Sergio Ramírez
A nadie se parece más el comandante Chávez que a Eva Perón. No a Juan Domingo Perón, su marido, que murió de viejo, sino a ella. Santa Evita, que vive siempre en olor de santidad, sin que el paso del tiempo le haga mella. Su foto sigue siendo iluminada por las velas en los hogares humildes más de medio siglo después de su muerte. Generosa para colmar de regalos a manos llenas a los más pobres a costas de las arcas del estado que entonces parecían inagotables, y arrancada igualmente del mundo de los vivos por un cáncer traicionero. Morir en la plenitud, como quiere Joseph Campbell, maestro de mitos, pues los héroes deben entrar en el panteón de la eternidad sin haber nunca envejecido a los ojos de sus feligreses.
Y una vez llegada la muerte, el mito pasa a alumbrar el cadáver, que se libra así del poder de los gusanos, que es el poder del olvido, y embalsamado queda expuesto a los ojos de los fieles. Ése era el destino de Eva Perón, que su cuerpo fuera exhibido dentro de una urna de cristal en un mausoleo de mármol y granito para que sus adoradores desfilaran rindiendo tributo generación tras generación a la bella durmiente.
Pero el general Perón no tardó en irse al exilio tras un golpe de estado, y el cadáver, escondido de la vista pública por el nuevo gobierno militar, sufrió diversas peripecias. Su vida y su muerte eran ya a partir entonces, asunto de la literatura, que sabe hacerse cargo de los mitos.