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¿Cuánto tiempo viven los poemas?

¿Cuánto tiempo vive un poema, una película, una canción o una novela, en nosotros? Las efímeras es el nombre de un hermoso e inofensivo insecto de la familia de las libélulas, el ser vivo más fugaz: muere apenas unas horas después de haber nacido. En el otro extremo, el más longevo, el único ser imnortal del planeta es un diminuto animal de agua, la venenosa medusa (turritopsis nutricula), que conoce el secreto de la metamorfosis y del eterno renacer. ¿Cuánto tiempo vive en nosotros un amor, una amistad, un amante? Amamos lo pasajero y lloramos su ausencia, nos atrae lo permanente y nos fatiga la repetición. Crecemos con los libros, músicas, teatro y películas que nos explican. Las novelas nos ofrecen, a cualquier edad, otras vidas posibles, experiencias de las que carecemos, y acudimos a las bibliotecas en busca de historias que nos indiquen qué soñaron, qué sintieron o cómo resolvieron o fracasaron hombres y mujeres de otras épocas ante los misterios a los que nos asomamos. Pienso en ello mientras rescato los poemas de Gabriel Ferrater que un día me asombraron y luego dejé de leer. Lo hago con cierto escalofrío al darme cuenta de que en mayo hubiera cumplido cien años y que ahora soy mayor que él cuando los escribió.

Regresar, ya adultos o ancianos, a los libros de juventud, es releernos, enfrentarnos a lo que un día fuimos, reconocer lo que aún permanece o medir la distancia entre lo que quisimos ser y lo que somos y lo que aún querriamos llegar a ser. Releer es mirar al libro a los ojos, a la manera de aquella cita de Platón que Seferis humanizó: «si el ojo quiere verse a sí mismo, ha de dirigir su mirada a otro ojo, pues al extraño y al enemigo lo vemos en los espejos». Conócete a ti mismo, sí, pero atendiendo la mirada del otro para que tu ego no te engañe. Por eso quizás es tan poco frecuente el hábito de releer, porque ir descartando formas de estar en el mundo es decidir olvidos y memoria. En las páginas de algunos de los libros nos veremos extranjeros de nosotros mismos, en otros será como reencontrarnos gozosamente con un viejo amigo y en otros más bajaremos la mirada ruborizados, y tal vez aquella noche no podramos conciliar el sueño, pensando qué queda de aquel otro yo que vibró con los versos alucinados de Hölderlin o se bebió la vida con el cónsul Firmin junto aquella alberca mexicana con hojas secas flotando sobre el limo y el cartel «No se puede vivir sin amor».

¿Cuánto tiempo vive en nosotros un poema, una película, una canción o una novela? Tambien los libros envejecen y mueren. Por sus propios deméritos, y entonces nos deshacemos de ellos, o porque ya cumplieron su misión, y entonces los relegamos a los últimos estantes. Hay autores de los que hicimos bandera cuando los considerábamos secretos y después, cuando se convirtieron en cita común, los arrumbamos sin nostalgia. Y hay autores que ya sabemos demasiado bien. De todos ellos, aguantan mejor los poemas que las novelas. Un truco de pervivencia es leerlos en otros idiomas para regresar con mirada nueva a su lengua original, después de la infidelidad cometida. Pero sin duda alguna, el mayor placer, ese otro tipo de goce que no nos pueden dar los libros inéditos, es la sorpresa de descubrir toda aquella belleza, toda la sabiduría que en su momento, por juventud o por distracción, no supimos apreciar. Me está pasando y es una delicia.

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24 de enero de 2022
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Es mucho peor: Lo que yo esperaba de 2022 hace diez años

A comienzos de 2012 el entonces jefe de redacción de la legendaria revista española El Ciervo, Alexis Rodriguez Rata, nos pidió a varios periodistas y escritores que pensáramos cómo nos íbamos a informar en una década. Era difícil. Facebook llevaba menos de diez años, Twitter era más nuevo, Instagram estaba naciendo, ni hablar de Tik Tok o Telegram. Ya existía Youtube pero no los youtubers. Y a nadie se le ocurría que Whatsapp se convertiría en algo más que una forma de escribirse y mandarse mensajes de audio, como un Gmail pero más ágil.

Lo que escribí hace diez años me parecía pesimista. Y leído ahora, es inocente, poco preciso, limitado.

Lo más importante es que en esa época yo imaginaba que el peligro de las redes sociales como reemplazo de los medios era comercial: su propósito era, imaginaba yo, vendernos más, dirigir nuestro afán comprador. Después supimos de Cambridge Analytica y la forma de usar las redes sociales para torcer elecciones y referéndums, para vigilarnos, para moldear nuestra visión del mundo y de nuestros vecinos, para hacernos descreer de los datos y la ciencia.

Releo hoy lo que publiqué en El Ciervo hace diez años. Me angustio. Estamos mucho peor. Juzguen ustedes.

Esto es los que escribí en enero de 2012:

¿Cómo me voy a informar dentro de 10 años?: Abriéndome camino entre la lluvia de mensajes de los informadores interesados

¿Cómo se informan hoy los jóvenes? Los diarios, la tele y la radio ya son marginales: todo viene por la pantalla de la laptop o notebook y por la pantallita de los móviles y los iPod y los iPad. No soy experto ni especialmente afecto a las nuevas tecnologías, pero como cualquier periodista de hoy, sé que los medios tradicionales tienen los días contados y que en 10 años todos nos informaremos de forma digital. El único límite a la pequeñez de los dispositivos es lo incómodo que resulta leer en pantallas demasiado pequeñas. Si no, todo se podrá ver en un reloj de pulsera, como ya hacía premonitoriamente James Bond en los años setenta.

Pero para mí lo más importante no es el cómo, sino el qué. Antes había que esperar a pie de quiosco o a que se prendiera el viejo aparato de tele para ver qué nos ponían. Estábamos a merced del criterio de quienes controlaban el acceso de la información. ‘Gatekeepers’, guardianes de la puerta. En los ochenta, Noam Chomsky los denunció como censores: lo ‘noticioso’ era lo que les convenía a ellos que supiéramos. Sí, podíamos suscribirnos a pequeñas revistas, ir a la biblioteca, ajustar la antena para escuchar radios internacionales. Pero la oferta era limitada, y por eso se formaban cofradías de información secreta, que compartían lo prohibido o aquello que los medios al uso no querían difundir.

Ahora casi todo está ahí, afuera. La red es un inmenso depósito, y por Facebook y Twitter nos llegan más links por minuto de nuestros amigos, contactos y gente a quienes seguimos de lo que podemos llegar a leer o ver. Pero los mismos poderes políticos y sobre todo económicos que antes decidían que algo fuera de difícil acceso, hoy dirigen nuestra mirada a lo que ellos quieren: si hablamos con nuestros amigos de Moscú, nos llega la publicidad de vuelos a Rusia; si compramos comida, nos ofrecen vinos para acompañar; si averiguamos por una casa de campo, nos inundan de publicidad de turismo rural. Lo hacen los publicistas, y lo hacen cada vez más las usinas de propaganda política. ¿En tu familia hay votantes de tal partido? Ahora van a por ti. Vigilan nuestros hábitos de consumo y nos atosigan de mensajes.

Por otro lado, las recomendaciones de nuestros amigos y falsos amigos corporativos, que nos espolean desde las redes sociales, nos van achicando la posibilidad de sorprendernos con cosas nuevas, con lecturas y películas y con ideas distintas a las que estamos acostumbrados a escuchar. El lema es “si te gustó aquello, te gustará también esto”. Y así nos vamos arropando en nuestros viejos gustos. Nos bombardean con mensajes y productos nuevos, pero son copias de lo que ya probamos y compramos antes.

¿Recuerdan cuando íbamos a la librería, recorríamos los estantes y nos dejábamos sorprender por un autor que ni sabíamos que existía? Era la época de charlas con gente inesperada que nos desafiaba con ideas muy distintas a las nuestras. En 10 años ya casi no saldremos a buscar noticias y mensajes nuevos: vendrán a por nosotros. Es un camino imparable. Y el desafío ya no será tanto buscar en el desierto, sino sacudirnos la maraña de lo muchísimo que nos quieren vender a todas horas para poder sorprendernos con algo que nos cambie, que nos abra la cabeza.

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21 de enero de 2022
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Maxim Ósipov: nada que envidiar a Chéjov

 

De entre todas las profesiones con las que se puede compaginar la de escritor, la de médico, en cualquiera de sus especialidades, está aureolada de un prestigio particular. Alguien que se enfrenta a lo más íntimo de la vida sin máscaras, que acompaña a un paciente al irse para siempre o al recuperarse de una convalecencia goza de un mirador desde donde se ve toda la condición humana, como explicó W. Carlos Williams en Los relatos de médicos (Fulgencio Pimentel). Para crear personajes de carne y hueso, hay que insuflarles vida, componer su historial, explorar sus heridas. Cuando se escribe con profundidad, se dice que se empuña, en lugar de la pluma, un bisturí, o que se tiene un ojo clínico. Escribir un relato y diagnosticar a un paciente requieren un esfuerzo de imaginación y empatía. Pensemos en Lobo Antunes, Bulgákov, Céline, El Saadawi, Stanisław Lem o Baroja. Y en la cumbre: Chéjov. Incluyan ahora en la lista a Maxim Ósipov (Moscú, 1963), si no lo hicieron ya con El grito del ave doméstica (Club Editor).

Se habla y se escribe mucho de Rusia, pero tal vez el árbol «Putin» no nos esté dejando ver el bosque, y así los rusos de a pie —como en tiempos zaristas o en la Guerra fría— continúan siendo entes abstractos y misteriosos. Para remediarlo, tenemos a Ósipov, cardiólogo en un hospital de Tarusa, a un centenar de kilómetros de la capital: la distancia mínima a la que podían acercarse, en un pasado no tan remoto, ex convictos del Gulag y otros «indeseables». Allí empieza eso que moscovitas y petersburgueses llaman glush o glubinka (lugares perdidos, remotos, desiertos), y para el autor es un punto de observación privilegiado tanto del leviatán estatal como de los destinos de gente anónima. Los diez relatos reunidos en Piedra, papel, tijeras —firmados entre 2009 y 2017 y con una complejidad estructural más próxima a la novela—, son una radiografía contemporánea del mayor país del mundo. Y suscitan la actitud con la que uno espera unos resultados médicos en una consulta; esto es, la crudeza que arrojan los síntomas, pero también un hilo de esperanza. Mal asunto sería recurrir a un médico pesimista. Ósipov se encuentra en un punto medio entre la exposición de la verdad sin paliativos de Flaubert y el arte como consuelo de George Sand.

La honestidad literaria de Ósipov pasa por escribir de lo que conoce bien. En sus relatos hay música, enfermedades, artes escénicas, absurdidad, violencia, burocracia, nostalgia, racismo, mezquindad humana alternada con bondad ciega, y el arte y su razón de ser. Parecería que no hay cabida para el análisis político, pero sí lo hay, y mucho, tanto si trata el Alzheimer de una anciana («Buena gente») como las relaciones de poder entre clases sociales («Un hombre del Renacimiento») o los trapicheos provinciales (en el cuento que da título al conjunto, «Piedra, papel, tijera», ese juego infantil en el que nadie sale ganador a la larga). Parte del interés del autor es que pertenece a una generación a caballo entre dos mundos —el soviético y analógico contra el neoliberal y digital— y es capaz de ser crítico con ambos. Aunque, como escritor (según Chéjov), su tarea no sea resolver problemas —eso se reserva para la práctica médica—, sino plantearlos de la manera correcta.

Los relatos de Ósipov no son un festival de alegría, es cierto, y en eso recuerdan a la filmografía de su coetáneo Andréi Zviáguintsev. Suerte, menos mal, del humor que los atraviesa —heredero de Gógol y Dovlátov—, del diálogo perspicaz con la tradición literaria —Dostoievski, Lérmontov, Platónov, Pushkin— y de ciertos toques poéticos. Como, por ejemplo, el significado de unos guijarros de playa en «Cape Cod», en que se cose un arco temporal intergeneracional con la guerra y la emigración de fondo. Tanto en el microcosmos eminentemente ruso («Cual ola de mar», «El Complejo», «Fantasía») como en las veces que hace cruzar fronteras a sus personajes («El amigo polaco», «En el Spree», «Sventa»), Ósipov nos regala retratos de compatriotas de ficción tan reales y universales, tan atrapados en sus circunstancias y fragilidades, que llegamos a sentir sus destinos. Por algo así Dovlátov afirmaba que el mayor disgusto de su vida había sido la muerte de Anna Karénina.

 

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21 de enero de 2022
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Tóper 1 y 2

 

Una secuela, un aprovechamiento cercano al spin-off, sustentado en la reutilización del nombre y el apellido del héroe.

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Carlos Tóper

Mi amistad con Carlos Tóper Valdivieso viene de 1964, de cuando yo acababa de publicar De las condiciones humanas y él acababa de conseguir el premio Acanto por sus investigaciones en el campo de la ortopedia neonatal. Nuestro primer encuentro fue en una cena con amigos comunes; nos caímos bien y pronto se sinceró conmigo: tenía una molestia intermitente en la escápula derecha que le impedía conducir el Pegaso Z-103 y jugar al fléndit con normalidad. Cuando volvimos a vernos, en la sauna Miraflores, me enseñó la gran mancha de su escápula derecha y, unas semanas después, en la boda de Marta Loverdos de Altimira, desnudó su torso para mostrar, a todos los invitados, la depresión profunda en que se estaba convirtiendo la lesión escapular, una depresión que, de suyo, era más bien una oquedad, por no decir un monumental agujero. Quizá el gesto en la boda no fue bien interpretado y alguien, poco piadoso, acuñó el término "El orificio Tóper", que a poco se convirtió en "Tóper, El Orificio". Ahora, en la caja mortuoria, he tenido curiosidad por saber, con exactitud, en qué se había convertido el amigo Carlos Tóper y, efectivamente, como apuntó el capellán en el prolijo responso, sólo quedaba un aro, una franja de carne en forma de anillo; el orificio se había enseñoreado de su persona, que era algo así como el neumático de una rueda de bicicleta.

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Tóper, el no querido

Nadie quiere a Tóper, llamado también Carlos Tóper, incluso en otro tiempo Carlitos Tóper. Yace ahora en la cuneta, frío, podrido en las partes blandas, en las magulladuras y erosiones que produjo el auto. No se ve el cadáver, oculto entre hierbas abonadas por bocadillos de mortadela, los que arrojan los niños bajando las ventanillas. Carlos Tóper, yo fui, yo soy Carlos Tóper, decidido a acabar, a cerrar de una vez por todas este círculo de infamia. ¿Me espera algo placentero? Nada. Sólo rencor, vacío, desafecto. No puedo huir. ¿Iniciar una nueva vida? No tengo fuerzas. Desde la pasarela me tiro a la autopista. Quedo ahí, en el centro de la vía. Una piltrafa que aún respira. Extrañamente erguida. Pero que no se mueve. Hasta que un KIA SPORTAGE me embiste y me lanza al borde. El conductor no para. Muero desangrado. Solo. Como siempre estuve.

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20 de enero de 2022
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Donde la vida levanta muros

La belleza, la verdad de una película, de un libro, existen rara vez sin que se tome en cuenta el tiempo. Perderse es un diario íntimo de sueños y arreglos esporádicos, clandestinos. Es el diario de una pasión soviética. El tratado de las caricias: una guerra en silencio. Perderse recoge la relación sentimental que Annie Ernaux mantuvo en doloroso y desesperante secreto, durante varios años, con S., un diplomático ruso. Pudo haber sido un espía de la KGB, pero nunca lo sabremos.

Allí donde la vida levanta muros, la inteligencia abre una salida, dice Proust. ¿Cuándo acaba la voluntad de ser amado? La literatura de Ernaux se basa en una escritura radiografiada, fija la vista en la búsqueda de la perfección de aquello que ama. Recordemos que esto es imprescindible para los amantes. El lujo de una gran pasión siempre acarrea desbarajustes emocionales. Ocurre con frecuencia, el juicio moral se suspende, la radiografía muestra el descosido y suena el teléfono. Juegos de palabras lacanianos. Nunca las palabras pudieron albergar tantos significados en los labios de un amante. ¿No es así?

El final del diario es insoportable, no por falta de emoción y desgarro, sino por la repetición del significado de los sueños. A fin de cuentas, es un diario en bruto y en él sólo puede manifestarse el sopor de las esperas. Le temps détruit tout.

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19 de enero de 2022
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La experiencia de las máquinas

“Los animales no humanos viven reducidos a imágenes y recuerdos y la experiencia es para ellos poco fructífera, mientras que (por intermediación de la experiencia), los hombres acceden a la técnica y al razonamiento” (Aristóteles, Metafísica 980 b, 25-28).

La forma de aprender de entidades artificiales como una red neuronal, por su similitud (cuando menos aparente) con el aprendizaje humano, incluidas las maneras de superar momentos de atasco, es motivo de estupefacción.  Empezaré con un símil.

Supongamos que un boxeador de éxito tiene a su disposición en el gimnasio un excelente sparring. Ante este, el boxeador se enfrenta de manera menos agresiva que ante un verdadero rival, pero de manera no huera, es decir: tras el entrenamiento sabrá cómo reaccionar eficazmente ante ciertas actitudes o posiciones adoptadas por el partenaire, y en el próximo entrenamiento dejará de cometer fallos que se apreciaron en el primero. Podemos decir que ha aprendido a reconocer características de aquello a lo que se confronta, que en este caso no es un contrincante sino un cómplice.

Cabe pensar que, si en el gimnasio cuenta con más de un sparring, pongamos diez, este aprendizaje será mayor; tendrá un espectro más rico de potenciales ataques por parte del contrario o dispositivos de defensa ante los ataques propios y, reconociéndolos a la hora de enfrentarse a adversarios reales, ello le será de gran utilidad. Pues bien, supongamos ahora la situación siguiente:

Al enfrentarse de nuevo a los diferentes sparring con los que ya había entrenado, efectivamente da muestra de gran acuidad, reconociendo todas las técnicas y tics de manera que se percibe una superioridad que no se manifestaba en el primer entreno. Sin embargo, a la hora de enfrentarse a verdaderos rivales, es decir, a boxeadores con los que no se había entrenado, se revela torpe y, para sorpresa de los que habían apostado a sus grandes facultades pierde los sucesivos combates.  La pregunta que se impone es: ¿de dónde este contraste entre eficacia en los entrenamientos y torpeza en los combates en los que realmente se la juega? Un esbozo de explicación es el siguiente:

Nuestro hombre retiene los movimientos, técnicas, actitudes y en general rasgos característicos de cada uno de los púgiles con los que se entrena, pero no capaz de generalizarlos, es decir, de extenderlos a una clase de seres humanos marcados por características análogas. En términos aristotélicos: en nuestro hombre se inscriben los rasgos de comportamiento de individuos, pero no extiende tales rasgos a los representantes de un colectivo. Si la cosa no mejorara, su manager podría incluso empezar a considerar que seguir con los entrenamientos es inútil e incluso perjudicial, pues no tendrá otro resultado que reiterar reacciones inadecuadas, encelarse en los vicios.

Pues bien, sirva este símil para entender uno de los problemas que plantean las redes neuronales ocupadas en el reconocimiento de dígitos manuscritos. De hecho, hoy se muestran capaces de catalogar con precisión aspectos del rostro -una nariz, una boca-o un rostro por entero, distinguiendo, si es el de un animal o el de una persona, pero aquí me atengo al reconocimiento de números del 0 al 9. Pues bien, en ocasiones se da el siguiente caso:

Funcionan muy bien cuando se trata de clasificar dígitos de un conjunto destinado al entrenamiento, pero pierden su acuidad cuando se les enfrenta a un conjunto con el cual no se habían adiestrado. Y (utilizando una terminología proyectada desde el comportamiento humano) se conjetura entonces que tales artefactos están quizás sobre-entrenados (overtraining),  o también sobre-ajustados (overfitting),  señalando así  que han quedado  excesivamente marcados por datos contingentes, vinculados quizás exclusivamente a los dígitos individuales  confrontados y no a lo que en cada uno de estos es representativo de algo general. Podríamos decir que captan el rasgo superfluo de un siete algo mal trazado y se le escapa aquello que en el seno de los diez dígitos (0, 1, 2 3…) caracteriza a la forma 7.  El asunto es tan preocupante que hay técnicas para superar esta deficiencia, para evitar el sobre-entrenamiento o paliar sus consecuencias.  Para referirme a una de estas técnicas vuelvo al símil de los sparrings:

Supongamos que estos (eventualmente uno sólo) han sido a su vez preparados para introducir nuevas respuestas a los gestos o ataques del púgil, sesgando, torciendo o encubriendo las reacciones originarias.  En este caso, para familiarizarse con mayor variedad de comportamientos en el entrenamiento no se necesitará recurrir a nuevos sparring.  Pues bien, si se trata de hacer más eficaz el entrenamiento de una red neuronal a la hora de reconocer dígitos manuscritos, sin necesidad de recurrir a un conjunto diferente de aquellos con los que ya se ha entrenado, una modalidad es, por ejemplo, hacer que estos giren en un determinado grado. La red neuronal entrenada para reconocer un 6, se entrenará asimismo para reconocer ese mismo 6 algo inclinado a izquierda o derecha, en el bien entendido de que si la inclinación es excesiva corre el peligro de confundirlo con un 9.

Sentado lo anterior, supongamos ahora que estas técnicas de corrección de errores han sido exitosas, y que ante un conjunto de dígitos manuscritos con los que aún no se había entrenado, la red neuronal reconoce prácticamente el cien por cien. Cabe decir que a través del entrenamiento la máquina se ha hecho sensible a la presencia de un rasgo (o de una conjunción de rasgos) que se repite, y reacciona ante el mismo, mientras que permanece indiferente a rasgos contingentes que pueden acompañar al primero. Así, la presencia de un círculo restringe las posibilidades a que se trate de un 0, de un 6 o de un 9, excluido por ejemplo que pueda tratarse de un 7 o un 2. Y es variable menor el que la línea que completa el 6 este eventualmente algo inclinada. Cabe decir que en esa reiteración que constituyen los entrenamientos la máquina ha alcanzado experiencia.

Y surge aquí una segunda pregunta. De esta máquina que emula a los humanos en experiencia ¿cabe decir que también emula a los humanos en lo referente a técnica? Necesario es naturalmente precisar qué entendemos por experiencia y qué entendemos por técnica. De ello me ocuparé en la próxima columna. Por el momento me limito a citar un texto por así decir canónico.

 “Surge la técnica cuando una pluralidad de recuerdos experimentales es ocasión de un juicio universal, aplicable a todos los casos semejantes. En efecto, juzgar que tal remedio ha sido efectivo para Calias, afectado por tal enfermedad, luego a Sócrates, y después a otros tomados individualmente, es asunto de experiencia. Pero juzgar que tal remedio ha aliviado a todos los individuos de una forma (eidos) determinada que se hallan   afectados por tal o tal mal (biliosos o flemáticos, por ejemplo), esto es asunto de técnica” (Aristóteles Metafísica 981, b 5-12).

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19 de enero de 2022
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¿Tú crees?

 

Poderes tan musculados como el religioso, el político o el mediático, hace ya décadas que solo se interesan por los “retornos”. Síntoma indudable de su impotencia

Hace ya unos años se reunieron un filósofo bastante popular, Peter Sloterdijk, y un poderoso cardenal, Walter Kasper, en el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos con el fin de debatir acerca de un asunto que consideraban relevante: “el retorno de la religión”. El diálogo lo publicó el diario Die Zeit. ¿Por qué pensaban que se estaba dando tal retorno? Ese punto en ningún momento se explica. Ambos lo creen o aparentan creerlo, pero con matices notables.

Dijo Sloterdijk que, a diferencia del islam, el cristianismo carece ya de fuerza, orgullo y coraje, y que, en contraste con la violencia teológica islamista, “aquello que nos vuelve a inquietar en el monoteísmo se ha vuelto menos visible en el cristianismo que en su bastardo estético, el comunismo”. Para el cardenal, en cambio, la sospecha de que “haya algo que es sagrado, que está fuera de mi alcance y con lo que debo vivir con respeto y veneración” sigue siendo el cimiento del cristianismo. Como se ve, la posición del jerarca aparece en todo momento a la defensiva, a pesar de que el filósofo no se emplea a fondo y le perdona la vida en un par de ocasiones. Es más, para Sloterdijk la cuestión no es de bondad, respeto y comprensión sino de algo irreparable: “No podemos perdonar a los árabes o a los musulmanes que seamos cultural y técnicamente superiores desde hace 200 años”. Esta inversión de la culpa deja al cardenal muy desconcertado.

Pero en mi edición (KRK), la opinión definitiva, la más contundente, se debe al prologuista, Félix Duque: “Lo único que no se pregunta, al menos en los casos aquí examinados, es por qué no vivimos ya más que de retornos”. Y este es el problema. Poderes tan musculados como el religioso, el político o el mediático, hace ya décadas que solo se interesan por los “retornos”. Síntoma indudable de su impotencia.

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18 de enero de 2022
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Una tarima engalanada

Cao Jianming es uno de los catorce vicepresidentes del comité permanente de la Asamblea Nacional Popular de China, y ha sido enviado a Nicaragua para estar presente en la cuarte toma de posesión consecutiva de Daniel Ortega. Es un largo viaje, desde el otro lado del mundo, hacia un país que acaba de entrar en la órbita de las relaciones expansivas del nuevo celeste imperio de Xi Jinping. Pocos son los invitados que habrán de acudir, la mayoría de bajo nivel, o de nivel mediocre, como el propio Jianming.

Por eso, su sorpresa debe haber sido mayúscula cuando al bajar del avión advierte que lo espera una guardia de honor a la que habrá de pasar revista como si fuera un jefe de estado. En un país de estrictas jerarquías como el suyo, tal anomalía protocolaria es imposible. Pero en Nicaragua sí. Él representa a China y eso es suficiente, así fuera ujier de la Ciudad Prohibida.

Pero lejos de allí se da otra escena que también es inusual, por no decir extraña. Ese mismo día, 10 de enero, el presidente López Obrador comparece en una de sus “mañaneras”, las conferencias de prensa que ofrece temprano de cada día en el Palacio Nacional de la ciudad de México. Un periodista le pregunta si su gobierno enviará algún representante a la toma de posesión de Ortega.

            −Todavía no se decide −responde, bastante desconcertado−. ¿Cuándo es…la toma de posesión?

            −Hoy −le informa el periodista.

            −Ah… ¿Hoy? No sabía.

            El periodista le dice entonces que la noche anterior la cancillería ha anunciado que no enviara a nadie a la ceremonia.

            −¿Y a qué horas es la toma de posesión? −pregunta el presidente.

            −No sé la hora −responde el periodista.

            −Vamos a ver si da tiempo de que llegue alguien…porque nosotros tenemos buenas relaciones con todos. Con todos −repite el presidente−. Y no queremos ser imprudentes.

            −¿Sería una imprudencia que no fuera ningún funcionario mexicano a la toma de posesión? −continúa el periodista.

Entonces el presidente responde que México no puede hacer a un lado su política de autodeterminación de los pueblos. Y recuerda cómo el gobierno pasado, por quedar bien con otro gobierno, expulsó al embajador de Corea del Norte.

Seguramente estaba consciente de la imposibilidad de que un enviado llegara a tiempo, ya que ha dispuesto que tanto él como sus funcionarios sólo pueden utilizar vuelos comerciales. Y a la tarima de los invitados en Managua terminó subiendo el encargado de negocios de la embajada mexicana, ya que no hay un embajador.

A este episodio tan singular, se le ha dado el cariz de una desautorización bastante ruda a su propio canciller, Marcelo Ebrard, quien habría buscado sumarse a la inmensa mayoría de los países latinoamericanos que dejaron solo a Ortega en su farsa. Pero también merece otra lectura.

Si el presidente de México ni siquiera sabe cuándo toma posesión Ortega, y tampoco sabe, en consecuencia, la hora de la ceremonia, no es que esté desinformado nada más. Lo que demuestra es la nula importancia que Nicaragua tiene en su política exterior, un cero a la izquierda.  Será por eso mismo que al canciller Ebrard no le pareció necesario informarle que no enviaría a Managua a nadie, ni siquiera a un funcionario de tercera categoría.

Y así se saca en claro que jamás se le había ocurrido al presidente López Obrador asistir él mismo, invitado como estaba; o enviar a su canciller, o a alguien de su gobierno.

Al contrario, lo que hace es tomar distancia, y colocar a Nicaragua en un lugar poco privilegiado: al lado de Corea del Norte. Buenas relaciones con todos, dice, y recalca la palabra todos, es decir, demócratas y dictadores. Por eso reprocha al gobierno de Peña Nieto, haber expulsado en 2017 al embajador del dictador hereditario Kim Jong-un.

Y de imprudencias hablando, Argentina, que tampoco envió a ningún delegado, se hizo representar por su embajador en Managua, Daniel Capitanich, entusiasta hincha de Ortega, quien se sentó en la misma tarima de honor en que se encontraba el vicepresidente para asuntos económicos de Irán, Mohsen Rezai.

El personaje está acusado en los tribunales argentinos de ser responsable, nada menos, del atentado terrorista contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), ocurrido en 1994, en el que murieron 80 personas y más de 300 resultaron heridas, un crimen de lesa humanidad. Hay una orden de captura internacional librada por la Interpol contra él.

Al concluir la ceremonia, hubo una foto de familia en la que Ortega aparece junto al propio Rezai, el presidente de Cuba, Miguel Diaz Canel, y el de Venezuela, Nicolás Maduro. Es la foto que debe haber sorprendido ingratamente al presidente Fernández de Argentina, y en la que López Obrador jamás hubiera querido estar.

La cancillería argentina dirigió una nota diplomática a la de Nicaragua por la presencia de Rezai, que “constituye una afrenta a la justicia y a las víctimas del brutal atentado terrorista”. Un lamento, no una protesta: "el gobierno argentino lamenta profundamente tomar conocimiento de la presencia en la República de Nicaragua del señor Rezai…".

Y la tarima en Managua se queda en su lugar, sin desarmar, hasta la próxima toma de posesión, cuando Ortega vuelva a traspasarle el poder a Ortega.

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17 de enero de 2022
'El artista', acrílico sobre tela. Obra de Gianfranco La Cognata
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Las formas del misterio. El laberinto de Gianfranco La Cognata

No es un absurdo. Es un misterio. El absurdo se niega porque aparentemente no ofrece un sentido, y entonces lo más sano es mirar a otro lado. En el mejor de los casos, se llega al humor, que es sin duda un buen lugar para habitar. Casilla de llegada que ofrece un fugaz sosiego y un placer momentáneo. Suficiente para tomar aliento.

El misterio, en cambio, atrae poderosamente reclamando ser sondeado, una labor que exige fuerza o, mejor dicho, fortaleza. O valor. Fuerza para cargar con la determinación que parece irrenunciable, pero también requiere esfuerzos puntuales para aceptar la vastedad de un territorio ignoto e inabarcable, sólo accesible a través de formas transformadas en símbolos. También pueden ser cómicas o hilarantes, todo el mundo necesita respirar. Sin embargo, tal vez las formas más propias del misterio sean las sombras, o lo único que nos es posible percibir con los sentidos de que hemos sido dotados.

Las sombras de Gianfranco La Cognata. El artista italiano afincado en Barcelona desde hace más de veinte años es también arquitecto. Ha diseñado un laberinto para un Minotauro un tanto soberbio que parece sobrevolarlo, como si la rotundidad de su cuerpo no fuera un impedimento para alzarse y vigilar sus dominios estando en suspensión. A una distancia similar a la que vive su admirado Cosimo, el barón rampante de Calvino, que decidió no bajar nunca de las copas de los árboles. El título de la obra es El artista. Parece a la vez guardián y preso del laberinto apenas si trazado en un acrílico que se convierte en un falso lápiz o carbón. El propio laberinto es también una sombra, así como las paredes. El cuerpo hermoso y la cabeza coronada por amenazantes astas. La bestia-sombra es hermosa. La belleza es aquí un misterio. Las sombras platónicas son un engaño porque no son la realidad, sino una ilusión producida indirectamente por el fuego.

En el laberinto del Minotauro de La Cognata la luz se intuye. Mejor dicho, su ausencia es la mejor manera de hacerla presente, cumpliendo así el principio platónico, aunque invirtiéndolo. En algún momento, debió de haber alguien recorriendo los pasillos del laberinto y, quizá, enloqueciendo. Eso es lo que vigila el Minotauro que dirige la mirada hacia nosotros para revelarlo. No posee ninguna facción en su rostro que pueda atribuirle una personalidad, aunque sabemos que no carece de alma. Es una testa de bestia perfectamente moldeada, como su cuerpo de humano.

Sombras que son las formas del misterio transmiten en silencio la agitación de la vida o las parábolas de las que deberíamos aprender porque se realizan donde también habita la luz.

Otras obras de La Cognata están habitadas por ausencias. Bien mirado, ésta puede ser una buena definición para una sombra. Muchos de sus trabajos reproducen sillas. Como fruto de una obsesión que se asume concretando un pacto que establezca sin margen de confusión las reglas que han de regir el arriesgado ejercicio de lanzarse a sondear el misterio. En sus sillas también hay sombras. Se sabe de la presencia de la luz en algún sitio, ordenando la escena. La perspectiva con que las construye es impecable, aunque sea para trazar espacios absurdos o ilimitados. Un arquitecto necesita imaginar espacios para crearlos, y también normas para vulnerarlos y desmentirlos. Sobre desmentir las normas y los tratados arquitectónicos sabe mucho La Cognata. Lo ha demostrado en una exquisita serie de dibujos sobre un antiguo manual, donde explora las posibilidades de la polisemia y el absurdo del lenguaje. Porque a veces las palabras no dicen lo que quisieran. Esta serie podrá verse en una exposición en otoño en la localidad del Masnou (Barcelona).

[caption id="attachment_226520" align="alignleft" width="300"] 'El limbo', óleo sobre tela de Gianfranco La Cognata[/caption]

De regreso a sus sillas, como en una caverna, de nuevo un laberinto invertido. Imposible saber quién estuvo sentado allí, pensando y sintiendo, o quién podría hacerlo, cansado de qué caminos, de cuánto tiempo transitando los caminos imposibles que indefectiblemente acaban topando contra una pared, el final de un corredor que no conducía a ningún sitio. Solo podemos imaginar a qué esperan los individuos que podrían sentarse o los que han ocupado las sillas de La Cognata. Podemos dejar allí nuestro cansancio, eso sí. En los espacios misteriosos en los que se acumulan las sillas se espera la revelación de las sombras, la proyección de lo que sucede fuera del laberinto, los ecos –otra forma de sombra– de las voces de quienes van a sentarse o de los que ya emprendieron el camino. En la silenciosa inmovilidad también se produce su propio movimiento interno: el de la memoria. Pasado y futuro se funden, lo sucedido con las posibilidades de todo lo que podría suceder. Las sillas se nos presentan desordenadas y acumuladas, cuando ya importa poco la historia que acogieron. Indicio de que se acabó la fiesta, el espectáculo, el ritual o el encuentro. Si nos encontráramos al principio, la disposición, forzosamente, debería ser otra. Ya sabemos que en los laberintos es imposible saber cuál es el final, y con frecuencia se nos olvida o se diluye el motivo que nos llevó dentro.

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16 de enero de 2022

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Una rosa no es una rosa

Hibridamos arrebatadamente, ya no sabemos hacer otra cosa. El desafío humano ha consistido en crear aquello que no existía antes mediante variaciones. Así le ocurrió al jardinero Jean-Baptiste Guillot en 1867, cuando creó por casualidad en su vivero de Lyon una rosa de té tan fragante y perfecta que se la llamó “la France”. Su invento significó una bisagra: las de antes se llamarían ‘rosas antiguas’ y las posteriores –hasta hoy– ‘rosas modernas’. Evolucionar en la floración de una rosa fue considerado un auténtico hito por la sociedad francesa del siglo XIX, un hecho que visto desde la actualidad puede resultar fútil y hasta frívolo, aunque a los sensualistas su poética nos admire.

En la verdulería pienso en la rosa amarilla de Guillot cuando una mujer se ríe frente a unos tomates negros con forma de pimiento. Todavía nos sorprende que alguien se divierta sin un interlocutor enfrente, tanto que rápidamente pensamos que está loco en lugar de que es feliz. “Es que me hacen tanta gracia –me dice al fin–: son como de ciencia ficción”.

Avanzamos hacia una humanidad híbrida en la que no solo nos reiremos frente a melones rojos en forma de pepino, también de nuestros vecinos cíborgs o an­droides, que bajarán la basura tras haber escaneado hasta la última pulgada del descansillo. Los científicos avanzan sus predicciones sobre el futuro de la neurotecnología, teniendo en cuenta el desarrollo de las interfaces mente/máquina y la computación en sus variedades clásica y cuántica en busca de un alma de acero. Lo real y lo artificial se meterán juntos en la cama aunque­ ya no hagan una cuchara con sus cuerpos, sino una cubertería entera con sus data.

Al tiempo, una contratendencia de feroz nacionalismo –en respuesta a tres décadas de fluida globalización– recorre el mundo ofreciendo a sus ciudadanos acurrucarse en la familiar cama nacional bajo una manta calentita tejida con identidad y reafirmación. Sin embargo, el pensamiento híbrido nos empuja hacia una nueva supervivencia con la voluntad de mezclar, combinar, reunir o incorporar distintas naturalezas en nuevas fórmulas que se alejan de los enfoques binarios. Los modelos híbridos de coches son más respetuosos con el planeta; las coaliciones políticas están obligadas a entenderse, y marcas exclusivas como Balenciaga y Gucci se fusionan en una colección, convirtiendo a la competencia en aliado. Siempre ha sido una cursilería decir que juntos somos más fuertes, sí, de otra manera será complicado poder aspirar el olor de nuevas rosas.

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14 de enero de 2022
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El Boomeran(g)
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