Félix de Azúa
La tan gastada palabra “solidaridad”, que ya ha perdido todo significado, se reanima y fortalece gracias a los gestos de gente que actúa libremente para aliviar el dolor ajeno, sin que ninguna organización o ente del gobierno los anime a ello.
El espanto que provoca una guerra tan sucia como la de Putin contribuye a percatarse de los privilegios que gozamos sin apenas merecerlos. Con la excepción de algunos grupos excluidos que realmente viven en la pobreza, casi todos emigrantes de sociedades crueles e insoportables, la mayoría de la población española quizás tiene problemas para, como se dice, “llegar a fin de mes”, pero en unas condiciones en absoluto dramáticas. En las democracias capitalistas lo cierto es que se vive con razonable comodidad, a pesar del odio que suscitan en gente mal resuelta.
Me tiene admirado el proceso de absorción o asimilación de los dos millones y medio de ucranios que han huido de Putin. Por una parte, es cierto que ponen en evidencia cómo segregamos a unos emigrantes de otros, pero, por otra parte, es la prueba de acero de la capacidad de nuestra sociedad para ayudar a quienes se encuentran en riesgo de muerte. No son sólo las familias que reciben en sus casas a una nube de desconocidos, son también algunos grupos de trabajadores (en Madrid han sido los taxistas) que organizan por su cuenta caravanas capaces de cruzar miles de kilómetros para llevar alimentos, mantas y medicamentos hasta la frontera polaca, y traerse de regreso a niños y mujeres en una procesión antagónica a la de los satánicos tanques rusos.