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Un mundo siempre nuevo

Por 14 de noviembre de 2022 Sin comentarios

Marta Rebón

 

La literatura se pone a prueba con los temas manidos, esos sobre los que parece que ya está todo dicho, ante el riesgo de que la imaginación desem­boque en el callejón sin salida del sitio común­. Cuando la semana pasada estuve en Venecia, primera ciudad global del mundo moderno, madrugué para dar un paseo por la la­guna aún dormida. Me adentraba en sus calles chapoteantes y pensaba que, si es un lugar tan mágico, escenario de infinidad de obras, es porque, al mirar con atención el cuadro de esa ciudad, cada cual ve su alma reflejada en cualquier piedra o tramo de agua. En la maleta llevaba los textos de Proust inéditos publicados recientemente en Lumen, en los que se recogen impresiones suyas sobre Venecia. Espacio saturado de miradas, encuadrado miles de veces primero al óleo y luego otros tantos millones con cámaras, su texto sobre la Serenissima surge de mirar con suma atención, de abrazar la perplejidad y desafiar lo preconcebido.

Al igual que a Proust, Venecia ha quedado asociada al nombre de Joseph Brodsky. No era un experto propiamente dicho en la materia ni un ve­neciano de pura cepa, sino alguien que encontró­ en sus estructuras de agua y piedra –el tiempo que fluye y la eternidad, respectivamente– una prolongación de Leningrado, de donde tuvo que exiliarse. Con cada metáfora de palacios y canales, nos desveló misterios sobre la vida misma. Porque eso es lo que nos brinda la lite­ra­tura: un lenguaje que opera como una llave­ maestra, con la aspiración de abrir todas las puertas.

Gracias a su Marca de agua (Brodsky pasaba los inviernos en la laguna veneciana), podemos ver el lento avance de una embarcación a través de la noche como el cruce de un pensamiento coherente por el subconsciente, y los estrechos­ callejones se nos antojan “pasadizos entre las estanterías de alguna inmensa­, olvidada biblioteca, igual de silenciosos”.

Pensamos que el amor es una calle de dirección única y que el apetito del ojo –que en Venecia se independiza del cuerpo– se debe a que el arte nos proporciona algo de seguridad y consuelo, pues este “no nos amenaza con la muerte ni nos enferma: la belleza está donde el ojo descansa”.

Los restos de Brodsky reposan entre Murano y el barrio de Cannaregio, en una islita rectangular. Esta semana el novelista ruso Mijaíl Shishkin escribía desde Suiza que, si su compatriota resucitara, volvería a exiliarse. Y seguramente volvería a pedir que lo enterraran en un camposanto extranjero, para que los patriotas de hoy no se apropiaran de él.

En la isla-cementerio de San Michele, con las tumbas de otros rusos ilustres, como Stravinsky y Diáguilev, recordé una respuesta de Salman Rushdie al Cuestionario Proust. “¿Dónde te gustaría vivir?”. “En una estantería de libros, eternamente”. Acababa de leer que, tras el intento de censura más radical que pueda haber –la eliminación física del escritor–, ocurrido el pasado 12 de agosto, había perdido la visión­ de un ojo y la movilidad de una mano­, dos herramientas para la escritura. La noticia de su atentado abrió informa­tivos y ocupó primeras páginas; unos meses­ después, en cambio, este dato sobre su vida de nuevo mutilada por la fetua quedó enterrado bajo los trending topics del momento, pues la conversación global la dicta Twitter.

Hace una década Rushdie dio una conferencia sobre la censura. Decía que la originalidad del arte es peligrosa: “Desafía, cuestiona, revoca suposiciones, desestabiliza los códigos morales, falta al respeto a las vacas sagradas”. Quiero pensar que en su convalecencia le han llegado las imágenes de estas palabras convertidas en cánticos de libertad, vencido el miedo y reconquistada la imaginación, por las calles y los centros edu­cativos de Irán, contra el mismo régimen que exigió su muerte por un libro que sus detractores seguramente no leyeron, como le pasó a Borís Pasternak con El doctor Zhivago. “El arte no es entretenimiento. En el mejor de los casos, es una revolución”, concluía.

Un estudio reciente confirma, una vez más, que infundir el hábito de la lectura a una edad temprana es el mejor regalo para el futuro, capaz incluso de salvar las desigualdades económicas de partida. Sin la lectura desde la infancia, estaríamos medio ciegos, dispuestos a aceptar cualquier consigna y a compartirla sin reflexión crítica. Leer, compartir libros, discutir ideas, apropiarse de nuevas formas de expresarse, permite ver un mundo siempre nuevo. Y mejorable, además.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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