Félix de Azúa
‘Liturgia de los días’, de José Antonio Martínez Climent, comunica esa única y sacra luz de la rutina mínima, insignificante, hasta hacer ver que esa es la significación de toda una vida
Me pareció que iba caminando por un secarral de los que van hincando pinchos en los calcetines y de repente, tras unos arbustos, me encontré con un jardín frondoso y poblado. Esa fue la impresión que me produjo Liturgia de los días, de José Antonio Martínez Climent (KRK ediciones). He aquí, por fin, una novela sin personajes, sin argumento, sin historia, sin caracteres, sin moralina, con un narrador omnímodo y la pura literatura como esencia de la narración.
Una liturgia es una ceremonia religiosa y el libro responde a su título: se trata de hacer comprensible el paso de los días. En cada página pone Climent, bajo un potente foco, lo que tiene ante los ojos: pueden ser gotas de lluvia, pueden ser estorninos, pueden ser chopos, viejos chopos que bordean el Pisuerga. No importa lo que caiga ese día ante los ojos del narrador para que de inmediato se proceda a la liturgia. Puede ser, incluso, una visita a la taberna del pueblo, en donde se oyen las voces de los aldeanos, se celebran sus gestos mínimos, se les da una iluminación en verdad religiosa. Así nos seduce la liturgia.
Porque sin duda que hay religión, pero de la otra, no de las que conocemos: una religión propia y personal que considera sagrada su experiencia. El milagro es que logre comunicarnos esa única, excepcional y sacra luz de la rutina mínima, insignificante, hasta hacernos ver que esa es la significación de toda una vida. Un milagro sin duda y que lleva consigo algo inesperado: la divinidad de esas experiencias no es un dios de los ya sabidos, sino una divinidad sin nombre, desconocida y, sin embargo, siempre presente cuando se la ve contra su enemigo, como recortada sobre el formidable torso de la maldad.
La maldad, ya lo sabíamos, es el proceso de estatización que se ha desarrollado en los últimos siglos de un modo impetuoso hasta abarcar todas nuestras actividades y pensamientos. El Estado ha ido creciendo, a partir de la Ilustración, hasta convertirse en el monstruo que ahora nos domina, nos devora, nos explota y nos desprecia. Climent consigue mirar el mundo a través de las grietas de ese coloso y nos muestra cómo puede ser el mundo antes, fuera o liberado del Estado. Todo lo cual se obra sin el menor gesto de moralidad, de partidismo, de pedagogía. Solo se muestra, se enseña, se representa.
El libro lleva como subtítulo Un breviario de Castilla y, en efecto, es un breviario como aquellos que llevaban encima los curas, un agradable tomito que cabe en una mano y que los artesanos de KRK han inventado, quizás sin quererlo. Lo de Castilla, en cambio, es engañoso porque aparecen otras regiones, sobre todo de Levante. Así, algunas zonas de Castellón y Alicante, por ejemplo, pero, entonces, ¿qué Castilla es esa? Pues la de la liturgia, es decir, cualquier lugar en donde sea posible ver, oír o gustar el mundo fuera del Estado, esa es una posible Castilla.
Deja muy claro Climent a quienes considera sus antepasados, y son Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet y Jiménez Lozano, los más citados. De distintos lugares, no menos castellanos, vienen Ernst Jünger, Heidegger y algún otro que no puedo recordar. Todos ellos emboscados (en el sentido de Jünger) y todos armados con una prosa literaria que construye mundos, no verosímiles, sino verdaderos, es decir, litúrgicos.