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La bendita Santa Muerte

El Cartel de Santa es una banda de rap de Nuevo León que pasa de los 10 millones de suscriptores en YouTube, y uno de sus hits más sonados está dedicado a la Santa Muerte: “Por protegerme y proteger a toda mi gente/Por ser justa entre las justas/Por dejarme seguir vivo/Por darme la fuerza para castigar al enemigo/Por la bendición a mi fierro pulso certero/Y por poner a mi lado una jauría de fieles perros…”

Suena a oración de narcos, pero los devotos de la Santa Muerte son muy diversos, la mayor parte pobres y desamparados. Se le ruegan milagros y favores. Y quienes se arrodillan para rezarle la llaman también de otras diversas maneras, con esa familiaridad cariñosa con que se trata a las deidades domésticas: la Niña Bonita, la Niña Blanca, la Madrina, la Huesuda. La Señora.

 Es la Catrina en los puros huesos, ataviada con su sombrero emplumado de dama del porfiriato los grabados de José Guadalupe Posada, que de ícono callejero del día de muertos ha sido trasladada a los altares del barrio Tepito de la ciudad de México, donde cada primero de mes se le celebra un rosario. Y su culto se ha extendido por todo el país, y aún más lejos, hasta Argentina, donde tiene su santuario en Parada del Coco, en las afueras de Buenos Aires, y se la festeja cada 20 de agosto; y hasta Queens, en Nueva York.

Se la viste de manera suntuosa, envuelta en una túnica rojo escarlata mientras empuña entre las falanges la guadaña oxidada, o de morado penitencial, la cabeza pelona cubierta con un rebozo blanco, o coronada como reina de barajas, y en Tepito hay que esperar en lista para apadrinar el vestuario que se cambia a la imagen cada mes.

Su efigie figura en llaveros, pendientes, escapularios, y también se venden sus estampas e imágenes de bulto, y frasquitos con esencia de la Santa Muerte dotados de spry, y cuadernillos de oraciones, y veladoras votivas para alumbrar sus altares.

 Se le pide desviar las balas o mellar el filo de los puñales, curar el reumatismo y la impotencia, desvanecer del cuerpo los tumores y deshacer los hechizos y el mal de ojo, someter al amante descarriado, librar a los presos, confundir a los enemigos. Y que las entregas de la droga coronen bien.

En el santuario de Parada del Coco, al que llegan romeros desde Paraguay y Brasil, en el rosario de la Santa Muerte se pide en coro por los enfermos, por los no creyentes, por los cesantes y por aquellos que “andan consumiéndose en el vicio”, y se le brindan ofrendas en especie y en metálico, y botellas de ron que el devoto acerca a la calavera para ofrecerle de beber, después de dar él mismo un trago.

En Queens los fieles de la Niña Blanca son en su gran mayoría inmigrantes, y la sacerdotisa es una devota transgénero que organiza en su casa una rumbosa fiesta con comilona cada año, pero también abre las puertas del santuario doméstico una vez al mes a los suplicantes que ruegan volverse invisibles ante la policía de migración, o que se les otorgue el asilo, hallar empleo, venganza contra sus enemigos, amparo en las lides amorosas, y protección frente a las maldades de los carteles de la droga en sus barrios.

Para R. Andrew Chestnut, profesor de estudios religiosos en la Universidad Commonwealth de Virginia, y autor del libro Santa Muerte, segadora segura, se trata del movimiento religioso de mayor crecimiento en América Latina, y ya se ve que aumenta también en Estados Unidos. Sólo en México hay 12 millones de fieles, que incluyen tanto capos de la droga y miembros de bandas del crimen organizado, como a honradas familias trabajadoras, prisioneros, y miembros de minorías sexuales.

Y la Santa Muerte tiene su propia iglesia con sede en Tepito: La Iglesia Católica Tradicional México-Estados Unidos, que no obedece a Roma, y tiene su propio obispo, David Romo Guillén, que consagra sacerdotes.  “Detrás de esto está el reino del maligno y la gente puede ser víctima de una posesión diabólica", advierte la jerarquía católica.

Para quienes juegan a la teología defendiendo el culto a la Huesuda, se trata de una entidad espiritual “que ha existido siempre, desde el principio de los tiempos hasta nuestros días”, y posee la «energía de la muerte», que concentra tanto la fuerza creadora como destructora del universo. Y el creyente aprende a manejar esta fuerza para convertirla en escudo protector.

Y el “obispo Romo” de Tepito, explica que La Madrina “escogió México para darse a conocer porque los mexicanos juegan con la muerte. San Francisco de Asís fue el primero en rendir culto a la muerte; la llamaba Hermana Muerte y por eso la representan con un cráneo en la mano o a los pies de este santo”.

Pero quienes cargan su imagen en las romerías, acuden a rezarle de rodillas, la atavían con lujosos mantos, y le encienden veladoras, están lejos de sofisticaciones. Esperan de ella salud, prosperidad y fuerza, y consuelo en la aflicción. Porque, como dice la letra del rap del Cartel de Santa Ana, es justa entre las justas.

 

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21 de noviembre de 2022
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La realidad lesionada de Daniel Morata

Ese punto de luz, que es un destello, y que aparece y desaparece, es la orilla. Es difícil calcular la distancia que nos separa de ella, pero sabemos que está. Y necesitamos dar por hecho que está siempre, aunque desconozcamos la fuente de la que surge. En la obra pictórica de Daniel Morata no hay luz, ni siquiera intermitente, pero la presencia de los destellos discontinuos me ha hecho pensar en los últimos trabajos del artista. Tal vez porque, entre lo más reciente, ha decidido cubrir el fondo del lienzo de colores oscuros, en ocasiones incluso negro. Alterna el fondo blanco del lienzo y del muro de su estudio con el negro para instalar sobre ellos fragmentos o retales de lienzos que había pintado antes. Es necesario subrayar el adverbio. El tiempo es una clave determinante en la última producción de Morata, si no es el tema principal de toda su obra.

Algunas de las múltiples teorías que con más o menos rigor científico, filosófico o espiritual han querido definir el tiempo, coinciden en describirlo como movimiento. En el estudiado equilibrio de muchas de las series de Morata –donde la retícula ha tenido una presencia estructural decisiva: la redundancia de conceptos está justificada en un artista que vuelve sobre lo dicho– se da un falso movimiento, o un leve desplazamiento que pretende camuflarse. A lo largo de los años, ha llenado sugerentes cuadernos de la agencia de viajes de su hermana, Dominique, como un cuaderno de bitácora continuo. Anotaciones de impresiones que llama aforismos gráficos, dibujos en los que libera el trazo para volver a una necesidad expresiva infantil. Ha viajado con asiduidad, pero no es difícil deducir que el suyo es un desplazamiento más imaginativo que físico.

En las composiciones de retales que le ocupan ahora, el movimiento es un equilibrio de la materia y el tiempo es un ejercicio de contención de la memoria. Ha rasgado y descuartizado los lienzos que realizó en un tiempo anterior, y no sólo para negarlos. No se trata de desdecirse de lo dicho en una trayectoria marcada por la coherencia, sino de dar un paso adelante que suponga una destilación de lo que se ha ido acumulando. Su rotunda afirmación «No pinto nada», que había de dar nombre a parte de su producción, efectivamente recuerda a Bartleby, pero –como ha demostrado magistralmente Enrique Vila-Matas en su última novela– se trata de trascender al escribiente. Más allá de ceder a la tentación de la inmovilidad, se produce un abandono explorador del territorio ambiguo y exiguo de lo que queda. Porque los restos cada vez son menos. Lo son si, como nos aconseja Rilke –recojo la cita del filósofo Joan Carles Mèlich– nos adelantamos a todas las despedidas y a todos los inviernos, también al invierno que está bajo todos los inviernos y es «tan infinitamente invierno que, si lo pasas, tu corazón resistirá».

Con los fragmentos que Morata rescata, realiza composiciones que considera bodegones. Presenta los restos de lo que fueron sus obras. Presentación de lo que quiso representar y que se ha transformado en un conjunto de signos sin significado. Fragmentos que son el último reducto de un ser: el germen que, paradójicamente, se encuentra al final. El artista nos señala una distinción que considera importante, entre la presentación y la representación. La presentación es el vano intento de mostrar lo que es, lo que el artista siente que existe; mientras que la representación sería –volviendo a la tópica afirmación de Klee–mostrar lo invisible. En otras palabras no menos usadas: encarnar lo imaginado. Sin embargo, las obras de Morata no son carne, son piel: piel agrietada, maltratada, cargada de memoria que, paradójicamente, quiere liberarse del bagaje que nos obliga a una construcción constante para dar con lo que se ha dado en llamar identidad –la plasticidad de la memoria de la que hablan los psicólogos y los neurocientíficos–. Este artista propone renunciar a todo el bagaje para llegar al vacío, al descanso, al silencio, al germen que a pesar de ser irreductible porque existe es minúsculo, falaz y azaroso.

La presentación de reductos que fueron cuadros compone una suerte de trampantojo de la materia. Trampantojo porque la realidad no puede encarnarse, ni siquiera con la más virtuosa de las figuraciones, y la expresión artística como la entiende Morata estará siempre condenada a representar una realidad lesionada, una materia que ya no sirve para construir, sino para testimoniar. Porque es consciente de que el paso siguiente es el de la degradación, se adelanta, como nos aconseja Rilke, a lo que tememos y hacia lo que tendemos inexorablemente, como si al avanzarnos pudiéramos asumir todo como sucedido y fuéramos capaces también de alcanzar la calma y el sosiego de la orilla, de la tierra firme.

No obstante, la renuncia a la representación no es del todo cierta. De nuevo el engaño del trampantojo o el juego del esquivo. Ahí está, también, el humor sutil y algo macabro de Morata. Porque los cuadros e instalaciones en que trabaja últimamente son, a pesar de todo, una presencia, y una presencia que renuncia también a su creación de espacio, ya que tampoco tienden a la escultura. No se crea espacio, sino que lo ocupa –en una pared, en un cartón– para, de nuevo, negarlo, como el silencio que se impone tras el pensamiento incesante y las palabras agotadoras propias de un mundo hiperconectado.

Y aunque son fragmentos, retales, restos y ruinas, merecen ser rescatados y coleccionados. Morata también quiere que veamos su trabajo como el gabinete del coleccionista. Esos recuerdos manipulados, precarios, inventados u olvidados conforman la colección que nuestro plástico cerebro presenta como nuestra identidad. El artista colecciona sus propias obras para constatar un conjunto o un camino realizado: el pasado no existe, solo quedan restos, unas ruinas que a la vez son anuncio de un futuro, piezas incompletas habitadas por un vacío que corresponde a lo que fue y a lo que debemos rellenar todavía, con la perspectiva del mismo éxito.

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19 de noviembre de 2022

Julius Evola y dos de los libros de la editorial Jungereuropa

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Lo peor del fin del mundo es el día siguiente (y III)

Lo peor del fin del mundo es el día siguiente. Entre otras cosas porque hay que soportar el lamento de los nostálgicos del mundo de ayer. Me encuentro con ellos a menudo y ya he desistido de convencerles de que el fin de su mundo es una opinión, un estado de ánimo, no un hecho irreparable. Al menos la crisis climática ha introducido un elemento de catástrofe real planetaria en el que todos podemos estar de acuerdo, aunque ya hay quien regresa a la vieja idea de que la cultura es la enemiga de la naturaleza, y no la codicia.

Me pregunto si la mentalidad mayoritaria de hoy es hoy conservadora, y si, tras el fracaso del globalismo neoliberal, ayudado por la prepotencia de la izquierda funcionarializada, se ha consolidado un ideario de comunidad homogénea, de retorno a lo que se cree sólido, propio y perenne, con vocación jerárquica, malhumorada y ultranacionalista. No una vuelta al pasado, sino un nuevo tradicionalismo, cuyos miembros más añosos bromean con el desdén chulesco de casino militar y los cachorros más jóvenes Tik-Tok se sienten rebeldes por transgredir las leyes igualitarias, asisten a actos de fervorosa congregación mariana y bailan el drill de Morad y el rap de Kanye West.

El debate antropológico entre el orden de lo homogéneo y  la incertidumbre de lo heterogéneo viene de lejos y en los años 30 estuvo en el centro de una disputa intelectual que dio lugar a eso que llamamos tendencia rojiparda. Los líderes de la extrema derecha llaman a aprender de lo que ha hecho bien la izquierda y viceversa. No creo que sus pensadores, como Alain de Benoist, el Gramsci de derechas, que fue amigo de Dugin, uno de los cerebros del tradicionalismo de Putin, sean muy léidos en España, pero muchas de sus ideas son repetidas de forma ecléctica por numerosos opinadores y se oyen en los bares.

En los textos combinan a Oakeshott, Scruton, Luri, Mutti, Houellebecq, Yiannopoulos, D’Ors, Zemmour y Alain de Benoist con Lakoff, Marx, Gramsci, Zweig, Baudrillard o Wallerstein. Ideas conservadoras con retórica de izquierda. Meloni cerraba sus mitines con temas de un ídolo de la izquierda setentera. Y en los catálogos de sus editoriales regresan Moeller Van den Bruck, Splenger, Maurras, Schmitt o Sombart; el Nietzsche antigualitario, ¡Julius Evola! o Lorenz, junto a obras de Mishima, Lorca, Borges, Tolkien u Oblomov. Una editorial alemana, Jungereuropa, acaba de publicar Los cadetes del Alcázar de Brasillach como ejemplo de los mitos que crean comunidad. El egoísmo del Yo individual expandido al Nosotros excluyente.

La fascinación de los ultras por el apocalíptico Guillaume Faye me recuerda a la que sentían los jóvenes falangistas revolucionarios de los años 30 por los pensadores filofascistas. Faye es uno de esos personajes excesivos que se venden como «autor de culto, ajeno a las modas y al gran público, que nos obliga a mantener los párpados abiertos ante lo que no queremos ver», un slogan que podría servir para un libro de Baldwin, Ernaux o Coetzee, si no fuera porque esa verdad paralela es la visión de una Europa etnonacionalista y jerárquica. Él era el agitador excéntrico del grupo GRECE, de Pierre Vial, Dominique Venner y Alain de Benoist, y su estrategia del arqueofuturismo busca el cuanto peor, mejor, con el objetivo de que el apocalipsis final de la civilización europea lleve a su renacimiento por medio del ciudadano-soldado. La transgresión y lo revolucionario es hoy de extrema derecha y está por ver si también nace una violencia ultraconservacionista de la Tierra. 

Pienso que es absurdo limitarse a advertir que ya está construido el nido cultural en el que se incuba el huevo de no sé qué serpiente, si no se reparan con urgencia las brechas por las que se desangra la democracia y si la derecha liberal, europeísta y democrática —tan escasa, tan frágil en España— no asume con coraje y autonomía de los oligarcas patrios el liderazgo del ámbito que le corresponde. Es evidente que serán más peligrosos los nuevos líderes ultras inteligentes que los cómicos de hoy.

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19 de noviembre de 2022
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Los cines de Marías

 

Conocí al primer Marías al poco de llegar a Madrid para estudiar la carrera de derecho, pero no le conocí en la Complutense, sino en la Filmoteca. Se trataba de Miguel Marías Franco, estudiante él de económicas y poco más o menos de mi misma edad. También nos parecíamos en otra condición peculiar y nada frecuente: éramos ambos críticos de cine, y así lo proclamamos al presentarnos a la salida de un filme de Otto Preminger. “Seré economista algún día, pero lo que me gusta es escribir de cine, aunque de momento no he publicado mis críticas”, me dijo con una mezcla de orgullo y mansedumbre. “Yo estoy en primero de derecho, que de momento me gusta, y he publicado ya un artículo largo y una reseña en Film Ideal”, contesté yo ante su mirada de incredulidad. Yo tenía diecisiete años, y esa revista quincenal era entonces la biblia del cinéfilo español.

Seguí viendo en los cines de Argüelles y la Gran Vía, entonces radiantes, a Miguel Marías, que se distinguía en la oscuridad de las salas por su lucecita: llevaba con él a todas las sesiones un cuaderno de notas, y para no molestar a sus vecinos de asiento (pues los cines en aquel tiempo de los mid-sixties se llenaban) usaba un cuaderno de papel silencioso y un bolígrafo de foco restringido. Miguel terminó económicas y entró en un banco, yo dejé en segundo la carrera de leyes para pasarme, en la acera de enfrente, a la de letras, donde, no sin algún sobresalto político, acabé la especialidad de filosofía pura, así se llamaba.

Miguel escribió, más allá de su cuaderno mágico y su bolígrafo-linterna, publicó mucho, en revistas y libros, e incluso tuvo un cargo institucional como director general de cinematografía. En esas actividades y cambios de estatus nos perdimos un poco la pista, pero mientras tanto fueron apareciendo los tres Marías restantes de esa familia prodigiosa formada por el filósofo Julián Marías (crítico de cine en ejercicio semanal dentro de la Gaceta ilustrada) y su esposa Lolita Franco Manera, traductora proveniente ella de una familia culta y algo bohemia en la que destacaron sus hermanos Enrique Franco, musicólogo, y el legendario cineasta Jesús Franco, alias Jess Franck. Con esos antecedentes no fue raro que los retoños Marías Franco casi acapararan el censo de las musas: Miguel el cine, profesionalmente casi, y Javier devocionalmente, toda su vida, quedando la pintura renacentista al cuidado de Fernando, el segundo hijo, y la música barroca en manos del pequeño, Álvaro.

De los cuatro “hermanos artísticos”, Javier ha sido la figura más estelar y de más amplia curiosidad, y aunque en música fue un fino oyente schubertiano, así como en el arte gran coleccionista de pintura clásica y novecentista en tarjetas postales que buscaba por los más remotos museos del mundo y mandaba personalizadamente a sus amigos, en sobre cerrado y a veces decorado a mano por él, su arte preferido, al margen claro está de la literatura, fue el séptimo.

Conservo de Javier un enorme caudal de recuerdos cinematográficos, o, para ser más preciso, de paseos conversados hasta las altas horas después de ver películas, aunque no en todas nos poníamos de acuerdo. Javier era en cine un clasicista, abierto, como era de rigor, a las nuevas olas, sobre todo a la ola llegada de Francia, más que a la inglesa o la italiana; en el llamado Nuevo Cine Español de los sesenta y setenta apenas creía. Y americanista fílmico lo era como lo éramos todos entonces, un culto aprendido de los genuinos críticos-artistas agrupados en la revista Cahiers du cinéma. John Ford y Howard Hawks, Elia Kazan y Nicholas Ray, esos eran los nombres sagrados, un peldaño por debajo de Hitchcock. Y el western, cómo no, el del robusto Raoul Walsh y el del abstracto Budd Boeticher, aunque nuestro disfrute era distinto al de los maestros literarios como Benet, Hortelano o Gil de Biedma, para quienes el western era el “cine del Oeste” sin más pretensión formalista o hermenéutica.

Llevamos un día a Juan Benet a ver en el Cine Rosales Gertrud, la película última y más sublime del gran genio Dreyer, Javier casi en estado de levitación y yo viéndola por tercera vez en pantalla. Juan guardó silencio media hora, hasta que con premeditación devastadora sacó un pañuelo de la risa y un sonajero de niño para arruinarnos la idolatría dreyeriana y tomarmos un poco el pelo.

De Javier se recuerda su encontronazo con los Querejeta, a raíz de la adaptación que padre e hija hicieron en 1996 de Todas las almas, titulándola El último viaje de Robert Rylands. Perjudicada por un cast poco afortunado, al novelista, que se sintió maltratado por la productora (nunca fue invitado al rodaje en Oxford), no le gustó el resultado y les puso pleito, que ganó, recuperando los derechos de esa novela, nunca reutilizados. Tampoco tuvo suerte en el largometraje del director chino-norteamericano Wayne Wang a partir del excelente relato “Mientras ellas duermen” (2016). Claro que hablamos de oídas en este caso, pues el filme, de producción japonesa, tuvo en España un estreno semi_clandestino, y no conozco a nadie que la haya visto, incluido Javier Marías.

Conviene sin embargo recordar su temprano debut como guionista de un interesante cortometraje de su primo hermano Ricardo Franco a partir de una historia propia de Marías, Gospel, y sobre todo su libreto del largometraje underground El desastre de Annual, del mismo director (1970). Rodada con bajo presupuesto en 16 mm, se trata, en mi recuerdo de espectador vapuleado y detenido por la policía del general Franco (ningún parentesco entre estos Francos) cuando se presentó y ganó el gran premio del extinto Festival de Cine de Autor de Benalmádena, de una obra muy personal: un ácido esperpento lleno de resonancias íntimas sobre la crisis de una familia atenazada por los recuerdos del desastre sufrido en 1921 en Marruecos por las fuerzas coloniales españolas. Prohibida en su momento y nunca distribuida, pienso hoy que uno de los homenajes sensatos (se anuncia ya alguno de carácter folclórico) al gran novelista fallecido sería restaurar y telecinar esa obra maldita del cine español que señala el principio del interés de Javier Marías por el cine y su vinculación con otro desaparecido prematuro de su entorno familiar, Ricardo Franco.

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18 de noviembre de 2022

Joan Manuel Serrat en Chile. Foto de Arturo Ledezma (Terra)

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Tras 53 años, Joan Manuel Serrat se despide de sus fans chilenos, que cantan con él la banda sonora de sus vidas

Plantado en medio del escenario del Movistar Arena, un Joan Manuel Serrat de 78 años, pura sonrisa y pocos vestigios de su antigua melena, dirige el micrófono al público y se produce el milagro. No importa en qué parte de Lucía, de Cantares, de Penélope, de Tu nombre me sabe a hierba el trovador pida la participación de sus incondicionales, el enorme pabellón se llena de voces que cantan los éxitos del catalán, que son la banda sonora de sus vidas.
En 1969, antes de las elecciones que llevaron al gobierno a Salvador Allende, Serrat ya llenaba el Teatro Municipal con su musicalización de los poemas de Antonio Machado. Desde entonces, sus presencias y sus ausencias marcaron a generaciones de chilenos. Volvió durante la Unidad Popular, se le impidió la entrada para el acto final del No en 1988, llenó estadios en la vuelta a la democracia, y presentó en Santiago casi todos sus discos desde entonces.
El público (desde veinteañeros hasta contemporáneos del cantante) llenaba el espacio desde temprano y recibió con mucha atención al joven pianista nacional Benjamín Pedemonte. Fue una excelente elección: no precedió al maestro una voz joven sino un instrumentista que desgranó temas reconocibles, desde Gracias a la vida hasta la movediza rumba catalana del protagonista de la noche Los fantasmas del Roxy.
Una ovación en la platea recibió a la ministra secretaria general de Gobierno Camila Vallejo, quien estaba del lado más joven del público, y que grabó momentos de las canciones más emblemáticas y las difundió luego en sus redes, como una fan más.
Como si fuera una declaración de principios, el concierto con que el trovador que se despedía empezó fuerte, con un llamado a la alegría: Dale que dale. Su aceitado grupo de siete músicos incluían a sus veteranos escuderos Ricard Miralles y José Mas, en piano y teclados, junto con jóvenes instrumentistas catalanes en guitarra, bajo, batería, vientos y viola.
Tomando éxitos de todas sus épocas, el maestro pareció haber seleccionado con sentido de autobiografía un repaso a su vida en canciones. Mi niñez, Romance de Curro el Palmo, Señora, Lucía, Hoy por ti, y en medio de la canción de amor maduro No hago otra cosa que pensar en ti, presentó con gracia a sus músicos.
Los que recordamos conciertos de Serrat en el siglo pasado sabemos que entonces su voz, su don melódico, la fina poesía de sus letras y los ricos arreglos lo llenaban todo. Ahora incluye proyecciones, y cada una hace reír, emociona, completa el sentido de la canción, le agrega una dimensión de arte.
Con la tremenda Para la libertad, sobre versos de Miguel Hernández, fueron murales de Banksy; con Hoy puede ser un gran día, divertidas Giocondas con guiños a raros peinados nuevos, poses feministas, mechones al viento y hasta una camiseta del club de sus amores, el Barça.
Y con su himno más perdurable, Mediterráneo, las olas que bañan la playa en la pantalla dejaban trazas de un homenaje a Paco de Lucía y una denuncia a la contaminación y el drama de los inmigrantes en pateras.
La pantalla sirvió también para los sobretítulos en castellano de sus infaltables canciones en catalán, como Pare y Por la mañana rocío, cuya letra antes recitaba traducida.
Tras dos horas de faena su voz lucía más lozana que en sus últimas apariciones, como si la gira de despedida le quitara años, o responsabilidad, o un peso de encima. Cantó a dúo la deliciosa balada de amor Es caprichoso el azar con la sorprendente voz de soprano de la violista Úrsula Amargós, y regaló a su público chileno una versión delicada, minimalista del clásico de Violeta Parra Gracias a la vida.
Para el final y los bises, canciones queridas que el público cantó afinado, ante la sonrisa complacida del autor de tanta memoria colectiva: Penélope, Esos locos bajitos y para el final, Fiesta.
“Se acabó, el sol nos dice que llegó el final…”, cantaba el músico que siempre estuvo ahí. El “¡Noooo!” del público nunca se sintió tan real, pero al mismo tiempo, gritado con la alegría que Serrat pidió al comienzo, para que la despedida no fuera triste.
Hasta siempre, maestro. Se merece este descanso en el otoño. Pero será tan extraño no saber que ya no vendrá otra visita, que ya nunca más habrá un próximo recital de Joan Manuel Serrat…

 

Esta crónica del concierto de Serrat en el Movistar Arena de Santiago el 12 de noviembre de 2022 fue publicado originalmente en terra.cl el 13 de noviembre. 

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16 de noviembre de 2022
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¿De qué se trata?

Liturgia de los días’, de José Antonio Martínez Climent, comunica esa única y sacra luz de la rutina mínima, insignificante, hasta hacer ver que esa es la significación de toda una vida

Me pareció que iba caminando por un secarral de los que van hincando pinchos en los calcetines y de repente, tras unos arbustos, me encontré con un jardín frondoso y poblado. Esa fue la impresión que me produjo Liturgia de los días, de José Antonio Martínez Climent (KRK ediciones). He aquí, por fin, una novela sin personajes, sin argumento, sin historia, sin caracteres, sin moralina, con un narrador omnímodo y la pura literatura como esencia de la narración.

Una liturgia es una ceremonia religiosa y el libro responde a su título: se trata de hacer comprensible el paso de los días. En cada página pone Climent, bajo un potente foco, lo que tiene ante los ojos: pueden ser gotas de lluvia, pueden ser estorninos, pueden ser chopos, viejos chopos que bordean el Pisuerga. No importa lo que caiga ese día ante los ojos del narrador para que de inmediato se proceda a la liturgia. Puede ser, incluso, una visita a la taberna del pueblo, en donde se oyen las voces de los aldeanos, se celebran sus gestos mínimos, se les da una iluminación en verdad religiosa. Así nos seduce la liturgia.

Porque sin duda que hay religión, pero de la otra, no de las que conocemos: una religión propia y personal que considera sagrada su experiencia. El milagro es que logre comunicarnos esa única, excepcional y sacra luz de la rutina mínima, insignificante, hasta hacernos ver que esa es la significación de toda una vida. Un milagro sin duda y que lleva consigo algo inesperado: la divinidad de esas experiencias no es un dios de los ya sabidos, sino una divinidad sin nombre, desconocida y, sin embargo, siempre presente cuando se la ve contra su enemigo, como recortada sobre el formidable torso de la maldad.

La maldad, ya lo sabíamos, es el proceso de estatización que se ha desarrollado en los últimos siglos de un modo impetuoso hasta abarcar todas nuestras actividades y pensamientos. El Estado ha ido creciendo, a partir de la Ilustración, hasta convertirse en el monstruo que ahora nos domina, nos devora, nos explota y nos desprecia. Climent consigue mirar el mundo a través de las grietas de ese coloso y nos muestra cómo puede ser el mundo antes, fuera o liberado del Estado. Todo lo cual se obra sin el menor gesto de moralidad, de partidismo, de pedagogía. Solo se muestra, se enseña, se representa.

El libro lleva como subtítulo Un breviario de Castilla y, en efecto, es un breviario como aquellos que llevaban encima los curas, un agradable tomito que cabe en una mano y que los artesanos de KRK han inventado, quizás sin quererlo. Lo de Castilla, en cambio, es engañoso porque aparecen otras regiones, sobre todo de Levante. Así, algunas zonas de Castellón y Alicante, por ejemplo, pero, entonces, ¿qué Castilla es esa? Pues la de la liturgia, es decir, cualquier lugar en donde sea posible ver, oír o gustar el mundo fuera del Estado, esa es una posible Castilla.

Deja muy claro Climent a quienes considera sus antepasados, y son Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet y Jiménez Lozano, los más citados. De distintos lugares, no menos castellanos, vienen Ernst Jünger, Heidegger y algún otro que no puedo recordar. Todos ellos emboscados (en el sentido de Jünger) y todos armados con una prosa literaria que construye mundos, no verosímiles, sino verdaderos, es decir, litúrgicos.

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15 de noviembre de 2022

Ilustración de Irene Gracia

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Charles Lindbergh y la Generación Perdida

Una manera poco habitual de afrontar la figura de Charles Lindbergh (el primer piloto que cruzó el Atlántico en un vuelo sin escalas) es vinculándola a la Generación Perdida. Se ha dado en llamar la Generación Perdida al grupo de escritores y aventureros americanos que pasaron en Europa el período de entreguerras. Los más destacados de entre ellos fueron Fitzgerald (1896), Hemingway (1899), T.S. Eliot (1902), Ezra Pound (1888), Henry Miller (1891) John Dos Passos (1896) y Anaïs Nin (1903).

Charles Lindbergh nació en el año 1902, en el mismo período temporal que los escritores indicados. Pertenecía pues a la Generación Perdida, si aceptamos la teoría generacional de Ortega y Gasset, según la cual serían de la misma generación los que comparten el mismo horizonte y el mismo universo vital, y tanto ese horizonte como ese universo cambiarían cada veinte años.

Las pasiones y el anhelo que caracterizaron a la Generación Perdida se muestran con bastante claridad en algunas páginas de la novela Trópico de Capricornio de Henry Miller. Como los demás escritores de la Lost Generation, Miller tiene una visión muy negativa de América. Nueva York le parece el colmo de la decadencia y la corrupción. Con el sentido de la paradoja que le caracterizó, la Gran Manzana se le antoja un símbolo de la decrepitud, la vejez y la muerte. En cambio ve Europa como un continente alegre, despierto y lleno de ideas, donde se está fraguando de verdad un nuevo mundo, lejos del espíritu senil de América. La misma fascinación por Europa vamos a encontrar en todos los autores citados, y esa pasión hallará su punto más álgido en un libro de Hemingway cuyo título ya lo dice todo a ese respecto: París era una fiesta, en la que aparece acuñada por primera vez la expresión “Generación Perdida” en voz de Gertrude Stein.

Algo muy parecido le ocurrió a Charles Lindbergh. Su misma travesía oceánica de 1927 no solo indicaba el deseo de unir dos continentes, también expresaba el anhelo de abrazar Europa con las alas de su avión a través de un único vuelo, diferenciándose en eso de la travesía española del hidroavión Plus Ultra, que si bien enlazó Europa con América un año antes, se vio obligado a hacer unas cuantas escalas.

La aventura atlántica de Lindbergh lo convirtió en un héroe además de condenarlo a la fama, con toda sus servidumbres y todas sus infamias. La celebridad abusiva que cercaba por todos los ángulos su persona agrió su carácter, sobre todo tras el rapto y fallecimiento de su hijo de veinte meses. Su visión de América se ennegreció, y al igual que Henry Miller, pensaba que Estados Unidos era un país bárbaro, provinciano, inculto y sumamente incivil. En 1935 regresó a Europa y se sintió conmovido por la belleza de las ciudades del viejo continente, en el que veía la plasmación perfecta de lo que él entendía por civilización.

En Europa Lindbergh no solo estudió los adelantos referidos a la aviación, también se dejó abducir por sus ideologías, y muy pronto empezó a interesarse por el Nacional Socialismo. Sorprendentemente, no fue el único americano notable de su generación que abrazó el nazismo. Lo mismo le ocurrió a Ezra Pound, uno de los mejores poetas de todos los tiempos.

Con lo cual queda dicho que la fascinación por Europa de la Generación Perdida tomó enseguida dos caminos excluyentes. Unos apostaron por las ideologías de izquierdas, y otros por las de derechas, y en eso, como en tantas otras cosas, se convirtieron en reflejos fieles del espejo en el que se miraban. Sorprende esa fidelidad de algunos americanos hacia Europa, que no se había dado nunca y que no es probable que se vuelva a dar. Dicen que la historia se repite pero no es verdad. La historia ni siquiera se repite cuando la olvidamos y nos quedamos sin la protección de la memoria.

Lindbergh, que padecía una melancolía bastante severa, llevó tan lejos como Pound su inclinación al fundamentalismo de derechas, y llegó a defender la selectividad racial y la limpieza étnica. Más tarde se arrepintió, como se arrepintió Pound en sus años de reclusión en un asilo mental, pero ya era demasiado tarde. Su prestigio se fue desmoronando a la misma velocidad que su anterior ascenso al estrellato, y si bien llevó a cabo algunas operaciones bélicas a favor de su país en la segunda contienda, el ave fénix que anidaba en su ser no consiguió renacer de sus propias cenizas. Fue todo un mito, pero ahora nadie se acuerda de él, en cambio sí que nos acordamos de Pound, y la cultura (dueña en cierto modo de la memoria colectiva) lo coloca sobre un alto sitial a pesar de haber escrito textos brutales en defensa del nazismo. Sí, cierto, pero también escribió los Cantos pisanos, tan llenos de dolor como de belleza. ¿La magia de las palabras nos puede salvar del infierno eterno?, cabe preguntarse ante algunas paradojas que atañen a la memoria.

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14 de noviembre de 2022
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Un mundo siempre nuevo

 

La literatura se pone a prueba con los temas manidos, esos sobre los que parece que ya está todo dicho, ante el riesgo de que la imaginación desem­boque en el callejón sin salida del sitio común­. Cuando la semana pasada estuve en Venecia, primera ciudad global del mundo moderno, madrugué para dar un paseo por la la­guna aún dormida. Me adentraba en sus calles chapoteantes y pensaba que, si es un lugar tan mágico, escenario de infinidad de obras, es porque, al mirar con atención el cuadro de esa ciudad, cada cual ve su alma reflejada en cualquier piedra o tramo de agua. En la maleta llevaba los textos de Proust inéditos publicados recientemente en Lumen, en los que se recogen impresiones suyas sobre Venecia. Espacio saturado de miradas, encuadrado miles de veces primero al óleo y luego otros tantos millones con cámaras, su texto sobre la Serenissima surge de mirar con suma atención, de abrazar la perplejidad y desafiar lo preconcebido.

Al igual que a Proust, Venecia ha quedado asociada al nombre de Joseph Brodsky. No era un experto propiamente dicho en la materia ni un ve­neciano de pura cepa, sino alguien que encontró­ en sus estructuras de agua y piedra –el tiempo que fluye y la eternidad, respectivamente– una prolongación de Leningrado, de donde tuvo que exiliarse. Con cada metáfora de palacios y canales, nos desveló misterios sobre la vida misma. Porque eso es lo que nos brinda la lite­ra­tura: un lenguaje que opera como una llave­ maestra, con la aspiración de abrir todas las puertas.

Gracias a su Marca de agua (Brodsky pasaba los inviernos en la laguna veneciana), podemos ver el lento avance de una embarcación a través de la noche como el cruce de un pensamiento coherente por el subconsciente, y los estrechos­ callejones se nos antojan “pasadizos entre las estanterías de alguna inmensa­, olvidada biblioteca, igual de silenciosos”.

Pensamos que el amor es una calle de dirección única y que el apetito del ojo –que en Venecia se independiza del cuerpo– se debe a que el arte nos proporciona algo de seguridad y consuelo, pues este “no nos amenaza con la muerte ni nos enferma: la belleza está donde el ojo descansa”.

Los restos de Brodsky reposan entre Murano y el barrio de Cannaregio, en una islita rectangular. Esta semana el novelista ruso Mijaíl Shishkin escribía desde Suiza que, si su compatriota resucitara, volvería a exiliarse. Y seguramente volvería a pedir que lo enterraran en un camposanto extranjero, para que los patriotas de hoy no se apropiaran de él.

En la isla-cementerio de San Michele, con las tumbas de otros rusos ilustres, como Stravinsky y Diáguilev, recordé una respuesta de Salman Rushdie al Cuestionario Proust. “¿Dónde te gustaría vivir?”. “En una estantería de libros, eternamente”. Acababa de leer que, tras el intento de censura más radical que pueda haber –la eliminación física del escritor–, ocurrido el pasado 12 de agosto, había perdido la visión­ de un ojo y la movilidad de una mano­, dos herramientas para la escritura. La noticia de su atentado abrió informa­tivos y ocupó primeras páginas; unos meses­ después, en cambio, este dato sobre su vida de nuevo mutilada por la fetua quedó enterrado bajo los trending topics del momento, pues la conversación global la dicta Twitter.

Hace una década Rushdie dio una conferencia sobre la censura. Decía que la originalidad del arte es peligrosa: “Desafía, cuestiona, revoca suposiciones, desestabiliza los códigos morales, falta al respeto a las vacas sagradas”. Quiero pensar que en su convalecencia le han llegado las imágenes de estas palabras convertidas en cánticos de libertad, vencido el miedo y reconquistada la imaginación, por las calles y los centros edu­cativos de Irán, contra el mismo régimen que exigió su muerte por un libro que sus detractores seguramente no leyeron, como le pasó a Borís Pasternak con El doctor Zhivago. “El arte no es entretenimiento. En el mejor de los casos, es una revolución”, concluía.

Un estudio reciente confirma, una vez más, que infundir el hábito de la lectura a una edad temprana es el mejor regalo para el futuro, capaz incluso de salvar las desigualdades económicas de partida. Sin la lectura desde la infancia, estaríamos medio ciegos, dispuestos a aceptar cualquier consigna y a compartirla sin reflexión crítica. Leer, compartir libros, discutir ideas, apropiarse de nuevas formas de expresarse, permite ver un mundo siempre nuevo. Y mejorable, además.

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14 de noviembre de 2022

Elias Canetti, Guillaume Faye y Kaney West

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Novelistas que sólo leen novelas (II)

 

Elias Canetti, que sufrió dos dictaduras, hablaba de la conciencia de las palabras y de la responsabilidad del escritor para con ellas. Él se había sentido esclavizado por la oratoria de Karl Kraus y habia sido testigo de la sumisión hipnótica de las masas por los discursos fanáticos. Si el uso espúreo de ciertas palabras ayudaron a provocar la guerra y el Holocausto, ¿podía el escritor ayudar de alguna manera a evitarlos? Lo que distingue de otras profesiones a un escritor, un músico, un artista o un cineasta es que ellos nos relatan. Estamos tejidos de imágenes, sueños y sonidos,  que por medio del arte a veces nos dan placer y otras nos transmiten el escalofrío de las zonas de sombra. Si hasta hace poco premiábamos a los escritores y ensayistas porque nos revelaban con un sentido humanista lo que no queremos saber de nuestra sociedad y de nosotros mismos, buena parte de la literatura de hoy es incapaz de imaginación y empatía, ya sea de meterse en la piel de personajes ajenos a ellos, ya sea de universalizar literariamente las experiencias del Yo, como practican con estilos radicalmente opuestos Coetzee o Annie Ernaux. En mi caso, me siento incapaz de elogiar aquellas obras cuyo único mérito sea el de tratar una temática socialmente problemática o el de aquellas otras que practican un estilo anticomercial sin más cualidad que la de llevar la contraria a lo comercial. Temo también que se ha consolidado el hecho de que la mayoría de novelistas sólo lean novelas contemporáneas y que los cineastas sólo vean películas. Sigue existiendo aquí un complejo de inferioridad ante el pensador, el ensayista o el investigador cultural de otras latitudes: que piensen ellos, porque yo sólo pienso en mí.

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11 de noviembre de 2022
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Hogueras encendidas

Cuando Toni Morrison ganó el premio Nobel de Literatura en 1993 era profesora en la Universidad de Princeton, y tras recibir la noticia, que pidió le confirmaran por fax para asegurarse de que no se trataba de una broma, se fue al aula a impartir su seminario sobre africanismo americano. Ahora hay un edificio que lleva su nombre, frente al que paso camino de mis clases, el Toni Morrison Hall.

Su novela Beloved, publicada en 1987, fue polémica desde su aparición, por su forma osada de entrar en el tema de la esclavitud. Sethie, esclava en una plantación de Kentucky, prefiere dar muerte a su propia hija para que no tenga que vivir en cautiverio, como ella misma.

El año pasado, el candidato republicano a gobernador de Virginia, Glenn Youngkin, utilizó un video en el que una madre de familia reclama que se prohíba Beloved en las escuelas por su contenido sexual, capaz de producir “terrores nocturnos” a su hijo; en 2013, el “proyecto de ley Beloved”, que contenía la misma prohibición, no llegó a prosperar en Virginia. Y Paraíso, otra novela de Toni Morrison, había sido sacada de las bibliotecas de las prisiones de Texas porque incitaba a “huelgas o disturbios”.

Para Dana Williams, de la Universidad Howard, expurgar de contenidos sexuales los textos que llegan a manos de escolares, lo que esconde es el racismo, porque “los libros como Beloved obligan a hablar de verdad sobre la historia”. El racismo, o la xenofobia, el afán de cancelación. Y la esclavitud. O el totalitarismo, porque también se ha prohibido en algunos sitios El cuento de la criada de Margaret Atwood.

El asunto está, según la propia Toni Morrison, en que la prohibición de los libros busca cercenar la libertad de pensar y la libertad de imaginar. El propósito es silenciar, y crear un estado generalizado de ignorancia, como ocurre con quienes, desde la perspectiva contraria, rechazan la lectura en las escuelas de Huckleberry Finn, el clásico de Mark Twain, porque contiene términos “racialmente peyorativos”, con lo que se busca un “tipo de censura purista para apaciguar a los adultos en lugar de educar a los niños”. Si Beloved es “obscena”, es porque “la institución de la esclavitud era obscena” escribe Farah Jasmine Griffin en el Washington Post.

En el hermoso documental Las piezas que yo soy sobre la vida de Toni Morrison, dirigido por Timothy Greenfield-Sanders, ella expresa que ser una escritora negra “no limita mi imaginación; lo expande... no soy solo una escritora negra, pero categorías como escritora negra y escritora latinoamericana ya no son marginales.

Tenemos que reconocer que lo que llamamos “literatura” es más pluralista ahora, tal como debería ser la sociedad”.

Una sociedad que, en cambio del pluralismo que su diversidad supone, se muestra cada vez más polarizada, y la prohibición de libros en las escuelas sólo es un aspecto entre tantos. La primera enmienda de la Constitución, que ampara de manera radical la libertad de expresión, se ve constantemente desafiada, sobre todo en el llamado “cinturón bíblico”, que cubre ocho estados del sur profundo, y se extiende por diez más.

Pastores de las iglesias cristianas, juntas escolares, y funcionarios públicos cuidan de que en las escuelas y bibliotecas no asome nada que tenga que ver con la enseñanza de la biología evolutiva, la educación sexual, el aborto, y el tema LGTB; un territorio arcaico, de cultura rural, y donde campean hoy a sus anchas el negacionismo sobre la catástrofe ambiental y el rechazo a las vacunas.

En 1925, en el condado de Dayton, en Tennessee, se dio el famoso “juicio del mono”, cuando John Scopes fue condenado por enseñar la teoría de la evolución; la ley Butler declaraba ilícita "la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia". Un siglo después, el creacionismo sigue desafiando a la ciencia desde los púlpitos y las juntas escolares.

En 1999, la junta de educación de Kansas aprobó eliminar de los currículos de los colegios estatales toda mención al origen y evolución del universo. Tanto La breve historia del tiempo de Hawkins como El origen de las especies de Darwin son, pues, materia subversiva. Y en el año 2007 se inauguró en Kentucky el Museo de la Creación, donde los dinosaurios conviven con los seres humanos, como en la tira cómica de los Picapiedra, porque así lo dicta la Biblia.

En el condado de McMinn, cercano al de Dayton, se ha prohibido este mismo año la lectura en clases de la célebre novela gráfica Maus, de Art Spiegelman, que trata sobre el holocausto, porque contiene malas palabras y un desnudo, pero el autor lo atribuye más bien a antisemitismo.

Pocos días después, el pastor Greg Locke organizó en Nashville , en el mismo estado de Tennessee, una quema de libros donde ardieron Harry Potter y la novela gráfica Crepúsculo por ser “libros satánicos”.

En 1933, vamos llegando al siglo de ese hecho, se dio la quema de libros perpetrada por los nazis en la Plaza de la Opera de Berlín. La diferencia está en que está otra se transmitió por Facebook Live. Pero las dos épocas cada vez se parecen más.

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10 de noviembre de 2022
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El Boomeran(g)
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