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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Edipo nuevamente rehabilitado

El profesor y erudito Carlos García Gual comenta en su nuevo libro la influencia de Sófocles en nuestra cultura y nos anima a recapitular la fascinación que ha ejercido la historia de Edipo en nuestra imaginación. Su ensayo es una elocuente, reflexiva y pausada guía de las inquietudes que ha inspirado este viejo rey maldito y castigado por el furioso capricho de los dioses y una invitación a comprender la premonición de un drama todavía perturbador.
La tragedia de Sófocles que a modo de preámbulo traduce el propio García Gual permite al lector actualizar sus recuerdos, constatar la pericia con que el venerable autor modeló nuestra historia teatral y el doloroso destino impuesto por los hados al valeroso salvador de la ciudad de Tebas.
Carlos García Gual se demora generosamente en las obras y autores que han abordado, evocado o replicado con agudeza el mito y la tragedia de Edipo. La lectura que hace de Séneca, Corneille, Voltaire, von Hofmannsthal, Cocteau o Dürrenmatt nos contagia el habitual deleite con que sabe penetrar los textos clásicos y actualizar el significado y valor "de la vivaz tradición literaria suscitada por el texto de Sófocles".
Aunque la desdicha de Edipo parezca una invitación a practicar la temerosa veneración que reclaman unos dioses tiránicos, es muy probable que la puesta en escena de la obra de Sófocles, en la Atenas del siglo quinto antes de Cristo, haya contribuido a dar forma a la incipiente conciencia del hombre ofendido. Ese ciudadano prudente ante el temible poder de los dioses que dibujan a su antojo el desconocido rumbo del destino pero dispuesto ya a sospechar que no a la fuerza debe uno consentirlo.
De hecho, en la última obra de Sófocles, Edipo en Colono, que tan certeramente comenta García Gual, el viejo dramaturgo rehabilita a Edipo y le rinde el homenaje que, como chivo expiatorio de sus antepasados, ya está en condiciones de recibir. Pocas veces un mismo autor registra en su obra un desplazamiento tan claro de la conciencia cultural de su época: lo que al principio es inevitable se convierte luego en insoportable. El héroe caído en desgracia a causa de los crímenes de sus antepasados (Edipo Rey) no puede ser condenado al oprobio eterno (Edipo en Colono).
Las reflexiones de García Gual restauran la vigencia dramática de un personaje conmovedor incluso en sus defectos. El airado temple de Edipo mientras alardea en el confuso umbral de su desgraciada ignorancia, el autoritario desdén con que trata a Tiresias (justamente el oráculo ciego que lo sabe todo), hace más magnánima la ternura con que le vemos precipitarse hacia el abismo de su desdicha.
Resulta inevitable imputar a Sófocles intenciones que quizá ni le pasaron por la cabeza. ¿Puede el espectador extraer alguna enseñanza de esta tragedia? Si los hijos deben pagar -y vengar- las transgresiones de los padres ¿cómo prepararse para ello? Si a los héroes triunfantes también les llega la hora del castigo ¿cómo interpretar un destino favorable? Por más que uno indague el origen de la desdicha que se abate sobre Edipo, la causa no llega a ser muy convincente. Más bien parece que todos la han tomado con él (un padre asustadizo, una madre frívola, los amigos ultraterrenos de la Esfinge, el capricho del destino, los dioses ociosos...) ¿Qué hice yo para merecer esto? Se preguntaría el pobre y ciego Edipo en su exilio. También nosotros, espectadores de la desconcertante tragedia. ¿Acaso hizo algo malo este hombre?
Si Edipo salva a Tebas de la peste que diezma a sus sufridos habitantes y lo hace enfrentándose a la cruel esfinge, Perra Cantora, no con el brazo hercúleo del soberbio Aquiles, sino con la osada astucia de Ulises, y la espanta y ahuyenta, mediante la solución a un acertijo melifluo, podemos concluir que Edipo se ve arrastrado hacia su apoteósico final no por ser el hombre que mató a su padre y se acostó con su madre. Su desconcertante fatum parece más bien el castigo al heroico atrevimiento que tuvo con la voraz Esfinge, victoria por la cual queda más tarde a merced de las vengativas potencias del infierno...
Sorprende que en este magnificente escenario, Sófocles no considerara necesario encontrar un acertijo más pertinente. Que la desventura de Edipo comience con la derrota de la Esfinge, liberando a la ciudad de Tebas y convirtiéndose en su Rey Salvador, habría exigido un enigma a la altura de este soberbio cometido. Un acertijo que guardara una relación más solemne con la ferocidad de la Esfinge que masacraba a los tebanos y con el misterioso destino del héroe. La adivinanza que finalmente eligió Sófocles es más propia del Reader´s Digest que de la tradición literaria a la que pertenece la tragedia. ¿Qué animal camina al principio a cuatro patas, con dos a la edad adulta y con tres al envejecer?
El ensayo de García Gual, su reflexión sobre "el catastrófico descubrimiento de la verdad", es otro de los excelentes textos a los que nos tiene acostumbrados y sirve en esta ocasión para rehabilitar a Edipo, a Sófocles, a sus devotos admiradores y a una tradición literaria cuyo vigor debemos conservar entre nosotros. El meticuloso estudio de García Gual nos devuelve el gozo de la lucidez y el sentido que todavía tiene aquél temprano logro de la sabiduría trágica.

Posdata y conjetura.
Un juego de mitología especulativa.

El libro de Carlos García Gual podría haberse subtitulado mito, tragedia y complejo, pero ya nos advierte el profesor que la apropiación de Freud sólo se debe al agudo ingenio literario del médico vienés. Como todo el mundo sabe, Edipo no desea a su madre y nunca cree, hasta el momento de arrancarse los ojos, que se esté acostando con la mujer que le dio a luz. Es probable que la puesta en escena del trágico incesto haya excitado la imaginación erótica que se prohibían los espectadores, pero ni el mito referido por Homero ni la excelsa tragedia escrita por Sófocles amparan la invención de este famoso complejo.
Sí hubiera podido hablarse, en todo caso, del complejo de Yocasta, pues sigue siendo raro que ésta aristócrata mujer nunca se fijara en los pies de su amado esposo. Si hemos de creer lo que se nos cuenta en la tragedia, Yocasta yació en el lecho conyugal con Edipo sin ver en sus pies llagados la marca de su antigua herida. ¿Nunca se fijó en la cicatriz? ¿Jamás lamió los pies a su esposo? ¿No le calzó las sandalias ni anduvo tras él por el monte o en la playa?
Que Sófocles no haya querido resolver con verosimilitud este equívoco nos permite conjeturar que a lo mejor quiso insinuar algo más acuciante: quizá Yocasta lo supiera todo desde el principio y su suicidio se deba no a la verdad súbitamente revelada sino a su prolongada complicidad con el engaño finalmente descubierto. No en vano comete un desliz y a punto está de delatarse cuando, al intentar sosegar los primeros remordimientos de Edipo, dice algo en verdad extraño: "son muchos los mortales que en sus sueños se han acostado con su madre".
Estas levísimas incongruencias (que la cicatriz pase desapercibida a la amantísima esposa, que sea ella la primera en justificar el sueño erótico de un deseo incestuoso) nos permiten creer que subsisten en la tragedia de Sófocles los difusos restos de una versión más antigua del mito de Edipo.
Sería ésta supuesta historia un mito cuya comprensión fue cayendo en el olvido. Una historia ejemplar en donde se expresaban más claramente los terrores del patriarca y se manifestaba sin ambages el pánico a ser destronado por el hijo. No el hijo impaciente por tomar su herencia sino el hijo incitado a la usurpación por una madre vengativa. La revuelta de los hijos varones, instigada por una esposa harta de vejaciones, debió ser un temor muy habitual entre los reyezuelos de aquél tiempo. Quizá fuera Yocasta la que se soñaba yaciendo con su hijo después de concebirlo como instrumento de su venganza: derribar al esposo y colocar al hijo en su lugar. En el trono y en el lecho.
Lo que hay de incomprensible, e inadmisible, en el castigo desplomado sobre el inocente Edipo resulta desde esta perspectiva algo más aceptable. La causa de su desdicha en el mito de Yocasta no sería el despotismo divino ni la injusta retribución que debe pagar por el crimen de sus antepasados. Aquí la condena de Edipo se debe a que no tiene ni idea de lo que ha hecho: matar a su padre y cometer incesto con su madre. Su condena es el escarmiento que la ciudad anuncia a los que se dejen seducir, cegar, por una madre maquinadora. Por mucho que el asesino alegara ante el tribunal su inocencia (ya se sabe: "ella me hechizo con sus malas artes..."), sobre el parricidio y el incesto caía todo el peso de la ley y es probable que el castigo reservado a los enemigos de la autoridad patriarcal fuera el mismo que Edipo se infligió a sí mismo: le serían arrancados los ojos y condenado a vagar por el exilio como un mendigo.
En este inexistente mito, la Esfinge, la Perra Cantadora, la feroz devoradora de cadáveres, la despótica guardiana de enigmas, la portadora de la peste, el aliento fétido de la muerte, no sería más que la imagen de esa madre terrible y perversa que empuja al hijo hacia la perdición: la tejedora de la desgracia.



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20 de marzo de 2013
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Fichados

Esa mueca de fastidio cuando te piden el DNI. Para entrar en un edificio corporativo, para subir a un avión, para matricularte en un curso de chino, para certificar que eres quien dices ser, incluso aquellos días en que te habita la urgencia de querer ser otra. A menudo revisan tus datos con parsimonia. Anotan tu nombre. Dejan constancia de que estuviste allí. Te consume ese aire de superioridad de quien se siente dueño de un acceso. Pero siempre surge una voz confiada que cree que eres tú, aunque no puedas demostrarlo entre el revoltillo de tarjetas, y te anima: “¿Llevas el permiso de conducir?”. “No conduzco”, me he escuchado confesar más de una vez, seguido del intento de hacer colar una Visa con foto. Ir documentado es un imperativo social, y más desde que la idea de secreto ha sido barrida por ese voraz Gran Hermano que incluso a Orwell le hubiese hecho parpadear. Estamos monitorizados en todas partes, y nuestras huellas dactilares archivadas en los ordenadores de la policía de Nueva York o Alcorcón. El ciberespacio nos chequea a cada instante: cuando accedemos a una página, aceptamos una cookie, descargamos una aplicación o escribimos la palabra cazuela en un correo. Le ocurrió el otro día a una amiga. Al minuto de haber tecleado el nombre de ese utensilio, le anunciaron en Facebook una atractiva oferta de inoxidables. Según Unicef, mientras el 98% de la población tiene certificado de nacimiento en los países ricos, el 40% de los niños del tercer mundo no han sido inscritos al nacer. Pobreza equivale a indocumentación. A desamparo, sin nombre ni número para defenderse en un pleito o reclamar un trozo de tierra. Según escribe Charles Kenny en Foreign Policy, las técnicas de identificación biométrica se multiplican, desde el escáner del iris hasta la cartografía de la lengua o las ondas cerebrales. A fin de luchar contra impostores y evasores, la tecnología se ha sofisticado hasta el extremo de que imaginas, en algún lugar del mundo, una pantalla con un retrato robot que no representa a nadie más que a ti. La paranoia social en un sociedad hipervigilada, dispuesta a conocer tus aficiones y manías para venderte lo que aún no sabes que necesitas, causa estragos. El siglo XXI será el de la muerte de los secretos. Todo es público, y lo que aún no lo es acabará por serlo. Aunque ahí están esas nuevas agencias que se ofrecen a borrar tu mala reputación de la red. Porque a pesar de estar hiperidentificados, padecemos una espasmódica crisis de identidad. ¿Quiénes? Los estados, la política, la prensa, la novela, la educación, la verdad… El propio yo, fichado pero vagabundo. (La Vanguardia)

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20 de marzo de 2013
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III. La eternidad en una urna de cristal

A nadie se parece más el comandante Chávez que a Eva Perón. No a Juan Domingo Perón, su marido, que murió de viejo, sino a ella. Santa Evita, que vive siempre en olor de santidad, sin que el paso del tiempo le haga mella. Su foto sigue siendo iluminada por las velas en los hogares humildes más de medio siglo después de su muerte. Generosa para colmar de regalos a manos llenas a los más pobres a costas de las arcas del estado que entonces parecían inagotables, y arrancada igualmente del mundo de los vivos por un cáncer traicionero. Morir en la plenitud, como quiere Joseph Campbell, maestro de mitos, pues los héroes deben entrar en el panteón de la eternidad sin haber nunca envejecido a los ojos de sus feligreses.
Y una vez llegada la muerte, el mito pasa a alumbrar el cadáver, que se libra así del poder de los gusanos, que es el poder del olvido, y embalsamado queda expuesto a los ojos de los fieles. Ése era el destino de Eva Perón, que su cuerpo fuera exhibido dentro de una urna de cristal en un mausoleo de mármol y granito para que sus adoradores desfilaran rindiendo tributo generación tras generación a la bella durmiente.
Pero el general Perón no tardó en irse al exilio tras un golpe de estado, y el cadáver, escondido de la vista pública por el nuevo gobierno militar, sufrió diversas peripecias. Su vida y su muerte eran ya a partir entonces, asunto de la literatura, que sabe hacerse cargo de los mitos.

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20 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mesopotamia, donde empezó casi todo

Este martes 26 se inaugura ahí al lado, en el Paseo del Prado, una gran exposición sobre el venerable legado de la antigua Mesopotamia que, como sabes, significa “entrerríos” en griego. Es una singular y copiosa recopilación de piezas procedentes de los sumerios y sus herederos culturales, los acadios. En aquella dichosa región se practicó por primera vez la escritura y se originaron los géneros literarios, se inventó la rueda y se aplicó la novedosa gestión del suelo, considerado por primera vez como un bien limitado, susceptible de ser creado. De aquellos primeros literatos, técnicos y urbanistas apenas se supo nada hasta el siglo XIX y, desde entonces acá, las noticias sobre ellos han venido acumulándose y cambiando. No te pierdas el espectáculo, si puedes, y ya me cuentas.


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20 de marzo de 2013
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Contando se entiende la gente…

Un blog es siempre un camino de dos vías, y mucho más uno que nace bajo los auspicios de El Boomeran(g). Esta es por lo tanto, una invitación al diálogo, a la divergencia, al reconocimiento mutuo.

Pienso hablar principalmente de lo que sé, de lo que amo, de los me apasiona y me parece útil y necesario. En primer lugar, el periodismo narrativo, mi principal campo de trabajo, como escritor y periodista, como crítico y como profesor. Quiero contar, compartir, comentar y criticar historias.

Mi intención es hablar dos o tres veces por semana de este mundo de verdad donde se cuenta lo que pasa para que los lectores se enteren y se coman las uñas al mismo tiempo. Pero también haré comentarios de la actualidad política y social, de literatura y arte, de música y en especial de mi vicio no tan secreto: la ópera.

Parto de una serie de íntimas convicciones.

En primer lugar, de que contando se entiende la gente, de que las historias reales se comparten, se entienden, se viven y se sienten cuando nos las cuentan.

Sostengo, en segundo término, que la narración es la forma primigenia, esencial y óptima de la comunicación.

Estoy convencido, además, de que el periodismo narrativo (también llamado periodismo literario, crónica o relato de no ficción) es el que puede atrapar, emocionar, alegrar, indignar, involucrar y movilizar a los lectores jóvenes.

El mundo se nos está yendo de las manos: los dueños de casi todo quieren ser dueños de todo, y necesitan que no sepamos, que no entendamos, que no participemos. El periodismo es necesario para retomar el control de nuestras vidas, nuestros países y nuestro mundo. En este contexto, la larga y fecunda tradición de la literatura y del periodismo narrativo nos ayuda a contar lo que nos pasa de una manera apasionante y útil.

Agradezco a Basilio Baltasar y a Giselle Etcheverry Walker por su confianza, apoyo y amistad. Y me alegra mucho compartir este rincón del ciberespacio con amigos y escritores admirados. ¡Espero estar a la altura!

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19 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tiempos del "Quijote"

Cualquier esfuerzo que se haga por mantener al Quijote a alcance de los lectores merece ser elogiado sin reservas. En esta ocasión, y de la mano de Acantilado, el que rompe una nueva lanza en favor del caballero de la triste figura es Francisco Rico, que lleva media vida peleándose en favor de la literatura del Siglo de Oro, y más concretamente de esta obra cumbre de la literatura española y universal.
En Tiempos del "Quijote" se reúnen una serie de artículos, conferencias, prólogos e incluso textos para el catálogo de una exposición o de una ópera. Obviamente algunos son difíciles de encontrar y se agradece encontrarlos todos juntos. Y como no podía ser menos, el lector no tarda en quedarse abrumado por la infinita riqueza de Cervantes. Puede ser una cuestión menor, como es la de la naturaleza del animal, burro, asno, jumento, pollino, borrico, rucio o lo que fuera que fuese lo que montaba Sancho y que le fue sustraído y milagrosamente devuelto de una edición a otra; o cuestiones de más calado, como el redescubrimiento en Europa de una novela que en España ya parecía haber terminado su recorrido, o la reciente reinterpretación del Quijote como paradigma de lo romántico (Anthony J. Close, un prestigioso hispanista británico que publicó en 1978 La concepción romántica del Quijote), el filón parece inagotable.
Por desgracia, los esfuerzos conjuntos de todos los hispanistas y la infinita sucesión de admiradores presentes y pasados no van a poder evitar un peligro imposible de soslayar, y me refiero al lento pero inexorable alejamiento del Quijote del mejor lector, es decir, el que se deja de historias y pamplinas, se sienta, abre el libro por la primera página y sigue impertérrito hasta el final. No me cabe la menor duda de al cerrar el libro habrá crecido prodigiosamente en edad y sabiduría, pero tampoco me cabe la menor duda de que se le habrán escapado la mitad de los contenidos que, en cambio, para un contemporáneo culto de Cervantes  serían perfectamente cotidianos.
Para que no se diga que me las hago venir rodadas, abro al azar el Tomo I de la edición que el propio Francisco Rico hizo en 1998 para el Instituto Cervantes y que fue publicado por Crítica. Pongamos que me aparece el Capítulo XXVIII (ya que sale, también se está perdiendo la costumbre de numerar los capítulos, o citar los siglos, en caracteres romanos, lo cual nos aleja asimismo un paso más de Roma, nuestra raíz, y no le veo la ganancia). En ese capítulo se cuenta la historia de la bella Dorotea: van felicísimos y venturosos el cura, el barbero y Cardenio por la serranía cuando les llega un lamento inconsolable que proviene, al parecer, de un joven labriego que entre ayes y suspiros se está lavando los pies en un arroyo. Detallada descripción de unos pies desnudos que "parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido". En el párrafo de apenas 15 líneas en el que Cervantes describe la vestimenta del joven, los editores se han creído obligados a introducir un montón de notas explicativas porque el descuidado pero suspirante labriego luce "un capotillo pardo de dos haldas [o sea una vestidura formada por dos paños unidos en los hombros] que traía muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca"(?). "Traía ansimesmo unos calzones y polainas de paño pardo [especie de medias que cubrían también la parte superior del pie] y en la cabeza una montera parda [especie de gorra de paño con una visera pequeña]". Finalmente, antes de calzarse con toda honestidad [en la época los pies desnudos eran un signo de erotismo casi escandaloso] se seca "con un paño de tocar [que es un pañuelo que se ponía en la cabeza para recoger el cabello y aguantar el sombrero o el tocado]". Finalmente resulta que al quitarse el paño de tocar le caen sobre los hombros unos cabellos rubios tan deslumbrantes que "pudieran los del sol tenerles envidia". Es decir, que se trata no de un joven labrador sino de la bella Dorotea, que antes de contarles a los mirones su historia, dice: "Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua, en balde sería fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me creyese, sería más por cortesía que por otra razón alguna.". Y una vez aceptada la inutilidad de fingir más, procede a contarles la relación de sus desdichas.
En conjunto, sólo ese capítulo lleva 79 notas, algunas de ellas de alcance, como cuando Dorotea se dice hija de unos padres "humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna...", observación que remite a Aristóteles cuando éste señala la contraposición entre los bienes de la naturaleza (linaje) y bienes de fortuna (riqueza), una contraposición luego asumida por los estoicos...
Si a ello se añade que incluso con el esfuerzo de adaptar la grafía a los usos actuales no resulta fácil seguir los vericuetos del decir cervantino, queda claro el mérito de esfuerzos como el que lleva a cabo Francisco Rico en este libro (eso que suele calificarse de quijotesco, faltaría más). Pero es de temer que las filas de los desertores que se van a otras fuentes de diversión sin haberse dado la oportunidad de leer el Quijote va a seguir aumentando. Y es trágico.

Tiempos del "Quijote"
Francisco Rico
Acantilado



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19 de marzo de 2013
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De las falsas querellas al nihilismo

El proseguir año tras año abrasando la vida entre artificiosas querellas, puede tener como consecuencia el nihilismo. El sentimiento de general impostura se impone entonces. Se siente que aquellos que un tiempo atrás uno consideraba verídicos, o bien han dejado de serlo...o bien nunca realmente lo fueron. Lo de menos es que ello afecte a la clase política. Lo tremendo es cuando el nihilismo afecta a aquel cuya función esencial es dar testimonio de veracidad, cuando afecta al artista, al filósofo, o al explorador de las fronteras de la ciencia. Pues, no hay disposición artística ni cognoscitiva compatible con el conformismo, con la convicción de que la impostura es algo tan generalizado como en última instancia normal. En este terreno no vale la máxima de "Al Cesar lo que es del Cesar". Es un hecho que el artista puede sufrir una suerte de esquizofrenia entre abismos de indigencia moral y exigencia creativa, y al respecto ni siquiera es necesario evocar casos extremos como el del canalla Celine. Pero no hay manera de ser un pequeño burgués en el momento mismo en que se aspira a forjar una metáfora o avanzar un concepto.

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19 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Arthur Machen, el visionario

Jorge Luis Borges dedicó un par de textos a Arthur Machen -habló del "buen horror que sus fábulas comunican"- y Javier Marías, aparte de referirse a él en Todas las almas como "aquel raro escritor de estilo refinado y sutiles horrores", y volver a mencionarlo en Negra espalda del tiempo, es miembro de la Arthur Machen society. Pese a esos defensores de peso, este autor galés (1863-1947) no es muy conocido entre los lectores hispanoamericanos.

Machen era uno de esos escritores británicos -otro nombre importante es el de Lord Dunsany-- que en el período comprendido entre el fin de siglo XIX y el principio del XX practicaba lo que vino a conocerse luego como ficción "weird" -un subgénero en el que dialogaban la literatura fantástica y la de horror--. Luego vino Lovecraft y aprendió tan bien de ellos que los convirtió en sus precursores. Machen tenía entre sus influencias dispares a Stevenson, la literatura mística, el ocultismo y las tradiciones galesas. Era muy del fin de siglo en su desconfianza de la ciencia y en su convicción de que en medio de la vida civilizada se escondían horrores atávicos (cuentos como "La luz interior" dan fe de ello); en sus mejores páginas, sin embargo, era capaz de desprenderse de las ataduras de su época y convertirse en un visionario: "El pueblo blanco" (1904), en el que una jovencita nos muestra a través de su diario, en un tono inocente, su inquietante iniciación en un culto secreto de rituales y magia negra, es un cuento perfecto que revela un "país extraño" de hadas y ninfas debajo de las "colinas desnudas" del campo.

Había un Machen que lidiaba con problemas financieros todo el tiempo; había otro, más íntimo y solitario, que vivía en la "tierra encantada" de sus relatos. Para empezar a conocer ese mundo sobrenatural son muy recomendables El pueblo blanco y otros relatos del terror (Valdemar, 2004) y El gran dios Pan y otros relatos de terror (Valdemar, 2004).

 

(El País, 16 de marzo 2013)



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18 de marzo de 2013
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Los zapatos rojos del Papa

 

  Hace pocos días conversaba con un alto directivo sobre el moralismo feminista acerca del culto a la imagen, ya saben: hasta qué punto nos la imponen, engullendo nuestras neuronas, o si la elegimos como opción, con alborozo y endorfinas. Un clásico que de nuevo está en los papeles debido a la profusión de ensayos sobre el estado del llamado posfeminismo y sus declinaciones. Para algunas voces ortodoxas, las mujeres tendrían que bajarse de los tacones, lucir canas y abandonarse a la flacidez de sus carnes con orgullo, sin duda una opción respetable pero menos revolucionaria de lo que pudiera parecer antaño, pues la biología nos ha demostrado que, al igual que los chimpancés, llevamos la coquetería impresa en el ADN, movidos por un ansia de belleza. Le comenté a mi interlocutor que esas voces que denuncian la dictadura de la imagen me recuerdan en parte a la renuncia a la coquetería masculina que se les exigió a los hombres con la llegada de la Reforma. Y le recordé los zapatos carmesíes, las capas de armiño blanco y las pelucas empolvadas con talco que lucían los hombres de alcurnia hasta el siglo XVIII. “Menos mal, al menos ganamos en buen gusto”, me respondió el ejecutivo visualizando a un individuo calzado con escarpines de punta y generosos collares. Trajo a mi cabeza este asunto el nombramiento del Papa, su protocolo y sus hábitos. Y sus zapatos rojos. Las modas siempre han sido una cuestión de clase. “Las de clase alta se diferencian de las de clase inferior, y son abandonadas en el momento en que el pueblo empieza a acceder a ellas”, sostenía el filósofo alemán George Simmel. Cierto es que los códigos de vestimenta funcionan casi como los de honor, trazando un círculo excluyente que la democratización de la moda ha insistido en romper, aunque sea a fuerza de copiar en barato. Ocurre ahora con las capas papales, que irrumpen en la pasarela esta temporada de la mano de Chloé o Balenciaga justo cuando Benedicto XVI renuncia a ella. Una cortita capelina, con la que se ha visto ya a su sucesor, Francisco, que se ha investido de gran simbología. En el siglo XVI, la capa era signo y medida de linaje en España: cuanto más cortas, mayor nobleza se le suponía al portador; así, al rey se la remataba en la cintura, los gentiles hombres la cortaban a medio muslo, los artesanos y menestrales en las rodillas y los villanos en los pies. Ahora está por ver si el jesuita latinoamericano usará zapatos rojos manufacturados por Prada, como el exquisito Ratzinger. Los libros cuentan que estos simbolizan la sangre de los mártires cristianos, aunque en la antigua Roma el escarlata tiñera de rango a los patricios. “La Iglesia no debe ser como una oenegé”, afirmó Jorge Bergoglio entonando austeridad. Y pagó la cuenta de su hotel con unos zapatos marrones antes de calzarse las sandalias del pescador. (La Vanguardia)

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18 de marzo de 2013
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