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Novela histórica; o sea, de las que hacen historia

 

Lo primero que causa asombro en el último libro de Andrés Trapiello (Madrid 1945, ed. Destino) es la minuciosidad del detalle. Sugiere un trabajo de investigación y documentación ingente. Por decirlo de otro modo, lo primero que admira en este libro es la tarea descomunal que se le adivina.

El asunto en sí mismo es sencillo: un crimen, el último, que llevaron a cabo los guerrilleros comunistas que del maquis francés pasaron a constituir una milicia armada en Madrid. Un puñado de estos militantes perpetraron un asalto absurdo e inútil en febrero de 1945 a la subdelegación de Falange en Cuatro Caminos. El resultado, dos muertos, personajes insignificantes, tan pobres como la mayoría de los españoles de entonces y totalmente desconocidos por sus asesinos.

Ese no es, en realidad, el tema del libro, sino más bien la vida de los desamparados y de las clases medias empobrecidas por la guerra, en aquel Madrid de 1945. Y su complemento, la inconcebible burocracia estalinista que está ya organizada como una cadena asfixiante que desde Francia (y menos desde México) va dando órdenes a los desgraciados agentes madrileños sin tener ni idea de cómo son las cosas en la España de Franco. La sumisa obediencia de aquella gente, su torpeza como partisanos, la abnegación que muestran hacia unos mandos (entre ellos, Carrillo) que no eran sino marionetas de los auténticos jefes bolcheviques, producen incluso una cierta compasión piadosa.

De modo que el verdadero protagonista no es sino la ciudad de Madrid en 1945, arruinada, hambrienta, sometida a un aparato policíaco tan envilecido como las autoridades que lo comandaban. Un lugar duro, helado en invierno, infernal en verano, donde nadie tenía ni un duro y en el que abrirse camino para sobrevivir era tan difícil que sólo un experto novelista como Trapiello nos lo puede transmitir con verosimilitud.

El régimen aprovechó un asesinato que apenas merecería una mención en la sección de sucesos para poner en marcha la mayor manifestación que se ha dado nunca en España. Así enviaba un aviso a las naciones que estaban ganando la guerra contra Alemania, como advirtiendo de que no se les ocurriera descabezar el franquismo porque el país entero estaba con Franco.

Las sentencias de muerte y su ejecución, las de cadena perpetua, la condena de los militantes comunistas, tuvieron también otro efecto: acabaron con las guerrillas en España. El Kremlin demolió lo que quedaba del “ejército de liberación”. Esa es la paradoja, aquellos absurdos asesinatos reforzaron al régimen y acabaron con la lucha armada comunista en España.

Vuelvo al comienzo: sólo un trabajo colosal puede dar como resultado esa estampa de Madrid en 1945 maravillosamente retratado por Trapiello, quien, a partir de un documento, el expediente José Vitini y diez más, da cuenta exacta de cada personaje, de cada acto administrativo, de cada detención y tortura, de la vida privada de los protagonistas, incluso de las conversaciones que alcanzó a sostener con algunos supervivientes. Un trabajo inmenso, iluminado por una buena cantidad de fotografías de la época, la mayor parte de las cuales son hallazgos del propio Trapiello en sus famosas cacerías por el Rastro. Una novela histórica, o sea, de las que hacen historia.

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11 de octubre de 2022
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Músicos callejeros

 

En la amplia acera frente a la Real Academia de las Artes de San Fernando, donde pago visita cada vez y cuando a los Goyas que hay allí, casi solitarios, entre ellos el retrato de La Tirana, la garbosa actriz que desafía  con la mirada a quien la contempla, tan antigua y tan viva en la pared, digo, al salir al sol que dora la calle de Alcalá y relampaguea en los cristales de los autos que vienen y van, están en la acera opuesta de la calle unos músicos callejeros que forman una orquesta de cuerdas, y aquí tengo conmigo ahora la foto que les tomé, mientras escribo de cara a la ventana que da a esta tranquila calle de Princeton donde el otoño empieza a teñir el follaje de ocre y roja herrumbre y oro viejo.

Son cinco. Hacia la izquierda, bastante separado de los demás, un violinista de chaqueta oscura, de mediana edad, a cuyos pies se halla el estuche del instrumento, que sirve para recoger el dinero que les van dejando. Enseguida, apoyado en la pared, de espaldas a una ventana de rejas, otro violinista, más joven que el anterior, más moreno y de barba oscura, de gastados zapatos deportivos, que bien podría ser venezolano, o dominicano. Luego, sentado en un asiento portátil está el cellista, quizás sesenta años, de pelo blanco, que repasa el arco con aire distraído. Sigue el otro cellista, gorro de montaña, la barba blanca y el aire también ausente, se diría melancólico, calzado con unos guantes que le dejan desnudos los dedos con que pulsa la encordadura del mástil, y maneja el arco. Y por último el contrabajista, situado de perfil; el pelo le ralea en la coronilla, lleva anteojos de sol, y esboza una media sonrisa.

Mi memoria pesca que lo que tocan es el vals No.2 de Shostakóvich, en España una canción de estudiantina que, según se alega, fue compuesta más bien por un músico gallego, y parte del repertorio de la cantante de variedades de los años treinta Paquita Robles, llamada La Pitusilla por su escasa estatura, hoy olvidada; pero la historia es aún más larga porque el oído también me recuerda que el vals está en la banda sonora de Ojos bien cerrados de Stanley Kubrick, tal como Así hablaba Zaratustra de Ricard Strauss entró en Odisea del Espacio.

Pero no es eso a lo que iba, ni que a lo mejor todo esto viene de que anoche he estado leyendo Lady Macbeth de Mtzensk, el cuento de Nikolai Leskov del que Shostakóvich compuso una ópera que no le gustó a Stalin.  Sino que estos músicos de conservatorio han sido arrastrados hasta la calle por alguna suerte adversa, y cómo habrá llegado hasta ellos el venezolano o dominicano, no lo sé porque no voy a interrumpir su concierto al aire libre para preguntárselos y hacerles perder así los euros que van cayendo en el estuche.

Orquestas de cámara en media calle vi por primera vez a comienzos de los noventa en la Postdamerplatz de Berlín donde los nuevos edificios de la “reconstrucción crítica” empezaban a alzarse entre centenares de grúas, y entonces la ciudad estaba llena de polacos que colmaban los supermercados para regresar a través de la frontera con sus compras, y de conjuntos de músicos emigrados que tocaban vestidos de frac los hombres y de trajes largos de noche las mujeres, aunque fuera a pleno día.

O el muchacho de Táchira, otro cellista, graduado de una academia en San Cristóbal, que tocaba solo en el pasaje peatonal de la carrea Séptima en Bogotá, y a él si me acerqué en uno de sus descansos y es que había salido huyendo de Venezuela, sin esperanza de nada, pana, a ver si aquí hace algo por mi vida la vida. Todo esto para recordar, por fin, a mi abuelo Lisandro Ramírez, y a mis tíos músicos en Masatepe, que formaban entre todos la orquesta Ramírez. De ellos también tengo una foto de por allí de 1953, tomada con una Kodak Brownie a mis 11 años.

Tocan en el atrio de la iglesia parroquial. Mi tío Alberto, de traje blanco y corbata negra, el arco en la mano, muy serio en la foto a pesar de ser un alegre bohemio empedernido, sostiene con la otra mano el mástil del instrumento. Enseguida mi tío Francisco Luz, la mejilla contra la barbada del violín, el traje color crema, lleva el sombrero puesto, calvo desde los 30 años. Mi abuelo está al centro, también de blanco, los faldones del saco de lino arrugado al aire, mientras pulsa con gravedad el arco. Mi tío Alejandro, la flauta en la los labios, lee la partichela que uno niño sostiene frente a él; es el único, los demás usan su memoria. Luego mi tío Carlos José, el menor de todos, con el clarinete. El cuadro lo cierra un viejo cuyo nombre no recuerdo, pero su rostro sí, que escucha con unción la música, algún himno religioso debe ser, el sombrero bajo el brazo.

O La Granadera, el himno liberal de la anticlerical y ya disuelta república federal centroamericana, y que mi abuelo hacía pasar por música sacra.

 

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10 de octubre de 2022
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Ben Musa y Alphafold2: emergencia en la historia evolutiva versus momento de la historia humana

 

En la columna anterior señalaba que esa emergencia (esa ruptura respecto a los códigos de señales aptos a facilitar la adecuación de los seres vivos, que supuso la aparición del ser de razón y lenguaje) no dejaba de ser un resultado de la evolución natural y enfatizaba el hecho de que tal no es el caso de las entidades inteligentes caracterizadas como artificiales. Añadía la hipótesis de que el progreso en la inteligibilidad se da en el seno de la facultad de razonar y no constituye una evolución de la facultad misma. Señalaba incluso que en ciertas expresiones  del espíritu humano ni siquiera cabe hablar de progreso, que este no es el concepto propio para expresar la distancia de  Altamira a Picasso, o  de Esquilo a Lorca.

De ahí que  la inteligencia del matemático y pensador  Mohamed Ben Musa (denominado El de Juarismi y en recuerdo de cuya comarca de origen  se fragua la palabra algoritmo) no pueda ser confundida con uno de esos algoritmos concretos que dan contenido a la inteligencia artificial. Pues estos, obviamente,  no se darían sin  la secuencia que va del campesino que sin necesidad de escuela  sabe  que le falta una vaca (lo sabe por defecto en la  biyección, cuando  en el establo percibe  una pila sin animal) hasta Alan Turing,  pasando  por  el propio Al Juarismi  y su Libro conciso sobre el cálculo. Sin ellos desde luego no hubieran surgido nunca entidades tan sorprendentes como AlphaFold2 (capaz de prever la modalidad de pliegue de los polipéptidos de una proteína). Preeminencia causal que se añade al hecho de que los evocados protagonistas humanos son efectivamente representantes de lo que fue un momento de radical discontinuidad en la historia de la evolución mientras que AlphaFold2 es efectivamente un artificio. Queda por ver si tal artificio puede efectivamente homologarse a sus creadores en capacidad de intelección, capacidad de creación y capacidad  de regular su comportamiento por imperativos éticos.

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10 de octubre de 2022

Annie Ernaux en Formentor en 2019. Fotografía de Cati Cladera

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Annie Ernaux, sobria, concisa y cruel

 

Al anochecer sobre las mansas aguas de Formentor, Annie Ernaux concluía su discurso -estamos en el mes de septiembre del 2019- recordando al silencioso público cuanto se había esforzado por explorar el mundo real, pero sobre todo por despojarlo de las visiones y valores “de los que la lengua es portadora en todas las épocas”. Aparecía así la escritora francesa como una forjadora de lenguaje, un herrero que golpea en el yunque del yo la endiablada sustancia de la literatura y el alambicado reverso de las palabras.

Al día siguiente subimos al faro de Formentor y Annie se apoyó en la barandilla que se tiende sobre el elevando promontorio del acantilado. Su melancólica mirada abarcaba la línea del horizonte y los reflejos dorados del sol poniente. Pude ver entonces en su rostro la apacible tristeza de una mujer consternada por las innumerables humillaciones del ser humano.

La destreza artística de Annie Ernaux, motivo por el cual había recibido el Premio Formentor, da forma narrativa a una escritura sobria, concisa y cruel. Su circunloquio literario -apenas un grueso volumen- es inquisitivo hasta la extenuación. Sus libros dan cuenta de una enojada insurrección, de una sensibilidad pasmada y de una insólita determinación. Habla a través de su conciencia la mujer que ha rechazado el papel que se le adjudicó en la comedia de la vida social y que ha vislumbrado por ello el alcance metafísico de su rebelión. No se trata de que no le guste ser la criada del hombre, ni de que le haya soliviantado servir a quien no lo merece. El relato de Annie Ernaux va más allá del hartazgo de las mujeres cansadas, pues testimonia la hondura de una mutación. Sus libros son el gozne literario de una transformación cultural, pero lo verdaderamente notable de su estilo, de su voz, de su escritura, es el empeño puesto por forjar un nuevo episodio de la historia literaria de la lengua francesa.

 

Publicado en ABC el 6 de octubre de 2022

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7 de octubre de 2022

El presentador de radio y televisión, Jesús Quintero /LV

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Un hombre

 

"¿Y qué hacemos si falla el sonido?”, le preguntó de madrugada, hará apenas dos meses, Jesús Quintero a su hija, la nuestra, Lola. Su voz emergía desde las naves del sueño, donde parecía estar a punto de entrar en un directo. Lola le respondió con lógica: “No te preocupes, ya he contactado con unos técnicos de Martin Scorsese. Estáte tranquilo”. Quintero respondió: “¡Qué arte!”, y se durmió de nuevo, aliviado, a punto ya de empezar la entrevista.

Fue caluroso su último verano. Las marismas reventaban de plata, y él se agarraba a los poemas de Juan Ramón como a un rosario. “La luz con el tiempo dentro” se convirtió en su misterio. Entonces, el Loco de la Colina se echó encima una capa de silencio puro que vestiría hasta que su último aliento se deslizara suave con el sol de la tarde estampado en el ventanal de la residencia de Ubrique. Fueron sus días azules y su sol de la infancia. “Mi infancia son recuerdos de un pueblo de Huelva”. Hace un año me enseñó La Victoria, la confitería de Moguer a donde iba andando desde San Juan para comprarle dulces a su madre.

Y para explicarme la gracia andaluza ponía el ejemplo del puente que construyeron en su pueblo: al inaugurarlo, el tren no pasaba por el arco, y todos coreaban a carcajadas: “¡Qué aje!”. Dos días antes de morir, su mujer, María, lo llevó al campo, y allí sí que habló, bien corto: “¡Qué maravilla!”. También le pidió a Andrea, su hija mayor, con la mano en el corazón, que fuera a San Juan, al centro cultural que lleva su nombre, para custodiar su archivo. Porque a pesar de todo lo que se dice, murió rico. Cuatro mil entrevistas que indagan en la condición humana, sin navaja ni trampas, con esa ansia de encontrar oro en el pozo.

Fueron a despedirse de él los desheredados de cuna, aquellos personajes que para él eran verdad. Y los flamencos, y los poetas. Los toreros y las hermandades. Los locos. Encuentro una vieja cuartilla con su letra: “He venido a deciros que me voy. La colina no es una porción de mí mismo, soy yo mismo. Es mi alma. No voy a conquistar nada, voy a recoger y acoger lo que hay en mí, y un día os lo devolveré”.

Los vecinos siguieron el cortejo fúnebre sencillo, escueto, de pueblo. A las televisiones hace años que dejó de interesarles ese hombre a quien amé, el que me enseñó a crear corrientes de aire y azahar, a seguir el compás a golpe de paladar, a creer en la independencia insobornable del oficio. Los rizos indómitos. La voz nocturna. Hoy lo hemos enterrado con claveles rojos.

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7 de octubre de 2022

Retrato de Miguel de Cervantes. Litografía de Célestin Nanteuil, realizada en el siglo XIX.

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¿Buena o mala persona?

 

Una nueva biografía retrata a Miguel de Cervantes sin esquivar los asuntos más polémicos de su existencia. El escritor no era un santo, pero tampoco un sinvergüenza

A diferencia de la Modernidad, en la que los artistas habían de ser alcohólicos, drogadictos, incestuosos o chiflados, hubo un tiempo en que los artistas y escritores tenían un estatuto similar al de los santos. Un escritor de prestigio era considerado un ejemplo moral. La santidad se había ido construyendo a lo largo del siglo XIX en esa escuela que se llama Romanticismo, y aunque los jóvenes lo confundan con las revistas del corazón, no es eso. El Romanticismo fue el momento más filosófico del arte y de la literatura, un cruce explosivo entre la metafísica cristiana y la necesidad de proponer a la sociedad nuevos modelos de conducta. Los escritores (y sobre todo los poetas) se convirtieron en los santos modernos.

No es de extrañar, en consecuencia, que los biógrafos románticos trataran por todos los medios de convertir a sus figuras en santos laicos. Y eso es lo que sucedió con Cervantes. Habría sido inconcebible, en el siglo XIX, que el más grande escritor de nuestro país fuera un sinvergüenza. El resultado es que todas las biografías antiguas, incluso las buenas, mienten, callan, ocultan cualquier aspecto de Cervantes que pudiera interpretarse como una inmoralidad.

Tomo prestado el asunto del imprescindible Cervantes de Santiago Muñoz Machado (Crítica), que es algo más que un ensayo sobre el escritor: es casi una enciclopedia cervantina. Su autor trata múltiples aspectos que van desde la mitificación del personaje, es decir, la armadura de un icono a partir de los datos que tenemos sobre el Caballero de la Triste Figura, hasta un análisis (apasionante) sobre “el vocabulario del derecho como lengua narrativa” que ilumina muchos aspectos de la azarosa vida de Cervantes.

Pero vuelvo al principio. En el útil resumen biográfico con el que comienza su monumento (son más de mil páginas), se ocupa Muñoz Machado de la tradición que se ha ido acumulando sobre la persona de Cervantes porque quiere acabar con la idealización del personaje y hay mucha falsificación en las biografías del escritor. Por ser falso, también lo es el célebre retrato que figura en casi todos los ensayos cervantinos y que se guarda en la Real Academia Española de la que Muñoz Machado es director.

Tanto Fernández Navarrete como Rodríguez Marín, Fitzmaurice-Kelly o cualquiera de los más afamados biógrafos de los dos siglos pasados, pasan con sumo cuidado y como pisando huevos sobre algunos asuntos que pueden mostrar el aspecto más oscuro del personaje, sea el lío de las gabelas, la cárcel por fraude, la homosexualidad en el presidio argelino, o la casa familiar en donde don Miguel compartía su vida con las cinco mujeres a quienes sus vecinos llamaban “las Cervantas”. También, claro está, la acusación de asesinato.

Todos y cada uno de estos posibles escándalos fue disimulado, reformado, disfrazado o simplemente eludido por los biógrafos clásicos. Muñoz Machado corrige a los corregidores y así, además de enterarnos por fin de la verdadera vida de Cervantes, descubrimos que la mayor parte de los posibles escándalos eran pura malevolencia. Don Miguel era humano, sí, pero nunca fue un sinvergüenza. Gracias, don Santiago.

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4 de octubre de 2022
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Je t’aime, je t’aime

En general, aparte de las guerras e incongruencias celestiales, podría decirse que nunca pasa nada. Todo va bien. Se dice que algunos, los más afortunados, tenemos toda una vida por delante. Una. Es cierto, pero viejos o jóvenes, todos estamos empezando. La velocidad es una exigencia de los tiempos que vivimos. Frenesí, alquimia; prisa, premura. Siempre nos acechará una edad en la que el horizonte se obture como un empaste sobre la peor caries. Para la poesía, lo mismo: siempre se es un poeta que empieza a escribir. Asomo por aquí el recado de escribir con el que Alejandro V. Bellido inicia su libro de poemas La oculta esperanza:

Os dejo a cargo de estos niños.

Tratadlos bien, no seáis duros con ellos.

Son solo niños de papá

jugando a ser rebeldes

en el patio de esta hoja en blanco,

intentando -los pobres ilusos- transgredir los dictados del Tiempo.

 

Todos los que alguna vez empezamos a escribir fuimos desastrosamente infelices. Seguimos esperando la reforma profunda que todo lo cambie. La más rebelde, la más excéntrica. Siempre esperando, pobres ilusos. Demasiado viejos para el radicalismo. En La vida material, Marguerite Duras dice que lo que llena el tiempo verdaderamente es perderlo. El tiempo es un ejército capaz de hundir las islas británicas. Una constelación diminuta, imperceptible. «Esto es un lápiz rojo, pero pinta negro. Las apariencias engañan», dice el protagonista de Je t’aime, je t’aime (1968). Vivimos en el corazón de lo indisponible.

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3 de octubre de 2022
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Segundos apellidos

Me pregunta Esther Peñas Domingo: ¿Qué significa que uno se identifique más con los apellidos que con el nombre? Y respondo: En tiempos de delirio regionalista, surge la avalancha de nombres de pila de carácter local, de golpe todos se llaman Jordi o Iñaki. También, le digo, en aras de la concordancia se producen feminizaciones tipo Pilara Delgada, en vez del original Pilar Delgado y, además, existen cofradías muy osadas que dirigen cartas a tipos como yo, Francisco Ferrer Lerín, bautizándome Francesc Farré i Llarí. Pero, por ahora, son hechos excepcionales, el apellido, que es lo único que nos vincula al pasado, aún cuesta destruirlo.

Reconozco, por otra parte, que soy un entusiasta de los apellidos, en realidad, y para precisar, soy un entusiasta de disponer de dos apellidos, quiero decir que el sistema español de nombrar a cada individuo mediante el uso del primer apellido del padre seguido del primer apellido de la madre me parece una fórmula excelente. Ya sé que colectivos izquierdosos abominan de la doble rotulación, que la consideran exclusivista, casi noble, que prefieren la existencia aborregada de muchos e indistinguibles José García y que, hoy, los movimientos feministas abogan por el cambio de orden antecediendo el nombre de la madre al del padre, pero son tendencias que no me interesan, es más, propongo, y quizá me aplique yo la propuesta, utilizar cuatro apellidos, los dos apellidos del padre y los dos de la madre, siguiendo un orden lógico, los dos apellidos actuales, el primero del padre y el primero de la madre, seguidos por los segundos respectivos. En mi caso la cosa quedaría así: Ferrer Lerín Auger Falcó, sin guiones ni otras trabas. Lo que sucede es que al duplicar el número duplicamos la posibilidad de que aparezcan coincidencias indeseables; quiero decir, por ejemplo que, en lo que a mí respecta, Ferrer y Lerín no plantean problemas, son dos apellidos judíos, el primero un apellido de oficio, ferrer > herrero, y el segundo un apellido de procedencia, de la judería de la villa navarra de Lerín, cuyos moradores expulsados recibieron el nombre, en su destino francés, del lugar de origen. Pero ahora Auger, a mi padre siempre le gustaba recordar que un antepasado suyo fue el espectacular occitano Auger de Catalogne, corresponde a un deportista canadiense-gabonés que le da con un palo a una pelota, mientras que Falcó, de satisfactorias resonancias heráldicas y ornitológicas, es el apellido de Tamara, una chica mona, de innegable atractivo sexual, pero de una estolidez a prueba de bomba.

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3 de octubre de 2022
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Locos, verdades, Zola, potencia, estremecedor

"No hay nada incomprensible", decía Lautréamont. Y habría que añadir: ciertamente es así para los locos.

 

"No admirar nada es una fuerza", decía Paul Léautand. Yo más bien creo que es una debilidad mental.

 

"La verdad tiene un corazón tranquilo", dijo Shakespeare. Hermoso idealismo: cuando la verdad es hiriente, se enardece su corazón, pienso yo.

 

VÍctor Hugo creía que la verdad era una dimensión solar, capaz de iluminarlo todo. Otros, menos triunfalistas, piensan que la verdad es una dimensión difusa como la luz de la luna otoñal.

 

Puentes sobre ríos sin peces, bosques sin ciervos y sin pájaros, praderas sin flores, sin hierba, sin abejas... Vámonos de camping, cielo. ¡Es tan hermoso el silencio...!

 

Algún día nos avergonzaremos de tanta negatividad, tanta irresponsabilidad, tanto desprecio, tanto desatino.

 

La belleza es un estado de ánimo”, decía Zola. Casi acertó: la belleza sería una realización que exige, para su materialización, un estado de ánimo muy especial.

 

El humor es la lógica elevada a la enésima potencia, que estalla en forma de risa o de carcajada.

 

Los seres que más admiro son los que saben nadar en un mar de conflictos sin permitir que les arrebaten su propio ser.

 

¿Verdad que el oído nos dice que "estremecedor" tendría que escribirse extremecedor? La etimología también lo dice, pero la lengua tiene sus caprichos.

 

En este país la coherencia brilla tanto por su ausencia que habría que decir que resplandece.

 

La generosidad se demuestra cuando te dan algo que no pides

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2 de octubre de 2022
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Los nombres sin cosas, las puertas sin estancias de Vila-Matas

En el inicio de la novela corta Compañía, de Samuel Beckett, un individuo se encuentra postrado, en la oscuridad, boca arriba, y le llega la voz. Imagina. En la última novela de Enrique Vila-Matas, Montevideo, su protagonista narrador habita estancias a las que llegan voces de las habitaciones contiguas. Es decir, también descubre la voz que, para Beckett, está caracterizada por el uso de la segunda persona. La voz, provenga de donde provenga, encarna al otro, ya sea porque nos habla o porque le hablamos y forzamos nuestra propia voz, nuestra propia presencia.

Alguien habla. Hablar o escribir para certificar la existencia más que para describirla o dotarla de significados. Hablar de lo que no se puede hablar o escribir, porque –como le dice Miles Davis a Mallarmé– se escribe sobre lo que impide escribir, o como escribe Machado, se canta lo que se pierde. Eso sí –volviendo al personaje narrador ensayista–, sin “tomarse demasiado en serio la literatura, lo que a mi modo de ver, siempre ha sido la mejor forma precisamente de tomársela en serio de verdad”.

Está más que comprobada la capacidad de Vila-Matas para alumbrar caminos con sus aparentes contradicciones, aunque sean caminos que se transitan para ser borrados. De la misma manera, hace tiempo que quedó demostrada su habilidad para traspasar umbrales con cada libro sin moverse apenas nada de su estilo territorio. Las lindes entre realismo, psicologismo, biografía y ensayo no han sido más que líneas de tensión que han contribuido a sostener la complejidad consistente de la propuesta vilamatiana. Una consistencia que ha querido analizarse a sí misma mediante la articulación de una biografía de su estilo. El estilo es también uno de los temas que más preocupa a Cesare Pavese en su diario El oficio de vivir. No es un vínculo gratuito. Pavese escribe que la narración no se hace de realismo psicológico ni naturalista, sino de un diseño autónomo de los acontecimientos creados según un estilo, que no es otra cosa que la realidad de quien cuenta, único personaje insustituible. Añade Pavese que el estilo se compone de explosiones de inteligencia que sostienen la realidad psicológica y natural.

Ya ha dicho muchas veces Vila-Matas que él es su estilo. Con su última novela ha hecho de ello y de sus explosiones de inteligencia una celebración. París sigue siendo una fiesta, de la misma manera que Barcelona siempre va a ser la ciudad gris de la que se huye para añorarla incluso en “la bonita” Lisboa, o igual que Montevideo está en cualquier lugar. Porque al final es de agradecer que no sea tan fácil desprenderse de lo que uno es. Y, siguiendo con las contradicciones que iluminan al añadir algo de penumbra, al final nos define mejor lo que negamos que lo que fingimos ser, porque “en realidad, lo visible no es sino un resto de lo invisible”.

En su continuo avanzar, en Montevideo la contradicción se transforma en ambigüedad. No deben ser cuestiones baladíes si la universidad de St. Gallen dedica un congreso a las “Fronteras nebulosas”: un encuentro erudito que acabará por ser el “Congreso de la Ambigüedad”, en el que sería fácil encontrar una buena ponencia sobre la Santa Indecisión.

En la habitación de al lado de la del narrador protagonista ensayista de Montevideo se dan hasta 400 risas que en otro tiempo fueron golpes. En la habitación contigua, personajes estrambóticos y duplicados juegan y se divierten. Con tanta ambigüedad y confusión también puede suceder que la habitación de al lado no exista o que no sea tan sencillo tener una habitación propia, o un cuarto propio construido para nosotros en el Pompidou por una artista prestigiosa. Todo puede ser y no ser a la vez. Lo que cuenta es la posibilidad de las posibilidades. Puede ser que Rayuela no sea un libro tan bueno, pero no deberíamos perdernos la oportunidad de viajar hasta el punto exacto por donde entra la extrañeza en la obra de Cortázar.

La extrañeza es y sigue siendo la estancia propia, el estilo territorio de Vila-Matas. Idéntica en Barcelona, París, Cascais, Bogotá o Montevideo. Portátil, como aquel tipo de literatura, como lo que se aprende tan hondo que llega a parecer ADN y no citas de otros, hasta el punto de que ya no parece fingimiento –o sólo fingimiento pessoano.

Vila-Matas deslumbra con más entusiasmo porque acaba, con convencimiento, con humor y con disfrute, con Bartleby. Con contradicciones y ambigüedades, también es cierto. Contradicciones y ambigüedades que a la vez silencian y refuerzan las negativas del escribiente. Porque es cierto que a veces es imposible escribir, pero también lo es que si no se escribe y no se respira al final se muere, o, como decía el doctor Johnson, escribir es “extraer algo de la nada”, o como dice la amiga de la artista Dominique Gonzalez-Foerster, buscar “una puerta que te condujera a un nuevo paraje y a un nuevo libro” es la “única forma, créeme, de no estar muerto”. Quién sabe, nos preguntamos como hizo Paco Monge antes de morir, “¿Y por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?”. También se escribe para eso: para dotar de cosas a los nombres, porque, siguiendo el consejo paterno del protagonista narrador ensayista, la inteligencia solo sirve para encontrar el agujero que nos permita escapar de lo que nos tiene atrapados. O como dice Pavese, para crear la realidad a nuestro estilo, o como escribe Beckett, para crear una realidad que permita respirar en la oscuridad.

Por fortuna para sus lectores, Vila-Matas sigue sin encontrar el resquicio para huir de su cuarto propio, de la extrañeza, por mucho que viaje. Siempre hay una puerta detrás de otra, pero es majestuoso al mirar por el ojo de la cerradura o con rayos que permiten ver en mitad de la noche y la oscuridad y encontrar el punto exacto por el que escapar y elevarnos, el punto exacto donde reside la salida hacia la extrañeza y la grandeza de algo tan extrañamente cotidiano como es la vida.

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28 de septiembre de 2022
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