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El único animal que necesita justificar sus actos

Por 14 de marzo de 2022 Sin comentarios

Josep Massot

El ser humano es el único animal que necesita justificar sus actos, incluso cuando los que quieren imponer la ficción de su única verdad recurren a las armas para someter a los que están dispuestos a compartir otras verdades en paz. Siempre he creído que todas las vidas importan, en cualquier lugar del mundo, pero también que somos arbitrariamente selectivos a la hora de elegir qué muertes nos afligen. La guerra de los Balcanes primero y ahora la sangrienta invasión de Ucrania nos recuerdan que la historia de los europeos no ha dejado de beber de la sangre del crimen y la guerra, del mito de la violencia fundadora de identidades y de las formas simbólicas que todas las culturas han inventado para expiar el espanto del horror y sobrevivir como especie. Y mucho me temo que para Occidente y Rusia el chivo expiatorio es el pueblo de Ucrania.

Desconfío de la pureza de los políticos ucranianos, de los ciegos estrategas de Washington incapaces de abandonar su dinámica de la Guerra Fría y de sus procónsules bizantinos de Bruselas, aunque el problema del relato que culpa a Occidente de haber provocado en Ucrania al humillado león dormido es que estaba resentido pero no dormido y que Putin aceptaría una Ucrania neutral sólo en espera del momento propicio para colocar en Kiiv un gobierno vicario. Sus pasos se oían de Libia (maldita pifia de la OTAN en territorio afín a Moscú) a la Siria del déspota Bashar-el Asad, de Armenia y Grozny a Donetsk, de las mazmorras del FSB en Rusia al títere de Minsk. Soy de los que creen que, por muchos errores que se hayan cometido, el único responsable es la camarilla de sátrapas que gobierna Rusia, un país que nunca ha sido democrático, y que la idea de una casa común europea no fue más que el espejismo del vencido en los años 90, un delirio pasajero sin futuro. Y he recordado la dialéctica del deseo de reconocimiento del otro que planteó Hegel.

La sonámbula Europa había olvidado que es periferia, una provincia en la frontera de dos imperios heridos en declive, con un tercero al alza amenazante y con mil demonios devorando su propio jardín. Demonios interiores, no externos, ni euroasiáticos ni árabes. «Nichts ist wahr, Alles ist erbaut». «Nada es verdad, todo está construido», decía Nietzsche. En un diálogo imposible le podría haber corregido Voltaire: “Croyez-moi, mon ami, l’erreur aussi a son mérite”, que también aconsejaba “Il fait cultiver notre jardin”, esa frase tan mal interpretada por aquellos intelectuales, que la esgrimen como un mandato para justificar su retiro narcisista, cuando lo que Cándido dice a Pangloss es que aun sabiendo el error que somos, porque la rectitud no existe (¿acaso no está el eje sobre el que gira la Tierra torcido?), hemos de seguir levantando diques éticos, libres, igualitarios y justos, restaurando con la acción el significado de las palabras nobles que ahora mancillan tantos tartufos palabreros aspirantes a autócratas.

La memoria de los pueblos y sus gobernantes es corta y los encargados de decir lo que no se quiere oír han sido relegados a adornar las fotos de los premios institucionales y las llorosas páginas de sus necrológicas. Su lugar lo ocupan escritores vacuos, celebridades de la nada, cantantes beyoncés, periodistas a sueldo, funcionarios de la política o los sacerdotes de las tecnociencias, una rama de la astrología moderna, experta en brujulear predicciones.

El pensador alemán Sigfried Kracauer se desesperaba en los años 30 pensando qué podían hacer los intelectuales para oponerse al auge de los autoritarismos. Su crítica se centró en cinco grupos. La pregunta es si su lista sigue vigente hoy:

1.- Los intelectuales de guardia al servicio de quien les da de comer.
2.- Aquellos que son conscientes de la gravedad de la situación, pero cuyo escepticismo les lleva a creer que no podrán salir de ella y cloroformizan su conciencia crítica.
3. – Un tercer grupo son los que se debaten entre una necesidad de creer en el futuro y una nostalgia nerviosa, aislados en un gregarismo sectario.
4.- El cuarto grupo sería el de aquellos que, vanidosos, se enorgullecen de su permanente negatividad crítica y su soledad estéril.
5.- Y, por último, el objetivo central de sus puyas: los intelectuales que promovían una revolución conservadora.





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Josep Massot

Josep Massot nació en Palma en 1956. Tras estudiar Derecho en Barcelona, fue uno de los miembros fundadores en 1983 del diario El Día de Baleares. Desde 1987 trabajó en La Vanguardia, abandonando la información política para dedicarse al periodismo cultural, entendiendo la cultura en su sentido más amplio, no sólo la conexión de la literatura, pensamiento, cine, música y artes visuales y escénicas, sino también como herramienta crítica para interpretar la realidad del momento. Es autor de Joan Miró: El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg, 2018) y Joan Miró sota el franquisme, en la misma editorial (2021). También editó, con Ignacio Vidal-Folch, Jules Renard. Diario 1887-1990 (Random House Mondadori, 1998). Ha colaborado, entre otros, en las revistas Diagonal, L'Avenç y Magazine Littéraire y actualmente con el diario El País y JotDown.

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