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La realidad lesionada de Daniel Morata

Por 19 de noviembre de 2022 noviembre 21st, 2022 Sin comentarios

Sònia Hernández

Ese punto de luz, que es un destello, y que aparece y desaparece, es la orilla. Es difícil calcular la distancia que nos separa de ella, pero sabemos que está. Y necesitamos dar por hecho que está siempre, aunque desconozcamos la fuente de la que surge. En la obra pictórica de Daniel Morata no hay luz, ni siquiera intermitente, pero la presencia de los destellos discontinuos me ha hecho pensar en los últimos trabajos del artista. Tal vez porque, entre lo más reciente, ha decidido cubrir el fondo del lienzo de colores oscuros, en ocasiones incluso negro. Alterna el fondo blanco del lienzo y del muro de su estudio con el negro para instalar sobre ellos fragmentos o retales de lienzos que había pintado antes. Es necesario subrayar el adverbio. El tiempo es una clave determinante en la última producción de Morata, si no es el tema principal de toda su obra.

Algunas de las múltiples teorías que con más o menos rigor científico, filosófico o espiritual han querido definir el tiempo, coinciden en describirlo como movimiento. En el estudiado equilibrio de muchas de las series de Morata –donde la retícula ha tenido una presencia estructural decisiva: la redundancia de conceptos está justificada en un artista que vuelve sobre lo dicho– se da un falso movimiento, o un leve desplazamiento que pretende camuflarse. A lo largo de los años, ha llenado sugerentes cuadernos de la agencia de viajes de su hermana, Dominique, como un cuaderno de bitácora continuo. Anotaciones de impresiones que llama aforismos gráficos, dibujos en los que libera el trazo para volver a una necesidad expresiva infantil. Ha viajado con asiduidad, pero no es difícil deducir que el suyo es un desplazamiento más imaginativo que físico.

En las composiciones de retales que le ocupan ahora, el movimiento es un equilibrio de la materia y el tiempo es un ejercicio de contención de la memoria. Ha rasgado y descuartizado los lienzos que realizó en un tiempo anterior, y no sólo para negarlos. No se trata de desdecirse de lo dicho en una trayectoria marcada por la coherencia, sino de dar un paso adelante que suponga una destilación de lo que se ha ido acumulando. Su rotunda afirmación «No pinto nada», que había de dar nombre a parte de su producción, efectivamente recuerda a Bartleby, pero –como ha demostrado magistralmente Enrique Vila-Matas en su última novela– se trata de trascender al escribiente. Más allá de ceder a la tentación de la inmovilidad, se produce un abandono explorador del territorio ambiguo y exiguo de lo que queda. Porque los restos cada vez son menos. Lo son si, como nos aconseja Rilke –recojo la cita del filósofo Joan Carles Mèlich– nos adelantamos a todas las despedidas y a todos los inviernos, también al invierno que está bajo todos los inviernos y es «tan infinitamente invierno que, si lo pasas, tu corazón resistirá».

Con los fragmentos que Morata rescata, realiza composiciones que considera bodegones. Presenta los restos de lo que fueron sus obras. Presentación de lo que quiso representar y que se ha transformado en un conjunto de signos sin significado. Fragmentos que son el último reducto de un ser: el germen que, paradójicamente, se encuentra al final. El artista nos señala una distinción que considera importante, entre la presentación y la representación. La presentación es el vano intento de mostrar lo que es, lo que el artista siente que existe; mientras que la representación sería –volviendo a la tópica afirmación de Klee–mostrar lo invisible. En otras palabras no menos usadas: encarnar lo imaginado. Sin embargo, las obras de Morata no son carne, son piel: piel agrietada, maltratada, cargada de memoria que, paradójicamente, quiere liberarse del bagaje que nos obliga a una construcción constante para dar con lo que se ha dado en llamar identidad –la plasticidad de la memoria de la que hablan los psicólogos y los neurocientíficos–. Este artista propone renunciar a todo el bagaje para llegar al vacío, al descanso, al silencio, al germen que a pesar de ser irreductible porque existe es minúsculo, falaz y azaroso.

La presentación de reductos que fueron cuadros compone una suerte de trampantojo de la materia. Trampantojo porque la realidad no puede encarnarse, ni siquiera con la más virtuosa de las figuraciones, y la expresión artística como la entiende Morata estará siempre condenada a representar una realidad lesionada, una materia que ya no sirve para construir, sino para testimoniar. Porque es consciente de que el paso siguiente es el de la degradación, se adelanta, como nos aconseja Rilke, a lo que tememos y hacia lo que tendemos inexorablemente, como si al avanzarnos pudiéramos asumir todo como sucedido y fuéramos capaces también de alcanzar la calma y el sosiego de la orilla, de la tierra firme.

No obstante, la renuncia a la representación no es del todo cierta. De nuevo el engaño del trampantojo o el juego del esquivo. Ahí está, también, el humor sutil y algo macabro de Morata. Porque los cuadros e instalaciones en que trabaja últimamente son, a pesar de todo, una presencia, y una presencia que renuncia también a su creación de espacio, ya que tampoco tienden a la escultura. No se crea espacio, sino que lo ocupa –en una pared, en un cartón– para, de nuevo, negarlo, como el silencio que se impone tras el pensamiento incesante y las palabras agotadoras propias de un mundo hiperconectado.

Y aunque son fragmentos, retales, restos y ruinas, merecen ser rescatados y coleccionados. Morata también quiere que veamos su trabajo como el gabinete del coleccionista. Esos recuerdos manipulados, precarios, inventados u olvidados conforman la colección que nuestro plástico cerebro presenta como nuestra identidad. El artista colecciona sus propias obras para constatar un conjunto o un camino realizado: el pasado no existe, solo quedan restos, unas ruinas que a la vez son anuncio de un futuro, piezas incompletas habitadas por un vacío que corresponde a lo que fue y a lo que debemos rellenar todavía, con la perspectiva del mismo éxito.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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