Félix de Azúa
Aquellos a quienes interesa la literatura española tienen una deuda impagable con Francisco Rico
Aquellos a quienes interesa la literatura española tienen una deuda impagable con Francisco Rico. Director de incontables manuales, autor de un sinnúmero de ensayos y artículos, escritor de talento y editor de algunos de los mejores clásicos españoles (entre otros muchos la edición canónica de Don Quijote), su contribución al conocimiento y difusión de las letras españolas no tiene parangón entre los sabios vivos.
Su última producción editorial plantea una interesante paradoja. Ha recogido ensayos publicados entre 1969 y 1993 con el sugestivo título de El primer siglo de la literatura española (Taurus). Es obra juvenil y de apertura, revisada en el momento de cierre no porque se nos vaya a marchar en busca de pastos más tiernos, sino porque su trayectoria está cumplida con creces.
¿Y qué siglo es ese? Pues depende. Se han conservado canciones populares desde el siglo XI, lo cual indica una tradición oral muy anterior. Estas canciones, como tantos poemillas que han llegado hasta nosotros, son de indudable influencia francesa. También las antiguas gestas castellanas del siglo XI nacen por estímulo de la Chanson de Roland. Una obra tan tardía como La disputa del alma y del cuerpo (1201) no es sino la versión al castellano del poema francés Un samedi par nuit. Es la fabulosa herencia de los monjes de Cluny que penetra como una lengua de fuego civilizatorio hacia Santiago.
Incluso el gran poema de Rodrigo Díaz, el Campeador, forma genealogía con los cantares de gesta franceses, tal y como los imaginaba Alfonso X en una línea que va de los caudillos romanos al rey Arturo, a Carlomagno y, finalmente, al Cid. Es decir que la literatura española nace “como una colonia de la literatura francesa”, gracias a los juglares y a los trovadores provenzales. Con ellos aparece esa función que hoy llamamos literaria y que antes no existía (p.38). En aquellos años la diferencia entre algo francés, italiano, español o flamenco no tenía la cortante separación actual.
Todo comienza cuando se desintegra el califato y aparecen los primeros núcleos urbanos, cuando se generaliza el uso del dinero a partir del siglo XII, cuando se constituyen las sedes catedralicias y los grandes monasterios. Es decir que la literatura aparece cuando se está desarrollando una nueva forma de vida sin la cual no habría podido nacer. Lo que llamamos “literatura” no es sino el reflejo de un mundo nuevo, auroral y escrito que se da a conocer.
Es emocionante constatar que la escritura, cuando surge, lo hace imitando a la vieja y prestigiosa oralidad. Así, cuando Berceo escribe aquellos preciosos versos: “Los días non son grandes / anochezrá privado: / escrivir en tiniebra es un mester pesado”, está recordando una chanson de juglar (pres est de vespre / et je suis moult lassé), una imitación que nos trae a la memoria la similitud de los pantocrátores románicos, tan iguales en Burgos como en Sicilia. La singularidad, la originalidad, la propiedad de las ideas, no aparecerán hasta el siglo XV, ni se legalizarán hasta el XVIII. Antes de eso, el mundo del espíritu es internacional y libre. La copia o el plagio no está penado sino todo lo contrario.
Hay mucho más en este admirable ensayo de Francisco Rico, un libro del origen recobrado en su conclusión que, como el autor, en el final recobra su principio.