Vicente Molina Foix
La suerte cinematográfica de la baronesa Karen von Blixen ha sido irregular pero memorable. Empezó en 1968 con la abreviada obra maestra de Orson Welles Una historia inmortal (sacada del relato homónimo de Anécdotas del destino, el libro narrativo que muchos consideran el mejor de ella), siguió en 1985 con Memorias de África, biopic post-colonial del siempre aseado Sydney Pollack, mejorado dos años después con la vivaz adaptación por Gabriel Axel de otro cuento del citado libro, El festín de Babette, y llegando ahora, más de tres décadas después, esta filmación de una novela danesa de 1974, Pagten, El pacto, que dirige Bille August con menos ínfulas de Oscar de lo que suele ser habitual en él. Algo une, sin embargo, a estos cuatro títulos de tan dispares cineastas: la presencia remarcable y casi totémica de sus mujeres protagonistas, en un arco estelar que va desde la Virginie de Jeanne Moreau deambulando con ansias de venganza por un Macao recreado en el pueblo madrileño de Chinchón, al acento anglo-danés deliciosamente impostado por Meryl Streep en la sabana africana, a los platos fantasiosos de la Babette de Stephane Audran, y acaba, por el momento, en esta segunda reencarnación de la Blixen ya anciana pero aún deslenguada que tan artísticamente compone Birthe Neumann en El pacto.
De esta excelente actriz yo no sabía nada antes, y he de confesar que fui a ver la película esencialmente por razones de tipo personal y nostálgico. Hace más de treinta años estuve en los escenarios verídicos de la grande pero no aparatosa mansión familiar, Rungstelund (“el bosque de los ecos profundos”), donde la escritora se instaló a su vuelta de África y ahí fue enterrada en el jardín a primeros de septiembre de 1962. No íbamos sin embargo los cuatro españoles viajeros a arrodillarnos ante esa tumba, aunque dos de ellos admirásemos sin límites su literatura; invitados por el Ministerio de Asuntos Culturales de Dinamarca, en un intercambio que en cierto modo lideraba el editor Jaime Salinas, el propio Salinas, José Luis Sampedro, al que conocí durante el viaje, Luis de Pablo, entonces solo incipiente amigo, y yo, el más joven del cuarteto, recorrimos lugares, museos y bibliotecas de aquel hermoso y tan ordenado país, siendo nuestro anfitrión un editor y escritor allí célebre, Klaus Rifbjerg. La visita a Rungstelund, que todavía no era un museo isakdinesiano como lo es ahora, tuvo un pálpito del más allá, pues la anciana señora encargada de recibirnos y guiarnos tenía un gran parecido con la autora misma en las fotos de sus últimos años. ¿Una aparición celeste? ¿Una resurrección? Cuando se hizo la luz (artificial) vimos que no era Blixen, sino la guardesa.
Pero en otra etapa del viaje, pasando el día en una cabaña de la ventosa playa de Skagen, en el confín más septentrional del país, Klaus Rifbjerg, el propietario de ese cobertizo marítimo, nos contó, sabiendo de la adoración que al menos la mitad de estos españoles sentíamos por la escritora danesa, algo similar a lo que la novela y el film El pacto reflejan y él había vivido dos décadas después de lo que experimentó Thorkild Bjornvig y relató en su libro, publicado casi una decena de años antes de nuestro viaje: las incursiones nocturnas de Karen Blixen -ocupante de otra cabaña cercana- en la suya, aunque en este segundo caso no hubo pacto, ni enamoramiento, ni renuncias del joven escritor. O bien los hubo y el caballeroso Rifbjerg los omitió en su confidencia. Se puede hacer fácilmente un cálculo: Bjornvig tenía veintinueve años en el momento de su relación con Isak Dinesen, ella algo más de sesenta, teniendo Rifbjerg, nacido en 1931, la misma edad masculina que aquel cuando la baronesa golpeaba con sus nudillos el ventanuco de la cabaña de este sin esperar respuesta, o esperándola. Le quedaban a ella entonces, próxima ya a cumplir los ochenta, tres años de vida. La vejez no atenuaba el deseo.
Afectada gravemente por la sífilis que le contagió al poco de casarse su marido, el barón Bror Von Blixen, Karen, a la que sus allegados llamaban Tanne, fue una mujer de grandes pasiones y grandes caprichos burlones, alguno de ellos magistralmente desgranado en su literatura, que es tan nítida como procelosa, tan honda como resplandeciente, y de una sensualidad tan desprovista de procacidad como llena de concupiscencia. Es por ello una contradicción frustrante que El pacto de Bille August, que co-protagoniza Simon Bennebjerg, sea tan pulcra, o tan relamida, y ese actor principal tan apagado. La compensación llega en alguna escena sólo con ver la picardía en la cara de la actriz Birthe Neumann, y en especial el momento en que su personaje de la baronesa, más que imprudente, se muestra impúdico en la animadversión al matrimonio, espetándole al joven discípulo felizmente casado que “en la obra de Goethe, de Nietzsche o de Rilke no aparece la palabra esposa”. Ese pasaje, quizá el más determinante del film, me hizo pensar en otro disconforme de la bonanza paterno-filial, Cyril Connolly, quien, siendo él mismo progenitor de tres retoños, consideraba que los peores enemigos de la promesa artística en la literatura eran el periodismo, el ansia de dinero, y, en especial, la vida familiar o, como escribe él maliciosa e inolvidablemente, “el cochecito de niños a la entrada” (“the pram in the hall”)
El pacto abunda en escenas matrimoniales de Thorkild y su mujer Grete con el pequeño hijo de ambos; cuadros amables que no caen del todo en la sensiblería. Quizá August (con cinco hijos en su haber) sea un padre de estirpe bergmaniana. Más lamentable resulta que el director de Pelle, el conquistador y La casa de los espíritus no sepa dar relieve al otro gran motivo de la historia de base de El pacto: la postergación de la felicidad conyugal a cambio de una entrega íntegra al arte. La baronesa se acercaba por las noches a la cabaña de Rifbjerk para recordarle lo mismo que ella le pidió en su trato al joven Thorkild: no tanto amarla a ella ni ceder a sus difíciles deseos de enferma, sino persistir en el arte a costa de sacrificar las dulzuras del hogar.