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Serguei Prokófiev

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Ópera infernal

 

‘El ángel de fuego’, obra nunca estrenada en vida de Prokófiev, vive un éxito apoteósico en el Teatro Real

¿Qué huracán despeinaría la cabeza de Prokófiev cuando en 1919 compuso El ángel de fuego? Tenía 28 años, sufría Rusia la revolución leninista, pero lo que impera en esta ópera es la represión sexual. De hecho, aunque varios críticos la vinculan con los ensayos de Freud sobre la histeria, a mí me recuerda con mayor precisión los trabajos previos de Charcot con las enfermas mentales del hospital de La Salpétrière, tan distintos al racionalismo del vienés

La heroína, Renata, es un personaje durísimo para cualquier soprano: está viva en escena a lo largo de más de dos horas para contar que de niña vivió en la alucinada compañía del ángel Madiel, con quien jugaba a las muñecas, pero cuando llegó a la madurez sexual la adolescente le exigió al ángel su concurso carnal. El ángel huyó espantado y desde entonces Renata lo busca incansable entre los humanos, presa de un hambre sexual que la llevará por las trampas del ocultismo, la brujería, la magia negra y los demonios posesivos, para acabar en un convento donde será sometida a exorcismo. La ópera nunca se estrenó en vida del compositor.

Es indudable que el mundo que sugiere el libreto (sobre una novela de Bruisov) tiene su lugar más apropiado en el siglo XVI y menos en 1950, que es el momento elegido por Calixto Bieito para su puesta en escena. Sin embargo, dado que las alucinaciones de Renata nunca se ven, sólo se expresan en la endemoniada partitura, son atemporales y obedecen a la enfermedad mental de la heroína.

No obstante, el protagonista de la ópera es la orquesta, dirigida con talento excepcional por Gustavo Gimeno. Y lo más sorprendente es que Bieito, capaz de poner en escena La Pasión según San Mateo en tanga, reduce eficazmente las alucinaciones sexuales de Renata con sobriedad y elegancia. Un prodigio. Éxito apoteósico del Teatro Real de Madrid.

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29 de marzo de 2022
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Estos también huyen

En este tramo de la carretera que cruza el desierto de Coahuila hay un reguero de mochilas de todos los colores, cobijas y piezas de ropa, al pie de las puertas abiertas de un furgón de carga. Allí iban encerrados, a una temperatura infernal, 64 migrantes con destino a Estados Unidos. El sábado 5 de marzo, cerca del poblado de Monclova, y cuando faltaban 300 kilómetros de recorrido, fueron abandonados por los coyotes con los que habían contratado el viaje en la ciudad de México.

Clorinda Alarcón, nicaragüense, tenía apenas 20 años, y 8 meses de embarazo. La madrugada del 12 de febrero había salido de su lejana comunidad del Hormiguero, en el mineral de Siuna, junto con su esposo Pedro Manzanares, una niña de tres años, y su hermano Saturnino. Vendieron la casa y sus enseres, y todo quedaba atrás en sus vidas. La noche del viernes 4 de marzo ella llamó desde algún lugar de Coahuila a Cenia, su hermana mayor, para decirle que se iban acercando a la frontera.

Se dieron cuenta de que los coyotes los habían abandonado en medio de la nada porque el furgón no se movía. “Estábamos más muertos que vivos, casi todos desmayados por la asfixia, y entonces decidimos abrir un hoyo en la parte trasera del tráiler y sacamos a un chavalo delgado para que pudiera abrir por fuera porque si no nos hubiéramos ahogado toditos”, cuenta Pedro. En la angustia por salir, pisotearon el vientre de Clorinda, que se había caído. Murió en el hospital al segundo día, víctima de “síndrome de disfunción multiorgánica”. El niño también. “Muerte fetal”, declararon los médicos.

El viernes 4 de marzo, la noche en que Clorinda habló con su hermana Cenia por última vez, otro grupo de migrantes buscaba atravesar las aguas del río Bravo cerca de Piedras Negras, también en el estado de Coahuila. En la oscuridad, metidos en la corriente hasta la cintura, hacían una cadena con las manos para evitar ser arrastrados.

Angélica Silva, también nicaragüense, formaba parte de la cadena, y uno de los hombres que cruzaba con ella le había hecho el favor de cargar a su niña de cuatro años, Angélica Mariel. Casi al alcanzar la orilla del otro lado, la madre fue arrebatada por la corriente, pero logró alcanzar la otra orilla. El hombre fue arrastrado también, y no pudo retener a la niña.

Es lo que ella cuenta a la emisora “La Rancherita del Aire”, desde Eagle Pass, en Texas. Escuchó a la niña gritar pidiendo auxilio, pero que por alguna razón creyó que la habían rescatado del lado mexicano.

Al fin la encontró, aguas abajo, la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Fue identificada por la vestimenta que llevaba, una licra de color negro y una blusa de botones rosados y medias del mismo color.

 A la madre le fue concedido asilo político. Su intención era llegar a Miami, donde tiene familiares. Ahora debió seguir el viaje sola.

 Gabriela Espinoza, de 32 años, de Managua, también pereció en el río Bravo el 21 de marzo. Según la Voz de Coahuila, un pescador intentó inútilmente rescatarla mientras era arrastrada por la corriente.

Había iniciado su viaje el 15 de febrero. Quería reunir dinero para mejorar la vida de su madre, María Mercedes Espinoza, dueña de una pulpería. “¿Para qué te vas a ir, mi hijita? Me estás dejando ya vieja de 71 años, mejor quédate conmigo, sos mi única hija mujer”, le suplicó, pero no pudo hacerla desistir. “Ella quería que yo viviera como una reina”, dice doña María Mercedes.

El cuerpo se encuentra ahora en una morgue en México y la repatriación cuesta 7 mil dólares, que la familia no tiene. Para pagar al coyote tuvieron que vender un solar.

Es un drama que se multiplica en miles de vidas. Sólo en diciembre de 2021 la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos reportó más de 15 mil detenciones de nicaragüenses que intentaban cruzar desde México, y en todo ese año la cifra llegó a 87 mil personas.

En El Paso, Texas, los nicaragüenses se entregan por centenares cada día a las autoridades en la esperanza de recibir asilo, pero no todos tienen suerte, y muchos son rechazados y obligados a regresar a México. Y para llegar hasta los pasos fronterizos hay que exponerse a los engaños de los coyotes, a extorciones de la policía, a los secuestros por bandas criminales. Y el riesgo constante de la muerte.

Es un éxodo sin precedentes, motivado cada vez más por razones políticas. Huyen de la represión, de la venganza gubernamental que se ceba en los que disienten y son vigilados en sus barrios, o en sus trabajos en los ministerios y entidades de gobierno. Haber estado presente en una de protesta es ya un delito, opinar en las redes sociales también. Decir algo contra el régimen en un chat es suficiente para ser encarcelado.

Ahora que la atención mundial se concentra en los miles que huyen de sus hogares en Ucrania, para librarse de las bombas ultrasónicas de Putin, no olvidemos a estos otros refugiados que huyen de una dictadura de la que sólo se sabe muy de vez en cuando.

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28 de marzo de 2022
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Atraviesa-muros

Mi relación con la posibilidad de atravesar muros con la mirada o con todo el cuerpo se inicia, en 1954, con la visión de la película francesa, de 1951, Garou-Garou, le passe-muraille, protagonizada por el inefable Bourvil, y que en España se tituló Garú-Garú (El atraviesa-muros).

El segundo episodio vinculado a esa habilidad tiene lugar en 1968 durante una prospección ornitológica por una zona boscosa cercana a la montaña de Montserrat, en la provincia de Barcelona. Me acompañan los biólogos Álex de Juan y Jorge Muntaner, y los tres quedamos sorprendidos al oír, de golpe, una potente voz masculina que parece proceder del interior de una casa enorme, en estado práctico de ruina, con la que nos topamos tras un recodo del camino. El hombre, misterioso, invisible, con un cerrado acento catalán pero hablando en castellano, dice, a alguien, que los aparatos que llevamos colgados del cuello [prismáticos] permiten ver a través de las paredes, a lo que una voz femenina, quizá murciana, replica preguntando si no seremos maquis.

Y ahora, gracias al boletín, de este 23 de marzo de 2022, del Consulado General Honorario de Israel en Guayaquil (Ecuador), descubro que ya existe tecnología avanzada para ver a través de las paredes; en concreto la "última versión de una cámara de detección a través de la pared, desarrollada por la empresa israelí Camero, que permite al usuario disponer de información en tiempo real, como cuántas personas hay en la habitación y dónde se encuentran, además del diseño del lugar. Camero, conocida, desde 2004, por sus sistemas de imágenes a través de obstáculos, dispone de otros productos en su arsenal, como el XLR80, muy potente, que permite ver a través de paredes a más de 100 pies de distancia, pero no resulta tan manejable como la última versión".

 

 

 

 

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27 de marzo de 2022
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Tratos con la baronesa

La suerte cinematográfica de la baronesa Karen von Blixen ha sido irregular pero memorable. Empezó en 1968 con la abreviada obra maestra de Orson Welles Una historia inmortal (sacada del relato homónimo de Anécdotas del destino, el libro narrativo que muchos consideran el mejor de ella), siguió en 1985 con Memorias de África, biopic post-colonial del siempre aseado Sydney Pollack, mejorado dos años después con la vivaz adaptación por Gabriel Axel de otro cuento del citado libro, El festín de Babette, y llegando ahora, más de tres décadas después, esta filmación de una novela danesa de 1974, Pagten, El pacto, que dirige Bille August con menos ínfulas de Oscar de lo que suele ser habitual en él. Algo une, sin embargo, a estos cuatro títulos de tan dispares cineastas: la presencia remarcable y casi totémica de sus mujeres protagonistas, en un arco estelar que va desde la Virginie de Jeanne Moreau deambulando con ansias de venganza por un Macao recreado en el pueblo madrileño de Chinchón, al acento anglo-danés deliciosamente impostado por Meryl Streep en la sabana africana, a los platos fantasiosos de la Babette de Stephane Audran, y acaba, por el momento, en esta segunda reencarnación de la Blixen ya anciana pero aún deslenguada que tan artísticamente compone Birthe Neumann en El pacto.

De esta excelente actriz yo no sabía nada antes, y he de confesar que fui a ver la película esencialmente por razones de tipo personal y nostálgico. Hace más de treinta años estuve en los escenarios verídicos de la grande pero no aparatosa mansión familiar, Rungstelund (“el bosque de los ecos profundos”), donde la escritora se instaló a su vuelta de África y ahí fue enterrada en el jardín a primeros de septiembre de 1962. No íbamos sin embargo los cuatro españoles viajeros a arrodillarnos ante esa tumba, aunque dos de ellos admirásemos sin límites su literatura; invitados por el Ministerio de Asuntos Culturales de Dinamarca, en un intercambio que en cierto modo lideraba el editor Jaime Salinas, el propio Salinas, José Luis Sampedro, al que conocí durante el viaje, Luis de Pablo, entonces solo incipiente amigo, y yo, el más joven del cuarteto, recorrimos lugares, museos y bibliotecas de aquel hermoso y tan ordenado país, siendo nuestro anfitrión un editor y escritor allí célebre, Klaus Rifbjerg. La visita a Rungstelund, que todavía no era un museo isakdinesiano como lo es ahora, tuvo un pálpito del más allá, pues la anciana señora encargada de recibirnos y guiarnos tenía un gran parecido con la autora misma en las fotos de sus últimos años. ¿Una aparición celeste? ¿Una resurrección? Cuando se hizo la luz (artificial) vimos que no era Blixen, sino la guardesa.

Pero en otra etapa del viaje, pasando el día en una cabaña de la ventosa playa de Skagen, en el confín más septentrional del país, Klaus Rifbjerg, el propietario de ese cobertizo marítimo, nos contó, sabiendo de la adoración que al menos la mitad de estos españoles sentíamos por la escritora danesa, algo similar a lo que la novela y el film El pacto reflejan y él había vivido dos décadas después de lo que experimentó Thorkild Bjornvig y relató en su libro, publicado casi una decena de años antes de nuestro viaje: las incursiones nocturnas de Karen Blixen -ocupante de otra cabaña cercana-  en la suya, aunque en este segundo caso no hubo pacto, ni enamoramiento, ni renuncias del joven escritor. O bien los hubo y el caballeroso Rifbjerg los omitió en su confidencia. Se puede hacer fácilmente un cálculo: Bjornvig tenía veintinueve años en el momento de su relación con Isak Dinesen, ella algo más de sesenta, teniendo Rifbjerg, nacido en 1931, la misma edad masculina que aquel cuando la baronesa golpeaba con sus nudillos el ventanuco de la cabaña de este sin esperar respuesta, o esperándola. Le quedaban a ella entonces, próxima ya a cumplir los ochenta, tres años de vida. La vejez no atenuaba el deseo.

Afectada gravemente por la sífilis que le contagió al poco de casarse su marido, el barón Bror Von Blixen, Karen, a la que sus allegados llamaban Tanne, fue una mujer de grandes pasiones y grandes caprichos burlones, alguno de ellos magistralmente desgranado en su literatura, que es tan nítida como procelosa, tan honda como resplandeciente, y de una sensualidad tan desprovista de procacidad como llena de concupiscencia. Es por ello una contradicción frustrante que El pacto de Bille August, que co-protagoniza Simon Bennebjerg, sea tan pulcra, o tan relamida, y ese actor principal tan apagado. La compensación llega en alguna escena sólo con ver la picardía en la cara de la actriz Birthe Neumann, y en especial el momento en que su personaje de la baronesa, más que imprudente, se muestra impúdico en la animadversión al matrimonio, espetándole al joven discípulo felizmente casado que “en la obra de Goethe, de Nietzsche o de Rilke no aparece la palabra esposa”. Ese pasaje, quizá el más determinante del film, me hizo pensar en otro disconforme de la bonanza paterno-filial, Cyril Connolly, quien, siendo él mismo progenitor de tres retoños, consideraba que los peores enemigos de la promesa artística en la literatura eran el periodismo, el ansia de dinero, y, en especial, la vida familiar o, como escribe él maliciosa e inolvidablemente, “el cochecito de niños a la entrada” (“the pram in the hall”)

El pacto abunda en escenas matrimoniales de Thorkild y su mujer Grete con el pequeño hijo de ambos; cuadros amables que no caen del todo en la sensiblería. Quizá August (con cinco hijos en su haber) sea un padre de estirpe bergmaniana. Más lamentable resulta que el director de Pelle, el conquistador y La casa de los espíritus no sepa dar relieve al otro gran motivo de la historia de base de El pacto: la postergación de la felicidad conyugal a cambio de una entrega íntegra al arte. La baronesa se acercaba por las noches a la cabaña de Rifbjerk para recordarle lo mismo que ella le pidió en su trato al joven Thorkild: no tanto amarla a ella ni ceder a sus difíciles deseos de enferma, sino persistir en el arte a costa de sacrificar las dulzuras del hogar.

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24 de marzo de 2022
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Derrumbe y diáspora del país de los búnkeres

 

Retrato personal de la transición albanesa, desde el régimen tiránico de Enver Hoxha a una democracia constitucional, las memorias de esta profesora de la London School of Economics son también un cuestionamiento de las certidumbres ideológicas que conforman las relaciones sociales y familiares, y de la idea de ‘libertad’ en el socialismo y el capitalismo.

“Búnker”, “pirámide”, “éxodo”. En 2002, parecía que el pasado reciente de Albania podía resumirse con esas tres palabras. Recuerdo la exposición que entonces organizó el CCCB de Barcelona, “Tiran(í)a”, muy cerca de la universidad donde estudiaba filología eslava. El pequeño país del sudeste europeo, tras décadas de aislamiento forzado y opresivo, se había convertido en una ficha más de dominó que caía ante la naturaleza irreversible de los acontecimientos que recorrían el continente, y que el antropólogo Alekséi Yurchak resumió a la perfección en el título de su ensayo de 2013: Everything was forever, until it was no more (Princeton UP).

Durante décadas, la dictadura de Enver Hoxha, una prolongación de la de Stalin, impuso la vieja doctrina autoritaria de erradicar al enemigo en todos los frentes, tanto en las filas del partido único como en cualquier vislumbre de disidencia interior. Y su rasgo autóctono era la peculiaridad de la bunkerización del país con el fin de defenderse frente al ilusorio enemigo exterior. Entre 1975 y 1990 se construyeron 200.000 estructuras defensivas que emergían de la tierra como jorobas de cemento y, aun así, fueron menos de la mitad de las proyectadas. En la exposición, al pie de las imágenes, como si se trataran de versos de un poema surrealista, podía verse una pequeña muestra de yuxtaposiciones inverosímiles: búnker entre lápidas, búnker con pastoreo de ovejas, búnker en primera línea de playa, búnker reconvertido en restaurante… En Life is War: Surviving Dictatorship in Communist Albania (Shannon Woodcock, HamnmerOn Press, 2016) leemos que en 1990 había unos 40.000 prisioneros en campos de trabajos forzados y otros 26.000 en prisiones comunes, además de cientos de miles de ciudadanos deportados y vigilados en aldeas a lo largo y ancho de Albania.

Con el nombre de “pirámide” se aludía al edificio megalómano levantado en memoria del dictador. En 1985, cuando este murió, en la principal plaza de Tirana se erigió una escultura en su honor, que el pueblo derribó el 20 de febrero de 1991. Al enterarse, su viuda, una de las figuras más influyentes del país, le dijo a una vieja camarada: “Hoy ha muerto Enver”. La pirámide sigue en pie como un recordatorio arquitectónico de la peor versión de lo humano –junto a la Casa del Pueblo en Bucarest, el Valle de los Caídos en San Lorenzo del Escorial, el Campo Zeppelín en Núremberg o la Lubianka en Moscú (véase Guaridas del lobo, de Xosé M. Núñez Seixas, Routledge, 2021)–, sobre cuya simbología ancestral reflexionó Ismail Kadaré en su novela de 1992: “[La pirámide] es, ante todo, poder. Es la represión, el encarcelamiento, el dinero, mientras se promueve el embrutecimiento de la multitud, el estrechamiento de las mentes, el agotamiento de las voluntades, el hartazgo y la pérdida. (…) Cuanto más alta sea, más insignificantes parecerán los súbditos a su sombra. Y cuanto más pequeños sean los súbditos, más alto será el lugar reservado para Su Majestad”.

Y la lógica de la pirámide se replicó luego en la estructura económica que desembocaría en la quiebra social que se inició a finales de 1996 y que derivó en caos y, a continuación, en las imágenes del éxodo en cualquier tipo de embarcación que hubiera al alcance, excepto los submarinos. Seis años después de la caída de la dictadura, el mundo se preguntaba qué había pasado. Los albaneses también. La gran mayoría no solo perdió sus ahorros, también el sueño de una transición rápida y exitosa. En la plaza Skanderberg de Tirana quedaban los vestigios de tres religiones: la vieja mezquita Et’hem Bei, la escultura ecuestre de Skanderberg (“el escudo del cristianismo”) y el pedestal vacío de la de Hoxha. En albanés, Dios y Occidente solo se diferencian en una letra, “perëndi” i “perëndim”, respectivamente. Y a Él se encomendó Albania, FMI y terapia de shock mediante.

Derrumbe y diáspora

En 2002, Lea Ypi (Tirana, 1979) se licenció en Filosofía y Letras en Roma. En la actualidad es profesora de teoría política de la London School of Economics, especializada en teoría política normativa, pensamiento político de la Ilustración (Kant), teoría marxista y nacionalismo en la historia intelectual de los Balcanes. Cuando se produjo el fin de la dictadura en su país natal tenía 11 años, y la rebelión de 1997 coincidió con su mayoría de edad, cuando se unió a la diáspora, al igual que una parte de su familia: “Era como si hubiéramos vuelto a 1990. El mismo caos, la misma sensación de incertidumbre, el mismo derrumbe del Estado, el mismo desastre económico. Con una diferencia: en 1990 teníamos esperanza. En 1997 la habíamos perdido. El futuro parecía sombrío”, se lee en su libro Free: Coming of Age at the End of History. Las dos fechas marcan ambas partes de esta memoir, que intenta transmitir la mirada de una niña, primero, y luego la de una adolescente ante el devenir de unos acontecimientos históricos que la llevaron, de un día para otro, a desechar todo cuanto los adultos le habían enseñado. Esto es: toda una visión de mundo, unos valores, una forma de relacionarse con la realidad que, por su edad, ella había aceptado como naturales, si bien en momentos dados también asistimos a su percepción crítica de los pequeños detalles, a las dudas que le van surgiendo, sobre todo ante la conducta de los mayores.

Este planteamiento deja en un inteligente fuera de campo la descripción del régimen de terror de Hoxha –una lectura complementaria perfecta es Barro más dulce que la miel: Voces de la Albania comunista (La Caja Books, 2020), de la polaca Margo Rejmer– para centrarse en el núcleo familiar, en la microhistoria: solo así, cuando se produce la quiebra definitiva del sistema y caen las máscaras, el descubrimiento de la verdad por parte de la adolescente es más impactante, pues ocurre en el ámbito más próximo, en el seno familiar. Al fin y al cabo, confiesa la autora, cuando por fin se puede hablar en casa sin tapujos, los adultos pueden rescatar sus antiguas creencias o la verdad sepultada en su interior, pero ¿de qué armas dispone una adolescente adoctrinada a su pesar?: “Mis padres declararon que nunca habían apoyado al Partido que siempre vi que elegían, que nunca habían creído en su autoridad. Se habían aprendido los eslóganes sin más y los habían recitado como todo el mundo, igual que yo cuando todas las mañanas juraba mi lealtad en la escuela. Pero entre nosotros había una diferencia. Yo creía. No conocía nada más. Ahora no me quedaba nada, salvo los pequeños y misteriosos fragmentos del pasado, como las solitarias notas de una ópera olvidada”.

Además, está la presión que una generación sufriente deposita en la siguiente: “Se me instó a sentirme agradecida, a mostrar mi gratitud por la dicha de la libertad, que había llegado demasiado tarde para que la disfrutaran mis padres, y, por tanto, se me exigía ejercerla con la mayor responsabilidad”.

La libertad a la que se refiere el título como ideal abstracto que se concreta de muy distintas maneras –ya sea adoctrinada, impuesta, teorizada, soñada, restringida, etcétera– es el tema que transita el libro de principio a fin, tanto de puertas afuera del domicilio familiar como la que la autora persigue en la adolescencia con su cuestionamiento de toda forma de autoridad. Los demás miembros de la familia, que entrarán en política con la llegada de la democracia, también son vistos bajo ese prisma: el padre acaba entendiendo que “la coacción no tiene por qué adoptar siempre una forma directa”, y la madre, “que pensaba que la gente era mala por naturaleza (…) vivió toda su vida en un Estado socialista convencida de que solo se puede luchar contra los demás, nunca junto a ellos”.

Podría dar más detalles de la familia de Ypi, de sus orígenes, pero sería restarle efectividad al as que la autora se guarda en la manga hasta la mitad del libro, cuando permite que los lectores descubran que todo lo que ha visto hasta entonces era parte de una gran representación teatral en la que cada individuo es prisionero de su “biografía”. Cualquier mancha en ella suponía la exclusión social, por lo que los que tenían una buena biografía (biografi të mirë) a ojos del Partido, apenas se mezclaban con los que la tenían mala (biografi të keq). Solo cuando se abren las luces de sala –en el capítulo 10, “El final de la historia”, que aquí presenta un doble sentido– encajarán todas las piezas del relato familiar, cuando el lenguaje cifrado que esconde la (dolorosa) verdad explica los comportamientos del padre, la madre, la abuela, los tíos y las historias de los que ya no están. Así, lo particular siempre ilumina lo general y viceversa.

Es obvio: la autora tiene una formación intelectual que le permite ir un poco más allá de unas memorias al uso, sobre todo para plantear contradicciones, algunas bien conocidas en las transiciones desde una dictadura hasta una forma de Estado constitucional multipartido: “Ejecutar a los líderes, encarcelar a los espías o castigar a los antiguos miembros del Partido habría alimentado aún más los conflictos, agudizando el deseo de venganza, derramando más sangre. Parecía más sensato borrar la responsabilidad por completo, fingir que todos habían sido inocentes todo el tiempo. Los únicos culpables que era legítimo nombrar eran los que ya habían muerto, los que ya no podían explicar nada ni se los podía absolver. Todos los demás se convirtieron en víctimas. Todos los supervivientes eran ganadores. Sin culpables, solo quedaba por culpar a las ideas. […] Esta revolución, la de terciopelo, fue una revolución de personas contra conceptos”. O la doble moral de los países que primero auparon el cambio y luego cerraron sus fronteras: “En el pasado a uno lo habrían arrestado por querer irse. Ahora que nadie nos impedía emigrar, ya no éramos bienvenidos en el otro lado. Lo único que había cambiado era el color de los uniformes de la policía. Nos arriesgamos a que nos detengan no en nombre de nuestro propio gobierno, sino en el de otros Estados, esos mismos gobiernos que antes nos exhortaban a liberarnos. Occidente llevaba décadas criticando al Este por sus fronteras cerradas, financiando campañas para exigir la libertad de circulación, condenando la inmoralidad de los Estados empeñados en restringir el derecho de salida”.

Marxismo en Londres

Este espíritu de incorrección de alguien que ha dejado atrás un país desolado por una dictadura y acaba dando clases de marxismo –como herramienta de análisis, con la mirada puesta en la teoría moral kantiana–, y además en uno de los epicentros del capitalismo, Londres, culmina con una provocación en el epílogo, cuando apunta al conformismo de las democracias liberales respecto a la libertad, y recuerda que el socialismo “es sobre todo una teoría de la libertad humana, de cómo pensar en el progreso de la historia, de cómo adaptarnos a las circunstancias, pero también de intentar elevarnos sobre ellas. (…) Una sociedad que proclama que las personas deben desarrollar su potencial, pero que no cambia las estructuras que impiden que todos prosperen también es opresiva”. Seguramente habrá quienes encuentren estas palabras un despropósito, pero es interesante que precisamente se ponga el foco en términos como “libertad” o “socialismo”, cuando la primera se ha utilizado en fecha reciente de forma torticera, y la segunda –con sus variantes– se ha convertido en un insulto político al estilo trumpista.

Sería un error, en mi opinión, pensar que la autora confronta democracia con dictadura para concluir que ambas son imperfectas en el mismo grado. No, lo que hace es situar a cada una, por separado, frente a un espejo. La democracia liberal no deja de ser un proyecto en construcción, sobre todo cuando las libertades se ejercen si uno se las puede permitir, mientras que dormirse en los laureles por la mera razón de vivir en una dictadura no es una postura inteligente. Además, le afea a la izquierda occidental su complejo de superioridad moral respecto a las antiguas repúblicas de la órbita socialista.

Es de agradecer que una investigadora que procede del ámbito académico opte por romper un círculo vicioso, ese en el que la teoría política dialoga solo con hechos consumados sin ambición de ponerse a la vanguardia. Sí, suena a activismo. Al fin y al cabo, a la luz de la lectura de este título, se constata que la vida personal es un potente motor: “Cuando ves que un sistema cambia una vez, empiezas a creer que puede volver a cambiar. La lucha contra el cinismo y la apatía política se convierte en lo que algunos llaman un deber moral; para mí es más bien una deuda que siento que tengo con toda la gente del pasado que lo sacrificó todo porque no era apática, no era cínica, no creía que las cosas se ponen en su sitio si se las deja seguir su curso. Si no hago nada, sus esfuerzos habrán sido inútiles, sus vidas habrán carecido de sentido”. Personalmente, me interesa el paralelismo que Lea Ypi expone en Global Justice and Avant-Garde Political Agency (Oxford, 2012), cuando compara la actitud de los artistas políticamente comprometidos —el ejemplo es la creación y mensaje de Guernica— con los teóricos activos políticamente: “Ambos intentan interpretar el mundo que los rodea y tratan de cambiarlo; ambos se basan tanto en hechos observados como en aportaciones creativas independientes para ofrecer una lectura crítica de los acontecimientos históricos; y ambos se ven limitados por normas particulares (en un caso, de armonía y estilo; en el otro, de razonamiento argumentativo) al desarrollar su lectura crítica del mundo”. Toda una declaración de principios contra las torres de marfil académicas. La neutralidad, después de las tragedias que han marcado el siglo XX, es una mala compañera en las ciencias sociales.

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23 de marzo de 2022
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Divinidad

Palabras como “ultraderecha” o “genocidio” y la más común entre el vulgo, “facha”, adormecen el cerebro de los bobos y zanjan todo raciocinio

Me ha parecido prodigioso que Vladímir Putin haya declarado, ante las masas reunidas por decenas de miles en un coliseo, que la guerra de Ucrania tiene como finalidad “evitar un genocidio”. Doy por cierto que no se refiere al genocidio que está llevando a cabo en Ucrania, sino a un genocidio en abstracto: usa la palabra sagrada que sobrecoge a la gente sencilla. Así que, una de dos, o bien Putin está persuadido de la ignorancia supina de su pueblo, o bien lo desprecia, o ambas. Tener por necio a tu votante da una idea del valor que se concede al voto, pero también del valor que el dirigente concede a sus propias ideas.

Así sucede también con esa cascada de autoridades que acusan a los camioneros en huelga de ser “ultraderechistas” (R. Sánchez, I. Rodríguez) o, con mayor desparpajo aún, “de ayudar a Putin” (M. J. Montero). Asombroso. Todos sabemos que los de Putin, los del “no a la guerra”, pertenecen a su Gobierno. ¿Son las ministras quienes jalean la huelga de camioneros para ayudar a Putin? No es verosímil. Una vez más se trata del uso de la palabra divina “ultraderecha” para adormecer a los beocios.

Se recordará que Valle Inclán en la extraordinaria Divinas palabras apunta justamente a eso. Al final de la obra, las hordas brutales se dirigen amenazadoras hacia el sacristán y comienzan a arrojarle piedras. El sacristán, entonces, “bizcando los ojos sobre el misal abierto”, recita en latín las divinas palabras: Qui sine peccato est vestrûm, primus in illa lapidem mittat. De inmediato la plebe se apacigua e inclina la testuz: “Las viejas almas infantiles respiran un aroma de vida eterna”, dice Valle, y cesa el acoso. Ese es el uso vicioso de palabras divinas como “ultraderecha” o “genocidio” y la más común entre el vulgo, que es “facha”. Palabras divinas que adormecen el cerebro de los bobos y zanjan todo raciocinio.

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22 de marzo de 2022

John Jennings. Unsplash

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Escribir como quien da un paseo

Hubo un tiempo en que se debatía si era más fecundo escribir enamorada o, todo lo contrario, acomodarse en los grises para evitar una prosa con exceso de brincos. Kingsley Amis apreciaba mucho el estado de resaca, pues aseguraba que dicho malestar le aportaba cierta lucidez metafísica. Y la historia, por su parte, demuestra que se ha escrito no solo en todo trance, sino también en las circunstancias más extremas. Ahí están los cuadernos de Wittgenstein rasgados en las trincheras, los versos de Verlaine desde la cárcel de Mons o las líneas que Agota Kristof anotaba mentalmente en la fábrica de relojes suiza donde trabajó. No fue la única: Jacques Rancière habla en El espectador emancipado de aquellos obreros que, al salir de la cadena de montaje, escribían poemas y se desalineaban.

Cuesta imaginar, cuando todo es incierto y volátil, a quienes se entregan al folio como manera de resistir, o desaparecer. Un acto de fuga y a la vez de búsqueda, como necesidad de encuentro y acuerdo. Ahora llegan las obras concebidas durante los dos años de pandemia, un tiempo ralentizado en el que la muerte comía y cenaba con nosotros. Pienso en el pequeño acto de rebeldía que supuso para sus autores dejar de ser ellos en ese contexto enajenado, o acaso existir a través de las vidas de otros. “Es escritor el que persiste en su propia estupidez”, le escuché decir en una ocasión a Pablo d’Ors, capaz de resumir el verdadero sentido de la escritura, alejado de la vanidad que implica publicar.

La fina artesanía practicada por quienes arman una historia fatiga las manos a una de­terminada edad, pero las ideas disparan los dedos, que olvidan los dolores del cuerpo, reencarnado en los de sus personajes. Dos ejemplos: en La Loca (Ediciones B), Cristina Fallarás presenta una voz muy distinta de Juana I de Castilla, una mujer calumniada y encerrada durante 46 años en una sola estancia del monasterio de Tordesillas; con su prosa hipnótica, una cuchilla sobre hielo, desmonta la falacia histórica que estereotipó el personaje durante siglos. Y Ana Merino ha accedido al archivo personal de Joaquín Amigo, compadre de Lorca, para dar forma a Amigo (Destino), una apasionante novela de campus que se entreteje con una investigación poética e histórica.

Narrar sigue siendo la mayoría de las veces un acto improductivo –excepto para los best sellers–, aunque no conozco a nadie que pretenda hacerse rico con un libro. Para eso están los bitcoin, las start-ups, el arte NFT o la creciente industria de la marihuana legal. “Escribir es un lujo y un despilfarro”, sentencia Juan Evaristo Valls en su Metafísica de la pereza (Ned Ediciones), un formidable ensayo que dispara las sospechas en torno al llamado “mal del ímpetu” y desarrolla su contrario: la ética de la inoperancia. “El único gesto rebelde hoy es el de no hacer nada”, escribe. Y anima a dejar de producir, de conectar alarmas, responder correos, atravesar ciudades que son selvas.

Ya basta de ser infelices, de tragar ansiolíticos, abandonando la creatividad en el amor, en la mesa, en el punto de vista. “¡Parad! O de lo contrario el triunfo más grandilocuente se cernirá sobre vosotros y os aplastará con la tremenda furia de sus promesas”, insiste el autor.

Hoy, la sociedad del rendimiento da paso a otra más perezosa, que pugna por ampliar el tiempo de ocio, además de pensarse desde el cansancio. Y que, rubrica Valls Boix, entiende –y necesita– la escritura como “una larga espera en la que nunca sucede nada, y, por ello mismo, puede cambiar algo”.

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21 de marzo de 2022
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Cuando “las palabras no mienten”

Las metáforas pueden ser verbales o visuales. Entre estas últimas quiero situar en contrapunto dos imágenes: por un lado  la doble hélice del ADN, junto a la cual  se fotografían los descubridores Crick y Watson; por otro lado  la escultura conmemorativa realizada en 2010 por Charles Jencks para la Universidad de Cambridge.  La  primera imagen no parece aspirar a otra cosa que a servir de trampolín para la intelección por parte de quienes carecen aun del concepto propio de lo que está en juego. La segunda tiene una pretensión ornamental, pero también  me atrevo a decir que artística (aunque el autor era un teórico del paisaje más que un escultor). No se trata de la misma dimensión: una cosa es una imagen como peldaño de la ciencia, otra muy diferente la imagen como obra de arte.

Si de metáfora aun  se trata, hemos pasado a un plano ortogonal al que estábamos. Pues  si el recurso utilitario a la metáfora se da en arte y en ciencia, cabe decir que para el arte el verdadero trato con la metáfora no es  algo que tenga que ver con el uso. Las metáforas entonces no tienen  ya (o no tienen exclusivamente) valor de uso, porque al menos en ciertas modalidades de arte, la metáfora es causa final, sólo se sirve a sí misma.

Marcel Proust comparaba el trabajo del arte a la inmersión en un pozo artesiano en el que la ascensión es proporcional a la profundidad  Tratándose de metáforas en poesía, cabe añadir  que lo emergente de las profundidades  es sólo  una forma redimida de lo que ha hecho inmersión: mientras en el arranque la palabra parece estar al servicio de la representación, en el retorno (como en Góngora o Paul Éluard) la metáfora en nada externo se detiene y-cabe decir-  sólo persigue  a la metáfora. ¿Es la Tierra  azul como una naranja? Así ha de ser si las palabras no mienten  (La terre est bleue comme une orange/Jamais une erreur les mots ne mentent pas).

La metáfora nada tendría que ver con aspectos del arte desvinculados de lo epistémico, claman los que ven la utilidad del arte.  Sostienen además (como Veit y Ney en el artículo del que me he ocupado arriba)  que la mayoría  de las metáforas en literatura y otras disciplinas artísticas  serían potentes representaciones de la realidad Como simple contra-ejemplo pediría  que se  me indicara si cabe reducir a valor epistémico o a representación de la realidad,  los siguientes versos cargados de metáfora:

“La piedra es una espalda para llevar al tiempo/ con árboles de lágrimas y cintas y planetas”.

No discuto la legitimidad de preguntarse  qué quiere decir Lorca en estas líneas, de qué verdad el poeta se siente portavoz. Estoy diciendo simplemente que esa verdad no consiste en adecuación a una realidad extrínseca, y que  lo esencial en tal decir no es de orden epistémico,  que lo conmovedor del asunto reside simplemente en otro decir, esencial a la razón humana y a lo que  Kant, en estos asuntos ineludible, intentó aproximarse. La metáfora no  es aquí ese “instrumento” al que a veces ha querido ser reducida. Y desde luego no cumple la exigencia de subordinarse a un relato ajeno a la propia metáfora.

Porque la piedra tiene simientes y nublados/ esqueletos de alondras  y lobos de penumbra”.

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18 de marzo de 2022
Hijos del pintor en el salón japonés. Mariano Fortuny, 1874.
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¿Arte o engañifa?

La sensación de engañifa al pasear por un museo de arte contemporáneo es ineludible para los pocos mortales que seguimos sin captar el sentido de algunas obras que nos ofrecen como arte. Año 2022: a veces, sólo a veces, una no sabe si está en un museo o en un parque temático. En este sentido, podría decirse que el museo Tate Modern de Londres es insufrible. Hice una única visita en 2017, salí tan escaldada que, ahora que me encuentro pasando unas semanas en Londres, sería el último museo en mi lista de quehaceres turísticos.

Hemos perdido el nexo de adhesión subliminal entre la obra de arte y quien la contempla. Si la obra es comprensible a primera vista, ¿significa que ya no es arte? A pesar de todos sus intentos, el dogma del escándalo ya no impresiona. Sacos de patatas dispuestos alrededor de una sala vacía, nudos marineros hechos con cabellos de cien mujeres distintas, montículos de arena, calaveras con joyas o animales encerrados en habitaciones oscuras hasta morir de hambre son ejemplos de lo que algunos llaman arte contemporáneo. Me refiero a este tipo de arte, aunque quizás lo propio sería llamarlo arte contemporáneo en la era del sensacionalismo repulsivo de las redes sociales.

Tendemos a romper lo que funciona de mala manera. Ya no se producen obras de carácter mundano, lo bello y lo sublime se ha evaporado. Mando y dinero se presentan como sucedáneos místicos. La distorsión es tan absurda que no veo más que jeroglíficos incomprensibles bajo la excusa del dichoso arte contemporáneo. La razón de ser del productor de este arte es la del artista maldito, sufridor e incomprendido, con toda una sociedad en su contra que bien lo subvenciona y aplaude con fervor. Ese es el artista que triunfa en nuestra época y la rebeldía superficial es el producto con el que comercia.

La belleza del arte debe ser un misterio en sí misma. Jamás habrá otro Goya. ¿Volveré a tener un Gauguin tan cerca como aquel Nafé Faaipoipo sin dimensión? Ni manchistas ni manchadores, los macchiaioli. ¿Volverán? ¿Tendremos otro urinario de Duchamp? ¿Campos de color de Clyfford Still? ¿Pollock y sus chorretones? El arte deriva hacia un nihilismo terrible. Hace falta sensibilidad, mucha sensibilidad, la propia, la que surge del espíritu de cada uno, la que no está deformada por la ideología imperante, la publicidad a mansalva y las instituciones de adoctrinamiento. Tiempos difíciles, la insignificancia se alza al estatus de milagro. La trampa es muy fácil: cuando criticamos lo sincrónico es como si, al mismo tiempo, se hiciera un juicio malvado e injusto hacia lo transgresor. No es así. Nunca debería ser así.

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16 de marzo de 2022
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Admirable

La tan gastada palabra “solidaridad”, que ya ha perdido todo significado, se reanima y fortalece gracias a los gestos de gente que actúa libremente para aliviar el dolor ajeno, sin que ninguna organización o ente del gobierno los anime a ello.

El espanto que provoca una guerra tan sucia como la de Putin contribuye a percatarse de los privilegios que gozamos sin apenas merecerlos. Con la excepción de algunos grupos excluidos que realmente viven en la pobreza, casi todos emigrantes de sociedades crueles e insoportables, la mayoría de la población española quizás tiene problemas para, como se dice, “llegar a fin de mes”, pero en unas condiciones en absoluto dramáticas. En las democracias capitalistas lo cierto es que se vive con razonable comodidad, a pesar del odio que suscitan en gente mal resuelta.

Me tiene admirado el proceso de absorción o asimilación de los dos millones y medio de ucranios que han huido de Putin. Por una parte, es cierto que ponen en evidencia cómo segregamos a unos emigrantes de otros, pero, por otra parte, es la prueba de acero de la capacidad de nuestra sociedad para ayudar a quienes se encuentran en riesgo de muerte. No son sólo las familias que reciben en sus casas a una nube de desconocidos, son también algunos grupos de trabajadores (en Madrid han sido los taxistas) que organizan por su cuenta caravanas capaces de cruzar miles de kilómetros para llevar alimentos, mantas y medicamentos hasta la frontera polaca, y traerse de regreso a niños y mujeres en una procesión antagónica a la de los satánicos tanques rusos.

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15 de marzo de 2022
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El Boomeran(g)
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