Todavía no hay fecha para la entrega del Premio Nobel de Literatura (para todos los demás sí),...
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Todavía no hay fecha para la entrega del Premio Nobel de Literatura (para todos los demás sí),...
(Entrevista a V.M.F. aparecida en ‘Cosmoperiódico' con motivo de su participación el pasado fin de semana en el X Festival Internacional de Poesía de Córdoba)
- Presenta en Cosmopoética La Musa furtiva, una recopilación de toda su obra poética. ¿Se enfrentó a los poemas con cariño, con nostalgia o sin piedad?
Me enfrenté con curiosidad en primer lugar, puesto que abría cajones y carpetas que en algunos casos llevaban casi cuarenta años sin abrirse. Después vino la sorpresa, más que la nostalgia. Había más versos inéditos de los que yo recordaba; la musa tal vez fuese furtiva, pero también era prolífica. Una vez puesto a la tarea de releer, descifrar (todo estaba escrito a mano, y muy recargado de tachaduras,) seleccionar, descartar y pasar a limpio, procuré no dejarme arrastrar por la piedad, siempre peligrosa, ni por el afán de mejorar lo que el joven de los años 1960 o primeros 70 escribió. El libro tenía que hacer justicia al poeta en evolución, puesto que desde el momento en que se acordó su publicación en ‘Vandalia' se trataba de una compilación general, no de una antología. Aun así, como es lógico, no incluí algunos poemas de distintas épocas, bien por no estar del todo acabados o por no gustarme lo suficiente.
- ¿Releer los versos que uno ha escrito en 45 años es como ver pasar la película su vida por delante de sus ojos?
Lo sentí más bien como un viaje de retorno a la adolescencia desde la edad madura, recuperando, con ayuda de la poesía, el tiempo perdido.
-Y qué película sería la de su vida?
Una película con final abierto. Son las que más me gustan como espectador de cine.
- Dice la profesora Candelas Gala en el prólogo de su libro que es usted "un poeta con los pies bien asentados en la realidad". Cosmopoética propone precisamente que la poesía se encuentre con la realidad. En estos tiempos difíciles, ¿qué papel ha de jugar la poesía?
Decía Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, en su único y enigmático libro de ‘Poesías' en prosa, que hay una convención global establecida según la cual el escritor se considera a sí mismo un enfermo y acepta al lector como su enfermero. Así era antes. Las cosas han cambiado con la llegada de la Modernidad, que el Conde tanto hizo por adelantar. Para el autor de ‘Los cantos de Maldoror', los papeles se han invertido arbitrariamente, y ahora "¡Es el poeta quien consuela a la humanidad!". No me gusta usar términos medicinales al hablar del arte y la literatura, pero creo que el consuelo, en su vertiente de compañía, refugio o guía, es lo más noble, lo más útil y lo más revelador que el poeta, como todo practicante de la ficción, puede ejercer sobre el mundo en que pululan sus lectores, esos seres -llamémosles así- reales.
- Su obra poética aparece intermitentemente entre su obra narrativa, teatral o cinematográfica que es más prolífica. ¿Uno pone más de sí mismo en la poesía que en el resto?
Sin duda. La poesía es el género del alma; no necesita la ingeniería de la peripecia, ni el andamio de los personajes, ni los espejismos de la trama. De ahí que yo haya sentido que ‘La musa furtiva' es una especie de biografía literaria a través de los temperamentos del poeta: la ingenuidad, la irracionalidad, la travesura semántica, la sátira, la epístola moral, el sentimiento amoroso, el resentimiento amoroso, los caprichos de la carne, las sumisiones de la carne, la pesadumbre de la edad y el saber de la edad.
- A diferencia del resto de géneros que usted ha trabajado (novela, teatro, cine, crítica,...) la poesía la escribe a mano. ¿Es solo una cuestión de costumbre, de extensión o es que los versos se resisten a fluir en soporte digital?
Entré muy tardíamente en la era digital, y en mi caso el salto fue vertiginoso, pues pasé directamente de la estilográfica al procesador de textos. Pero como soy un sentimental, no he querido dejar a la escritura abandonada a la técnica. Así que diariamente me ensucio los dedos de tinta llevando un diario y escribiendo, cuando la Musa asoma, versos a mano. Y reivindico, sin obligar a nadie, la poesía como la última y más sublime manualidad en el tiempo de los aparatos.
- Ya participó el año pasado en el festival dentro del ciclo Novísimos, que reunió a la mayoría de los antologados por Castellet. ¿Con qué mirada contempla ahora este movimiento?
Los veo, a la mayoría de los siete que, junto a mí, siguen vivos, de cerca y con asiduidad, sobre todo a Félix de Azúa, Guillermo Carnero, Pere Gimferrer y Antonio Martínez Sarrión. Pero más que la cercanía física importa el espíritu del grupo, que se me sigue apareciendo, más de cuarenta años después de su primera forma, como un fantasma benéfico. Me sentí entonces muy bien acompañado y arropado, entre poetas que admiraba, y señalado honrosamente por el dedo de un demiurgo que fumaba en boquilla. Me abstengo, naturalmente, de hacer juicios de valor sobre mi intermitente aunque constante obra poética, y sobre los demás nombres de la antología, que dicen los manuales especializados que es histórica. Lo mejor del encuentro del año pasado en Córdoba fue comprobar que todos los Novísimos allí presentes, aumentados por nombres esenciales de la generación no incluidos en el libro de Castellet, seguíamos siendo, en edades provectas, fieles al entusiasmo de la literatura: discutir ardorosamente de poesía, hablar hasta las tantas de un solo verso imborrable, reconocer maestros comunes, añorar a los muertos prematuros y pensar que el futuro aún pertenece a los que ni siquiera han empezado a escribir pero van a hacerlo.
El show de la realidad en formato televisivo se ha convertido en un nuevo aguijón de subsistencia. Más allá de los cinco minutos de gloria y de la obsesión por la fama como activo -no tanto para sumar fortuna como para sedar vanidades y conseguir mesa en un restaurante-, hoy a través de los realities se consigue una profesión. A poder ser vocacional. Ahí está el llamado Project Runway -un concurso de diseñadores de moda gracias al cual el ganador puede financiar su colección-, los histriónicos Master chef o La voz, de donde se sale con la promesa de un luminoso futuro laboral y una campaña promocional gratuita. En Italia, RAI3 estrenará el próximo noviembre Masterpiece, un talent show para escritores que mezclará literatura y emociones, presumiblemente no a la manera de Bernard Pivot en su mítico Apostrophes, ni de nuestro Joaquín Soler Serrano y sus espléndidas conversaciones sobre literatura y vida, sino, supuestamente, de forma vistosa, comercial, “atractiva para el gran público”, como suele decirse. Escritores expuestos a la grasienta cotidianidad de la convivencia y convertidos en protagonistas de un exhibicionismo de primer orden: sus inseguridades, bloqueos, manías, sus euforias y rituales, la necesaria soledad del que alinea palabras para narrar una historia, pero sobre todo ese manojo incierto de celos, lágrimas y libidos alimentarán la parrilla televisiva a cambio de ver su nombre en la tapa de un libro. “A día de hoy, o te presentas a un reality o emigras”, me decía el otro día una joven que no ha conseguido adaptarse en Munich y que forma parte del casi medio millón de españoles que, según el INE, emigraron el año pasado (desde 2008 el número de jóvenes expatriados ha crecido un 41%). Buscarse la vida lejos como solución a la crisis, al desempleo o la precariedad y a la desesperación ha definido siempre los movimientos migratorios, incluso los de las aves. Desarraigo frente a supervivencia. Aunque cada vez más radical, como acaba de plantear una organización llamada Mars One que supera el formato del reality: se trata de emigrar para siempre a Marte. Hasta el momento han recibido más de 200.000 solicitudes, entre ellas casi 4.000 desde España. En 2023 un equipo convenientemente formado “se convertirá en el primer grupo de seres humanos que viajan a Marte para vivir allí el resto de sus vidas”, afirman sus promotores, que también dejan claro que el retorno es inviable económica y tecnológicamente. Y además, “tras un tiempo en Marte, el cuerpo no sería capaz de habituarse de nuevo a las condiciones gravitatorias de la Tierra”. I’m a stranger here myself, titulaba Odgen Nash uno de sus libros de poemas. Así nos vemos un poco más cada día, extraños para nosotros mismos, habitantes de la nada dispuestos incluso a plantar lechugas en Marte sin billete de vuelta. (La Vanguardia)
Todos sabemos del qué. Es un asunto pendiente desde hace ya tres años, cuando los magistrados del Tribunal Constitucional decidieron en su sentencia sobre el Estatuto de Cataluña que su interpretación de la Constitución estaba por encima de la voluntad de los ciudadanos expresada en tres votaciones, dos de ellas efectuadas en el Congreso y en el Senado, en representación del conjunto de los españoles, y otra en el Parlamento catalán, además del referéndum de ratificación al que fueron convocados solo los ciudadanos catalanes.
El quién plantea alguna dificultad. Tienen sus razones quienes quieren limitarlo al censo de los catalanes; como tienen las suyas quienes quieren ampliarlo al conjunto de los españoles. Pero cualquiera de las dos fórmulas servirá para saber qué piensan quienes se sienten directamente concernidos y motivados, que son los catalanes. Y si no hubiera fórmula de consulta posible, ni solo a unos ni a todos, también entonces habrá una fórmula automática para saber qué piensan los catalanes sobre el actual marco constitucional, y esta es la de las sucesivas elecciones, que no necesitan ser calificadas de plebiscitarias si los partidos que proponen la independencia la inscriben de forma clara e inequívoca en su programa.
El conflicto no radica tanto en el qué ni en el quién, sino en el cuándo, la fecha de la consulta, y así se ha visto esta semana en el parlamento catalán. Hay un amplio consenso respecto a la idea de que hay que cambiar el sistema que ha servido durante 35 años para que los catalanes se sientan razonablemente gobernados dentro de España. También lo hay respecto a la necesidad de utilizar las urnas para conocer la distribución de mayorías y minorías y proceder a negociar este o cualquier otro cambio. No lo hay en cambio en la cuestión del tiempo, y más en concreto en las prisas para resolver esta cuestión justo y precisamente en 2014.
Hay dos ritmos temporales contrapuestos en la resolución de este rompecabezas. Uno lento, sin fecha, y otro apresurado, que convierte a la consulta en la única cuestión a resolver antes que cualquier otra: las urnas como talismán. Si hay opiniones divergentes, consúltese ya a los ciudadanos. A la prisa no se apuntan tan solo los independentistas, sino que voces abiertamente partidarias de mantener el estatus quo también han expresado su preferencia por una solución que pase ante todo por preguntar a los catalanes o a todos los españoles.
Los motivos más sólidos, sin embargo, son los de los independentistas. En 2014 se celebra el tricentenario de la caída de Barcelona al final de la guerra de sucesión, efeméride que ocupará todo el año e impregnará la entera vida pública. También en 2014, y concretamente el 18 de septiembre, se celebrará el referéndum sobre la independencia de Escocia, convocatoria que la ha hermanado con la reivindicación catalana, sobre todo por el contraste entre la actitud de David Cameron accediendo a la consulta y la de Rajoy cerrándose en banda. Finalmente, según las previsiones del Gobierno y también de las organizaciones internacionales, en 2014 se supone que recorreremos el último tramo del calvario de la crisis, de forma que a continuación el clima social y político quizás empezará a mejorar.
Son motivos sólidos, es verdad, pero tanto para convocar la consulta como para no hacerlo. Donde los partidarios de la independencia ven motivos razonables los contrarios verán condiciones insalvables para que la consulta se celebre en condiciones de neutralidad. Para estos, el cuándo deberá ser cuando termine la crisis, sin vinculación alguna con Escocia y con ausencia de celebraciones oficiales que incorporen la propaganda independentista en el propio paisaje urbano.
Queda el por qué, que explica mucho más que el qué, el quién y el cuándo, ya que hunde sus raíces en el fondo del asunto. Porque no se puede gobernar un país durante mucho tiempo sin el consenso de los gobernados y España deberá plantearse más pronto que tarde, en 2014, 2015 o en 2016, cómo resuelve mediante la aplicación del principio democrático la reivindicación planteada desde Cataluña de que se consulte a los ciudadanos sobre el futuro de su país.
Tan admirado como odiado. Y, sobre todo, tan temido. Marcel Reich-Ranicki, el mayor crítico literario de Alemania y acaso del mundo. Una palabra suya era capaz de construir una reputación o de destruirla de un plumazo. Siempre agudo, siempre lúcido, siempre implacable. Se dice que, cuando huyó de Polonia en 1958, Heinrich Böll lo ayudó a encontrar trabajo en la redacción de Die Zeit y aún así él no tuvo empacho en despedazar su nueva novela (al toparse con él en una fiesta, éste le dio un abrazo al tiempo que le susurraba: "imbécil").
Miembro de una familia judía alemana, Reich había nacido en Varsovia en 1920, y para inicios de 1939 se desempeñaba como intérprete del Consejo Judío en dicha ciudad. El mismo día en que fue trasladado a Treblinka, contrajo nupcias con su esposa, con la cual logró escapar del gueto en 1943, sumándose a la resistencia polaca con el seudónimo Ranicki. Al término de la guerra trabajó como diplomático -y espía- en Londres, hasta que fue expulsado de su puesto por "divergencias ideológicas". Harto de confrontarse con la censura, escapó a Alemania y pasó a formar parte del célebre Grupo del 47.
Cuando se incorporó al programa de le televisión pública Cuarteto literario en 1980, ya era el crítico más elocuente -y feroz- de su generación, pero su presencia en los medios lo transformó en el "papa de la crítica" y semana a semana un ávido público seguía al pie de la letra sus recomendaciones. A los lectores les fascinaba la erudición y la ironía de quien había sido capaz de aparecer en la portada de Der Spiegel desgarrando un ejemplar de Es cuento largo de Günther Grass. (Otro de los escritores vilipendiados por él, Martin Walser, lo asesinó en su novela La muerte de un crítico.)
Reich-Ranicki se convirtió en el modelo a seguir por críticos literarios de medio mundo. Muchos de ellos no añoraban tanto su profundidad o su vehemencia, como su posición: la capacidad de ser escuchado por miles -si no, como en Alemania, por millones- de lectores, de fijar el gusto de su época y de poner en su lugar a los escritores de su entorno. Durante décadas su ejemplo fue imitado por doquier, como si la única medida de la independencia de un crítico fuese su violencia -o su mala leche.
La reciente muerte de Reich-Ranicki sella, sin embargo, el final de una época. Sus funerales también son los de un momento de la cultura en el que una voz (o, en el mejor de los casos, unas pocas voces) determinaban el valor de una obra. Tal como ha ocurrido en otros ámbitos -las columnas políticas, por ejemplo-, la desaparición de estas figuras totémicas, la crisis de los medios impresos y la proliferación de los comentarios en Internet o en redes sociales hacen imposible que este sistema jerárquico se prolongue por más tiempo.
Para sus seguidores, esta transformación supone una grave pérdida: al carecer de intermediarios respetados -de augures confiables-, el público queda sometido a los intereses del mercado, preocupado sólo por vender librosvendiulturales c sin reparar en su calidad artística. Sin duda, uno puede sentir nostalgia por ese pasado en el que bastaba abrir el Frankfurter Allgemaine Zeitung -o Vuelta o los grandes suplementos literarios que hubo en México- para saber qué valía la pena leer y qué no. Para bien o para mal, hoy eso es imposible: para seleccionar un libro -o una película, o un restaurante-, el público prefiere guiarse por comentarios en Facebook y Twitter y en especial por las reseñas de otros usuarios en sitios como Amazon o Goodreads.
En contra de lo que algunos quieren hacernos creer, quizás esta mutación no sea tan dañina: un estudio realizado por Loretti I. Dobrescu, Michael Luca y Alberto Motta para la Harvard Bussines Review ("What Makes a Critic Tick", revisado en 2013) parece demostrar que los lectores comunes tienden a coincidir con los críticos profesionales a la hora de discernir la calidad de una obra, tal vez gracias a lo que se conoce como "sabiduría de las multitudes". Con algunas ventajas: los lectores comunes se muestran más receptivos frente a los nuevos autores y no se dejan influir por los lazos personales o las disputas grupales que tienden a nublar el juicio de los críticos profesionales, cuyas opiniones -pese a la creciente brutalidad de sus diatribas- se han vuelto casi irrelevantes.
Por supuesto, el nuevo modelo también posee desventajas: autores y editores se han atrevido a falsear las reseñas de lectores anónimos, la publicidad excesiva resulta más efectiva en ellos y, para formarse un juicio, uno ha de eludir las estrellitas y adentrarse en la lectura de una docena de reseñas de usuarios, pero a la larga esta "democratización de la crítica" no suena tan perversa como denuncian sus adversarios. Ello no significa que dejemos de llorar la muerte de figuras como Reich-Ranicki -"el hombre que nos enseñó a leer", según un diario alemán-, pero quizás al mismo tiempo debamos celebrar, con cautela, la aparición de miles de críticos sin papeles.
Publicado en Reforma, 29.09.13
Twitter: @jvolpi
Esta escena se desarrolla en el Falklands Club, en Puerto Stanley, la capital de las Islas Malvinas. Afuera nieva. Es invierno, y adentro el vaho nubla las ventanas. Es agosto de 2006.
Cuando salimos, la noche está tachonada de estrellas y una capa de hielo cubre la calle. Con mis dos whiskys encima, me resbalo, y mi “enemigo”, un viejo lobo de mar septuagenario, me agarra del brazo para que no me caiga, pese a que había tomado muchos más whiskys que yo.
* * *
Cuando los militares me mandaron a las islas, en abril de 1982, había tal vez cuatro o cinco árboles en el pueblo, que no tenía más de mil habitantes. La población total de las islas era de dos mil. Hoy son tres mil. El viento sigue silbando siempre, y siempre del mismo lado. La tierra es una turba negra y porosa. La gente es amable y metida en sí misma. Se puede hablar de muchos temas si uno no va con el único tema de las relaciones con Argentina.
Estas islas están llenas de fantasmas. Murieron aquí más de 600 soldados argentinos. Murieron casi 300 soldados británicos. Y por lo que pasaron aquí, en estos 31 años se mataron más ex combatientes de los dos bandos que todos los soldados que murieron en los 74 días espantosos de la guerra.
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No me hice periodista ni me fui metiendo en el periodismo narrativo para aprender a contar mi propia historia. Quería un oficio, una profesión, una forma de contar la verdad, ayudar a los oprimidos. Como dice un viejo dicho norteamericano, el buen periodismo está para “confortar a los afligidos y afligir a los confortables”.
Ese era mi lema. Me metí en esto para hablar de los demás.
Pero en ese viaje tenía que hablar de mí mismo, porque todo lo que hago tiene que ver, de alguna manera, con esa guerra, con el hecho de que a los 19 años la dictadura militar de mi país me envió a la guerra de las Malvinas.
La guerra duró 74 días, y durante la mitad de ese tiempo yo estuve recorriendo las costas rocosas, buscando cadáveres y sobrevivientes, transportando tropas y comida y armamento y sorteando bombas con seis marinos en un velero de madera construido en 1927. Nuestro barquito se llamaba Penélope.
En la guerra vi cadáveres, vi heridos, chicos partidos por la mitad, soldados locos vivos con ojos de muertos. Cuando tenía 6 años mi hijo me preguntó si maté a alguien. Le dije que no, y por supuesto se decepcionó. Yo no soy un héroe de acción. Soy un tipo que mira de otra manera desde que volvió de la guerra. Una parte de mí murió sobre la turba de las Malvinas.
Tardé 24 años en encontrar la forma de escribir sobre lo que me había pasado. Lo pude hacer cuando aprendí que lo que tenía que hacer era escuchar a los otros. Ir a la búsqueda de sus historias, sus puntos de vista. Su guerra, no sólo la mía. Sus islas. Su barco.
* * *
Hice mi investigación en 2006. Durante un mes en Buenos Aires y alrededores me encontré con los seis tripulantes de esa goleta de 16 metros de eslora, el Penélope. En dos viajes a Alemania me encontré con la historia del aventurero loco que mandó construir el barco en 1927 y con la aventura de otro marino alemán, que lo llevó de vuelta a casa.
Para la segunda parte del libro tenía que viajar de vuelta a las Malvinas. Tenía que recorrer los lugares donde pasé la guerra, pero también quería acercarme a la vida de los isleños. Y tenía el deseo y el miedo de encontrarme de vuelta con los que había conocido en la guerra. Sobre todo con el viejo lobo de mar Finlay Ferguson, el capitán del Penélope, el marino al que quitamos su barco contra su voluntad, pero con quien había tenido largas charlas en las guardias nocturnas en el puente de mando.
Las charlas eran sobre todo silencios, pero en ese momento, cuando yo tenía 19 años y sabía muy poco del mundo, me había parecido que nos habíamos tratado con cordialidad y curiosidad. Y respeto.
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Mi viaje de vuelta a las Malvinas fue una de las experiencias personales y profesionales más importantes. Y el momento clave fue cuando llamé a Finlay Ferguson y me dijo que me pasaría a buscar por la casa de la señora donde me estaba quedando. Todos se conocen, sobre todo los mayores. Ferguson había sido novio de la señora de la casa, y su nueva esposa no estaba contenta con que él viniera a buscarme ahí. Yo no sabía nada de eso. Lo supe varias cervezas más tarde.
Fuimos al pub The Rose, donde me presentó a su hija y su yerno. Después de unas cuantas rondas de cerveza, él tomó como diez whiskys. Yo tomé dos, y casi me desmayo. La segunda noche, después de diez horas de entrevista, de contarme toda su vida, Finlay me dijo que quería invitarme a su club.
Yo tampoco lo sabía, pero el Falklands Club es el corazón del sentimiento británico y anti-argentino de las islas. Yo era el primer argentino que pisaba el club. Ni que hablar de que no era un argentino cualquiera: era un ex combatiente, un enemigo.
* * *
En los días siguientes todos los que entrevistaba abrían los ojos como platos. “¿Te llevó al Falklands Club? ¿En serio?”
Y decían tres cosas: que él me había mostrado que me apreciaba mucho, que quería decirles algo a sus viejos amigos del club, y que su prestigio como capitán y como hombre era tal que sabía que nadie me atacaría.
Y nadie me atacó. Pero un marino casi tan viejo como él me preguntó, cuando entendió con quién estaba hablando: ¿A qué vienes, a enterrar viejos fantasmas?
Era un poco cierto. ¿Por qué volvemos al lugar de nuestra guerra, si no es para poder finalmente enterrar nuestros fantasmas.
Aunque después, sobre todo en los meses de escribir, llegué a la conclusión de que lo que buscaba era justo lo opuesto: desenterrar fantasmas.
En muchas de las cosas que escribo desentierro fantasmas de otros. En ese libro, en ese viaje, en esa noche del Falkands Club, entre whisky y whisky, saqué a la luz los míos. Y bailé un vals lento y triste y reparador con mis fantasmas.
El club es muy estricto sobre el comportamiento de los aspirantes, pero una vez dentro se olvida de los criterios de entrada y permite que sus socios desatiendan los compromisos y se comporten como gamberros. Los criterios están en la Carta de Derechos Fundamentales de 2007, consagrados legalmente en el Tratado de Lisboa, y son ?los principios de libertad, democracia, respeto por los derechos humanos y Estado de derecho?. Se les conoce también con el nombre de Criterios de Copenhague, porque fueron las condiciones impuestas por la UE en 1993 para abrir las puertas a los nuevos miembros tras la caída del Muro de Berlín.
Veinte años después de colocar el listón, ahora se comprueba que son numerosos los socios que no pasarían el examen o sacarían notas dudosas. Así lo ha revelado un estudio realizado por Demos, un think tank con sede en Londres por encargo del grupo socialdemócrata del Parlamento Europeo, que lleva como expresivo título La democracia en Europa no está garantizada para siempre en el que se intenta medir los retrocesos democráticos en el conjunto de la UE.
Como era previsible, los nuevos socios del centro y del este de Europa se sitúan en lo más bajo de la tabla, mientras que entre los socios de la UE anteriores a 1993, aunque siguen obteniendo mejores notas en la evaluación, se registran retrocesos evidentes y un extendido malestar entre los ciudadanos sobre la calidad de sus democracias.
Los dos países peor situados son Bulgaria y Rumania, alumnos que se colaron sin suficientes méritos en el examen de entrada; y los que más han retrocedido son Hungría, debido sobre todo a la legislación y a los comportamientos del partido Fidesz en el poder, y Grecia, donde el crecimiento de una extrema derecha xenófoba se suma al desempleo altísimo, la corrupción, la agitación social y la desafección política. Según Demos, la crisis económica y las políticas de austeridad ?alimentan el nacionalismo rampante, el euroescepticismo y el extremismo político?, pero son fenómenos anteriores que se pueden localizar también en países fundadores de la UE.
España no se halla entre los que sacan peores notas en ninguno de las cinco dimensiones analizadas (procedimientos electorales, derechos y libertades, tolerancia de las minorías, ciudadanía activa, satisfacción con la democracia) e incluso las obtiene destacadas en respeto a las minorías, aunque retrocede en procedimientos electorales y derechos fundamentales y libertades.
Demos propone una batería de medidas para controlar y frenar los retrocesos democráticos en la UE. Sin euro no hay Europa, como ha dicho Angela Merkel; pero sin democracia, lo que quedaría sería lo contrario de Europa, la antieuropa ya experimentada por nuestros padres y abuelos y que es lo más próximo a la barbarie que hemos conocido en nuestra historia reciente.
Eduardo Lalo, ensayista, poeta, fotógrafo, artista del grabado, y escritor puertorriqueño, es autor de reflexiones de agudeza melancólica sobre su isla, una paradoja de la geopolítica colonial, cuyo excepcionalismo él asume como un enigma del lenguaje. ¿Cómo escribir sobre Puerto Rico? parece preguntarse, pero no para reafirmar sus convicciones, lo que sería trivial, sino para poner en duda a la escritura, lo que es más arriesgado porque empieza por el escritor mismo, por su lugar o, más bien, ausencia de lugar en la página sobreescrita de las ideologías y su buena conciencia. No en vano la gran literatura puertorriqueña ha propuesto la ilegibilidad de la condición colonial en metáforas de irresolución, en un exceso alegórico y vacío semántico: el incendio da cuenta de la representación en Maldito amor de Rosario Ferré; el embotellamiento de coches (“tapón” en el idioma local) es un apocalipsis social en La guaracha del Macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez; el detective que persigue al asesino de su hermano, que puede ser él mismo, en Sol de medianoche, de Edgardo Rodríguez Juliá.
Forjado en contra de la historia que le ha tocado, Eduardo Lalo (nació en Cuba en 1960, vive en Puerto Rico desde niño) se ha ido convirtiendo en una suerte de artista postmoderno, sin fe en la historia, que recorre su ciudad, San Juan, como si reconociera las ruinas de una naturaleza cuya presencia excesiva es una resta permanente. En esos márgenes de la sustitución, donde hasta el lenguaje encubre el vacío que nombra, el artista es el brujo sin oficio de una tribu sin atributo. La escritura, por lo mismo, se hace a mano y andando, en la desnudez de los signos, dentro del vacío de la comunidad improbable.
Leyendo su última novela, Simone (Buenos Aires, Corregidor, 2012) me pareció que más que otra novela era una novela menos: un proyecto narrativo sobre la pregunta más seria de todas: ¿por qué escribir otro libro? La respuesta de Lalo parece ser: para buscar otra novela, a partir de un narrador que en lugar de cederle su identidad a la ficción, hace de la ficción el espacio de su identidad. Buscar la verdad en la ficción lleva el precio de encontrar la ficcionalidad de la certeza. Salvo que la novela termine siendo la huella de ese debate, felizmente irresuelto.
El narrador que escribe asume una persona incierta, tanto en su aventura como en su escritura. Es una suerte de grado cero de la autoría, alguien que se lee leído, viviendo lo que cuenta, registrando su perplejidad. Pronto, el lector entiende que es parte de una comedia de la lectura. Nada tiene ello, sin embargo, de gesto vanguardista sino, más bien, de propuesta conceptual: la escritura se produce leída, la lectura es la escena del relato. Una mirada se construye entre fragmentos visuales y pistas borradas.
Esta es una novela silenciosa, escrita en voz baja, en un diálogo confidencial, donde los personajes saben menos que el lector de una trama elusiva y postergada. Simone, por cierto, es y no es Simone Weil, cuya palabra tácita, sin embargo, gravita sobre la escena social de esta novela: los migrantes pobres, esos cristianos primitivos de hoy, tienen en Li Chan, la huidiza amante china, su breve representación tentativa. Ella pertenece a la otra historia de la ciudad: la de los indocumentados, que en este caso no son solo trabajadores explotados sino la nueva fibra de lo humano, irónicamente tal vez la más libre. La novela, al final, se resuelve en esta muchacha controlada por distintos agentes de poder, todos poseídos por la convicción retórica de su lenguaje. Ella, en cambio, apenas habla, porque las palabras ya no la representan.
Y sin embargo, en esa elusiva promesa late la demanda de una ética ardiente: no la que nos mejora la autoestima sino la que nos pone en entredicho. Aquella que se revela como el lugar del otro en tí.
Por lo demás, esta es una novela que intermitentemente ensaya la posibilidad de dejar de serlo. Su demanda ética es también una conducta cultural. Y asume con valor el riesgo de una polémica levemente anacrónica: el papel de las editoriales españolas en la construcción de un cánon de narrativa latinoamericana. Como libro, Simone se busca en un margen fuera de los libros, en una literatura donde las palabras sean objetos, hechos, y no sólo lenguaje. Documenta la ficción y noveliza la denuncia. No deja de ilustrar su postura en un debate con un narrador español de poca monta que representa el éxito del mercado. Este arrebato de actualidad, sin embargo, se distiende ante la crisis editorial actual, dominada por los grandes conglomerados alemanes e italianos y por el mercado de saldos del Intenert.
Simone obtuvo el último Premio Rómulo Gallegos, el más ilustre premio a la novela en español. El jurado contó con Ricado Piglia, uno de los novelistas latinoamericanos de mayor agudeza crítica en el escenario narativo contemporáneo. Es un reconocimiento que se extiende, más allá de la misma novela, al colectivo puertorriqueño actual, un grupo valeroso de escritores y artistas que resisten y responden al destiempo histórico más abatido por la dependencia colonial y la complicidad de una clase política que ha corropido y reprimido casi toda alternativa de horizonte. La breve llama de esta novela late en esa oscuridad.
La escritura ya no puede redimir al narrador, tampoco a Li, siendo la novela misma otra forma del luto actual. Un luto que se cierne requerido de certidumbre, y que sostiene la apuesta estética de una verdad suscitada por la ficción.
Ventanas llenas de libros.- Pronto estará lista la segunda edición de Librerías (Anagrama), el ensayo de Jorge Carrión que todos los amantes de las librerías (y no solo de los libros) queremos compartir. Aquí hay una lista que seguro a Carrión le gustaría mucho leer: una secuencia de 30 fotografías, de diversas partes del mundo, con ventas de librerías. Algunas son hermosísimas. Por ejemplo, en la foro, la librería Ptyx en Bruselas, Bélgica. (Vía Flavorwire, en inglés).
Cuando falta menos de una semana para saber quién es el nuevo Nobel de Literatura, las apuestas casi...