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Pompas británicas al servicio de la política

Por 20 de septiembre de 2022 septiembre 22nd, 2022 Sin comentarios

Juan Lagardera

Hasta que no vi The Crown no alcancé a comprender por qué mi padre guardaba en su biblioteca un ejemplar de Life con una página desplegable a todo color de la familia real británica. Un gran formato del clan Windsor Sajonia-Coburgo, o sea, con primos, tíos, sobrinos… y demás miembros posando en una foto oficial tras la ceremonia de coronación de la reina Isabel II. Corría el año 1953, el mes de junio.

Cierto que mi padre era un anglófilo empedernido. Aprendió inglés en solitario, con una pequeña colección de discos didácticos, leía libros de bolsillo de Penguin y se carteó durante lustros con un señor de Derby al que no sé cómo conoció. Solo estuvo una vez en Londres y volvió fascinado. Le escribió a Winston Churchill por su cumpleaños en 1960, explicándole su ilusión por una democracia española, y el exprimer ministro le contestó de su puño y letra dándole las gracias. Sin más. Un año y pico después tuvo lugar el Contubernio de Munich. Y en el 63 aparecería el primer número de Cuadernos para el diálogo, al que nos suscribimos en casa.

Pero aquella foto tan monárquica archivada por un azañista como mi padre, no cuadraba. De hecho, representaba algo más. La coronación de la reina de Inglaterra fue el primer acto público retransmitido en directo por la televisión en todo el mundo. Provocó un terremoto mental difícilmente detectable por las generaciones futuras que ya vivimos el fenómeno televisivo con normalidad. Mi padre no guardó un recuerdo monárquico, sino un acontecimiento civilizatorio, un nuevo eslabón mental. Tal vez por ello casi nunca se quedó en el salón de casa a seguir los programas de la tele y prefería refugiarse a leer en una pequeña salita llena de libros, revistas y periódicos.

El boato, la legendaria pompa británica encontraba un aliado inesperado en la televisión. Lo hemos visto estos últimos días, en especial cuando el cortejo fúnebre isabelino recorrió el trayecto londinense desde la abadía de Westminster hasta el castillo de Windsor. La última magna epifanía de la era televisiva. Calles y jardines llenos de público para contemplar un desfile a la británica: ordenado en su completa cadencia, riguroso en los decorados y uniformes, emotivo por la musicalidad de los gestos y sones que se oyeron durante horas. (Qué importante resulta para la cohesión social que las cantatas populares sean hermosas, armónicas).

Con todos los detalles perfectamente captados por la BBC. Y no es de extrañar, la televisión pública británica, lo han desvelado a raíz del deceso real, lleva tiempo dedicando al menos un día al año a los preparativos para la retransmisión de un funeral de Estado, televisando simulacros. Necesario complemento catódico a los preparativos que la propia Casa Real planifica al milímetro como en un minucioso guion de película, incluyendo el tweet con el que se anunció el fallecimiento de la reina. Los expertos palaciegos de Buckingham le asignan nombres de puentes de Londres a los distintos operativos funerarios de cada miembro de la familia real que puede contar con ese nivel de ceremonial.

No se trata tan solo de un recreo ni de una exaltación monárquica por más que lo parezca. La pompa del desfile resulta una herramienta política de primer orden como instituyeron los patricios romanos desde tiempos republicanos, mientras las legiones de los cónsules debían acampar más allá del río Rubicón y no participar de los fastos ciudadanos en el foro. Mucho antes, el libro egipcio de los muertos ya dibuja un largo cortejo religioso, mientras que en Atenas la misma acrópolis adaptaba su itinerario para dar realce a la procesión de las panateneas, nocturna y con antorchas, la más importante consagración griega tal como la describe Richard Sennett en Carne y piedra.

El año pasado, sin ir más lejos, el Gobierno de Egipto organizó una especie de charada televisada a todo el planeta con motivo del traslado de una veintena de momias faraónicas al nuevo museo arqueológico, emulando los desfiles que tenían lugar en avenidas tan peculiares como el camino de los carneros de Luxor. Nada parangonable, sin embargo, al ejercicio escenográfico que llevó a cabo Hollywood en la versión de Cleopatra dirigida en 1963 por Joseph L. Mankiewicz (tras la renuncia de Rouben Mamoulian después de filmar apenas 12 minutos en tres meses), cuya formidable parada romana casi deja en la ruina a la 20th Century Fox según los cronistas. No sabemos muy bien a quién se debe la creatividad de ese desfile rodado en la misma Cinecittà, si al coreógrafo Hermes Pan (que lo fue también de Fred Astaire), a los directores de arte o al propio y más intimista Mankiewicz, pero según parece, la larga secuencia del desfile en la carroza con forma de esfinge dilapidó una verdadera fortuna, la parte principal de los 300 millones de dólares (cantidad actualizada a día de hoy) que vino a costar toda la producción.

Aunque para desfiles, también los nuestros. Los pasos religiosos en primer lugar: las dramaturgias andaluzas que se viven en Semana Santa o las procesiones teatralizadas como las del Corpus. Y los festivos valencianos, de la Ofrenda floral a la Virgen que hacen los falleros recorriendo toda la ciudad a las entradas de Moros y Cristianos habituales en poblaciones como Alcoy, la Vilajoyosa u Ontinyent. Fue también con la autorización de una procesión cívica para el 9 de Octubre (fecha de la batalla decisiva contra los musulmanes) que el rey Alfonso el Magnánimo premió a la ciudad de Valencia por haberle concedido los créditos para sus guerras napolitanas. De ese y otros modos, los valencianos, y en particular la ciudad de Valencia, construyen su identidad sobre la fiesta que se desfila. Lo cuenta en su libro el medievalista Rafael Narbona, La ciudad y la fiesta; del siglo XIII al XV las procesiones marcan el ritmo de la vida en Valencia.

No mucho después, a mediados del XVI, se harían legendarios los funerales de Carlos V, quien viviera retirado en Yuste obsesionado con la muerte hasta el punto de meterse en su propio ataúd, a modo de ensayo y plegaria. Se le honraron exequias por todo el Imperio Hispánico, particularmente en Bruselas, presididas por su hijo Felipe II, cuya procesión fúnebre fue reproducida en un maravilloso libro ilustrado que se conserva en la Biblioteca Real de Bélgica y resultó uno de los tesoros más admirados en la exposición, Carolus, que se organizó en Toledo en el año 2000.

Así pues, los cortejos nutren sus raíces de historia, y en la Gran Bretaña, de algún modo, lo que observamos hoy es una sociedad que ha sabido (o podido) mantener vivas las tradiciones sin renunciar a la modernidad, no sin tensiones (recordemos a los Sex Pistols, ese momento punk que cuestionó la asimilación del pop por el stablishment). Se trata de acomodar los elementos históricos al presente para utilizarlos en beneficio de la cohesión social y de las naciones que constituyen su Reino Unido; y más allá. No es nada gratuito que los varones de la familia real siempre se vistan con el kilt escocés cuando es necesaria la gala o que el nuevo monarca, Carlos III, sepa expresarse en gaélico y se haya convertido al ecologismo. Puede que tampoco lo sea el hecho de que Isabel II haya expirado en Balmoral, en las tierras altas de Escocia, y sus restos mortales hayan recorrido en furgón media Escocia hasta llegar a la Royal Mile de Edimburgo.

En cualquier caso, los problemas políticos no se solucionan solo con aparato y cortejos. Hace falta bastante más, desde luego. Así lo cuenta otro texto, luminoso, de la norteamericana Barbara W. Tuchman, Los cañones de agosto, con el que ganó un Pulitzer y en el que narra los sucesos que desencadenaron la Primera Guerra Mundial. El ensayo es célebre también por la descripción de unas exequias. Transcribo su arranque: “Era tan maravilloso el espectáculo aquella mañana de mayo del año 1910, en que nueve reyes montaban a caballo en los funerales de Eduardo VII de Inglaterra, que la muchedumbre, sumida en un profundo y respetuoso silencio, no pudo evitar lanzar exclamaciones de admiración. Vestidos de escarlata y azul y verde y púrpura, los soberanos cabalgaban en fila de a tres, a través de las puertas de palacio, luciendo plumas en sus cascos, galones dorados, bandas rojas y condecoraciones incrustadas de joyas que relucían al sol”.

Esos reyes eran el sucesor Jorge V (abuelo de Isabel II), su primo hermano el káiser alemán Guillermo II, el rey danés Federico, el griego Geórgios, Haakon de Noruega, Fernando de Bulgaria, el último rey portugués Manuel II, y el monarca español Alfonso XIII con apenas 24 años, a quienes seguían multitud de altezas y príncipes reales de todos los países del mundo, incluyendo el hermano del emperador del Japón y otro hermano del zar de Rusia. Casi todos ellos eran familiares, descendían por diversas ramas genealógicas de la reina Victoria de Inglaterra. Apenas cuatro años después de verse en Londres se enfrentarían en una encarnizada guerra, una de las más salvajes que se recuerdan.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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