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La huida

Es muy útil distinguir en las narraciones las protagonizadas por un “yo” y las de un “ego”. Las primeras cuentan simplemente lo que hay y lo que ve el autor, mientras que las segundas narran cosas internas o subconscientes

En una ocasión, un grupo de abogados estaba reunido con unos colegas franceses y al término de la negociación, para celebrar lo que habían acordado, el jefe español le dio una palmadita al jefe francés y le dijo: “Bueno, como ya somos amigos, te propongo que nos hables de tú”. El francés puso una cara rara, carraspeó y comenzó con fuerte acento: “Bueno, yo nací en Cahors, mi padre era médico militar…”. Se detuvo al ver la cara de estupefacción de los españoles.

En español los pronombres son traicioneros y los escritores tratan de huir de ellos como del vampiro. Leyendo el último libro de Trapiello, una colección de artículos titulada Extraño país este (La Veleta), me topé con uno que trataba de modo indirecto el asunto. Al parecer, algunos lectores le afeaban a Trapiello el uso constante de “uno”: “Porque uno no lee un libro si no está seguro de que vale la pena”. O bien, “iba uno por Recoletos…”. Se justificaba el escritor diciendo que “uno” es la mínima expresión del “yo” y le permite huir a la tiranía de ese pronombre. Pero entonces añadía que de la ingente literatura autobiográfica de los últimos tiempos él distingue entre los del “yo” y los del “ego”. No voy a resumir los argumentos de Trapiello, pero los voy a usar a mi manera, o sea, los voy a traicionar, ya me perdonará el gran leonés.

A mi modo de ver es muy útil distinguir en las narraciones las protagonizadas por un “yo” y las de un “ego”. Las del yo son históricas y cuentan simplemente lo que hay y lo que ve el autor. Como decía el francés de antes: “Yo nací en Vilna, capital de Lituania”. El ego, en cambio, no narra cosas externas y comprobables, sino internas o subconscientes. Por seguir con el ejemplo: “Era el último año de la guerra y mi madre me parió en un almacén infame, con un palmo de agua en la que flotaban ratas panza arriba y donde amontonaban soldados muertos antes de llevarlos al cementerio”. Esta escena no pudo haberla visto. Era un recién nacido y tardaría un año en ser capaz de distinguir cosas, colores, formas. Así que esa espantosa visión era un fogonazo que le enviaba el subconsciente, quizás a partir del relato de su madre. Literatura del ego.

Literatura del “yo” querían serlo aquellos viajes de Cela, a la Alcarria y por Galicia, en los que no aparecía ni “yo”, ni “uno” sino “el viajero” o “el vagabundo”, pero en presente: “El viajero coge los tres reales de la mesa”, o bien “el vagabundo se bebe un cuartillo de vino”. Son modos de huir al maldito pronombre y de disimular bajo la tercera persona lo que todos sabemos que es el yo del autor. Pero no estoy muy seguro porque no tengo los libros a mano para constatarlo. En cambio, son mucho más frecuentes los viajes del “ego”, sobre todo en la literatura anglosajona, cuyo modelo, El viaje sentimental de Laurence Sterne, es desde el principio hasta el final un ego-trip genial. Muchos cumplen decentemente con un yo, muy pocos con el ego. No corras riesgos innecesarios.

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5 de julio de 2022
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Digresión: un encuentro en Ronda

Desde hace pronto dos decenios se celebra anualmente  en la ciudad de Ronda un seminario que lleva el título de “Encuentro Música- Filosofía”.  El tema elegido para este año es “Emoción y música contemporánea” y constituye un homenaje a la compositora finlandesa, Kaija Saariaho. Por gentileza del Teatro Real habrá una proyección filmada de “Only the Sound Remains”, opera en dos actos, estrenada en Amsterdam en  2016 con  libreto extraído de Ezra Pound  y del orientalista americano de origen español  Ernest Fenollosa.

Con motivo de la representación de la ópera en el Palais Garnier de Paris en 2018, tuve ocasión de referirme a la misma en este foro. Con dirección escénica de Peter Sellars,  la dirección musical corría a cuenta de Martínez Izquierdo, que estará presente en Ronda y participará en un coloquio con la compositora.

A través de una  doble alegoría,  la obra nos invita a una meditación sobre ese “inmenso edificio del recuerdo” que Marcel Proust cimentaba en un sabor o un aroma, pero también en la frase o gesto musicales, que Kaija Saarahio reivindica  tras  su enigmático título.

El título “Emoción y música contemporánea,” del seminario  de este año en Ronda es  casi voluntariamente provocativo. Si ciencia y emoción parecen casi de entrada conceptos contradictorios, más chocante es que se diga lo mismo en relación a la música contemporánea. Casi es popular la tesis de que una gran parte de la producción musical de nuestro tiempo excluiría esa “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática, definición por la RAE del término “emoción”.

Hace unas semanas evocaba aquí  un foro académico  en el tras presentarse  una composición pictórica maquinal como obra de arte,  un artista presente se alzó indignado, denunciando una suerte de superchería. Quizás sin saberlo, estaba motivado por una disposición kantiana,  estaba barruntando que la máquina había aplicado criterios propios de la razón cognoscitiva  (temática propia de la primera crítica kantiana),  apuntando a algo que concierne al sentimiento  de  lo bello o lo repulsivo (asunto que concierne a la  tercera de las críticas). Y decía al respecto que es como si un pianista creyera que su dominio técnico del instrumento (asunto a tratar  también en el marco de la primera crítica, pues hasta ahí se trata meramente de conocimiento) es lo que hace de él un artista. Pues bien:

Algo análogo se llega a decir de la música llamada contemporánea (paradoja puesto que se incluyen a veces obras como  Wozzeck –terminada de componer hace exactamente  un siglo-  El Gantxo de Mestres Quadreny- escrita hace casi 50 años). Se tiende a decir que se trata de música de laboratorio es decir, música macada por un formalismo que tiende a la objetividad y que poco tendría que ver  con la percepción (susceptible efectivamente  de una “conmoción somática”) de lo Bello y sublime, o de su contrapunto lo repugnante.

La emoción es subjetiva o inter-subjetiva, no tiene su criterio en la objetividad. En la pausa, la tarea  del general que hace balance  no es percibir la desolación del campo de batalla sino contar el número de caídos del que depende el éxito o el fracaso en la inmediata reanudación del combate. Hay literalmente un objetivo y en la prosecución del mismo la emoción (sin duda subyacente) es variable neutra.

Ciñéndose a nuestro tema: la emoción o su ausencia no dependen de los rasgos formales de la música ni de los parámetros que permiten categorizarla. Sea contemporánea o no, en la música hay una dimensión objetivable, que depende de una techne en el estricto sentido de nuestro uso de la palabra técnica. Y me atrevo a avanzar  una hipótesis:

Precisamente porque la iteración de la música llamada clásica ha facilitado esa objetivación que supone el ser archivada en la memoria, es muy posible que el estupor inherente a la percepción de la obra de arte, sea sustituido por el mero reconocimiento de algo perfectamente objetivo, de tal manera que en lugar de conmoción lo que se experimenta es la entrañable sensación placentera  que produce el sentirse en el hogar. Nada desde luego que tenga que ver con conmoción alguna.

Y un último apunte: tal reconocimiento de lo objetivo tiene muy poco que ver con esa otra memoria de lo no falsable  y no verificable, indisociable de la palabra que lo envuelve y hasta mero pretexto para el despliegue de la misma, memoria  que alimenta la obra de Marcel Proust y de la cual he creído encontrar ecos precisamente  en “Only The Sound Remains”.

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4 de julio de 2022
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Los libros de verdad

 

Hay un viejo video que de vez en cuando circula en las redes, donde un adolescente de lentes, con cara de sabio precoz, explica en detalle de qué se trata el artilugio que tiene en la mano, y al que pondera como práctico y sencillo de usar, entre sus ventajas la de que no necesita baterías, ni enchufarse. Se llama libro, explica.

En marzo de este año me senté a escuchar con fascinación el debate entre editores sobre “El libro de papel y el libro digital” realizado en Málaga en el marco del Festival de Escribidores de la Cátedra Vargas Llosa, en el que participaron Pilar Reyes, de Penguin Random House, Enrique Redel, de Impedimenta, Joan Tarrida, de Galaxia Gutenberg, y Phil Camino, de La Huerta Grande, bajo la moderación de Ramiro Villapadierna.

Entre las sorpresas que me he llevado al escuchar la conversación, la primera es que, el libro que se puede acariciar, sopesar, meterle la nariz para oler su aroma a tinta nueva o papel viejo, lejos de morir olvidado, está en vías de renacer, imponiéndose a las amenazas de su desaparición.

El triunfo de lo tangible contra lo intangible, de la realidad contra la ilusión, de la materia contra la simulación de la materia. Cuando cerramos un libro a medio camino de la lectura, el cerebro humano, que está dotado de una geo orientación, sabe en qué página nos quedamos y adónde regresar.  El proceso se entorpece cuando leemos en una pizarra de cuarzo, porque la memoria de la lectura cambia, y el cerebro se desorienta cuando reiniciamos de nuevo la lectura. No sabe adónde se quedó la vez anterior.

La reducción drástica de las tiradas de los periódicos, y la desaparición de sus ediciones impresas, en muchos casos, habla claramente del traslado de la lectura de las noticias al espacio digital. Pero no es lo mismo enterarse de lo que está ocurriendo en el mundo con sólo mirar a la pantalla del teléfono celular, que entregarse a la lectura de un libro, para lo cual necesitaremos varias sentadas. No simplemente un acto de información instantánea, sino de meditación, y de diálogo con quien escribe y con nosotros mismos; de preguntas que se abren a otras preguntas, de respuestas no satisfechas. Un viaje interminable.

De cada cien libros que se venden en España, sólo 5 son de formato digital, una proporción que en Estados Unidos crece hasta el 25%, compuesta sobre todo por novelas románticas y policíacas de las baratas, eso que se ha llamado “pulp fiction”, libros de leer y tirar, que se descuadernan fácil; y, en este caso, de borrar. Y la pandemia, que nos concedió ese espacio de tiempo y soledad para ver series, y para leer, hizo crecer la venta de libros de papel, mientras la descarga de libros electrónicos se estancó.

Otra novedad: casi todo lo que se lee en digital, es pirateado. Y es en el mundo de los libros en español donde domina la piratería, hasta en un 75%, un protagonismo triste, porque quienes se mandan uno a otros libros a través de las redes, no tienen conciencia de que se trata de un robo, y de todo el trabajo que hay detrás; porque si el libro digital es cierto que no pasa por el proceso de impresión y encuadernación, están los derechos de autor de quien lo escribió, el trabajo de edición, de corrección, de formato, y de traducción cuando la hay.

Claro que el libro digital no consume bosques enteros, como ocurre en el caso de los libros impresos. Y en la más lejana y olvidada de las aldeas se puede instalar una biblioteca de miles de ejemplares con sólo unas cuantas pantallas y una conexión de Internet, que abre paso, a su vez, a decenas de grandes bibliotecas digitales en el mundo. Una repartición democrática de las posibilidades de lectura, no sólo literaria, sino científica, y de formación técnica y escolar.

Si la venta de libros desechables crece en el mundo digital, la de libros infantiles, crece en el mundo material, porque son libros que se leen en compañía, entre niños y adultos, con el gusto de repasar esas hermosas páginas iluminadas, y leer una y otra vez la misma historia; igual que los libros de arte, que son objetos de deseo, y a los que no se puede entrar sino con fruición sensorial, en un acto de verdadera lujuria. Realidad y simulación. El libro electrónico no es sino una imitación del libro real. El formato, la tipografía, la textura y el color mate de la página que creemos que tenemos enfrente, son fingidos.  Con el libro digital no se ha hecho sino inventar lo que ya estaba inventado. Un avatar, como todos los demás habitantes del metaverso.

Cuando apagamos la pizarra, el libro ha dejado de existir, ha vuelto a la nada de donde salió. No es nuestro. No puede regalarse, ni heredarse. No lo hallaremos en ninguno de esos santuarios que son las librerías de viejo. Es un fantasma que no puede ser colocado en el estante donde sabemos que los libros reales están, y a los que podemos regresar cuando queramos.

 

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4 de julio de 2022
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El riñón del hogar

Son como los riñones de los hogares que no solo filtran los deshechos, sino que recogen las sobras de nuestra ansiedad. Actúan de forma parecida a la red de un trapecio en la que nos dejamos caer para que doten de armonía nuestras casas o atiendan a los nuestros, menores y mayores, porque estamos urgente y terriblemente ocupados en proveer. La condición de extranjeras de muchas de ellas ha fijado en su posición corporal, cargada de espaldas, mientras que sus manos ejercen el milagro cotidiano de quitar la pelusa, la grasa de las ollas, los mocos de los niños. Después de llevarlos al parque y bañarlos, hablan por Skype con los suyos, que enseguida se aburren: “Los hijos pierden el amor de uno”, le cuenta Deybi Vanesa a Cristina Sánchez-Andrade en Fámulas (Anagrama): “Un libro hecho de silencios”.

Se les buscó eufemismos menos clasistas que el de criada o chacha, pero su suerte quedaba a merced de sus empleadores, muchos con tendencia a la explotación. Lo suyo nunca ha sido un hobby, sino un trabajo intenso y reparador ­­–bien lo saben las amas de casa, doctas en economía sumergida–. A las empleadas domésticas se les exige paciencia y humildad, así como validar constantemente la confianza y soportar las inquinas que pueden caer sobre quien administra el orden en un espacio privado: que si roban, mienten, que si te odian como las famosas hermanas Papin, que asesinaron a su patrona y su hija, e inspiraron a Genet: “Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo”, dijo Christine Papin.

El Congreso ha aprobado por mayoría el convenio de la OIT que las protege igual que a cualquier otra persona trabajadora. La homologación de sus derechos repara una grave anomalía: el reconocimiento a lo que estaba sobreentendido como un trabajo miserable, sin derecho al subsidio, aunque consista en solucionarnos la vida mientras nos realizamos.

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1 de julio de 2022
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Retrato feroz de una cultura

Ya se sabe que un buen retrato no es el más fiel a los rasgos del sujeto representado, sino el que permite que todas las personas que lo observan puedan verse reflejadas. Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975) ha conseguido un magnífico e inquietante retrato de todo un país con la recreación de la “desaparición” de la escultura Equal-Parallel: Guernica-Bengasi, del prestigioso a la vez que polémico escultor norteamericano Richard Serra.

El hecho del que arranca el libro, al explicarlo, resulta tan breve como absurdo: la “desaparición” de cuatro bloques de acero que en su conjunto pesan más de treinta y ocho toneladas y que el Centro de Arte Reina Sofía había adquirido para su inauguración en 1986 por unos treinta millones de pesetas. Como explica uno de los personajes, Lidia Suárez, jefa de prensa del Ministerio de Cultura en enero de 2006, el hecho de que se impusiera el sustantivo desaparición para hablar del caso –porque fue la palabra utilizada por el primer periódico que lo hizo, ABC– ya dota de cierta ironía burlesca a todo el asunto. Afirma Serra que “el material con el que trabajas se convierte en una extensión de quien eres”, aplicado al trabajo de Tallón, entonces, podemos afirmar que él está detrás de las múltiples voces que reúne para reconstruir cómo se explicó el suceso, cómo reaccionaron los periódicos, los servicios de prensa, de conservación, de vigilancia, de administración, la policía, los juzgados, los ciudadanos, los galeristas y el propio artista. Así consigue un gran libro que abre el debate sobre su género. No estamos ante un nuevo seguidor de Carrère que se autodesigna testimonio privilegiado de un acontecimiento asombroso y lo pasa por su cedazo personal, puesto que el escritor da la voz a los numerosos personajes, sin acabar de esclarecer qué pertenece a la crónica y qué es ficción. Sin embargo, es obvio que Tallón está detrás de todos ellos y ellas. Es el gran libro que perseguía desde hace muchos años y al que le ha dedicado muchos esfuerzos, armándose de paciencia, superando la pérdida de personas que le animaron a llevarlo a cabo e incluso resistiendo los embates de una administración pública a la que le cuesta modernizarse y ponerse a la altura del marketing y la retórica que utiliza para presentarse al mundo.

Era necesario que el autor pasara por el calvario que ha debido de suponer la redacción de este libro. La anécdota de la desaparición se explica pronto, y fue tema destacado de la prensa de todo el mundo. Sin embargo, recopilar la documentación y los testimonios que demuestran cómo fue posible una noticia así y de qué modo, en palabras del artista Juan Genovés, todavía “en España se nos escapa el tercermundismo por todos lados”, requería tiempo y que el cronista lo sufriera en primera persona. La anécdota es sólo la excusa para ofrecer un iluminador manual de funcionamiento de las principales estructuras del mundo del arte contemporáneo, donde artistas se mezclan con galeristas, coleccionistas y banqueros en escenarios tan inquietantes como el puerto franco de Ginebra. En este panorama, cómo no podía ser de otra manera, ocupa un lugar destacado, a quien a veces vemos como el artista malhumorado y entronizado, otras como un señor que viste tejanos, camiseta y una gorra mientras se mezcla con los operarios que instalan y manipulan las enormes piezas de metal que componen sus obras. El escultor es el personaje mediante el que Tallón contrapone la voluntad de alguien que se declara como “artista del peso” y que señala como último objetivo de sus obras que creen un espacio conjuntamente con las personas que lo habitan y que experimentan cuando lo transitan –en el libro también tiene su protagonismo El muro, ubicado en la Verneda, la primera obra pública de Richard Serra en España–, puesto que sólo adquieren su sentido pleno cuando están en el lugar para el que fueron pensadas. En respuesta a la petición del Reina Sofía, Serra acabó haciendo una copia de la obra desaparecida, aprendió a convivir con la idea de que España era un país en el que, diariamente, miles de personas se afeitaban y depilaban con pequeños fragmentos de su obra maestra.

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29 de junio de 2022
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Un eclipse de sol

Hoy hace cuarenta grados a la sombra en Madrid y la ciudad parece arder en un fuego invisible pero tenaz, que poco rebaja en las noches. Apenas media junio y ya el verano avienta sus fraguas a más no poder, lo que anuncia un verano temible y hace añorar los calores del trópico centroamericano, que en la memoria me parecen más piadosos. Es el mismo ardiente viejo sol de encendidos oros que hacía huir a Rubén Darío hacia tierras de Asturias, adonde yo he venido, no en plan de veraneo, o de “hacer la cura”, como se decía entonces, sino para participar en la clausura de las tertulias de Campoamor, en Oviedo, y en la Feria del Libro de Gijón.

Las estancias de Darío en Asturias fueron tres, en 1905, 1908 y 1909, la primera siendo cónsul de Nicaragua en París, y las dos últimas embajador en España, y sobre ellas ha escrito un libro el padre Julián Herrojo, antiguo rector de la basílica del Sagrado Corazón en Gijón, y hoy párroco del Santuario del Cristo de las Cadenas en Oviedo.

A finales de junio de 1905 llega Darío a la aldea de pescadores de San Juan de La Arena, en la costa del mar cantábrico, frente al puerto carbonero de San Esteban de Pravia, allí donde desemboca el río Nalón. En una crónica de la época se dice que tanto él como Vargas Vila “abandonaron Madrid, para hacer sus curas respectivamente”. Hacer la cura en los balnearios, que quería decir baños de mar y en fuentes termales, y beber aguas minerales en bien de la salud quebrantada.

Cuando aún no cumplía los cuarenta años, a Darío lo amenazaba ya la cirrosis, que terminaría por matarlo una década después, presa siempre de la neurastenia impenitente, para no hablar de los dolores de la vida, que le quitaban sueño y sosiego.  No iba, por tanto, huyendo solamente del calor aterrador de Madrid. Poco antes, el 10 de junio, había muerto de bronconeumonía su primer hijo, bautizado como Rubén, pero al que llamó “Phocas, el campesino”, en uno de sus poemas memorables: “Tarda a venir a este dolor adonde vienes, /a este mundo terrible en duelos y en espantos;/duerme bajo los Ángeles, sueña bajo los Santos, /que ya tendrás la Vida para que te envenenes...”.

Estuvo con él en Asturias esas tres veces Francisca Sánchez, la madre del niño, enterrado ahora en la aldea de Navalsauz, en la sierra de Gredos, que aún hoy sigue teniendo tan pocos habitantes como entonces, menos de 300. Ella, “Lazarillo de Dios en su sendero”, sería recordada en otro poema suyo no menos memorable: “…hacia la fuente de noche y de olvido, /Francisca Sánchez, acompáñame...”

“Los ardientes veranos iba yo a pasarlos a Asturias, a Dieppe, alguna vez a Bretaña”, anota en La vida de Rubén Darío escrita por él mismo. Desprovisto casi siempre de recursos para un veraneo de los que se hacía en Dieppe, donde desde entonces se iba para ver y ser visto, prefería mejor aquellos parajes sin pretensiones turísticas, donde el río Nalón se abre en estuario, a los que se llegaba desde Oviedo en el ferrocarril Vasco Asturiano, inaugurado ese mismo año: “me he venido a un rincón asturiano pequeño, solitario, sin más casino que ásperas rocas, ni más automóviles que loa cangrejos -ante el caprichoso cantábrico”.

Es el mismo tren llegaron los primeros ejemplares de Cantos de vida y esperanza, su obra cumbre, con pie de imprenta del 23 de junio. La edición constaba de 500 ejemplares, pagados de su propio bolsillo, con lo que se ve que ni entonces, ni ahora, publicar poemas era ningún negocio.  La factura de la imprenta era de 816 pesetas con 25 céntimos.

Un indiano que había vuelto rico de América, Edmundo Díaz del Riego, abrió en San Esteban de Pravia un restaurante de lujo, y barato, “El Diamante”, extraño para un puerto de tan pocos paseantes foráneos, donde el sibarita consumado y pobre que era Darío podía encontrar, según se preciaba el propietario, quien redactaba los anuncios “el foie gras, de Roch; las trufas, de Perigord; el faisán, de Clement; el Borgoña, de Buffet, de Dolnay y de Poumard … ¡Y hasta el Maná, de Sicilia, de la casa Giuseppe Decco!”.

Esa temporada asturiana de reparaciones espirituales y físicas de 1905 fue larga, y el 30 de agosto pudo presenciar Darío, desde allí, el eclipse de sol que describe en una crónica, buen ejemplo para aprender a escribirlas:

“La luz se había ido poniendo rojiza, y flotaba sobre el mar y sobre la tierra como una extrañeza fantasmagórica…Al crepúsculo enfermizo que iba en progresión, sucedió una noche súbita, no de completa obscuridad, sino iluminada vagamente por uno como temeroso efluvio de luz. Vi los rostros de las gentes lívidos. Las gallinas habían buscado su refugio nocturno…en larga banda pasó un ejército de gaviotas, quizá en busca de los nidos. Un repentino frío invadió la atmósfera. Sentí un verdadero malestar físico y una innegable inquietud moral. Mis ojos contemplaban allá arriba un astro milenario, un meteoro de funestos augurios…”

Y mientras Madrid hierve, pensemos en un eclipse que por unos segundos se lleve la luz incandescente del sol.

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28 de junio de 2022
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Animales, demencias, ausencias

"Los animales son amigos tan discretos que ni hacen preguntas ni repiten chismorreos", pensaba George Eliot. Cierto: practican las virtudes del silencio, seguramente intuyendo que si supiéramos lo que piensan de nosotros, su destino sería más adverso.

"La palabra no está hecha para cubrir la verdad, sino para decirla", pensaba José Martí. Glorioso pensamiento negado por la realidad, ya que a menudo las palabras ahogan la verdad en lugar de iluminarla, y ante esa evidencia, da igual para qué están hechas las palabras.

"No es cierto que todo sea incierto", decía Pascal. Sí, salvo en política.

"Es difícil conocer a un necio si es callado", aseguraba Alonso de Ercilla, pero ocurre que los necios no se suelen callar. Dificultad solucionada.

Doble imperio: La soledad es el imperio de la conciencia y el imperio de la demencia

En toda disputa la verdad acaba brillando por su ausencia.

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27 de junio de 2022
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Campion la exploradora

La aparición en nuestras grandes pantallas de Jean Campion tuvo mucho de exotismo, geográfico más que femenino, habiendo para entonces (fuera y dentro de España) no pocas directoras en ejercicio. Era además la primera neozelandesa que se hacía notar internacionalmente, ganando con El piano la Palma de Oro en Cannes.  Corría el año 1993, y la noción o las características de un cine llegado de Oceanía no eran fáciles de fijar; de hecho, y a pesar de haber vivido yo casi nueve años en Gran Bretaña, ella fue la segunda persona que conocía, ligada al arte y nativa de aquel remoto lugar de la Commonwealth, después de haber tratado unos cuantos años al legendario catedrático de Literatura española en Oxford, Sir Peter Russell, cuyo humor anguloso y su risilla aguda y a trompicones atribuían algunos de sus colegas universitarios al carácter de aquellas islas en las antípodas.

Fui a ver cuando se estrenó El piano, sin sentirme cautivado, pero dejé pasar el tiempo antes de reincidir, no siendo tampoco ella una directora prolífica; sus cortos primerizos y sus trabajos para televisión los he visto ahora, en el ciclo que entre marzo y abril del 2022 le ha dedicado la Filmoteca Española. También recuerdo haberme impacientado en 1996 con su Retrato de una dama. Claro que adaptar esa novela no era tarea fácil; son muy pocos los cineastas que han salido bien librados del hechizo, un tanto mefítico, de Henry James. Por esas circunstancias o por mi dejadez, no vi nada suyo después de aquellos tibios encuentros, hasta que se estrenó hace unos meses El poder del perro, iniciándose ahí un verdadero idilio  con la cineasta neozelandesa crecida y formada en Australia y hoy plenamente aceptada por Hollywood, donde ha vuelto a ganar un Oscar (best director), después de las varias nominaciones y el triplete de estatuillas que obtuvo El piano.

El conocimiento casi completo que ahora tengo de la filmografía de Campion me ha hecho, es lógico, cambiar de parámetros, y de esa nueva visión emerge como rasgo esencial y fascinante su condición de exploradora, no limitada, como veremos, a sus remotos confines propios, tan destacados en la trama de El piano  y en su anterior, y ya muy logrado retablo o trilogía de origen televisivo Un ángel en mi mesa (1990), que recoge la vida de la escritora y compatriota suya Janet Frame. Ese carácter exploratorio de aventurera lírica tiene un soporte nada convencional, ya que a la directora le atraen los paisajes abruptos más que los bellos países, los comportamientos fuera de norma o indómitos, lo callado por encima de lo dicho. Formalmente, la distingue su poder de síntesis y su pronunciado gusto por las elipsis, que marcan de modo tan rotundo como delicado la ya citada Un ángel en mi mesa, una película (posterior a Sweetie , su debut, que no he visto) que yo definiría como un anti-biopic, pues más que retratar recompone fragmentariamente a la escritora en sus brotes de esquizofrenia, en su entorno de tragedias e incomprensiones familiares, en sus manicomios; cuando a Frame le llega el éxito inesperado por sus novelas y sus viajes de liberación, el tratamiento no es triunfal, sino misterioso, como lo eran, desde niña, las desdichas de la propia Janet. Campion gusta de la literatura y se muestra en todos sus films como buena escritora de guiones, algo que advertimos en las ‘grandes máquinas’ narrativas como la ya citada, o El piano, pero también en las entregas de la serie para televisión Top of the Lake, en la que ella escribió los libretos de todos los episodios.  Cuando los dirige, como en el capítulo segundo de la segunda temporada, la calidad de su estilo se hace visible, así como las invariantes; la desnudez y el deseo, los cuerpos, mancillados o expuestos, cobran una carnalidad que puede ser, según cada capítulo, tan resplandeciente como peligrosa. Y también dolorosa: la escena del reconocimiento de un cadáver en la morgue (en el citado capítulo de la segunda temporada) está filmada con una mórbida elegancia que la hace bella y conmovedora, sin adherencias macabras o sentimentales.

Hay películas de Campion, sin embargo, prometedoras pero mucho menos logradas. Hablamos antes de Retrato de una dama. ¿Cómo se adapta una novela cuyo arranque es este?: “En ciertas circunstancias hay pocas horas en la vida más agradables que la hora dedicada a la ceremonia conocida como el té de la tarde. Hay circunstancias en las que, se comparta el té o no –es indudable que algunas personas nunca lo toman- la situación es en sí misma deliciosa. Aquellas en las que pienso al comenzar el desarrollo de esta sencilla historia ofrecían un admirable escenario a un pasatiempo inocente. Los utensilios del pequeño refrigerio habían sido colocados sobre el césped de una antigua mansión campestre inglesa, en lo que yo llamaría el punto perfecto de una espléndida tarde de verano. Una parte de la tarde se había desvanecido, pero aún quedaba mucha, y la que quedaba era de la mejor y más rara calidad” (la traducción es mía). En este setting  tan tangible y a la vez tan abstracto aparecen en el libro, al cabo de unas líneas, las primeras sombras humanas; Campion hace una filigrana, introduciéndolas en los títulos de crédito iniciales con imágenes del tea party descrito en el texto, aunque sin voz ni silueta definida. El intenso drama llega a continuación, con una gradación de escenarios (Inglaterra, París, Roma, Florencia) y un reparto de estrellas de alto brillo propio, que a veces se interpone como aria o recital que opaca al conjunto coral. La personalidad enriquecedora, con todo, no desaparece: hay un beso bajo una bóveda florentina en el que John Malkovich (en el papel de Gilbert Osmond) mira sesgadamente como un diablo a la vez que besa, y, hacia el final, el vuelo de una larga falda femenina, la de Isabel Archer (Nicole Kidman), yendo por la escalera en ayuda de un moribundo, da honores de metáfora al adulterio.

De Holy Smoke (1999), por el contrario, decepciona aquello que más nos gusta en Campion, su aventurerismo, sus ganas de ver nuevos mundos, o desenterrarlos. En este vodevil psicodélico la parte lejana (el Norte de la India con sus ricksaws, sus gurús y sus parsimoniosas vacas sagradas) tiene color local, sin amenaza, y la confrontación entre ese mundo y el de la jovencita burguesa de Sidney (Kate Winslet) seducida por un Santón desemboca no en un cisma sino en melodrama familiar de poca monta, mejorado en la parte final por la presencia cómica de un recuperador de “colgados” que se convierte él en colgado de la jovencita, papel interpretado con su habitual maestría por Harvey Keitel. O el fracaso de Bright Star (2009), sorprendente a esas alturas de su filmografía: el territorio amoroso es la Inglaterra de los primeros años del siglo XIX, donde se sitúan los amores del poeta John Keats con Fanny Brawn, estando todo muy bien revestido, pero en un romanticismo programado que no le corresponde a esa pareja de amantes ni a Campion, que sabe desempeñarse mucho mejor de abogada de los descarriados.

Las geografías parlantes, vociferantes en muchas de las escenas, así como los caracteres mudos o incomprensibles de El piano y el gran taciturno Phil Burbank (Benedict Cumberbatch) en El poder del perro, hacen de estos títulos separados por casi treinta años sus dos obras maestras. La primera ha ganado en poso, en profundidad, en resonancia y vigencia (quizá era yo el superficial en 1993). Y tampoco la recordaba de aquel entonces tan exquisitamente elaborada (sin amaneramientos) en la composición de los planos, en las escenas de playa y en las de jungla. Lo esencial, creo yo como espectador actual, son las figuras que pueblan y descubren esos lugares, tan rudas y cortantes, unas y otros, temperados ambos por un piano; pocas veces ha dado el cine tanta prestancia y tanto protagonismo a un objeto, dotado, eso sí, de voz propia. Un instrumento que actúa, incluso cuando no extraen música de él; unas veces a modo de orquesta, otras como tótem de un poder extraño desafiando el embate de las olas en una playa inacabable (y qué oportuna esta vez, y qué inspirada, la partitura de Michael Nyman). Se trata de una de las imágenes de más potente lirismo que ha dado el cine de finales del siglo XX. El piano como encantamiento, incluso de los nativos maoríes que se expresan con sus tatuajes. La voz humana en los intersticios de uno de los escasos films que con su voz narradora, nunca superflua, nunca farragosa, dota de un sentido dramático a una escritura mágica.

Aunque también la enfermedad y el contagio recurren en la obra de Campion, su última película, El poder del perro, puede engañarnos por su pertenencia a un macro-clima que todo lo devora y lo marca, el western. ¿Es el primero con un subtema queer hecho por una mujer? Es, en cualquier caso, un salto vertiginoso: al estado de Montana, al cine de vaqueros y domadores, a la epidemia animal que lo sobrevuela y produce su trágico desenlace, a la homosexualidad masculina. La curiosidad de esta cineasta transeúnte parece no tener límites.

El piano de El piano tiene su equivalente semántico en El poder del perro, o yo se lo veo, cazador como trato de ser en casos de persistencia temática cinematográfica; lo que antes se llamaba “cinéma d´auteur”. En esta obra última de la directora una parte de la personalidad del joven afeminado Peter son las flores que pinta a mano, bellas y frágiles. El primer acto de odio, de rechazo humillante y de oculto amor del soberbio Phil Burbank, un hombre fuerte debilitado por su vergonzante pasado en el terreno sexual, es destruirlas en una escena corta y contundente. Peter, que es el hijo adolescente de la viuda Rose (Kirsten Dunst) casada con el otro hermano Burbank, no parece angustiarse por ello. Se ha dado cuenta de que su suavidad femenina subyuga al macho prototípico que encarna Phil; casi se diría que el chico ha calado en el secreto escondido del hermano de su padre adoptivo. En ese marco viril de los grandes espacios del rodeo y la dominación de los temperamentos rebeldes la trama subterránea de El poder del perro adquiere retorcidos y muy sutiles tintes jamesianos. Y la película acaba siendo el retrato de un altivo vaquero de Montana víctima de una venganza sibilina fundada en una serie de metonimias: unos guantes blancos, una cuerda infectada, un lazo criminal.

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24 de junio de 2022
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La distancia más corta entre dos puntos es el arabesco

 

Fue guionista de Fellini (La dolce vita, La strada...) y de Antonioni (La notte),  trabajó con Azcona y Berlanga, su humor influyó a Eduardo Mendoza y  Vázquez Montalbán. En Italia es un autor de culto y en España sigue siendo semi desconocido. Ahora se cumplen 50 años de la  muerte  de Ennio Flaiano y aquí rescato su vertiente de aforista.

El aforismo es un destello de la palabra, un relámpago de sentido, un dardo de luz que  impacta en algún punto de nuestro cerebro para despertarnos de la modorra de la palabrería hueca y de la lógica solemne. Comparte la chispa del ingenio y la falsa ligereza poética del verso. Hay en él un placer análogo al que nos proporciona la insólita pirueta del acróbata o la finta inesperada de un jugador que rompe la rutina de un espectáculo deportivo y que premiamos conservando el instante en la memoria, aunque no nos haya dado el triunfo. 

Nietzsche vistió al aforismo con la metáfora del latigazo. Su Zaratustra danzando y dando latigazos dionisíacos me recuerdan, véte a saber por qué, a Michael Maeden en Reservoir dogs cortando la oreja a un pobre policía, mientras baila y tararea irónicamenente Stuck on the middle with you. Yo prefiero la risa sabia de Lichtemberg o de Chamfort. O la de Ennio Flaiano, del que este año se cumplen cincuenta años de su muerte.

Ennio Flaiano (1910-1972) consideraba que ser italiano era más una profesión que una nacionalidad. Era una época en la que se quería olvidar a Mussolini y no había nacido aún Salvini. Romano de adopción, tras pasar su infancia en los Abruzzo y haber combatido en Abisina, detestaba el fascismo, el fútbol, la crónica negra y la vida mundana. Ganó con 37 años el premio más prestigioso, el Strega, con su anticolonialista Tempo di uccidere. Los críticos dijeron que esperarían su segunda novela para dar su dictamen. En vano, porque la escritura de Flaiano es la del fragmento, la reflexión, el apunte diarístico, el relato breve, la crónica en la Terza del Corriere, el teatro y, sobre todo, el cine. Fue el guionista de las mejores cintas de Fellini, de La notte de Antonioni y films de Risi, Rossellini o Mario Soldati, su gran amigo. Trabajó com Berlanga en Calabuch y El Verdugo  y firmó con Azcona el guión de Una moglie americana. Es evidente que  fue un autor leído por Juan García Hortelano y Manuel Vázquez Montalbán y que Eduardo Mendoza se inspiró directamente en un Marziano a Roma para escribir Sin noticias de Gurb. Observar el mundo como si fueras un visitante de otro planeta es una buena estrategia para huir del cliché, bien conocida por los clásicos y los antropólogos.

Flaiano era el arquetipo del italiano medio de postguerra, bajito, grueso, con bigote a veces a lo Groucho, a veces con la forma de tilde francesa que le daba un aire circunflejo. Podría pasar por un funcionario, si no fuera por su verbo temible en las veladas de los cafés romanos, envuelto en el humo de sus cigarros. En las fotos del rodaje de La dolce vita aparece tímido, dejándose fotografiar a desgana por la exuberante Anita Ekberg, y en otras, confidente de bellezas más cercanas, Sophia Loren o Giluietta Massini. 

La historia con Fellini empezó a torcerse cuando vio que el cineasta derivaba hacia la magia y convocaba a Pasolini para asesorarle en La Dolce vita y Le notte di Cabiria, o cuando le dolió que se apropiara de pasajes extraídos de su infancia en 8 e ½. «Además de dirigir la película —dijo en público Fellini—, quiero ser autor de la historia y colaborador en el guión. En este caso es una tontería preguntar quién es el autor de la película. Sería como preguntarle a un poeta si el autor de los versos es él o el papel y la tinta que utiliza«. «Ciao, caro Fellini. Las amistades frívolas acaban por una frivolidad», cortó relaciones tajante Flaiano. «Caro Flaiano, nunca he tenido dudas sobre la frivolidad de tu amistad, pero qué quieres hacer con ella, realmente eres así e incluso la carta que me escribiste es frívola. ¿Termina la colaboración? Lo siento. Me pareció que después de todo disfrutaste al trabajar con nosotros y no te hice quedar mal como sueles hacer con otros directores. Caro Ennio, te saludo y buena suerte para ti también, frívolamente», respondió el cineasta.

Que Flaiano escribiera aforismos iba con su carácter desganado y el desánimo existencialista de quien cree que el mundo no va mejorar por mucho que se empeñe en ello, «un cínico —decía— que tiene fe en lo que hacía». Los grandes solitarios acostumbran a ser también grandes tímidos que utilizan la ironía para esconder su ternura. Él la reservaba para su hija, Lelé, a quien quería con pasión, nacida con una enfermedad cerebral de su matrinonio con la matemática Rosetta, hermana de Nino Rota. Por qué escribir un gran libro, si puedes hacer una película; por qué una película, si puedes escribir un guión; por qué un guión, si puedes escribir una  nota. O el  incumplimiento del firme propósito de cambiar de vida, levantarse a las seis de la mañana, asearse, vestirse, dar cuenta de un buen desayuno, fumar un par de cigarrillos, plantarse decidido ante la mesa del trabajo… y despertarse a medianoche... Es efectivo porque él es el primero en reírse de sí mismo: «La estupidez de los otros me fascina, pero prefiero la mía». Un escepticismo que enlaza con el desasosiego de Renard, alguien para quien vivir se ha convertido en un ejercicio burocrático: tiene todas las respuestas y cumple lo que se espera de él en el matrimonio, en el trabajo, en su compromiso cívico, pero que al final del día, a solas, enfrentado  a su vacuidad, se acerca a la boca el cañón del revólver.

En sus aforismos a veces se limita a subvertir el tópico: «El fracaso se me ha subido a la cabeza»; sacar rédito al pesimismo ( «ánimo, lo mejor ya ha pasado») o dar esperanzas a  una relación: «tal vez, con el tiempo, conociéndonos peor…». Conoce bien el carácter italiano, para el que «la distancia más corta entre dos puntos es el arabesco» y «es el primero en acudir en socorro del vencedor». Su crítica a los intelectuales falsarios se hizo sangrante en La dolce vita, y en sus  puyas «No soy comunista porque no puedo permitírmelo», «quieren la revolución, pero prefieren hacer barricadas con los muebles de otros» o el epigrama: «En esta casa señorial con dos baños/ vivió y trabajó tenazmente Alberto Moravia, / quien, fiel a la cúspide suprema de su arte/, el Aburrimiento/  en innumerables novelas prodigó».

 Tiene microrrelatos de humor negro terribles:

«A: Sinceramente, ¿le gusta la mierda?

B: De vez en cuando, para variar.

R: Error. Ha de comerla siempre. De vez en cuando, da asco»

«Primer Acto: viola a la hermana, sodomiza al hermano. Segundo Acto: lo mismo con la madre y el padre. Tercer Acto: Descubre que es un hijo adoptivo y se pega un tiro»

Otras veces es un chiste, una observación, un apunte, un juego de palabras, una paradoja. Les traduzco unos cuantos ejemplos : 

«La situación es grave, pero no seria»

«Quien rechaza el sueño se masturba con la realidad».

«Mi gato hace lo que me gustaría hacer, con menos literatura».

«Con los pies bien puestos en las nubes»

«El psicoanálisis, querida señora, es una pseudociencia inventada por un judío para persuadir a los protestantes de que se comporten como católicos»

«¿Te has dado cuenta de que el sexo masculino en reposo siempre tiene un aire de disgusto y desaprobación?»

«Sí, es un escritor brillante, pero como el fuera de serie del año pasado»

«Señora, con gusto me acostaría con usted, si no fuera un precedente»

«Sí, vivimos en una era de transición, como siempre»

Por supuesto, no todos sus textos son brillantes ni acertados, ni su sentimiento de soledad era absoluto, porque, a fin de cuentas, sabía que «los otros son, para bien o para mal, la prueba de que estamos vivos. No los subestimes»

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22 de junio de 2022
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Mariúpol, ¿el nuevo Gernika?

 

Lo descubrí en la nueva librería de mi barrio. Un milagro, que todavía se abran pequeñas librerías para los vecinos. Allí estaba, entre las repisas que muestran las portadas, porque los libros ya no se ordenan en los comercios por el lomo, sino que se exhiben por la cubierta, la tapa de siempre. Lo llamativo no fueron los colores malvas de la misma, o que fuera bajo el sello de los Libros del Asteroide, cada día más prestigioso: la edición en castellano desde Barcelona que se renueva, con Periférica, Acantilado, Nórdica… mientras los políticos discuten de idiomas hegemónicos en la escuela.

Me llamó la atención el título, Mi madre era de Mariúpol, la ciudad portuaria que desde Ucrania domina el mar de Azov, esa lengua de agua que propicia el mar Negro junto a la península de Crimea, tierras que fueron turcas y tártaras hasta la llegada del gran amante de Catalina la Grande, el príncipe Gregori Potemkin, quien al frente del ejército imperial ruso hizo posible el sueño eslavo de alcanzar el cálido sur rumbo al mitológico Mediterráneo: el llamado “proyecto griego”. No alcanzaron Estambul, pero ese era el objetivo final, hacer renacer Bizancio al mando de una corte cristiana e ilustrada desde la báltica San Petersburgo; la gran nación eslava entre dos mares.

En su nuevo sur, los rusos modificaron los topónimos y fundaron ciudades –un catalán nacido en Nápoles lo hizo con Odesa, sin ir más lejos–. Simferópol, Sebastopol, Mariúpol… con el sufijo pol, del griego polis. Mariúpol no está dedicada a la Virgen María como erróneamente creyó el Papa Francisco en un twit reciente, sino a una dama rusa, María Feodorovna, tal vez otra amante del poderoso Potemkin. Lo cierto es que nada más comenzar la invasión de Ucrania volví raudo para comprar el libro.

Mi madre era de Mariúpol está escrito originalmente en alemán, pero su autora, Natascha Wodin es hija de la convulsa historia del Este europeo. Esta obra ha ganado diversos premios literarios, entre otros el de la feria del libro de Leipzig en 2017, pero estas últimas semanas, cuando caían a cientos los misiles sobre la Mariúpol real, convertida en símbolo de la resistencia y la devastación, sus páginas cobraban una dimensión colosal. Wodin creía buscar el rastro de su madre y terminó escribiendo una novela surcada de referencias documentales, divulgación histórica y autoficción. El resultado es conmovedor y da cuenta de la profunda ignorancia de Occidente respecto de la historia íntima de la Europa eslava. Lo advirtió hace décadas Milan Kundera.

Lo resumo sin hacer demasiado spoiler. La madre de Natascha Wodin nació en el seno de una familia burguesa y culta en la suave ciudad portuaria de Mariúpol, al poco de la revolución soviética. Sufrieron lo suyo ante el nuevo orden, y en especial durante la célebre hambruna estalinista de los años 30 en Ucrania. Con la llegada de los nazis comenzaron las persecuciones contra los judíos y las deportaciones de ucranianos sanos hacia las fábricas de armamento alemanas, donde subsistirían en régimen de semiesclavitud. La madre de nuestra escritora sobrevivió, pero no pudo volver a la URSS dado que el régimen soviético consideraba traidores a aquellos que, en vez de quitarse la vida o morir saboteando al enemigo, prefirieron ayudar en la industria bélica.

Ella, como muchos otros, se quedó a vivir en la nueva Alemania, en un barrio periférico construido para el realojo de los que a partir de entonces consideraron como apátridas. La madre muere joven, no verá crecer a su hija, y ésta, ya bajo la condición de alemana, iniciará la búsqueda de los orígenes de su familia hasta llegar a la soleada y estratégica Mariúpol, la misma ciudad que también fue arrasada durante la Segunda Guerra Mundial.

Reducida hoy a escombros, con cerca de cien mil personas, mariupolitanos, viviendo en los sótanos y refugios durante muchos días, su comparación con el bombardeo de la Legión Cóndor en Gernika (abril del 37) no pudo ser más oportuno por parte del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski ante las Cortes españolas. Algunos miembros de la izquierda radical hicieron el ridículo ausentándose de la histórica sesión, incluso levantando sospechas contra el valor democrático de los ucranianos.

Por más razones que la historia o la geoestrategia le den a Rusia, resulta de una pequeñez ética imperdonable no condenar los excesos de guerra por parte del Ejército ruso en Ucrania, donde emulan la lluvia artillera que antes llevaron a cabo en Siria o en Chechenia, el llamado bombardeo de saturación o de alfombra, conocido así, precisamente, desde Gernika y Durango. Un programa cercano al exterminio que también emplearon los aliados –y del mismo modo, condenable– cuando desplegaron los ataques aéreos en Alemania con sus Lancaster, los B17 y B29, reduciendo a cenizas ciudades enteras como Dresde, la espléndida capital cultural y barroca de Sajonia. Otra gran novela, Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, da cuenta de ello. Y no hablemos de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, moralmente indefendibles desde cualquier punto de vista.

Peor todavía fue la histriónica actitud de Vox al obviar el suceso de Gernika y esgrimir la matanza republicana de Paracuellos. Queda al desnudo su catadura y la toxicidad ideológica de esta formación política, cuya adhesión a uno de los dos bandos de la Guerra Civil parece seguir inquebrantable. A estas alturas, resulta de una inanidad insufrible no saber –ni reconocer– que en los episodios bélicos se cometen carnicerías en todos los frentes. Vengan de donde vengan las masacres, seamos aliadófilos o de simpatías rusófilas, comunistas o falangistas, militares o pacifistas… no es posible alinearse con los atentados de lesa humanidad. Ni ahora ni en el pasado.

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22 de junio de 2022
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