Sergio Ramírez
Otra vez vuelvo a encontrarme en la sala de un aeropuerto con mi viejo amigo empresario nicaragüense, quien sin preámbulo alguno empieza a hablarme de la situación del presidente Obama, amarrado de pies y manos por un congreso hostil que ha paralizado el gobierno y amenaza con precipitar a Estados Unidos en el negro abismo de la insolvencia. "Estas son las consecuencias de un sistema que se ha vuelto inoperante, el congreso se amotina, y todo porque no hay un presidente capaz de tomar las decisiones sin estorbos", me dice.
He venido leyendo en el avión el artículo de George Friedman Las raíces de la clausura del gobierno, publicado en el sitio Geopolitical Weekly, que coloca el peso de la responsabilidad de la crisis sobre las minorías ideológicas. Como a la gente común le interesa más la vida privada que los asuntos públicos, argumenta, todo queda ahora en manos de esas minorías fundamentalistas, capaces de movilizar a los votantes que se identifican con ellos; el resto, no vota. Pero estas explicaciones de Friedman, que comparto, no son suficientes.
En el Tea Party, una secta de ultras enquistada dentro del partido republicano, muchos creen que sin el estado estarían mejor, extraños discípulos anarquistas de Bakunin, situados a su derecha; pero en su código ideológico está también la supremacía racial, y cada mañana que recuerdan que un negro está en la Casa Blanca, se les agría el desayuno. Esto es parte de esa vieja cultura ideológica WASP (blanco, anglosajón, protestante) que vio con horror a Martin Luther King.
Pero a mi amigo de los aeropuertos esas filosofías no le preocupan, sino que una democracia, por muy antigua que sea, no puede imponer su autoridad y se queda sin pagar a los empleados públicos y de cara al colapso frente a sus acreedores.
"Son democracias pasadas de moda", me dice. Me mira con mirada de preceptor de párvulos, me da unas palmaditas amables en la rodilla, y agrega: "Estamos mucho mejor en Nicaragua. Imaginate un congreso insurreccionado, los negocios quebrarían, y con ellos el país".
Entonces, me ilustra acerca de las ventajas del sistema político del que Nicaragua disfruta, donde no existe la menor posibilidad de disidencia. "¿Sabés de otro país donde el salario mínimo se decida de manera más rápida porque empresarios, trabajadores y gobierno llegamos a acuerdos apenas nos sentamos a la mesa de discusiones? Y es así, porque antes, ya todo ha sido consensuado entre nosotros y el presidente".
En un respiro de su alocución, le digo en ninguna parte de la Constitución de Nicaragua está escrito que el presidente pueda dar órdenes a los diputados, magistrados, o sindicatos. "¿Así como en Estados Unidos?", me pregunta sarcástico. Esos son los riesgos de la democracia, le respondo. Lo contrario significa que quien da él solo las órdenes sabe lo que es bueno y no se equivoca nunca, porque es infalible. Al contrario, el autoritarismo es ya una equivocación, que siempre prueba ser fatal.
Más bien me propone que en Nicaragua, en lugar de una asamblea de diputados ociosos, que viven como parásitos a costillas del erario público, debería haber otra, formada por representantes de los gremios útiles a la sociedad, las cámaras patronales, los bancos, los sindicatos de trabajadores, los colegios profesionales, las universidades, el ejército, y hasta la iglesia. Gente responsable, capacitada, nadie que no tenga estudios académicos podría sentarse en esa asamblea.
Veo, no sin alivio, que la muchacha del mostrador de la línea aérea está abriendo la puerta que lleva a la manga del avión, y que los pasajeros comienzan a alinearse. "Eso ya ha sido probado antes, el estado corporativo", le digo, a manera de despedida, "y fracasó trágicamente". Ya no tengo tiempo de explicarle ni dónde, ni cuándo, pero sé que volveremos a encontrarnos.