Roberto Herrscher
Trincheras. La espera interminable de una guerra absurda. Máscaras de gas, para no morir envenenados. Miles de cuerpos pudriéndose en el barro. Una generación exterminada. El fin de una era. La Gran Guerra.
Ya no queda ningún sobreviviente de la llamada Primera Guerra Mundial, que enfrentó a las principales potencias europeas y a millones de ciudadanos de sus colonias, enviados entre 1914 y 1918 a los frentes de batalla como carne de cañón. Fue la última guerra a caballo y con sables y mosquetes. Fue la primera con tanques y aviones. La primera cuyas fotos llenaban las páginas de los diarios. La gran guerra de la poesía pacifista, escrita por los soldados-poetas que caían como moscas después de reflejar el horror, como el gran poeta inglés Wilfred Owen, muerto en un ataque sin sentido en la última semana de la contienda.
Después vino la Segunda Guerra Mundial, Vietnam, las guerras de liberación de África, Afganistán… pero la memoria de la llamada Gran Guerra sigue viva y este año se tomará el Gran Teatre del Liceu en la puesta de Alex Ollé de una de las más populares óperas de Giuseppe Verdi: Il trovatore.
El trovador verdiano lucha contra un malvado conde en el Aragón del 1500. ¿Por qué ambientarlo en la década de 1910?
En 2017, cuando presentó esta producción en la Ópera de Roma (ya había sido estrenada en París y Ámsterdam), Ollé dijo a la agencia EFE que “el libreto es un tanto absurdo (…) porque hay situaciones de locura, muy al límite, que solo pueden suceder en un contexto de guerra”, y agregó que en la Primera Guerra Mundial “se generó un universo entre pasado y presente que nos pareció interesante (…) con un imaginario muy particular” gracias a la mezcla de “máscaras de gas, corazas y espadas, carros de combate y caballos”.
La escenografía de Alfons Flores juega con grandes placas sólidas que suben para convertirse en murallas y bajan para ser trincheras y tumbas: los soldados, con las típicas máscaras de gas que inmediatamente transportan a esa guerra, cantan, luchan y mueren como trasfondo del trío amoroso del trovador, el conde y la mujer de la que ambos están enamorados.
La acción de Il Trovatore es absurda (una madre intenta asesinar al hijo de su enemigo, pero arroja al fuego a su propio bebé), pero para Ollé esto se vuelve comprensible en un contexto de guerra. Y eligió la guerra que aún hoy es vista como ejemplo máximo de conflicto sin causas nobles, sin héroes, un aquelarre demencial que debía acabar con todas las guerras y que inició un siglo de horror.
Ya muchos directores de escena habían viajado al mismo escenario para ambientar óperas muy diversas. Hace una década, el director alemán Klaus Guth trajo al Liceu una versión del Parsifal de Richard Wagner ambientada en la misma guerra, aunque la acción transcurre en la Edad Media y Wagner murió a finales del siglo XIX. Los caballeros del Grial, en esa versión, eran heridos y alucinados de la guerra que trituró sus almas.
El año pasado, Wolfgang Tillmans trajo al teatro de la Rambla una versión del Réquiem de Guerra de Benjamin Britten (una misa de muertos en latín con poemas de Owen en homenaje a los caídos en la Segunda Guerra Mundial) ambientada en las trincheras de la Gran Guerra.
Y en 2006 el actor y director cinematográfico Kenneth Branagh produjo una ambiciosa película de La flauta mágica de Wolfgang Amadeus Mozart, que mueve la acción de un mítico Egipto antiguo a las cruentas batallas del Frente Occidental. En vez de representar a los bandos en pugna en aquel 1914, el ejército del bondadoso Sarastro era una cofradía subterránea de pacifistas que trataban de terminar con el bando pro-guerra de la Reina de la Noche, que incluía a todos los gobernantes de ambas facciones que enviaban al muere a sus pobres soldados.
¿Por qué en estos tiempos tantos directores de escena ubican historias soñadas en mundos mágicos o pasados remotos en las imágenes más reconocibles de la Primera Guerra Mundial?
Creo que en ese conflicto se concentran y condensan todos los males de “la guerra”. No es lo mismo denunciar los horrores bélicos en una lucha contra Hitler, o por la liberación de pueblos oprimidos, que los de esta guerra absurda. Los pomposos monarcas y generales de Prusia, del Imperio Austrohúngaro, de los imperios colonialistas de la Francia y la Gran Bretaña de la época no provocan hoy adhesiones: son el símbolo de las clases privilegiadas enviando a morir a los hijos de los pobres por un poco más de poder.
Y la estética de ese conflicto es ideal para un escenario: la trinchera como escenografía y metáfora, las montañas de cadáveres y las máscaras contra el letal gas mostaza, esa mezcla dramática de lo viejo y lo nuevo, la caballerosidad que fenece y la tecnología del horror que avanza. En su espanto detenido en el tiempo, la Gran Guerra esta viva como pesadilla y como anuncio de todos los horrores por venir.
En su crítica a esta versión de Il trovatore cuando se estrenó en 2015 en la Opera Nacional Holandesa, Nicolas Nguyen escribía en la revista especializada Bachtrack que los espectadores no verán ridículo el argumento en el contexto de la Primera Guerra Mundial, o de cualquier guerra. El horror individual se vuelve comprensible en el aquelarre que hunde una civilización. Lo oscuro, monocromático de la puesta en escena (alejado de la exuberancia de las típicas puestas ‘fureras’) combina con la gravedad de la historia que se cuenta.
Hace poco más de cien años, la humanidad se sumergía en un conflicto global, y no por valores como la vida, la libertad o la democracia, sino por lucro y poder. Tan espantoso fue el uso de armas químicas que desde entonces incluso en los peores conflictos la mayoría de los contendientes respetan su prohibición. Los poetas tuvieron que inventar un nuevo lenguaje para contar tal calamidad. Cuando se levante el telón este mes en el Liceu, las trincheras de Flandes volverán a teñirse de rojo para traer a nuestra conciencia una de esas historias míticas de las óperas tradicionales. Y volveremos al horror de las trincheras.
Ensayo publicado en octubre en Cultura/s de La Vanguardia