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Newton, Einstein, Aristóteles

No creo que haya en el Corpus aristotélico un lugar en el que Aristóteles enuncie formalmente un principio de contigüidad, pero este se desprende directamente de su concepción del lugar (tópos), entendido como relación precisamente de contigüidad entre toda substancia física y la superficie de la substancia o substancias que necesariamente la envuelven
Esta concepción aristotélica del topos como superficie del cuerpo envolvente y su omniaplicabilidad como predicado de las entidades físicas, excluye la existencia del vacío, pues todo allí dónde se dé una substancia hay necesariamente otras substancias cuyas superficies envuelven exhaustivamente a la primera.
No sin pesar del propio Newton, la metafísica newtoniana ponía en entredicho el principio de contigüidad, al referirse a la gravitación como una acción a distancia, precisamente en un ámbito vacío. Y digo la metafísica de Newton porque su física hubiera podido perfectamente sortear ese escollo, limitándose efectivamente a inferir por inducción (pretendido ideal de la filosofía experimental según el propio Newton) sin añadir la conjetura de un marco a priori en el que los fenómenos gravitatorios tendrían lugar.
Ha de recordarse que Einstein defendía una posición epistemológica según la cual la eliminación del principio de contigüidad haría imposible la física, al menos en el sentido convencional del término. Y ello puede ser extendido a todos los demás principios ontológicos citados. Einstein se refiere a estos principios en sus libros llamados de divulgación, los cuales podrían perfectamente ser tildados de metafísicos pues lo esencial d los mismos es una reflexión sobre las implicaciones de su física, en un registro del que la física como disciplina particular puede perfectamente prescindir. Y un problema es que Einstein no cita sus fuentes, dando como por supuesto que todo el mundo sabe de lo que habla. Como indicaba estos principios y concretamente el de contigüidad remontan cuando mínimo a Aristóteles.

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7 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hugo Chávez: un nuevo mito latinoamericano

Como el paradigmático dictador de García Márquez en El otoño del patriarca, en sus últimos meses Hugo Chávez fue una suerte de "monarca cautivo", alguien cuya presencia se hacía más visible mientras más se prolongaba su ausencia. Ya sin fuerzas para la vida, el pueblo inició su proceso de mitificación, y el gobierno del vicepresidente Nicolás Maduro, montado sobre esa ausencia dolorosa, manejando con astucia la información, fue asumiendo las riendas del poder de un modo tan incontestable que hoy ya no hay mención alguna de Diosdado Cabello (apenas un par de meses atrás un posible candidato a la sucesión). La muerte de Chávez este martes ha sacudido a sus feligreses y a los herejes a su prédica: el dolor es evidente en los rostros de los seguidores, los periódicos publican suplementos especiales, gobiernos afines al venezolano se adhieren al duelo de una semana, y hay quien habla en tono bíblico de "la pasión" de Hugo Chávez. Más allá del apoyo o el rechazo, con la muerte del líder se inicia un nuevo mito latinoamericano.

Hugo Chávez construyó su liderazgo continental a partir de gestos grandilocuentes y un carisma innegable al servicio de su identificación con los sectores populares. A partir de su primera y fallida intentona golpista (1992), puso en jaque a la tradicional élite política del país, corrupta y sin una visión a largo plazo que pudiera articular un modelo más igualitario de país. Asumido como socialista en un tiempo en que las grandes ideologías estaban supuestamente de salida, logró llegar al poder en 1999 gracias a una retórica polarizadora, que ofrecía soluciones salvíficas y se enfrentaba sin cesar a enemigos internos (las clases acomodadas, ciertos sectores medios que él llamaba "pitiyanquis") y externos (el imperialismo norteamericano). Legitimó su influencia creándose una genealogía mesiánica en la que se veía como descendiente de Bolívar; su "revolución bolivariana" tuvo la bendición simbólica del anciano guerrero (Fidel Castro), y logró atraer, a partir del apoyo económico y una comunión de causas afines, a su esfera de influencia a países como Bolivia, Ecuador y Nicaragua.

La herencia concreta de Chávez es ambigua. En el plano económico, a base de nacionalizaciones y expropiaciones, el régimen chavista hizo que el aparato estatal creciera de manera desmesurada y espantó a muchas empresas del sector privado (como suele ocurrir, hubo también quienes se beneficiaron de las concesiones estatales, y apareció una nueva oligarquía a la sombra del chavismo). Aumentó la inflación, pero las continuas inversiones en diversos proyectos asistencialistas y de infraestructura, hicieron que, como escribiera el periodista Jon Lee Anderson, los más pobres se encuentren hoy "marginalmente mejor". Lo que no ha mejorado es la seguridad; Venezuela sigue siendo un país extremadamente violento.

Los sectores populares han hecho suya la revolución de Chávez y si bien quisieran una distribución más equitativa de la riqueza -los avances no son suficientes--, también saben que el Comandante les ha dado una identidad; olvidados por gobiernos anteriores, son ellos quienes prometen continuar la lucha y repiten con vehemencia que la oposición al régimen no pasará. Esa oposición parecía haber aprendido en los últimos años a capitalizar el descontento entre los sectores amenazados por Chávez, pero en el largo período de la enfermedad y el duelo se ha visto superada, sin capacidad de reacción, como si no supiera qué hacer ante la efigie doliente (vestirse de duelo, celebrar la fiesta, prepararse para la larga lucha).

Si hace algunos meses se veía impensable un chavismo sin Chávez y parecía que se repetiría la vieja historia latinoamericana del proyecto populista que se disolvía a la muerte del caudillo, hoy todo indica que Nicolás Maduro, "encaramado en el duelo" -las palabras son del periodista colombiano Sinar Alvarado--, tiene el apoyo suficiente para continuar profundizando la revolución. Faltará la personalidad omnímoda de Chávez, pero no su vigencia. Hay un antes y un después del Comandante.

 

(El Deber, 6 de marzo 2013)

 



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6 de marzo de 2013
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Entrevista a Manuel Arroyo, fundador de Turner

Tuve la oportunidad de conversar con Manuel Arroyo en torno a emboscamientos vitales, pasiones y fobias; construyendo una retrospectiva en breves pero definitorios trazos de quien fuera hombre clave en la reciente historia cultural de nuestro país. Aquí la entrevista que apareció en publicación de la editorial Turner, Turner 8P.

 

-Félix de Azúa: ¿Qué hace un editor como tú escondido en un bosque como el tuyo? Hay una figura política a la que Jünger llama "el emboscado", no sé si te sientes aludido.

-Manuel Arroyo: ¿Dónde esconderse mejor? Lo de "el emboscado" me gusta. Pero Jünger, ese invento francés, no me llama la atención. En los mapas de Iberdrola figuro como Ermitaño Número 7. Lo siento más acertado. No conozco a los otros ermitaños, pero ser el número siete me parece significativo. Es una estimación objetiva de quien me da la luz y lo acepto con gusto.

 

Un editor como yo se pasa la vida soñando con una biblioteca en medio del bosque. Los pasillos de la Feria de Frankfurt, que para otros son el paraíso, para mí fueron algo apasionante y ajeno. Nunca fui pájaro de Feria, gracias a Dios nunca tuve un best seller, no compré números en esa lotería. Tanto como en el bosque, habito en la lectura. De eso se trataba y lo supe desde el principio. Por eso la escapada. Emboscarse pues, ya mucho antes de los tiempos que corren, era el secreto deseo. Leer y leer, sin orden ni concierto. Editar por eso y para eso.

 

-Dices que Jünger es un invento francés, algo que no puedo negar. Hace ya muchos años te hiciste famoso gracias a un libelo titulado Contra los franceses, que se agotó de inmediato. Los aficionados se lo arrancaban de las manos. Nunca he leído un ataque más feroz e inteligente a la que pretende ser patria de la inteligencia. Hoy es inencontrable. Como era anónimo, al cabo de pocos días todos sabíamos que lo habías escrito tú. ¿Has cambiado de opinión o sigues siendo galófobo? ¿Y no será el típico resentimiento de un anglófilo, ya que tú eres medio inglés, porque los franceses son más guapos y elegantes, y sus mujeres más listas que las de las Islas?

 

-Lo del libelo es para mí asunto delicado. Más que galófobo soy, como español, un acomplejado con causa. ¿No podría leerse ese libelo que me ha hecho pasar tantas vergüenzas como un sarcasmo sobre el complejo de los españoles? Tal vez el fallo estuvo en mí, no supe dar con el tono. De los franceses casi lo único que no me gusta es su incapacidad o su desdén para pensar sin teoría. Pero ahí están, en cualquier disciplina. Una cosa es escribir libelos y otra ser tonto. Sigo leyendo a algunos franceses con pasión. En gran parte para eso escribí el libelo. Con ser medio inglés tengo suficiente, no me hace falta ejercer de anglófilo. Incluido en lo inglés, tengo casi un cuarto de irlandés. De eso sí me gustaría presumir, por si algo se me pega. Ciertamente las mujeres francesas son más guapas. Pero los ingleses son más apuestos, a pesar de las feas dentaduras (siglos de té indio y azúcar caribeño). A alguna francesa le he caído simpático y, pasando a lo concreto, mi madre era una belleza. Por ese lado, no hay rencores. Pero sí quiero decirte una cosa: ¡Gibraltar no será nunca español!

 

-Aunque nuestro país sea un desastre y esté siempre más cerca de Goya que de Velázquez, ¿qué echas de menos cuando estás en Berlín? Quiero decir que, a pesar de todo, no te has ido absolutamente. ¿Encuentras algún consuelo, todavía, en esta tierra?

 

-Claro que sí, aquí están las personas y las cosas que me importan, y de ellas no puedo irme, ni quiero.

 

Soy incapaz de sentir nostalgia. En la Historia de la Melancolía de Jackson, que publiqué hace años, hay un capítulo donde la describe maravillosamente. Me dijiste que ibas a leerlo. Hazlo porque es apasionante y serás el primero en España. Yo tenía la esperanza de encontrar un lector, siquiera uno, como tú.

 

Echo de menos la biblioteca, claro está. También la cama, dos mesas, una butaca. La casa de Berlín está casi vacía. Los techos son de cuatro metros así que no hay donde mirar si no es al cielo o a un cementerio judío que tengo al otro lado del patio. Por la fachada principal cuando me asomo veo una fila interminable de puérperas empujando carritos con recién nacidos, indistinguibles unos de otros. Pero hay librerías y conciertos, museos y gente bien educada. Los niños no lloran y los perros no ladran. Da gusto vivir entre alemanes.

 

A Velázquez lo veo más portugués que español. Parece que se hubiese propuesto pintar el aire. Goya sí nos dejó retratados. Pero no concibo uno sin el otro. El Prado, eso sí que es un consuelo. En la meseta mirar al cielo es el consuelo más socorrido y efectivo. Y a las personas, siempre que sea de una en una. Esta mañana me ha llegado la factura mensual del aéreo (móvil?): 7,16 euros. Me ha confirmado que hablo poco.

 

Hablando de Goya, te habrás fijado en cuanto se parece nuestro actual monarca a Carlos IV, especialmente en el retrato de familia que cuelga en El Prado. La misma gallardía, la misma expresión inteligente. Uno cazaba ciervos en El Escorial y el otro, osos y elefantes, en África o en Rusia. En eso han evolucionado.

 

 Y la Infanta Cristina, ¿no es el vivo retrato de la reina María Luisa? Tal vez nos pase lo mismo a nosotros, habernos convertido en caricatura de unos mamarrachos.

 

Nos queda el consuelo, no sé si la ventaja, de que a nuestros antepasados no los pintase Goya. Tampoco Macarrón. Quiero pensar que en nuestro caso hemos tenido una evolución inversa o por lo menos con

una cierta dignidad.

 

-No era muy malintencionada, pero pensaba que un hombre como tú que ha montado excelentes editoriales como Turner, pero también colecciones supremas, como la Biblioteca Castro, que ha sido apoderado de toreros y cantadoras de rancheras, que ha conocido el corazón del poder, que ha vivido en América durante años, que ha sido inmobiliario, marchante, trotamundos y, en fin, que es un culo de mal asiento, ¿cómo es que se aparta de todo y como un Rancé con Internet se pone al margen entre fresnos y vacas? Lo digo con cierta envidia, claro.

 

-Todo eso que dices y mucho más tuve que hacer para sacar adelante a la familia. No sabes la de necios que he soportado y la coba que he tenido que dar. Aunque nunca mandé a necios ni obedecí a pícaros, como diría mi querido autor Arturo Soria. Y eso que un amigo mío me anunciaba y reprochaba que nunca iba a hacer fortuna porque no sabía adular a los ricos. Mi vocación era pasar desapercibido, como me aconsejaba mi abuela Turner. Eso sí que hubiese sido un lujo. Me lo permito ahora que ya tengo a mis hijas criadas. De hecho una de ellas acaba de cumplir cuarenta y dos años. Son tantos que a veces pienso que es casi de mi edad.

 

En mi oficina decían que yo hacía jornada intensiva, de once a dos, que era el tiempo que pasaba con ellos cuando no estaba de viaje. De eso sí que estoy orgulloso. A un caballero no se le debe notar que trabaja. Y si todo eso que dices, y aún más, hice en seco, como decía el otro, ¿qué no hiciera en mojado? Esa metáfora de "culo de mal asiento" es castiza y expresiva pero no me parece elegante. Simplemente vive bien el que vive apartado, como decía un francés que tú debes conocer bien. Y si además tengo Internet para hablar con los amigos, ¿qué más quiero? Pues sí, quiero más, como gritaba la Llorona.

 

También me ocupo en no ser menos de lo que parezco. Eso dice uno que va vestido de mendigo en King Lear. Y en lo concreto: superar una infección por una picadura de araña. En mi cama nadie más me pica. Ni falta que me hacía. Leo y releo el primer tomo de la Recherche. Como a ratos largos me quedo dormido, cuando despierto no distingo entre lo que he soñado y lo que estaba leyendo. Me parece la novela más quijotesca del mundo, mucho más que las de los ingleses, quizá porque ellos entendieron menos o de otra forma su ironía. Prefieren lo cómico y la parodia.

 

 

***

Por otro lado, aquí se puede leer una entrevista a Félix de Azúa publicada en De Verdad Digital



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6 de marzo de 2013
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Nada que ocultar

Nunca me he creído del todo a quienes aseguran no tener nada que esconder. Porque, desde la verruga en el ombligo hasta los calcetines agujereados, un cenicero de hotel o un deseo inapropiado, casi todo el mundo posee alguna veladura. En el Reino Unido de Cameron se instalaron millones de cámaras de vigilancia en las calles para garantizar la seguridad y la buena convivencia. La campaña se presentó con el eslogan: “Si no tienes nada que esconder, no tienes nada que temer”, una frase que, a pesar de su higiénica garantía, a muchos -los más sinceros- les produjo un efecto intimidatorio. Alexánder Solzhenitsin afirmaba que todo el mundo es culpable de algo o tiene algo que ocultar. “Solo hay que mirar lo suficientemente a fondo para encontrarlo”. Y así es, siempre habrá alguien dispuesto a demostrar que copiamos en un examen, robamos un libro, fumamos en el lavabo de discapacitados o pagamos al fontanero olvidando el IVA. Porque todos somos sospechosos en mayor o menor medida. Y todos hemos sacrificado una buena porción de nuestra privacidad voluntariamente. En nuestra diaria autoafirmación manejamos con profusión el yo conscientes de que siempre habrá algo, un pensamiento, una emoción, que sólo permanecerá para nosotros. Por ello me produce tanta desconfianza ese “nada que ocultar” por parte del ciudadano de a pie, para quien la posesión de un secreto significa la afirmación de su propia existencia, mientras un desfile de corrupciones, dobles contabilidades o redes de espionaje sacude la escena política. Porque invadir la esfera privada de forma tan peliculera como la trama entre partidos y detectives, que consideraba a los adversarios políticos (en una democracia, por muy debilitada que se encuentre) como parte de un juego sucio sin principios que valgan, supera las expectativas. El escándalo del espionaje en la política catalana demuestra que hoy vale todo, incluso traspasar los límites de la privacidad y del pudor, a fin de arañar un secreto que podría ser utilizado como estrategia de derribo. “Estas flores no esconden micrófonos”, leo en una tarjeta sobre de la mesa del chiringuito Kauai, de Óscar Manresa, siempre original para poner letras a los cubiertos. Se agradece el aviso, porque en verdad estas maniobras insidiosas sitúan la política al borde del delirio ficción, como si antes de sentarse a comer hubiera que activar inhibidores, detectores y transformadores de voz para conversar con tranquilidad sobre sexo y bótox. Pero ¿es que alguien cree que aún se pueden guardar secretos, cuando nunca habían estado tan devaluados? Loco mundo el que nos vigila y espía, y que prefiere la opacidad a la transparencia. (La Vanguardia)

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6 de marzo de 2013
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III. La policía de la felicidad

La sharía custodia la felicidad en los países donde se aplica, en diferentes grados. Algunos consideran que la felicidad sólo con sangre entra; otros, como en Arabia Saudita, cuentan con una Policía de la Moral, que viene a ser lo mismo que una Policía de la Felicidad. Si el propósito del estado es que todos vivan contentos, alguien tiene que hacerse cargo de vigilar que así sea, y para eso nada mejor que una policía, o unos comités de ciudadanos que se auto controlan y controlan a los demás para que no se salgan del círculo mágico de la felicidad, ni se distraigan de cuidar su pureza de intenciones, ni los abata la tristeza. La tristeza queda, por supuesto, prohibida. Comité, o Comisión, viene a dar lo mismo.
Porque esta Policía de la Moral, o Policía de la Felicidad, se llama oficialmente Comisión para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio, y ha prohibido oficialmente que se celebre el día de San Valentín; por tanto se ordena el cierre de las floristerías y tiendas que venden regalos para los enamorados, bajo pena de severos castigos. San Valentín coincide con las fiestas del fin del período de abstinencia del Ramadán, de manera que la prohibición nada tiene que ver con la explotación comercial del amor.

 

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6 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Arco y su hospital general

Para mi desgracia y de tantos otros más importantes que yo esta ha sido la primera edición de Arco que podría ser la última. Dios quiera que no sea así, pero la misma sensación que transmite un paciente moribundo, al que le da igual el agua que el zumo de peras o el pescado hervido que el puré de patatas, comunicaba la 32ª edición de este año 2013.

Efectivamente nunca fue la Feria de Arte de Madrid una primera estrella mundial, pero mantuvimos la creencia, desde 1982, que una tras otra anualidad cobraba brillo y hasta un resplandor inesperado que nos hacía creer en su vida como una divertida y exultante manifestación artística, pronto unida al primer socialismo cabal. Muchos habríamos pagado lo que no teníamos por estar allí. Seguro que buena parte de nosotros, "los anhelantes", no merecíamos ser convocados, pero así aumentaba el prestigio de ese club que nos rechazaba en beneficio de otras galerías y artistas que por entonces tenían algo mejor que ofrecer. No importa si esta oferta comprendía el escándalo de un toro sangrante, figuras humanas con verrugas y pelos en poliuretano o en pirámides de una mierda a secas. De hecho, ni una ni otra cosa, se les había ocurrido a los demás y el desafío, generalmente extranjero, consistía en que para la próxima edición buscaríamos fórmulas ignoradas y obras con insólitos efectos especiales.

Incluso entre los que siempre preferimos la pintura-pintura y no lo estrafalario, plasmado en soportes de plástico y abono de cabras, se nos ocurrió que el arte mantenía su vitalidad y merecía la pena participar en esa olla caliente de ungüento bueno, malo o regular.

¿Qué ha sucedido después? Que efectivamente el arte ha exasperado sus ofertas tratando de atraer a gentes de Singapur, de China o de Catar con sus cámaras blindadas a nombre de grandes multimillonarios. Gentes exóticas que sabían el precio y no el valor aproximado de las cosas.

Con todo ello, el arte fue desgarrándose en un baile de San Vito de aparatosa histeria donde casi nada tenía que ver con las vanguardias en sentido lato sino con las retaguardias de un sector que bien brotaba, a veces, de las mismas letrinas y otras de la muerte artificial, fea y hospitalaria.

Sin duda el arte ha alcanzado algún desconocido tope artístico que, en su carrera comercial, ha traspasado los extremos y, en consecuencia, ha invadido otros sectores distantes, desde la gastronomía a la petroquímica y desde la fluorescencia al pladur, efectos propios de su actual enfermedad casi mortal.

Pero hay más. Los organizadores, las fundaciones y los comisarios tan honestos como los de otro tiempo palmotean a ciegas entre lo que puede venderse y lo que no. Pero, hecho este supremo esfuerzo mercantil, el resultado es que ya no se vende nada.

Los galeristas se conforman con terminar la fiesta colocando un picasso o un clavé, un hernández pijoan o un ràfols, un miró o un manolo valdés. Con ello resuelven con creces el precio del transporte y el alquiler del estand. ¿Los demás artistas? Casi todo -no todo, desde luego- se tiene como quincalla o gutapercha.

La mortecina luz espiritual que presidía la última edición de Arco y los amplios vacíos en los pabellones 8 y 10, a la manera de espacios devastados por bombas de neutrones, dan cuenta de los crímenes oficiales que han intervenido para herir de muerte a Arco. O lo que es lo mismo, girar el Arco hacia su propio pecho y acabar prácticamente con su corazón.

El IVA del 21% hiere de muerte súbita pero, además, la Ley de Mecenazgo y el desamparo del coleccionista han desplegado un desierto sobre cuyo plano candente los artistas mueren de sed. Les da lo mismo el agua que el zumo de peras, el pescado hervido que el puré de patatas. Todos enfermos. Todos encamados en el hospital.

¿Una metáfora? ¿Un tropo cualquiera? Vamos a ver: ¿no fue en efecto Ifema el decisivo hospital de campaña cuando las muchas víctimas del 11-M tuvieron urgente y absoluta necesidad de él?



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6 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ni hablar

Esa es la respuesta. No hay nada que hablar. Las cosas son como son y todo debe quedarse tal como está.

¿Preguntar a los ciudadanos? No hay nada que preguntar. Se empieza preguntando y se termina cediendo. Se empieza por cuestiones intrascendentes y se termina tocando lo más sagrado. Preguntar es ofender.

¿Derecho a decidir? ¿A decidir qué? No hay derecho alguno a decidir nada. A las urnas cada cuatro años y luego a callar y obedecer. Así es nuestra democracia, representativa por supuesto. Y luego, ¿a decidir quiénes? No será la parte o la minoría la que va a decidir por el todo o la mayoría. Aquí solo decide quien ya tiene el poder. Y quien tiene el poder jamás lo va a soltar.

¿Una consulta legal? Ni legal, ni niño muerto. Hasta aquí podíamos llegar. La presunción es de ilegalidad, no de legalidad, por más que se declare y se proteste en sentido contrario. Consulta y legal son términos antitéticos. No será nunca legal porque no lo permitiremos. Al final quien dice lo que es el legal es quien hace la ley, y luego la trampa.

¿Una consulta pactada? Eso es humor del fino. ¿Cómo puede ser pactada si una de las partes se niega a pacto alguno del tipo que sea? Jamás vamos a pactar que se consulte a alguien sobre un futuro que no queremos.

¿La consulta como culminación del proceso de diálogo y de negociación? Todavía más fácil: eliminamos el proceso y ya no hace falta consulta. Por eso no tiene sentido ni hablar ni escuchar.

¿Y entonces? Por encima de todo está la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, principio que transitó intocado desde los Principios Fundamentales del Movimiento hasta la Constitución democrática y que ahora se ha convertido para algunos en la quintaesencia constitucional. Quien se desvíe un milímetro de estos principios o sea objeto de dudas y vacilaciones, sea Francisco Rubio Llorente, Pere Navarro, Martín Rodríguez Sol o el lucero del alba, será anatema y condenado a la hoguera de la nueva inquisición española. ¡Ea!



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5 de marzo de 2013
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