, Jess Franck para sus incondicionales, cambió poco de físico en las siguientes décadas, como si su corsaria manera de dirigir películas por docenas o ristras le hubiera dado el elixir de una eterna y traviesa juventud. Su creación timorata de Venancio es memorable, representando él, junto a la divertida ramplonería de Paquita y la procacidad mandona de Ignacia, el verdadero lugar de los juegos prohibidos. Son viejos sin serlo, o viejos que aspiran a serlo, en el marco de una casa encantada y con la mezcla macabra del alcohol y el crimen gratuito.

¿Una rareza, El extraño viaje? Yo pienso que, lejos de serlo en la filmografía tan desigual de Fernán-Gómez, aquella fue una obra de ambiciosa exploración quebrada por la brutalidad de la censura, su mala carrera comercial y su propia condición de flor mefítica y anómala. La seguiría cultivando intermitentemente el gran actor y director en el teatro, en el cine y en su genial manera de ser y escribir hasta el fin de su larga vida. La de un viejo sabio.

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11 de diciembre de 2021

Eli Solitas. Unsplash

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En la muerte de los otros

 

La perplejidad ante la muerte nos reseca las palabras, y solo se nos ocurren tópicos, aunque lo que sintamos no se parezca a nada. Los últimos estertores son acaso más angustiosos para quien, del lado de la vida, acompaña la respiración de un ser querido cuyo cerebro va apagándose hasta expulsar un último hilo de aire, suavísimo, igual que una mota de paz. El silencio es el único claro en el que podemos permanecer tras el im­pacto de la pérdida, además del llanto, porque quedamos devastados frente a lo absurdo de la existencia. “El hombre no sería él mismo un hombre sin la muerte, que es la que hace las grandes existencias, la que les brinda su fervor, ardor, su tono”, escribe Vladimir Jankélévitch en su clásico Pensar la muerte, donde rompe con la tradición manriquiana de entender la existencia como un río que ine­xorablemente nos lleva a morir, y por tanto no consideraba la vida humana como una línea entre dos extremos. Según el pensador, alumno de Henri Bergson, que se sirvió de clásicos y contemporáneos, de filosofía y ciencia, para reflexionar sobre la vida y la muerte, estas “no son nunca dadas juntas en una experiencia simultánea. En el nacimiento la nada está antes, mientras que en la muerte está después”.

La noticia de un fallecimiento es sin duda la más transcendental en la vida de un ser humano, no hay otra que le gane en peso. Bien lo sabe la familia cuando lo comunica al resto, el periodista cuando escribe el titular, el médico que certifica la defunción. Desde hace unos años he hecho mío aquel poema de Mario Benedetti: “Ya cuando nos casamos / los an­cianos estaban en los cincuenta / un lago era un océano / la muerte era la muerte / de los otros. / Ahora veteranos / ya le dimos al­cance a la verdad / el océano es por fin el océano / pero la muerte empieza a ser / la nuestra”.

Pienso en todos aquellos que ya no están. No volveremos a verlos, y su mudez se nos antoja al principio ridícula, después insoportable. “No existen los seres humanos fuertes”, decía el otro día Benjamín Prado, amigo de Almudena Grandes. Nos dejó helados su pérdida, huérfanos de la vehemencia con la que expresaba las cosas y proyectaba su ansia de escribir: “Es como una sed”, me confesó. En los dos últimos años se han acumulado las ausencias, y tal vez como muro ante el frío, tan solo recuerdo sus risas. Las de Luis Eduardo Aute, tan silenciosamente elegantes; las de Ivana Markovich, que se reía con todo el cuerpo y en eslavo; las de Enrique Campos, que se doblaba literalmente de risa al tiempo que aplaudía; las de Marta Garau, que vivía con la sonrisa puesta; las de José María Cámara, cuando me regalaba en El Qüenco de Pepa historias pillas de Julio Iglesias; las de Montserrat Franquesa, con quien aprendimos a reírnos como los mayores en el colegio de monjas; las de Sylvia Polakov, con su gracejo esnob y la cámara siempre al cuello.

Apenas pensamos en la muerte. Nuestras fantasías narcisistas se recrean en el funeral y en la pena de los que todavía nos quieren y nos aguantan, y poco más. Ahuyentamos la mera idea porque parece si no que invitemos a la parca a merodear a nuestro lado.

Joan Carles Trallero, en ¿Morirme yo? No, gracias (Libros de Vanguardia), afirma que pensar en ella “va ligado a pensar en nuestra vida, a conectar con aquello que de verdad nos sostiene”. Incluso cuando nuestra aflicción amenaza con abatirnos. En cambio, el miedo a la muerte responde a desperdiciar los días que nos quedan, sin escuchar su susurro interior: ¡rápido, tu vida!

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10 de diciembre de 2021
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¿Arrojar nuestro pasado?

Interrumpo momentáneamente el hilo conductor de las reflexiones que  me han ocupado en este foro en los últimos meses, para introducir un asunto desde luego espinoso.

En 1981, la editorial Gallimard publicó en su colección emblemática La Pléiade  la obra del escritor francés Frédéric Céline  Viaje al fondo de la noche.  Dada la catadura moral de Céline, colaborador de los nazis y autor de repugnantes panfletos antisemitas, la  publicación dio pie a revivir el viejo debate sobre la relación entre la obra y la personalidad del escritor, pero no hubo entonces  voces (al menos con peso) que criticaran el hecho mismo de la publicación.

Nadie ponía en cuestión la exigencia de  respetar criterios de moralidad por  los que, a priori, habría de basarse todo lazo entre hombres pueblos y culturas,  pero se consideraba  que a la hora de juzgar el valor universal de la  obra de arte es problemático introducir como variable de peso la moralidad o inmoralidad del propio artista. ¿Sería también el caso cuarenta años más tarde?

Ha habido en la historia de la creación canallas paranoicos como el propio Céline, algún asesino, ciertamente muchos seres mezquinos en sus relaciones sociales o en su vida doméstica, y por supuesto más de una excelente persona. Pero cuando se trata  la obra de uno u otro hemos de esforzarnos en que  estas variables no nos cieguen, hemos de esforzarnos en pensar que las obras  son por así decirlo anónimas. Al respecto, tienen enorme ventaja aquellas  cuya autoría no es desconocida, así esas “damas” ibéricas que tienen emblema en la de Elche y respecto a las que, afortunadamente, no hay manera de introducir interrogantes sobre la moralidad de su autor. De lo contrario hay riesgo serio de que tengamos que rechazar gran parte de nuestro legado espiritual.

Sea un libro literario-filosófico  como el Elogio de la locura, Encomium Moriae, de Erasmo ¿Está hoy esta obra  del gran humanista libre de toda amenaza? Obviamente nadie en nuestro entorno cultural propondría que no se publicase, pero es posible que en ciertos medios, sin excluir centros docentes, pudiera funcionar la censura implícita, o simplemente el retoque  de párrafos enteros.

De hecho  la tentación “correctiva” podría extenderse a libros como “Fuenteovejuna”, en cuyo pasaje central, la incitación de Laurencia a la rebeldía contra el Comendador, se utilizan expresiones ofensivas para enteros colectivos. Traductores en diversas lenguas europeas retocaron párrafos de Platón para camuflar la atmósfera obvia de atracción homo-erótica. Hoy quizás tenderíamos a retocarlos para ocultar la valoración de los efebos y  las palabras de Sócrates indicando que el bello Alcibiades, a sus 19 años, es considerado demasiado viejo  para quienes desde que era adolescente buscaban sus favores. ¿Y qué  diríamos de los insinuantes San Sebastián adolescente de Guido Reni? Y un ejemplo más cercano:

“Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte”.

Si hacemos abstracción de algún término que pueda sonar a arcaísmo, fácil sería atribuir este párrafo a alguno de los  políticos contemporáneos que en Europa han aprovechado la mínima ocasión para alimentar los prejuicios más larvarios  y  las inclinaciones más rastreras  de sus votantes, lanzando anatemas contra la población gitana, por ejemplo en Francia contra la comunidad  “Rom” de Moldavia o Rumanía. No es sin embargo el caso. El lector ha quizás reconocido que se trata del arranque de la novela de Miguel de Cervantes “La Gitanilla”.

¿Y cómo se sale de esta aparente incompatibilidad entre exigencia de reconocimiento de la equivalencia en dignidad entre los humanos y la reivindicación del patrimonio espiritual que para la humanidad suponen  las  obras literarias o artísticas?

Pues evitando un error conceptual de enormes implicaciones. Enuncio una posición de principio y de orden directamente filosófico: es imprescindible delimitar bien lo que depende de la kantiana  Razón práctica, que enuncia los imperativos de moralidad,  y lo que depende de la kantiana Facultad de juzgar, que explora la singularidad del  espíritu humano cuando es motivado por la exigencia que llamamos estética.   Si no se hace esta distinción, gran parte de nuestro patrimonio  debería efectivamente ser puesto en tela de juicio. Con un catastrófico corolario, esta vez sí de orden moral. Pues, como indicaba Marcel Proust, la única forma  en la que el arte puede servir a los demás es ser realmente arte. Si el Guernica hubiera sido una obra mediocre las eventuales buenas intenciones del autor hubieran sido inútiles, o hasta perjudiciales para la causa republicana, pues en el arte “las intenciones no cuentan”. Reconozco que tengo en mente cierta polémica actual en torno a la moralidad del autor de Las señoritas  de Aviñón.   

Pero el problema va incluso más allá de la estética, y concierne a la asunción de la historia. La exigencia de  alcanzar una sociedad en que cada persona pueda reconocerse como representante de la entera humanidad  pasa por abolir aquello que, aquí y ahora, impide la  realización de tal ideario; no pasa  por repudiar nominalmente  aspectos de un  pasado   sin el cual no estaríamos aquí para imponernos tal exigencia moral.  Una cosa es ser lúcido respecto al coste que necesariamente supuso un hecho histórico y otra muy diferente repudiar lo efectivamente acontecido en nombre de  lo que imaginariamente  hubiera podido acontecer,  apoyándose en una concepción del lazo entre pueblos y culturas que carecía  de condiciones de posibilidad, de lo cual es buen ejemplo la aventura, cargada de  connotaciones trágicas, de España en América.

“Arrojar el bebé con el agua del baño”. Con diversas variantes y en diferentes lenguas,  esta es la expresión a la que, se alude al estropicio en el que a veces se convierten las tentativas de soltar lastre. Cabe incluso que el bebé sea meramente ahogado y el agua se atasque. El anatema lanzado sin matices contra  momentos de la historia y la  tradición cultural  exacerbando  su connotación con  estructuras  sociales  opresivas aún persistentes, no altera realmente  a estas, pero deja sin sitio a personas para quienes reconocerse en el pasado supone una suerte de conciliación subjetiva; desarraiga sin liberar, cabría decir, cuando precisamente (como indicaba la pensadora francesa Simone Weil) la auténtica liberación pasa quizás por la fortificación de un sano arraigo.

En su admirable libro Las piedras de Venecia refiriéndose al lazo entre un entorno natural y la arquitectura,  John Ruskin ve en Venecia un emblema de ciudad como obra de arte. La construcción de Venecia se realizó ajustando pilotes en el mejor de los casos en un terreno argiloso, y con mayor generalidad en un pantano cuyo fondo había que drenar. Los troncos eran soportados y dispuestos por hombres que amenizaban con ritmos la dificilísima tarea. Es fácil imaginar la cantidad de accidentes calamitosos que ello pudo acarrear… ¿Deberíamos pues lanzar anatema contra Venecia?

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9 de diciembre de 2021
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