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Último oro

Un día de julio de 1995 visité en su tranquilo retiro de Jávea a Julio Alejandro, que iba a ser el primer personaje de una galería de retratos conversados que yo publicaría en la edición dominical de este periódico a lo largo de aquel verano. La idea de la serie, que titulamos La edad de oro, era oír y transcribir el relato de personas muy mayores (en edad y significación) de nuestra cultura, en su mayoría activas aunque no todas debidamente reconocidas. El encuentro previo en su despacho, a mitad de mayo, con Jesús Ceberio, entonces director de El País, precisó el contenido de esas colaboraciones estivales y propició su arranque; los nombres serían todos indiscutibles, pero al lado de Victoria de los Ángeles y Aurora Bautista, de Jorge Oteiza y José Luis Sampedro, en mi lista habría también raros y olvidados, por ejemplo Julio Alejandro. Y quiso la casualidad que Ceberio, que había sido antes corresponsal en México, conociese bien la vida y los hitos del fascinante exmarino aragonés exiliado que acabó siendo el gran guionista del cine mexicano, autor, entre otros trabajos para Buñuel, de los guiones de Viridiana y Tristana. Aquella misma mañana de mayo se tomó la decisión de que La edad de oro empezaría con él.

Fue para mí un verano muy rico en ganancias humanas y aprendizaje histórico en directo. Los que al fin fueron dieciocho hombres y mujeres mayores de setenta (ya que hubo en la serie segunda temporada al año siguiente), tenían mucho que contar, y juntas sus voces, en sus diferencias y hasta en sus discrepancias, quiero pensar que ofrecieron en esos extensos reportajes la imagen de un país mejor que no fue posible y de una España autoritaria y trágica pero no paralítica. La intención de aquellos “primeros planos orales” era hacer públicos los nombres propios más que el renombre, y creo que los artículos semanales, como el libro de 1997 que los recopilaba al completo, con las magníficas fotos originales de Ricardo Martín, descubrieron trayectorias borrosas por el paso del tiempo y silencios forzados.

Guardo recuerdos muy vivos de muchos de mis interlocutores, con los que, según el esquema de trabajo pre-establecido,  pasaba un día más o menos entero en su casa; sólo el gran escultor guipuzcoano Oteiza prolongó la visita con un largo almuerzo, tan sabroso como chispeante, de cuyo reflejo humorístico en mi escrito discrepó cortésmente en un cruce de cartas al Director, incluidas también en el libro las suyas y las mías. Y alguno de los más sabios y ocurrentes, como el profesor Aranguren o el genial poeta Joan Brossa, dijeron cosas muy brillantes, pero, ya delicados de salud en los encuentros, se fueron apagando en las horas de conversación.

Pocas semanas después de iniciarse con él la publicación de la serie murió Julio Alejandro de una embolia cerebral que le atacó mientras recibía la visita de José Luis García Sánchez y Manuel Vicent, quienes habían querido conocerle personalmente al leer su retrato en El País. A Julio Alejandro de Castro (tal era su nombre completo) le quedó tiempo de disfrutar de unos meses de reconocimiento tardío y edición de su obra escrita, y aunque  no llegó a tener una edad de oro en su propio país, sí pudo dar su último suspiro frente al Mediterráneo: “el mar ha sido el espejo de una gran parte de  mi vida, y me resulta difícil vivir sin verlo”.

Al cumplirse los 25 años de la última entrega semanal de La edad de oro murió el pasado 30 de noviembre a los 95 el arquitecto Oriol Bohigas, último superviviente de mis dieciocho personajes y el más joven de todos junto a su amigo el editor Josep Maria Castellet; este fue de hecho el único en ser incluido sin haber cumplido entonces, por unos pocos días, los preceptivos setenta años de edad. Bohigas, al margen de sus construcciones y de su fenomenal erudición arquitectónica, fue un hombre de ingenio, que en nuestro diálogo mostró de modo oblicuo su ironía respecto a lo que los catalanes, no se sabe si por insuficiencia fonética o ganas de fastidiar, llaman “madrit”. La capital de España le dio motivo a Bohigas para alguna greguería paleo-secesionista: “Barcelona ha de aprender de Madrid a ser una capital, pero que Madrid aprenda de Barcelona a ser una ciudad”. O este aforismo a costa de El Escorial, “un símbolo de la no-incorporación de España a la cultura europea. No hay más remedio que verlo así: el monumento más importante de aquella época española es un cuartel”. He dicho greguería, pero en realidad la gracia sentenciosa que el arquitecto mostró en sus réplicas y en más de una página de sus Dietarios no concuerda con el humor de Gómez de la Serna, acercándose más al de las glosas y máximas de Eugeni d´Ors, de quien Bohigas fue, en su juventud, seguidor acérrimo, sin llegar, creo, a la categoría de “idólatra eugénico” que tuvieron en la vida del gran filósofo algunas distinguidas damas.

También recuerdo otros momentos estelares de gran comicidad: la narración presencial del golpe de estado de Tejero visto como sainete conyugal por el finísimo periodista de la derecha ilustrada Augusto Assía (seudónimo de un primer Felipe Fernández-Armesto), y el despecho de mala leche del incombustible cineasta Ricardo Muñoz Suay evolucionando desde el estalinismo al liberalismo valenciano. Las mejores veladas las pasé con dos artistas bien distintas y muy locuaces ambas, la incomparable actriz y cantaora Imperio Argentina, que ya era, tal vez sin saberlo, una mujer libremente incorrecta, y Gloria Fuertes, a la que por entonces la trataban de payasa quienes no habían leído su obra en verso, que se sitúa en mi opinión (y en la de su antólogo Jaime Gil de Biedma) entre las grandes voces de la poesía española del siglo XX.

Pero había asimismo grandes silencios recordados por mis dialogantes. La sombra protectora, tal vez desde ultratumba, de Encarnación López la Argentinita, que había muerto joven en 1945, sobre su hermana la bailarina Pilar López, con quien hablé en la casa familiar del Barrio de Salamanca llena de reliquias y memorias de García Lorca, de Ignacio Sánchez Mejías, de Edgar Neville. Y la voz rota del exilio, la de los pintores Ramón Gaya y Eugenio Granell, tan diferentes ellos como personas y artistas, o el pesar de los exiliados interiores: el de Pepín Bello, amigo y cerebro en sordina de la Generación del 27, tan diezmada y dispersa por la guerra; la creativa melancolía de los paraísos perdidos de un Tánger cosmopolita en ese sabio hombre de cine y de libros que fue Emilio Sanz de Soto.

Cuando La edad de oro se recompuso semana a semana, documentando el pasado desde un presente longevo y memorioso, ya no había en España militares golpistas, ni persecuciones de religión, ni exilios por la libertad ideológica. De ahí mi sorpresa cuando, al despedirme de una maravillosa tarde confesional y poética, Gloria Fuertes me pidió omitir hasta después de su muerte (que por desgracia no tardó muchos años en producirse) el recuento vivaz, más jocoso que doloroso, de sus amores lésbicos; de publicarse en vida, me dijo, eso podría quitarle muchos lectores de sus cuentos infantiles, “porque los libros de niños los compran los padres, y hay por ahí cada padre…”. Cumplí la condición, naturalmente, y el tiempo ha permitido no tener que ocultar del todo la verdad de uno mismo. O el poder vivirla.

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3 de febrero de 2022
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Onomástica

Cuentan que el filósofo Eugenio Trías Sagnier, ya muy enfermo, rió, a carcajadas, y quizá por postrera vez, al oír la historia narrada por el poeta Francisco Ferrer Lerín tras el viaje, de este último, a cierta localidad del norte de España y descubrir que algunos de sus habitantes disfrutaban de un peculiar nombre de pila, Ano, como masculino de Ana; acontecimiento que sorprendió al poeta pero que no sorprendía a los indígenas a los que el sustantivo “ano” no les decía nada ya que el extremo del recto era conocido por “serete”.

En la actualidad, coinciden con cierta frecuencia en los medios de comunicación de dos regiones, también septentrionales, dos personas que por la pandemia han cobrado relevancia; una, del sector cárnico, llamada Julián Falo y, otra, ignoro de qué sector, apellidada Coito, del sexo femenino. Y queda claro que dichos apellidos, Falo (derivación de otro apellido, Fanlo) y Coito (de origen gallego, del que ignoro su etimogía) no hacen saltar las alarmas, quizá es que nadie, o como mucho unos pocos, conocen el significado de “falo” y “coito” (es preferible no saber cuáles son sus equivalencias locales). Incluso, en el improbable pero posible caso de matrimonio entre estas dos personas cabría la situación, espectacular, de que si tuvieran un hijo varón lo llamaran Ano: Ano Falo Coito... y nadie pestañearía.

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2 de febrero de 2022
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¿Técnica en las máquinas?

Vuelvo a las preguntas con las que finalizaba la columna anterior, relativas a si, más allá de la experiencia, cabe hablar de técnica maquinal y complementariamente qué entender por experiencia y por técnica.

Para acceder a la etapa de la técnica, para aplicar un universal a los casos semejantes, hay desde luego que disponer de ese universal ese eidos, forma o especie, al que se refiere Aristóteles en el texto citado. Los humanos disponemos del mismo, sea de manera innata sea porque lo hemos adquirido, y se da la circunstancia de que generalizamos con muchísima facilidad. Así un niño que ha tenido ante sí un caballo rápidamente reconoce la forma (el eidos) del mismo en otro caballo.  Cosa que plantea un problema a quienes esperan que el conocer de la máquina llegue a ofrecer un día la clave de nuestro propio funcionamiento, pues las redes neuronales generalizan con mucha mayor dificultad.

Pero este disponer de una forma que aplicamos a pluralidad de individuos tiene dos explicaciones posibles, a las que me refería al hablar de innatismo o adquisición. La primera es que esa forma se forja en la misma experiencia, es por así decirlo su resultado. La segunda es que las formas son ideas inherentes a nuestro ser, para las cuales la experiencia es simplemente la ocasión material de actualizarse.  Este asunto remite a viejos problemas filosóficos sobre el peso de la inducción en el conocimiento no ya maquinal o animal sino humano, sobre la cuestión cartesiana de las ideas innatas y en última instancia sobre la tesis platónica de que, tratándose del ser de razón, conocer es siempre, en un nivel u otro, re-conocer; no tanto generalizar a partir de iteración de experiencias, como ver en lo dado un caso particular de un concepto.

En el caso de Aristóteles la posición es de un platonismo matizado: cabría decir que los universales (el campo eidético, el campo de las ideas) es innato en los seres de razón, pero que no se actualiza hasta que encuentra una ocasión en la realidad individual; la idea pasa de la potencia al acto gracias a la experiencia.  Por ello Aristóteles es (frente a pitagóricos y ciertos platónicos adversos a la modalidad de platonismo que representa el propio Aristóteles) con justicia considerado un empirista. Pero ello no quita que también para Aristóteles en el animal humano (y esto es lo que le distingue precisamente de los otros animales) la idea es inherente a su propia naturaleza.

En suma, para Aristóteles la experiencia humana difiere de la experiencia animal por ser ocasión de acceso a techne kai logismois (técnica y razonamientos), es decir aquello que por definición es vedado a las especies animales no dotadas de lenguaje. Y retorno a la cita que en la columna anterior ponía en el arranque: “Los animales no humanos viven reducidos a imágenes y recuerdos y la experiencia es para ellos poco fructífera, mientras que (*por intermediación de la experiencia*), los hombres acceden a la técnica y al razonamiento”

Tanto la tesis que hace surgir lo universal de una generalización a partir de la experiencia, como la que considera que lo universal es algo innato (y en su seno vertiente pitagórico-platónica versus vertiente aristotélica) coinciden en un punto: la técnica implica ideas y por ello el conocimiento técnico es una etapa diferente de la mera experiencia.

Y aquí se multiplican las preguntas: ¿alcanzan las máquinas a tener ideas o más bien se trata en ellas de un tipo de acuidad que no supera la mera experiencia? Y aún ¿reconocen un dígito manuscrito como un niño reconoce un caballo, es decir percibiendo en el mismo un caso particular de ese universal que es una idea? Nótese que estoy prescindiendo ahora de la cuestión de si la idea presente en el conocer del niño la ha generado o no la misma experiencia; estoy simplemente señalando que el niño tiene indiscutiblemente ideas.

La pregunta respecto al aprendizaje de las redes neuronales es la de si a través de la iteración que sustenta la experiencia, hay un momento en el que la red neuronal dispone de un universal aplicable a todos los casos semejantes. Pues esta etapa que trasciende la experiencia, esa techne de Aristóteles quizás ni siquiera es necesaria para mostrarse eficiente: “tratándose de la práctica, la experiencia no es inferior a la técnica; y así vemos que hombres limitados a la experiencia obtienen a veces mejores resultados que quienes poseyendo la noción (logos) de algo carecen sin embargo de experiencia (…) La causa es que la experiencia es un conocimiento de lo individual y la técnica lo es de lo universal.  Ahora bien, toda práctica y toda producción concierne a lo individual” (Metafísica 981, a 12-16).

Desde luego ciertos animales no humanos dan muestras de una acuidad perceptiva y de una capacidad de previsión superiores a las nuestras, sin que por ello haya razones para considerar que han accedido a la etapa de la técnica. ¿Es también el caso de las máquinas, que mostrarían acuidad perceptiva en ausencia de concepto, conocimiento sin tener idea?  ¿O diremos más bien que en una red neuronal la reacción efectiva y eficaz, el output correcto que se forja en la experiencia, se debe a que como resultado de la misma acaba por surgir lo universal, el atributo que clasifica, que distingue? ¿Cabe, en suma, atribuir a un algoritmo ideas?  Aun en caso de respuesta positiva, está por ver si tal inteligencia eidética recubre todas las modalidades en las que se despliega la nuestra, así esa inteligencia que no consiste tanto en conocer como en sentir lo bello o lo repugnante, o la que consiste en delimitar una frontera que separa al bien del mal.

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2 de febrero de 2022

Pintadas en una estatua de Cristóbal Colón en el parque de Bayfront de Miami (Estados Unidos).

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Semillas

 

Los préstamos entre cristianos y mexicas, aztecas, nahuas y otros, tienen doble dirección. Hay influencias mutuas que duran hasta hoy y han enriquecido a ambas partes

 

Lo más irritante en la guerra contra la historia, sean las baratijas de López Obrador o el derribo de estatuas, es que simplifican un asunto mucho más rico que esas reducciones para espíritus simples obligados a odiar para soportarse. No todo fue crimen. También se dieron intercambios de ADN y de divinidades.

Ejemplo: en 1531 nació la leyenda de la Virgen de Guadalupe cuando el indígena Juan Diego recibió la visita de María en el cerro de Tepeyac. Ese era justamente el lugar donde los lugareños mantenían el culto de la diosa Tonantzin, potente divinidad con diferentes formas y nombres pues a veces era también Cihuacoatl, señora de nacimientos y muertes. El muy extenso culto de Tonantzin, cuyos peregrinos venían de lejanas provincias, se convirtió en el culto a la Virgen de Guadalupe y mantuvo en vida la devoción de Tonantzin hasta hoy. Siguen llamándola así.

No sólo hay mil casos de fusión indígena con los descubridores, también lo contrario. En las representaciones de la misa de San Gregorio que llevaron a cabo los artesanos indios llamados “plumarios” figura el célebre milagro del papa Gregorio con abundancia de símbolos nahuas (huesos, cráneos, orejas de maíz) en una clara síntesis, sin conflicto, de ambas tradiciones simbólicas. Lo cuenta Fernando Cervantes (Conquistadores, Turner) como un ejemplo más de intercambio de significados y sentidos que crearon un mundo nuevo. No hubo sólo mezcla sexual y matrimonial, también divina.

Los préstamos entre cristianos y mexicas, aztecas, nahuas y otros, tienen doble dirección. Hay influencias mutuas que duran hasta hoy y han enriquecido a ambas partes. Es lo que distingue a la colonización española en contraste con el arrasamiento de la anglosajona o la belga. Otra cosa es la guerra. Esa fue tan cruel como suelen ser todas las guerras.

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1 de febrero de 2022
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El poeta que siempre resucita

Rubén Darío murió en León de Nicaragua el 6 de febrero de 1916, de modo que ahora se cumplen 106 años de aquella fecha tan lejana, pero a la vez cercana. La obra de un poeta tan trascendental, que marcó una época y sigue marcando a la literatura de nuestra lengua, se acerca a nosotros mientras el hecho de su muerte se aleja en el tiempo; es la manera de sobrevivir en las palabras que él renovó un día, porque hoy vivimos en una lengua que ya no es la misma desde que su poesía la cambió, despertándola de un largo letargo.

Una de las pruebas de su permanencia es que es un poeta doméstico y a la vez trascendental. La musicalidad de sus versos hizo que generaciones los aprendieran de memoria, sobre todo aquellos que contaban historias de princesas tristes de esperar y niñas que suben al infinito a robar una estrella sin permiso del papá; y que inspirara la letra de los tangos y los boleros. Y, por otro, lado, la poesía que interroga sobre la vida y la muerte, como en Lo fatal, que para García Márquez era el gran poema de la lengua castellana.

Nació el 18 de enero de 1867 en una aldea olvidada de las estribaciones de la cordillera madre de un país pequeño, pobre y desangrado por las guerras civiles, que entonces no figuraba en los mapas del mundo. Habían llegado los años de una paz precaria, después de que los eternos liberales y conservadores, confrontados en bandos irreconciliables, se unieron, y con ellos todo Centroamérica, para expulsar a los filibusteros del esclavista sueño William Walker que se habían apoderado de Nicaragua.

En 1867 gobernaba el general Tomás Martínez, y ese año mandó a levantar un censo del que resultó que el número de habitantes no superaba los 150 mil; le pareció desdoroso que fuesen tan pocos, y ordenó aumentar 100 mil más. Un país rural despoblado, mayormente analfabeto, donde eran escasas las escuelas.

Y el 23 de febrero de ese mismo año, días después del nacimiento de Darío, apareció en el diario oficial la noticia de que un águila real había sido encontrada en uno de los parajes de la misma sierra madre: “su cabeza pequeña, viva, inteligente, está adornada por un círculo de plumas negras en su extremidad, formándole una corona” escribe el cronista anónimo. “…Hasta hoy no se creía que en Nicaragua hubiese águilas, y mucho menos águilas reales”. Un augurio. Un águila real abría sus alas para cobijar el nacimiento de un poeta que llegaría a ser el símbolo del país entero.

El águila fue presentada como obsequio al general Martínez, quien terminaba su segundo período presidencial, y aunque intentaba reelegirse ya no pudo hacerlo; ya se ve que es esa una vieja tradición esa en Nicaragua.

Cuando Darío regresó en 1907 tras largos años de ausencia, el país entero se volcó a recibir al príncipe de las letras castellanas, pues ese era ya su título; volvía, según el ditirambo de los discursos, nimbado por la gloria. En la estación del ferrocarril de León los artesanos desuncieron los caballos de la carroza descubierta, y se pegaron al tiro para arrastrarlo; niñas disfrazadas de canéforas regaban pétalos a su paso, y la carroza atravesaba bajo arcos triunfales. Pocos lo habían leído, porque los analfabetos seguían siendo mayoría. Pero era el héroe que regresaba después de haber conquistado el mundo.

No fue así en 1915 cuando volvió para morir. El tren pitó tristemente cuando entró a la estación desierta a la medianoche, y lo llevaron a alojarse en una casa falta de muebles y aún de una cama, que fue comprada de urgencia. Desahuciado, lo que más bien se esperaba era su muerte, para que su cadáver pudiera ser velado en noches interminables, cambiado cada vez de vestidura, en uniforme de embajador, con peplo griego, el féretro descubierto paseado por las calles antes de ser enterrado en la catedral, despojado del cerebro.

El sabio Luis H. Debayle se empeñó en medirlo y pesarlo; quería saber si era más grande y pesaba más que el cerebro de Víctor Hugo, porque la primacía del genio se determinaba según onzas más, onzas menos. Pero fue objeto de un pleito a bastonazos cuando el cuñado de Darío, que quería venderlo a un museo extranjero, quiso arrebatárselo de las manos a Debayle, y la urna que lo contenía cayó al empedrado de la calle.

De allí fue recogido para llevarlo al cuartel de los marinos de Estados Unidos, que hacían las veces de policía, porque entonces Nicaragua era un país ocupado.

Quizás adonde de verdad Darío había regresado no era a la tierra natal que nunca se apartó de su mente, el sol de encendidos oros y las calurosas noches tropicales bajo las estrellas, sino al infierno. Antonio Machado, desde el otro lado del océano, se preguntaba en un poema escrito al saber la noticia de su muerte: “¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno/y con las nuevas rosas triunfantes volverás?”

Vuelve cada año triunfante, y vuelve siempre, porque permanece en las palabras. Palabras inmarcesibles, como a él mismo le gustaba decir.

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31 de enero de 2022
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Benidorm está de vuelta

La fórmula estaba en casa, en los archivos. Televisión Española lleva varias temporadas revisando la historia de la música popular a través de sus antiguos programas en play-back gracias al éxito en la 2 de Cachitos de hierro y cromo, con la voz en off, guasona, de Santiago Segura. Sin embargo, no acertaba ni una con el festival de Eurovisión. A pesar de ser uno de los países menos euroescépticos y más dado a la jarana musical, Eurovisión nos viene castigando de manera humillante desde hace lustros. Ni un mísero point las más de las veces, sin que influyera el entusiasmo por lo nuestro de José Luis Uribarri y sus posteriores seguidores. Ninguno sabía quién era Charpentier, autor del tedeum que sirvió de sintonía durante muchos años a las conexiones con la unión europea televisiva.

La relación de los cantantes ligeros españoles con el festival ha llegado a ser tan frustrante para la música en nuestra lengua patria que provoca, en el espectador más joven, una reacción muy freak e irrespetuosa frente a Eurovisión. La elección de Rodolfo Chikilicuatre y su Chiki chiki en 2008 fue la culminación de esta entre burlesca y surrealista actitud ante las galas más horteras del viejo continente, siguiendo una de las grandes cosmovisiones hispánicas, la del pícaro descreído. De hecho, el ánimo desatado por la gran teta de Rigoberta Bandini se sitúa en la misma longitud de onda. El feminismo alcanza su punto más venusiano.

La crisis melódica española, no exenta del cariz idiomático, fulminados por el éxito anglosajón en expresión muy de Luis García Montero, era compartida por otros países mediterráneos de larga tradición musical, como Italia. La RAI italiana, tras retirarse doce años de la pérfida Eurovisión, se encomendó al legendario festival de San Remo para terminar ganando el año pasado con un tema punk muy del gusto juvenil: La falsa asimilación del underground en la salita de casa. Es entonces cuando RTVE ve la luz y desempolva el festival de Benidorm, ciudad playera que fue cuna de los primeros bikinis españoles y la libertad sexual, donde animaron sus veladas en el Delfín o el Don Pancho artistas como Manolo Escobar, el Dúo Dinámico o Conchita Velasco, y en cuyo festival hicieron apariciones estelares desde Julio Iglesias a Raphael o Bruno Lomas.

Benidorm competía en aquellos años 60 con el festival del Mediterráneo de Barcelona, donde emergían artistas como Torrebruno, Nana Moskouri o la eurovisiva Salomé, con la que ganó junto a Raimon y Se’n va anar  en 1963, cantando en catalán/valenciano. La música, todavía, era políticamente inofensiva. Más de medio siglo después, en cambio, las panderetas en otros idiomas periféricos del trío gallego Tanxugueiras fueron derrotadas a pesar de su conexión popular.

Así que la idea de resucitar el festival de Benidorm como preámbulo a Eurovisión ha sido acogida con entusiasmo de la audiencia. La propia RTVE ha llevado a cabo una gran apuesta. A pesar del mediocre nivel de las canciones y de los intérpretes que han participado en la reedición, ha tirado la casa por la ventana con una producción moderna y sofisticada. El grafismo televisivo y la puesta en escena con coreografías singulares para todos los concursantes eran de un nivel increíble. Cada tema podría confundirse con un escenario vanguardista de Calixto Bieito para una ópera de Wagner en Bayreuth.

Felicidad por el festival que comparte la patronal hotelera de Benidorm, Hosbec, posiblemente la más atrevida de las organizaciones empresariales. Como también lo hace la Generalitat Valenciana, cuyo secretario autonómico de turismo, Francesc Colomer, superando los prejuicios progres, ha decidido invertir el presupuesto público en cuantos intangibles puedan ayudar a mantener el negocio del turismo, que representa una cuarta parte de la riqueza autonómica.

Benidorm ha sido siempre una no ciudad, una especie de Las Vegas del Mediterráneo, dedicada al monocultivo del turismo en todas sus vertientes. Turismo para todos, sin importar la procedencia o las creencias. Un melting pot  interclasista alabado por urbanistas como Mario Gaviria y José Miguel Iribas, enloquecida metrópolis para el genial arquitecto holandés Winy Maas, y a la que su ahijado político Eduardo Zaplana trató de redimir con un parque de atracciones, urbanizando solares al norte de la autopista. Tal vez recuperar también el Mediterráneo de Barcelona coadyuvara a sofocar las tensiones nacionalistas. El pueblo que canta unido permanece unido, y en España no sabemos cantar desde que las coplas y los boleros pasaron de moda.

Mientras esto sucede en los carriles populistas, conviene retomar la colección dedicada a la música seria por la editorial Acantilado. Lo más detox. La biografía de Beethoven, de Jan Swafford, un libro monumental de más de 1.400 páginas y sin concesiones a la mitomanía. O el viaje casi espeleológico de sir John Eliot Gardiner, a través de la obra de Johan Sebastian Bach, en La música en el castillo del cielo. La pasión ilustrada y el aburrimiento protestante. La música, mayúscula, filosofía y consuelo en palabras de Ramón Andrés, pero también, como apunta el melómano Joaquín Arnau, “una forma de conservar la irrenunciable reserva de libertad”.

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30 de enero de 2022
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Fábulas de tragedia

Veo en los cines, en el espacio de tres semanas, lo siguiente: una niña que causa muertes violentas antes de nacer (en la tan excelente como inquietante La hija de Martín Cuenca); dos recién nacidas confundidas de madre en la incubadora del hospital (Madres paralelas, Almodóvar histórico); una pequeña, Vanesa, desaparecida o raptada, en Espíritu sagrado (el más que interesante debut en el largometraje de Chema García Ibarra); una célebre lady que siendo esposa regia de la casa Windsor anhela ser de nuevo, solo, niña aristócrata (en Spencer, la obra maestra con sutiles ribetes políticos del chileno Pablo Larraín). Es como si la irrupción femenina en el cine (un espacio que ocupaban tradicionalmente los hombres en los rangos más altos) no se limitase ya solo a los creadores; desde la cuna del relato, y aun dentro del útero de la inconsciencia, reclaman estas niñas su protagonismo prenatal.

El arranque de Spencer es de los más fulgurantes que yo recuerde, en una película que, antes de verla, imaginábamos más próxima al biopic monárquico y a la crónica rosa que al film de intriga o terror. Pues bien, estábamos equivocados. Después del sensacionalismo barato de su anterior y tan fallida Ema, las primeras imágenes del nuevo Larraín en inglés nos desconciertan, nos crean sinsabor, nos fascinan. ¿Dónde estamos? Aquello parece la campiña inglesa, pero la caravana de jeeps del ejército aplasta con sus ruedas unas aves yacentes en la calzada, y los cocineros de un gran establecimiento llevan en procesión hasta los fogones unos contenedores en forma de ataúd que al abrirse resultan transportar alimentos de alta gama. Todo ello entremezclado con el descapotable que conduce una joven rubia que lo primero que dice es “Estoy perdida” (la interpretación de Kristen Stewart es memorable). La historia de esa hermosa joven perdida entre carreteras y la búsqueda de un sándwich barato es la historia de Lady Di, algo que no sabríamos hasta bien avanzada la película de no ser por la propaganda y los periódicos.

Spencer sucede en la Navidad de 1990 y en lo que se supone que es Sandringham, la finca de recreo que la familia real británica tiene, entre otras posesiones, en el condado de Norfolk, y cercana ésta a la costa. El año tampoco yo lo vi especificado en pantalla, aunque es fácil de calcular; los dos niños del príncipe Carlos y de Lady Diana ya están crecidos, sus padres enfadados (con razón, ella), y alguna de las escenas mudas más punzantes de este film tan malévolo como riguroso son las que muestran a la sabida amante del príncipe heredero, Camilla Parker Bowles, presente en las ceremonias sagradas y los festejos sociales; dos o tres veces, la amante del príncipe mira con sarcasmo a Lady Di, que es la esposa legítima pero recibe dichas miradas como si ella fuera la intrusa y su rival Camilla la reina in pectore. Con esas miradas de soslayo, con esos silencios sepulcrales en las cenas navideñas, con los collares de perlas repetidos, con las prescripciones obligatorias del vestuario que ha de llevar en palacio y con las escapadas de la triste princesa Diana, la humillación del poderoso al débil entra en el protocolo navideño, y la cena muda de Nochebuena y los preparativos de la gran cacería de ciervos se convierten así en set pieces aterradores; la tragedia se anuncia ya, pero lo que nos llega con gran desasosiego es el miedo que pasa Lady Di en aquellos rincones y pasillos de la inmensa mansión (Sandringham ocupa, entre todas sus dependencias, 32 kms cuadrados de terreno), inacabables en sus dimensiones, amenazantes en su lujoso orden y cargados en cada piedra y en cada percha de los vestidores de una historia y una obligación ineludibles.

Y en ese momento me acordé de El resplandor, una película que no es fácil de olvidar, te guste más o te guste menos. Kubrick hizo con ella, partiendo de una hábil pero mediocre novela de Stephen King, el retrato definitivo de la casa encantada, los duendes de la neurosis y el desafío padre/hijo, añadiendo (según mi interpretación personal publicada en el nº 219, diciembre 2019, de Letras Libres) el motivo literario de la “angustia de las influencias” estudiada con tanto ahínco por Harold Bloom. No lo he leído en ninguna reseña, pero me parece innegable que Larraín, en clave un poco menos metafísica, ha hecho, con personajes históricos un spin-off de El resplandor, un film ya condensado con sardónica brillantez por Steven Spielberg en veinte minutos de su Ready Player One. En Spencer la cámara se pasea por los interminables pasillos alfombrados con veloces steadycams (aquí sin cochecito infantil a pedales), y la planificación subraya el aislamiento del edificio central del palacio, como un Hotel Overlook sin lámparas horteras ni sangre a raudales en los elevadores, pero sí todo lo demás: el aura de un lugar hermoso y peligroso, la posesión del presente a manos del pasado, los muertos que retornan, en este caso con el espantapájaros vestido como el Spencer padre. Incluso, pues Larraín es así de atrevido, así de descarado, hay una cita precisa, maravillosamente engarzada, a The Shining: la escena de la despensa del palacio real a la que acude Lady Di en mitad de la noche porque tiene hambre, y es sorprendida por el mayor Gregory, el factótum de la reina (el extraordinario Timothy Spall); el diálogo alimenticio entre el edecán y la princesa evoca la importancia que en el film de Kubrick tenía la despensa-almacén de congelados, desempeñando aquí Spall además la función del camarero redivivo que le limpiaba el traje manchado de licor a Jack Nicholson, mientras hablaban ambos en los suntuosos retretes de Frank Lloyd Wright que el director neoyorkino hizo copiar a su equipo artístico.

Spencer lleva un subtítulo después del título: la fábula de una tragedia auténtica (“a fable from a true tragedy”), y no se trata de un capricho pedante. La tragedia ocurrió, en el accidente mortal junto al Sena (¿o fue un crimen?), y la fábula la puso, ya antes de su aparición como hermosa hada en la boda principesca, la propia Lady Di, cantada en su funeral por un juglar de la categoría de Elton John. Lo malo es que, en su última media hora, después de cautivarnos y darnos pavor en los noventa minutos precedentes, Larraín se pone onírico y saca de la manga a Ana Bolena, un fantasma mucho menos temible que las gemelas o la hermosa desnuda putrefacta del hotel kubrickiano. Ya sabemos que el recurso a los sueños es la mortaja de la fantasía, en el cine aún más que en la novela, y en Spencer la introducción de la decapitada Bolena, además de forzada y reiterativa es relamida: esas danzas macabras imaginarias que se bailan en los salones supuestamente de Sandringham pero filmados en palacios centroeuropeos. El final olvida la parte soñada y recupera la fabulada: el romance de Maggie, la camarera lesbiana enamorada de la princesa, pudo suceder; en el film se sostiene de un modo creíble y emotivo gracias a la contención y el recato que muestran las dos actrices. Y es otro hallazgo del guion, que firma Steven Knight, el retorno a la comida basura de Diana, aquí ya en compañía de sus hijos. Escapados los tres del palacio y de la Navidad opresiva en una travesura que moviliza al gobierno británico, el restorán desastroso les da felicidad instantánea y les une. Reencontramos así la prosopopeya de la alta cocina del arranque del film, ahora sin ejército ni ritual.

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28 de enero de 2022
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Cristian Alarcón: El cronista antes del salto a la ficción

Hace tres décadas que Cristian Alarcón no deja de sorprendernos. Es cronista, fabulador, inventor de proyectos narrativos, gestor de sueños de verdad y justicia a partir de la palabra, mentor de al menos dos generaciones de periodistas narrativos en América Latina. Y ahora Premio Alfaguara 2022 con su primera novela, El tercer paraíso.
En 2010 Marcela Aguilar me convocó junto a otros escritores y profesores a presentar y entrevistar a los “domadores de historias” del continente. Tuve la suerte y la alegría de escribir sobre los dos primeros libros de Cristian, que forjaron su fama de cronista de los mundos de la droga, el crimen, la rebeldía y la dignidad. Al final, veo que anuncia el camino “al campo”, a la naturaleza, que bulle y brilla en su novela, que leeremos muy pronto. Ya estaba en su cabeza hace 12 años. Este es el perfil-entrevista que salió en Domadores de historias. El capítulo se llama: La revelación

* * *

No conozco ningún periodista latinoamericano que se haya acercado tanto como Cristian Alarcón a los rigores del método antropológico de la observación participante, con su combinación de ciencia y ética. Y la diferencia no sólo están en la investigación ‘de campo’. Mientras se sumerge en el mundo de los desconocidos y despreciados, este reportero erudito también se nutre de teoría y literatura y se zambulle como un psicólogo en sus propios sentimientos y reacciones ante lo que descubre. Y al final, cuando está a punto de ahogarse, se eleva a la superficie y escribe como un poseso, como un iluminado.

El periodista narrativo suele ir, ver algunas escenas, anotar y contar lo que vio. Puede escribir como los dioses, pero casi siempre se pasea por la realidad como un turista atento. El antropólogo, en cambio, busca presenciar y averiguar tantas escenas y tantas historias que al final es capaz de armar su tesis doctoral o su libro académico con el convencimiento que da la ciencia. Su problema suele ser el opuesto: tiene muchísimos datos e historias, pero muchas veces le falta el garbo, la elegancia y el nervio de la literatura.

En Estados Unidos, unos pocos periodistas en profundidad, como Ted Conover, J. Anthony Lukas o Peter Matthiessen, han combinado investigación a fondo con gran estilo. Yo al menos nunca había leído a un reportero latinoamericano hacer esto con tal compromiso y maestría. Eso es lo que hace tan especiales los dos libros que hasta ahora ha publicado Cristian Alarcón: Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Norma, 2003) y Si me querés, quereme transa (Norma, 2010).

Para hacer Cuando me muera quiero que me toquen cumbia se pasó año y medio metido con los ‘pibes chorros’, los jóvenes y niños ladrones, el eslabón más bajo de la cadena de miseria y violencia del país rico y soberbio.

Los pibes chorros tenían un santo propio, el Frente Vital, un chico que murió baleado por la policía y al que le rezaban con desesperación. Alarcón reconstruye la vida y la muerte del Frente, relata escenas tiernas y terribles con los chicos, con los adultos que fueron chicos, mezcla con maestría la vida de la calle, la lógica del robo, la miseria, el no futuro, el embrujo oscuro de la violencia, el sadismo de los policías. La voz que habla siempre es la del narrador y la historia sigue linealmente la cadena de descubrimientos del autor mientras se interna en el submundo de las villas miseria.

En los años siguientes, Cumbia se convirtió en un libro exitoso, comentado, admirado, pero no salía la secuela. En mis encuentros con Cristian, me contaba que estaba investigando una historia mucho más compleja y cuya escritura debía ser más poliédrica.

Así pasaron siete años. Recién a principios de 2010 emergió el nuevo libro.

Y sí: Si me querés, quereme transa cumple gran parte de las promesas y expectativas que muchos habíamos depositado en el libro anterior. Cristian Alarcón puede seguir subiendo, claro, pero pienso que aquí llegó a cotas inusitadas en la profundidad de investigación y en el trabajo de la estructura, el estilo, el ritmo, la tersura brillante de la prosa.

Transa, en el argot de la calle, quiere decir vendedor de droga. La autora de la frase, la que exige que la quieran transa, es la endurecida, práctica, hipersensible Alcira, uno de los personajes más fuertes y dolidos de la literatura argentina. El libro es la historia y el viaje a la inquietante y compleja psiquis de Alcira, quien regentea una casa tomada en permanente construcción, donde vende droga, defiende como leona a su familia y sus incondicionales, e impone su lógica.

El libro es también la historia de Teodoro, el último de los peruanos que se masacran entre sí para quedarse con el negocio, pero que también luchan a punta de pistola por su honor y su dignidad. Cristian Alarcón cuenta la historia de Teodoro, su hermano, sus aliados, sus competidores, sus enemigos en el tenebroso mundo de la controlada violencia de estos narcos que bajaron de las montañas de Perú para adueñarse de una selva urbana en medio de la ciudad que se cree europea.

En sus páginas brilla, como en el libro anterior, la prosa poética de Cristian, su forma de relatar escenas vistas y vividas. Pero también se echa más para atrás, para reflexionar y aportar un riquísimo contexto histórico, sociológico, psicológico y antropológico. Y junto con la voz del narrador, surge la brillante construcción de unos ‘monólogos autobiográficos’ de sus protagonistas: Alcira, Teodoro y un puñado más. Son voces que surgen, como si salieran de una lámpara oriental, y destilan el fluido de la manera de pensar y sentir de cada uno. Veo en estos relatos en primera persona la influencia del genial El emperador, el libro seminal de Ryszard Kapusinski.

Por Cumbia, Alarcón ganó el Premio a la Integridad Periodística del prestigioso North American Congress of Latin American (NACLA). Después de Transa le ofrecieron ser director académico del proyecto Narcotráfico, Ciudad y Violencia en América Latina de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y el Open Society Institute.

Pero conocí a Cristian mucho antes de estos logros y honores. Fue en Ciudad de México, en marzo de 2001. Ambos fuimos al primer taller que Ryszard Kapuscinski dio para la FNPI, la vuelta del maestro a Latinoamérica 30 años después de haber cubierto la región para la agencia polaca PAP. Allí Cristian contó su proyecto, y su temor a meterse demasiado. “¿Cuánto hay que meterse con el mundo del que uno está escribiendo?, ¿hay un límite?”, recuerdo que le preguntó al maestro polaco.

Yo ya sabía que Cristian había empezado en el periodismo por el lado del compromiso personal, sin separar nunca su lucha y sus crónicas. Estudió en la más antigua y politizada escuela de periodismo de Argentina, en la Universidad de La Plata. En 1993, uno de sus compañeros, Miguel Bru, fue secuestrado por la policía de la provincia y desapareció. La necesidad de contar y de luchar por Miguel – a quien llamaron el primer desaparecido de la democracia – movilizó a sus compañeros, y Cristian empezó a escribir del tema en el entonces joven diario porteño Página 12.

Pasó más de una década en Página escribiendo de crímenes, cubriendo y descubriendo los desmanes policiales, después pasó a la revista TXT y al diario Crítica. Desde entonces, sus crónicas salieron en Gatopardo, Rolling Stone, Etiqueta Negra y Soho, pero su corazón se volcó, se derramó sin paliativos en sus libros, extremadamente ambiciosos.

La última vez que lo vi en Buenos Aires Cristian invitó a su casa y me llevó a su placar. Allí me mostró con orgullo las camisetas de su ahijado, Juan. Juan es el hijo de Alcira. La protagonista de su último libro le insistió por años en que él fuera el padrino de su hijo. Después de mucho negarse, aceptó, y la escena en que Juan es bautizado y Cristian se convierte en su padrino es una de las más emocionantes de Si me querés, quereme transa.

Cristian Alarcón acaba de cumplir 40 años, está en un momento dulce, alto de su carrera, y no para. Dí con él en un hotel de Monterrey, en la mañana del martes 21 de septiembre del 2010. Su voz sonaba pastosa, lírica, extrañamente lúcida al otro lado de la línea telefónica, habida cuenta que había bailado y bebido hasta las 5 de la mañana en la fiesta de los premios de la FNPI. Pero al mediodía salía para Nuevo León, para dar un taller, así que después de despertarlo, lo esperé a que se duchara y se tomara unos cafés en el bar del hotel. No había tiempo que perder.

Le propuse una entrevista que repasara cronológica y temáticamente su obra y su método. Acostado en la cama, después de hartarse de café pero otra vez con los ojos cerrados, me decía que sí, que dale.

–¿De qué planeta vienes, Cristian? Quiero decir, ¿dónde naciste y creciste, y qué de eso afectó lo que eres y haces ahora?

–Vengo de una aldea campesina en Chile, antes de entrar en el pueblo de La Unión, que fue creada después del terremoto de 1960 y del tsunami que destruyó gran parte de la región. Algunos de mis tíos fueron los primeros pobladores de este barrio, que se construyó con las casas que donó para las víctimas del terremoto el estado de Georgia. Cada estado de EEUU donó un barrio en Chile para los damnificados. Vengo de una madre enfermera, de un padre electricista, de una nana que me crió hasta los 5, en 1975. Vengo del campo, del Chile profundo…

–¿Cuándo cruzaste a Argentina?

–Fuimos a Bariloche, a Neuquén, cruzando la confluencia del Neuquén y Limay. Ahí viví hasta terminar la secundaria a los 17, y me fui a La Plata a estudiar Ciencias de la Comunicación…

–¿A qué edad empezaste a pensar que querías ser periodista?

–Hace poco estábamos jugando con unos amigos a acordarnos de cosas, y me acordé que a los 7 años, en un intento por seducir a mi maestra, de la que estaba enamorado, inventé una especie de juego del cuerpo humano, y en medio de ese juego me acordé lo que me había gustado el descubrimiento de que podía inventar. Me costaba mucho jugar. No tenía juguetes. Me dediqué siempre a leer, la lectura se transformó para mí en el exilio, en un refugio cada vez más vivo. El tedio del viento patagónico, el frío del invierno, el calor del verano lo fui compartiendo con La vuelta al mundo en 80 días, mucho Verne, entre los 7 los 12 años…

–Recuerdo que hace unos años me contaste que cuando fuiste a La Plata entraste en el mundo de la política, de la lucha por los derechos humanos, como algo lógico, casi natural… ¿Era el espíritu de la época y lo que se respiraba ahí, o lo traías con vos?

– Las dos cosas. Sí, ya venía politizado: hubo dos hechos políticos que me marcaron pronto. Cuando estaba en la secundaria yo era dirigente estudiantil, era una época de efervescencia a mediados de los 80, era insoportable a los 13 años, y cuando estaba en cuarto año hubo un intento de golpe y en el Alto Valle había resabios de grupos fascistas de la dictadura. Fue secuestrada una amiga, y era un momento de crisis personal porque mis padres me amenazaban con regresarme a Chile, a un internado de curas. Yo tenía terror de eso, y esa experiencia originó ciertos componentes posteriores. Y ya en la universidad, en 1993 desaparecieron a uno de mis compañeros de la carrera de periodismo en La Plata, Miguel Bru, y yo ya estaba colaborando con Página 12 en el suplemento de La Plata y empecé a publicar sobre esa investigación que hicimos… Yo estaba en la comisión que peleaba por Miguel y contra la impunidad, y al mismo tiempo escribía sobre el caso en el diario…

–¿Qué es para vos el trabajo de periodista de diarios? ¿Qué hiciste, qué aprendiste y qué te enseñó la experiencia de reportero?

– Desde el comienzo de mis estudios yo quería publicar en un diario. Desde muy pronto yo estaba buscando dónde publicar, tenía 18, 19 años cuando transitaba redacciones buscando un espacio, y antes de terminar la carrera ya estaba trabajando como redactor de policiales en un diario local, Hoy, que todavía existe, que era la competencia de El Día, el diario conservador. Por las tarde hacía policiales, investigaba crímenes locales. Me acuerdo el crimen de un pintor que había aparecido a la vera del camino que llevaba de La Plata a Punta Lara acribillado a balazos, y decían que se había suicidado…

–¿Por qué policiales?

– No logro recordar si yo elegí policiales o si fue otra cosa… Yo había escrito siempre sobre sociedad en un suplemento de los sábados. La primera nota que publiqué fue sobre los viajes de egresados del secundario, pero me llamaban mucho los temas policiales. Leía mucho, había descubierto los clásicos, a los 20 me había bajado todo Raymond Chandler, todo Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Georges Simenon… todo. Me había dejado seducir por la literatura policial. En la sección de policiales era feliz, me parecía fantástico hablar con policías y ladrones.

– Y en eso, estando en policiales de Página 12, te tocó el primer taller de crónica con Kapuscinski en México, donde nos conocimos. ¿Cuánto te influyó ese taller de Kapuscinski? ¿Esa experiencia fue importante para el paso que estabas por dar?

– Sí, claro. Yo todavía no había entendido las dinámicas que el periodismo me podía dar por un lado para huir del periodismo, y por otro para llevarlo hasta las últimas consecuencias. Kapuscinski nos definió el concepto del taller propio, que era la angustia que todos teníamos de trabajar en redacciones y no poder producir textos narrativos de calidad. Y todos los que salimos de ahí y escribimos libros o creamos medios después, como Graciela Mochkovsky que escribió su biografía de Jacobo Timerman, Julio Villanueva Chang creó Etiqueta Negra, Juan Andrés Guzmán fundó The Clinic, Boris Muñoz hizo un libro de crónicas de Estados Unidos, Juanita León publicó su País de plomo, casi todos salimos de ahí a seguir las lecciones del maestro…

–¿Vos ya sabías que querías escribir un libro o fue a partir de eso?

– Tal vez las dos cosas. El libro salió en el 2003, yo ya estaba escribiendo, había empezado, pero tenía mucho respeto, ya tenía un contrato con la editorial… Yo me había planteado escribir un libro antes, que eran historias de hijos de desaparecidos, en ese momento estaba enamorado de Josefina, una hija de desaparecidos de La Plata, una de las fundadoras de la organización H.I.J.O.S., y un día Juan Gelman le manda una carta a los chicos pidiendo permiso para hacer su libro Ni el flaco perdón de Dios. Esa carta la recibí yo en un departamento que Josefina tenía en el Abasto, cuando estaba en la mitad de la escritura de mi libro. Fue como una aplanadora que me pasó por encima. Me aterroricé ante la idea de que compararan mi trabajo con el del Poeta, y ese libro nunca lo terminé…

–¿Te parece que lo terminarás algún día?

– No sé, tal vez. El texto está ahí, como lo dejé ese día.

–¿Y cómo fue tomando cuerpo lo que finalmente se convirtió en tu primer libro, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia?

– Yo soy muy maníaco y ‘workahólico’, así que trabajaba todo el día. No sé en qué momento lo decidí, pero poco a poco, todo el tiempo libre que me dejaba el diario lo iba invirtiendo en mis propias historias, pensando en publicarlas también en Página. Un año y medio me llevó investigar una mafia de policías de la Zona Norte del conurbano bonaerense, que asesinaban a chicos por la espalda. Los editores del diario eran remisos a publicarme los avances de esa investigación. Pero yo venía con datos, con pruebas, con historias que no podían soslayar y me tenían que publicar. Era un gran placer poder ‘colar’ esas publicaciones diarias. Era el viejo orgullo de sentir que yo tenía una historia única, que podía producir cambios políticos y sociales… Al final el capo de la mafia policial fue sentenciado con pruebas que surgieron de la investigación, a 22 años de cárcel por homicidio, y su lugarteniente también fue preso. Yo me sentía muy washiano, quería ser Rodolfo Walsh…

– … Pero el libro que hiciste al final no es sobre los policías sino sobre los chicos…

– Cuando ya conseguí eso (que los policías fueran presos), creía que el libro iba a ser sobre el escuadrón. Incluso creo que el contrato con Norma lo hice sobre ese tema. Pero después me dije: ‘qué aburrimiento, tener que mostrar todas esas pruebas otra vez, ya lo sabe la gente…’ yo quería contar otra historia, y yo tenía pasión por una literatura más contemporánea, y el día clave fue el día en que descubrí la historia del Frente Vital, en santo de los pibes chorros. En ese momento sentí que tenía una historia entre manos, una historia que tenía el vértigo de la violencia urbana y todos los ingredientes del pop…

– Yo lo releí en estos días justo antes de leer el otro, y es una historia complicada de contar, ¿no? El Frente es un personaje que está siempre ausente, pero al mismo tiempo siempre presente…

– Sí, es el muerto eterno. Gustavo Gorriti me critica de que la trama está suspendida, que las historias no terminan, que no ato las cosas, como si de alguna manera inconsciente estuviera no cerrando el relato en un intento de abrir sentidos…

– Yo lo veo mucho como un relato de voces, más que de hechos, el susurro, el murmullo, los chismes. Los silencios son muy elocuentes…

– Ya las páginas de los diarios contestan todas las preguntas, quieren llenar los silencios. Yo quiero muchas veces dejarlos flotando…

– En Cumbia la que habla es tu voz. ¿Cómo creaste la voz narrativa? ¿Usaste palabras de ellos, quisiste imitar los ritmos y cadencias de cómo hablan estos chicos?

– Yo quería escribir un folletín, estaba obsesionado con la obra de Manuel Puig, y me gustaba mucho lo neobarroco, había leído a Lezama Lima. Pero en un momento sentí que me había ido de la forma, del estilo que corresponde al relato policial, y cuando empecé a escribir me fui reencontrando con lo que consideraba propio del policial…

– Pero ¿cómo te salió escribir así? ¿Fuiste contando y el estilo te salió fluido, o tuviste mucho trabajo para encontrar la forma de narrar?

– Déjame que haga memoria… Por el tercer capítulo siento que lo encontré. Después en Transa me pasó lo mismo. Al principio iba despacio, pero después ya ni tenía que mirar las notas, los documentos, nada. Sin mirar escribía y escribía, y me salía solo. Yo soñé con ellos durante todo un año, los tenía dentro. Estaba tomado por ellos, muy tocado. No podía hablar de otra cosa…

– ¿Te afectó, te sigue afectando la historia? ¿Saliste? ¿Se puede salir? ¿Se debe salir?

– Yo me dejo tomar. No tengo filtro. Lo único que he hecho durante todos estos años es psicoanálisis con una analista lacaniana, pero vivo de una manera intensa la vida con las situaciones, con cada una de las personas de las que escribo, esta vida espantosa de ellos la padezco yo.

–¿Cuánto tardaste en poder emprender otro libro?

– Muy poco. No puedo vivir sin estar metido en una historia larga. Es una sensación sublime de estar siempre sobre una tabla de surf, montando una ola. La imprevisibilidad que tiene una historia de largo aliento no la tiene nada: ni las condiciones de una noticia ni nada. Me resulta natural tener un chip, un archivo con información periodística y literaria al mismo tiempo, estar todo el tiempo sacando más y más información real y al mismo tiempo buscando las posibilidades literarias de cómo contarlo. Quiero saber cómo va a hablar un personaje, saber que el habla del personaje no es el testimonio, es más que las palabras que está volcando ante el grabador, esa construcción que está haciendo para mí. Quiero saber cómo va a terminar hablando.

– Construyes entonces sus voces literarias a partir de sus voces ‘reales’. ¿Y con los nombres? Dices que todos están cambiados. ¿Cómo construyes los nombres de estos personajes? ¿Cómo eliges los seudónimos?

– Son musicales, tienen el mismo ritmo de los reales. Deben sonar iguales.

– Es casi como el pastor que pone un nuevo nombre al acólito, ¿no?

– Sí, hay como un bautizo. Esos seres, cuando los renombras, adquieren otra entidad. El otro día llevé a Philippe Bourgois (el gran antropólogo norteamericano especializado en contar, desde la ciencia pero con enorme pericia narrativa, las vidas y estrategias de supervivencia de colectividades de pequeños traficantes de drogas y de drogadictos en las calles de EEUU) a la casa de Alcira, Denis y Juan. Y él los llamaba con los nombres de sus personajes. Alcira hizo un ceviche de dos pescados y calamar, una causa peruana, y Denis después de tantos años fue el anfitrión y Alcira fue a la cocina y cocinó, y ella que es tan fálica y tan masculina le cocinó, lo atendió como una esposa servicial. Y Philippe los llamaba por sus nombres de ficción… fue maravilloso.
En Cuando me muera, Matilde, Marco, Chaías, tienen más que ver con personas que existen. Chaías es mi abuelo, Isaías Casanova, que será el personaje de mi tercer libro. Israel, que es el nombre real de ese personaje, es una palabra hermana de Chaías, así que también hay una relación de sonidos. Hay paralelismos que a veces sólo yo veo. Otras me recuerda cosas, como Matilde, que se lo puse por Matilde Urrutia, la mujer de Neruda…

– En el primer libro decís que el cambio de nombre es para preservar su integridad, y en Transa decís que es para no colaborar con el poder judicial y la policía. ¿Por qué ese cambio?

– Los personajes de Cumbia son menores de edad, y los otros son mayores, y los crímenes que se les imputan a los de Transa son más graves, de sangre. Sería miserable darlos a conocer. La integridad tiene que ver con sus movimientos biográficos, no puedo darlos a conocer. Tuve que cambiar todo, el nombre del barrio, las calles, todo. Y también quiero que no sean perjudicados por el libro con el correr de los años, porque tengo la ambición de que sean libros que sigan siendo leídos por muchos años. Es mi ambición, perdurar. Una de las cosas más maravillosas que me pasaron, de meterme en ese mundo considerado bajo, sucio, y mostrar lo brillante. Y que ellos lo vean así, ir a una cárcel y ver mi libro manoseado, baqueteado. Bien usado.

– ¿Del primero al segundo ves un cambio, un progreso, una mejora?

– Sí, creo que Transa es un libro mejor. No soy quién para juzgarlo, pero creo que es un libro mucho más ambicioso, resultado de una experiencia extrema, adulta, de transitar de otra forma el territorio. Fui jaqueado por el territorio del Frente y sus personajes, sufrí y juré que nunca me dejaría volver a atrapar por algo así. Ahora me siento agotado, vuelvo a renegar y quiero otro tema muy distinto. Me vi totalmente tomado por mis personajes, me convertí en el teléfono de urgencias del barrio, yo no tenía cumpleaños de amigos, vida familiar, nada. Yo tenía que estar en la villa noche y día, cada vez que tenía tiempo libre. Eso me hacía llevar una vida prosaica, neurótica, vivía entre la intensidad de la villa y la intensidad de necesidad artificiales que necesitaba para hacerme cargo. Eso era en Cumbia; en Transa el compromiso y la intensidad subieron, porque todo era más…

– Encontré en la página 120 una frase que creo que es el eje, el credo de todo esto: “En mi ética la mayor virtud está en la verdad, la verdad está lejos de las comisarías y los tribunales; la verdad está solo en la calle.” ¿Es así?

– (Se ríe, le agarra un ataque de tos, se vuelve a reír) Estas cosas las escribo en un estado de exceso. Estas cosas nunca las anoto en libretas.

– Pero inmediatamente te contradecís, porque sacás mucho de causas judiciales, de entrevistas con policías, jueces y abogados….

– ¡Ahí está la construcción del personaje del cronista! Esa frialdad para construir como personaje al cronista la adquirí con el segundo libro. En el primero era mucho más yo, un cronista mucho más presente y protagónico y en la edición me dediqué a limarlo para dejarlo sólo como un estúpido que tenía miedo todo el tiempo a los tiroteos.
En el segundo también lo limé, porque mi yo es enorme y soy un ególatra terrible, me encanta hablar de mí mismo, pero después agarro la guadaña y empiezo a mutilarlo (carcajadas). En Transa el cronista no soy yo, sino que es el personaje que le da una certeza al lector, y piensa que el lector quiere que le den una certeza sobre el lugar donde está parado. Claro que me contradigo porque hay una investigación que yo disimulo. Es como la mujer adúltera y procaz que parece santa. O el jugador que puede disimular su vicio. A mí me encanta jugar con esa mentira. ‘Yo soy el cronista de la calle’, digo. Y en realidad, no pude hacer ese libro hasta que no leí 54 causas judiciales con los homicidios, los desgrané, y esa renuncia al periodismo de investigación como forma de contar es una toma de posición literaria. Renuncio a las primicias, a los nódulos fálicos del periodismo, a la construcción del héroe, soy un anti-héroe porque lo quiero ser.

– ¿Tuviste problemas para elegir con quién ibas a terminar? El personaje de Alcira termina en la escena tierna de la ceremonia del bautismo de su hijo, pero después de eso viene el final duro, la última de las masacres en la villa, el triunfo a sangre y muerte de las fuerzas de Teodoro…

– No le quería regalar todo a ella, hasta el final. No sé si se lo merece. Creo que Teodoro se lo merece más. Me peleo con ella, es como mi madre, poderosa y tan fálica, y me dan ganas de castrarle ese vergón que construye con su carácter… ya no soporto la misoginia de estas mujeres que exhiban el falo enorme...

–¡Tomá!

– Por favor, esto ponelo. De toda la entrevista, te pido que pongas por favor esto que acabo de decir, para llevárselo a mi analista. Sí, estoy harto, pero al mismo tiempo me produce una fascinación, esa fascinación que me sigue produciendo Alcira, que es power, alegre, enamorada, que se la pasa amando y odiando… siempre.

–¿Viste algún paralelismo entre su personaje y el personaje femenino fuerte que domina Cumbia, que para mí es Sabina, la madre luchadora del Frente Vital, que se enfrenta a la policía por su hijo muerto y se enfrenta a los otros pibes chorros para que no se maten?

– Sabina es más bien la viuda de su propio hijo. Eso es más fuerte. Parece que perdió a su hombre, y es su hijo. Es el roble en medio de la tempestad, que resiste al huracán, que sigue en pie cuando todos cayeron. Esa idea de supervivencia, de la virtud de lo vital es muy importante para mí. Hay una cita sobre el vitalismo extremo en ese libro. Hay un sociólogo, Zygmunt Bauman, que habla de tribus urbanas, de la modernidad líquida y esas cosas, que retoma el tema del vitalismo, que creo que es inevitable, ineludible para leer la contemporaneidad, y los símbolos de eso son extremadamente contemporáneos. El vitalismo está relacionado con la posibilidad de desacralizar todo: la vida, la muerte, la religión, el dolor, la angustia, las corporaciones, el Estado, el pasado, el futuro, está más allá del bien y del mal…

– Pero también en Transa hay mucha guerra y mucha violencia. Noto un trabajo tremendo de construir la épica de las batallas entre los narcos, las matanzas, los asesinatos, el tiempo que se detiene como en las películas para contar minuciosamente los momentos de matar y morir. Para mí es casi como las batallas de El señor de los anillos…

– (carcajadas) ¡A mí me encanta El señor de los anillos! Lo leí de chico, y cuando voy por la vida pienso que las personas están divididas entre elfos, hobitts… Estaríamos entre El señor de los anillos y Germán Arciniegas, el mundo del bosque, la selva, los olores. El olor y la traición son los temas de mis libros. Y es en el mundo de la selva, ¿no?, donde se construyen los olores. No me puedo sustraer a eso, y eso está construido sobre la foresta, la selva barroca, como toda selva, sin muchos matices lumínicos, la luz que queda, que toca. Luminosidad compleja, el sol penetrando en los ramajes, llegando a tocar imperceptiblemente el último de los hongos y los seres que reptan por la tierra, pero llegando a todos, creo que escribo desde esa posición.
Y voy a escribir ahora sobre eso, a volver al fondo de la casa de mis abuelos, treparme al cerezo, ya derribado pero que sigue en mi memoria. Ahora eso está lleno de casitas, pero me trepo hasta la última rama para otear el horizonte desde arriba. Esa visión maravillosa de un mundo posible, asible, narrable, alejarse de todas las angustias que la vileza del cotidiano puede producir para sobrevolar impune e inmune sobre todo…

–¡Chapeau! Creo que te agarré maravillosamente con la guardia baja, en esta mañana de resaca y medio dormido, ¿no? (carcajadas de Cristian en el tubo). Alejarte y acercarte, es lo que siento que hacés en todos tus textos. En Transa siento que tomaste dos decisiones que no son la misma decisión: la de meterte tanto hasta el grado de convertirte en padrino en la familia de tus personajes, y la de contarlo en el libro. No sé si fueron la misma decisión en un momento, o si fueron dos…

– Fueron dos, fueron dos, y con el tiempo he aprendido a no especular. Tomo decisiones. No me paso pensando las cosas, las maduro a fuego lento, no puedo vivir todo el tiempo cuestionándome, hay una neurosis que no soporto, la inseguridad… sé que no quiero hasta que quiero, pero no estoy todo el tiempo pensando quiero, no quiero, quiero, no quiero…. Y yo supe que no quería ser el padrino del niño, hasta que en un momento sí quise. Todo en el libro es verdad, todo, todo, y es cierto. Está caricaturizado, pero es cierto. Y el día que quise saltar no tuve vuelta atrás, no me lo replanteé y tampoco me puse a pensar en qué pensarían los demás…

– Sería un insulto pensar que hiciste ese acto personal para el libro, claro que no, pero ¿cómo decidiste contarlo?

– Estoy tirado en la cama y me estás haciendo sentir como en el consultorio del psicoanalista… pero mirá, así me salen los libros. Cuando pude escribir esa escena, la del bautismo, me separé. Literal. De mi pareja, de mi casa, de mi ciudad, me fui y huí a Río de Janeiro a la terraza de mi amigo Ricardo Corredor con vista al Cerro Redentor, otra asociación libre, ¿no? Así redimiéndome de una relación, de las relaciones con el mundo, a escribir esta escena, este libro, acompañado de una amiga que estaba escribiendo su novela. Ahora ya salí de todo eso, logré terminar el libro, me deja feliz pero agotado, y estoy listo para volver al sur…

– Como Pino Solanas, como Carlos Sorín….

– … como la canción de Caetano (canta: Vuelvo al sur…), sí pero vuelvo a mi tierra, a mi tierra mapuche, y al campo. Y a mi necesidad espiritual….

– Entonces te vas de los territorios de estos libros. No vas a completar una trilogía, una cartografía de los males de la sociedad poniendo el dedo en los más vulnerables o los más despreciados….

– Vamos a ver, porque quizás debería haber escrito primero el que voy a escribir ahora. Siempre estoy escribiendo sobre el campo, sobre lo rural, una y otra vez. Quiero convencerme de que soy un ser urbano o suburbano, ¡y al final me encuentro campesino y bruto! Todos éramos del campo, de hace poco o de hace mucho… Antes las ciudades eran otra cosa, prolongaciones de lo rural, excusas para la economía, para el orden social, para el Estado, y el campo está lejos, se puede escapar de los jueces y los impuestos… claro que es una idea romántica, ahora el sistema capitalista entra en el campo. Pero para mí lo contemporáneo es la imposición de un orden institucional sobre la vida. Es muy gracioso porque cuando me metí con estos personajes que vienen de la violencia rural y la terminan expresando en la violencia urbana, con personajes que vienen de paisajes agrestes a agitarse en torno a una villa, mis amigos sociólogos me decían que podía ser leído como reaccionario, asociar el campo a la barbarie y la ciudad a la civilización.
Pero más que sociológico es filosófico. Hay algo de lo sublime que está en la noche del campo, los murmullos, el cambio de la temperatura, la soltura, la tranquilidad, es el momento de las historias, la noche. De la oralidad andina de mis personajes, del pensamiento, de la reflexión, del silencio asociado al más allá, a lo espiritual también, del rezo, de la comunicación con el uno mismo, la introspección. La música, la guitarra, la baguala, la ranchera, es el momento de la radio, de la onda corta, la vieja radio de los años treinta y cuarenta, un mundo lejano que llega por ondas, y es el momento del sexo, del amor, de la dominación pero que no es la del día. Al día el hombre domina la tierra, el clima, los animales, y en la noche domina a su mujer. Es hermosa la noche en el campo, ¿no?, es el momento más sublime…

– ¿Contás para qué, estás en un lucha, una guerra, te parece que sirve para algo?

– Acabo de participar de un seminario sobre mafias y narcotráfico, y acabo de inaugurar la red de periodismo policial de America Latina Cosecha Roja. En ese contexto tomé la decisión laboral y política de no estar como autor, y me pregunto, no, cuántos pueden escuchar lo que digo, en qué contexto puedo hablar y ser escuchado. En los debates de lo actual no sé si sirve, si esto sirve para algo. No sé si se puede hacer algo con el narcotráfico en el mundo desde la palabra. Me propuse tanto no quedar pegado a la misión… ¡que me parece que lo logré!
Obvio que las radios y las televisiones me llaman para comentar sobre el último chorro o la última batalla entre narcos, pero rechazo esos lugares, la identificación con ese tipo de expertos. Me lo advirtió Sergio Parra, el poeta chileno, hace muchos años en una conversación en el bar El Toro: ‘no te conviertas en un experto’. Hay que saber entrar y salir. Hay que lidiar con eso.
Cuando me pregunto para qué, lo que me preocupa es el para qué de la literatura: para que los lectores comprendan algo que no sabían, para que se sientan hermanados con las vicisitudes de los otros. En el otro está la respuesta a todo. En mi devenir está el otro, como uno mismo que es otro. Soy para el otro. Escribo para el otro. Para mí, la experiencia. Para ti, el discurrir, el flujo. Si hay un para qué es el ‘para otro’, no para mí. Vivo y escribo para otros. Cada vez siento más el placer de dar. Contrastar, contraponer, evidenciar, desnudar, lograr que sea más que lo que es, que sea lo que tiene que ser… lo que busco es eso, al final: lo que no pueda mentirme…

– ¡No mientas más, flaco!

– Eso es: ¡ya no me mientas más!, ¿no?… (Y termina con una larga y sorda carcajada de satisfacción).

Se acabó el tiempo. Tiene que tomar su avión. Nos despedimos entre los reverberos de risa. No sé por qué, pero estoy seguro de que, después de que colgamos los respectivos aparatos, la risa seguirá viajando por las líneas telefónicas, subirá al ciberespacio, rebotará en el satélite y volverá a bajar en algún rincón húmedo y perdido de esa selva barroca donde Cristian Alarcón se agazapa para saltar sobre su próximo libro.

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26 de enero de 2022

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Cuatro mil semanas de lío

Perdemos tontamente el tiempo porque se nos ha olvidado que existe un “mundo que mundea a nuestro alrededor” (Heidegger), entregados como estamos a tanta pantalla. “Desactivad las notificaciones”, aconsejan los psicólogos que advierten de los peligros de una sociedad intoxicada de cortisol, la principal hormona del estrés. A la gente le gusta decir que está liada, es una forma de darse importancia y ocuparse de misiones que espantan el sentido de la vida. Cuando yo era una pobre mujer de siete cabezas que iba corriendo a todas partes, oí a mi hija decirle por teléfono a su padre: “Hablamos más tarde, que ahora estoy reunida”. La caricatura de mí misma que me devolvía fue una bofetada de sentido común.

¡Cuántos correos, llamadas, gestiones y reuniones superfluas hemos sumado a lo largo de nuestras carreras, robándonos a nosotros mismos un tiempo precioso e irrecuperable! El lío se ha convertido en emblema de prestigio social en nuestra sociedad hiperproductiva: cuanto más liados, más interesantes parecemos, asegura Oliver Burkeman en su libro Cuatro mil semanas: Gestión del tiempo para mortales, las mismas que calcula que se viven en una existencia de ochenta años. En él reflexiona sobre nuestra provisionalidad finita, y afirma que nunca lo tendremos todo bajo control ni conseguiremos dejar a cero la bandeja de entrada del correo. Pero alerta de la forma en que malgastamos las horas, de nuestra negligencia creativa y de la comodidad que nos empequeñece.

Aplaudimos la flexibilidad laboral como nueva conquista, pero nos rodean personas que han perdido la voz de puro agotamiento y que, a fin de afrontar su ansiedad, van aún más rápido, dispuestas a pelear amargamente contra sus molinos de viento. Lo dijo Marilynne Robinson: “El espíritu de los tiempos es el de una urgencia sin alegría”. Las buenas citas son muletas que nos ayudan a pensar más despacio.

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26 de enero de 2022
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Malas bestias

Lo superfluo del raciocinio y de la argumentación es el corazón de la política española, la cual se va pareciendo cada vez más a una serie de la tele

Si usted ha visto alguna serie o película española habrá observado que casi siempre hay una o varias personas que gritan, gesticulan, lanzan improperios e insultan. La atmósfera general suele ser la de una caseta de títeres muy zafios. Nunca se argumenta o se dialoga, que es la gracia de las series británicas o incluso de las francesas, porque los personajes no se definen por su capacidad de raciocinio, que es nula, sino por su mera presencia. Los esforzados actores y actrices solo pueden afirmar que ahí están ellos dando fe de que su cuerpo ya es suficiente para que el espectador identifique sin error quién es el más idiota.

Sorprende que esa manera de gritar e insultar sea tan típica de la ficción española. No se da en ningún otro medio europeo y por lo que la curiosidad me ha permitido ver, tampoco en las series turcas, mucho más comedidas y correctas, lo que les ha ganado una popularidad inesperada entre los adictos a la televisión.

Lo superfluo del raciocinio y de la argumentación es también el corazón de la política española, la cual se va pareciendo cada vez más a una serie de la tele. No es solo que un concejal de Zaragoza llame “carapolla” al alcalde de Madrid como si estuviera en una taberna, finca o pensión de serie española, es que en general no hay ni una sola argumentación entre los partidos, seguramente por imitación a las series televisivas que parecen el solo alimento de los políticos. Así, por ejemplo, lo único que han sido capaces de mascullar los de Podemos ante las amenazas rusas sobre Ucrania es un “no a la guerra” que suena a película subvencionada por José Luis Rodríguez Zapatero. ¿A qué guerra? ¿De qué están hablando? Da lo mismo porque lo siguiente es aullar que Ucrania es machista y heteropatriarcal, en tanto que Rusia usa el lenguaje inclusivo. Esta o cualquier otra majadería. ¿Quién imita a quién?

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25 de enero de 2022
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El Boomeran(g)
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