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Elias Canetti, Guillaume Faye y Kaney West

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La conciencia de las palabras (I)

 

 

Cada vez que oigo en una película norteamericana eso de «¿jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?», me imagino a un filósofo respondiendo «¡que más quisiera yo!». ¿Quién sabe toda la verdad y nada más que la verdad? Cuando se suponía que todos los estadounidenses tenían que ser cristianos, se juraba haciendo el solemne gesto chamánico de posar la mano derecha sobre la Biblia, el libro de los libros. Hay quien para demostrar sinceridad o amor se lleva la mano al pecho, allí donde para unos está el corazón y para otros la cartera. En España se advierte a los testigos de un juicio de los riesgos penales de cometer perjurio, según otro libro, el código penal. «Prometo o juro por mi conciencia y honor…» entonan con la voz engolada políticos y altos magistrados para acatar el mandato de otro libro, el contrato constitucional que ellos mismos redactaron, promulgaron o reinterpretan, aunque eso no impide que, como se ha visto, muchos de ellos sean los primeros en incumplirlo y conspiren para evitar que la ley sea interpretada con pluralidad de sensibilidades sociales y algunos, de paso, colocar a afines y a familiares y castigar a los díscolos. «No tienes palabra», se solía decir cuando alguien quebrantaba un juramento. La verdad es que hoy es una frase chatarra, como los términos «conciencia» u «honor», difuminados en un nube tóxica de palabrería. «No tienes palabrería» sería un argumento que todo el mundo entendería para vetar un nombramiento. O «Lo siento, no nos sirves, tienes conciencia y sentido del honor».

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2 de noviembre de 2022
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Aquel viaje de invierno de Javier Marías

 

El novelista que avanzaba como un explorador entre la maleza, atento a cada paso pero ignorando la meta, era un mito viviente, y los mitos solo conquistan la realidad cuando los troquela la muerte. Entonces nos echamos las manos a la cabeza porque en el fallecimiento del mito vemos con demasiada claridad nuestra muerte, y es que si los mitos mueren, ¿qué decir de los que ni lo son ni les asiste la genialidad, esa deidad tan caprichosa?

Se podría decir que “la mayoría de nosotros estamos suspendidos al borde de la genialidad, obsesionados porque sabemos lo cerca que estamos de ella aunque sea evidente que nos encontramos en el lado equivocado de la línea. Nuestras relaciones con la realidad están socavadas por una serie de defectos menores pero psicológicamente decisivos (por ser en parte demasiado optimistas, por una rebeldía sin depurar, por una impaciencia fatal o por sentimentalismo). Somos como un exquisito avión de alta velocidad que, a falta de una pieza diminuta, queda varado y es más lento que un tractor o una bicicleta”.

En este párrafo del ensayo Miserias y esplendores del trabajo, Alain de Botton señala los riesgos que pondrían en peligro la posible genialidad de un escritor y que Marías supo salvar con maestría. Para empezar nunca fue demasiado optimista, en ninguna de sus obras, y tuvo tiempo para depurar infinitamente su rebeldía hasta convertirla en un tejido persa de innumerables variaciones, a veces sobre el mismo tema, a veces no. Tampoco acusó el error de la impaciencia, “el peor pecado de un escritor”, según Carmen Balcells, y aún menos pecó de sentimentalismo.

Voy a alejarme mucho en el tiempo, voy a recorrer túneles de sombra, inviernos, veranos, otoños hacia atrás, hasta ubicarme en Paris, allá por el año 1977, cuando conocí a Javier Marías en La Bola de Oro.

El café La Bola de Oro era un establecimiento de la muy parisina plaza de Saint-Michel, pero que a veces parecía el desolado café de Arles pintado por Van Gogh. En otoño e invierno la melancolía se instalaba en la ciudad como una nube tóxica que alteraba la visión del mundo, acentuando su lado expresionista. En esa atmósfera vi por primera vez a Marías, sentado en una esquina del café y con aspecto de ángel desvalido. Iba vestido de hombre de ninguna parte y gravitaban en torno a él algunos rumores que enseguida referiré.

Es sabido que nuestra persona, o al menos una imagen de ella, circula entre los demás en forma de leyenda simplista y degradada, pero no era ese el caso de Marías. Su leyenda tenía cierta complicidad, como sus libros. Entre los que seguíamos los pormenores de la novela española, que en la Bola de Oro éramos unos cinco o seis, Javier Marías tenía mucho prestigio, pero ninguno de nosotros llegó a intercambiar palabra alguna con él, pues nos daba reparo romper la campana de cristal que parecía amparar a aquel ser fragilísimo. Sabíamos que Marías había acabado su primera novela (Los dominios del lobo) a los diecinueve años, y que Juan Benet había alentado su publicación. Esa información lo ennoblecía y lo colocaba en un lugar elevado. No ignorábamos tampoco que había escrito otra novela, difusa, ambigua e íntimamente tormentosa como una historia de Henry James o una pieza de Mahler, Travesía del horizonte, publicada en la editorial de Rosa Regás, en esa época amante de Juan Benet según las habladurías. Los mejor informados también sabíamos que Marías había firmado, junto a Azúa y Molina Foix, el libro Tres cuentos didácticos. Si pensamos que Javier tenía veintiséis años, llegaremos a la conclusión de que era una escritor realmente precoz. En la época a la que me refiero, traía con él el encanto del fugitivo y los chismorreos que lo acompañaban venían a decir que se hallaba en París para sanar el mal de amores que le había sobrevenido tras su ruptura con Mercedes de Azúa. Las voces que divulgaban aquel relato (del que yo discrepaba) le daban a Marías el papel más doliente y honrado del drama, y él sabía plegarse a ese rol que cuadraba bien con su aspecto evanescente y melancólico.

Yo lo veía entrar y salir del café La Bola de Oro como alguien que llega de la zona fantasma y hacia la zona fantasma va, discreto, amable, ausente y a la vez evidente, escoltado por un cortejo de muertos fundamentales con los que mantenía una relación familiar: Shakespeare, Sterne, James, Proust... Javier no solía pasar por el café los sábados, que era cuando García Calvo daba en el sótano del establecimiento su seminario sobre los presocráticos, o al menos yo no lo recuerdo, y es muy probable que dedicase los fines de semana a los trabajos de Venus, pero sí que se acercaba los martes y los miércoles, y con su sonrisa vaga y sus tímidas maneras permanecía un buen rato entre los miembros de la horda de españoles que acudían al café cuando caía la noche. Javier estaba lejos de ser la celebridad en que se convertiría después, por eso aquel tiempo de La Bola de Oro trasmite una cierta pureza existencial, anterior a la inflación mediática que va a acompañar su figura a partir de El hombre sentimental. En el momento al que me refiero, debía de estar escribiendo El monarca del tiempo y quedaba más de un lustro para la aparición en las librerías de El siglo, que él consideró durante siglos su mejor libro, y a mi entender con razón.

Tengo la impresión de que Marías recordaba la época que estoy describiendo como un tiempo de humillaciones, pero yo creo que se debe a un efecto de “distorsión” propio de toda memoria, como bien decía el mismo Marías en más de una ocasión. Pienso que para él fue un gran momento, lleno de dolorosas exploraciones por las que se deslizaban fugaces corrientes de placer. Un momento anterior a la explosión Marías (inseparable del talento de Herralde y de sus movimientos tentaculares, si bien las novelas lo merecían), un momento de exilio interior y exterior donde, a la vez que todo estaba decidido, todo estaba por decidir. Un tiempo virginal (por decirlo de alguna forma) en que todavía no habían aparecido sus enemigos terribles, los que buscaban su aniquilación, los que dedicaban días y más días para destruirlo, los que alimentaban incesantemente el rencor y el resentimiento y decidían que no había nada salvable ni en su estilo ni en su persona y lo proclamaban siempre que podían, cultivando un odio tan metódico como desenfrenado, y que aparecería periódicamente plasmado en una revista mordaz y falsaria. “La muerte del que nos hirió o mató en vida no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar; pero nos aplaca y nos deja vivir”, vino a decir Marías en Los enamoramientos, y uno cree adivinar en quién estaba pensando, pues pocos han tenido enemigos tan constantes y viscerales como él. Yo lo sabía y observaba esas y otras refriegas con escepticismo, pensando que Marías era un escritor muy inteligente y afortunado, que podía mirar las miserias humanas desde una atalaya, incluidas las continuas maledicencias que circulaban sobre su persona, y una y otra vez regresaba mentalmente a aquel invierno de París, cuando el tiempo parecía una promesa y muchas cosas estaban por consumar. Curiosamente, y sin que nadie lo advirtiera, ese invierno Javier tuvo amoríos con una chica morena de ojos muy verdes llamada Muriel, a la que nunca más volvió a ver. Muriel era una de las tres o cuatro francesas que solían frecuentar la horda de españoles, si bien no solía intimar ni conmigo ni con ninguno de mis camaradas, en cambio si que fue abducida por aquel caballero de sonrisa suave que entraba y salía del café como una entidad flotante. Javier ya llevaba más de medio año fuera de Paris cuando, una noche de delirios y verdades, Muriel comenzó a contarme su experiencia con él y de la que no voy a hablar, pues hemos de acatar el silencio cuando pisamos el umbral más emocionante del deseo. Por otra parte también Muriel está muerta, y “los muertos sólo tienen la fuerza que los vivos les dan”, leemos en Los enamoramientos. Un tibetano podría pensar que las cosas ocurren al revés, que los vivos sólo tiene la fuerza que les dan los muertos. Y ahora el fallecido Marías se ha convertido en una fuerza que nos da vida, que nos estimula la inteligencia. Se nota en el aire que su muerte ha sido el fallecimiento leve, irreal, inconcreto de los clásicos (o de los mitos), pues resulta que ahora parece más vivo que antes. En alguna entrevista, Bolaño despotricaba contra la creencia en la inmortalidad, recordando la crueldad de la memoria colectiva, que tiene espacio para muy pocos, e insistiendo en la tesis heideggeriana de que somos seres para la muerte. Algo parecido decía Marías. Si, cierto, y aún lo expresó mejor el poeta chino Tu Fu en una carta a Li Bai donde versificaba lo siguiente: “Tres noches seguidas he soñado contigo. Estabas frente a mi puerta y te pasabas la mano por la cabellera blanca. / Parecías afligido por un inmenso pesar... / Al cabo de diez mil, de cien mil otoños, no tendrás otro premio que el inútil premio de la inmortalidad”.

Descubrí este poema en París, cuando andaba por allí Javier Marías y cuando casi nadie sabía que era un buen candidato para el inútil premio de la inmortalidad. ¿Inútil? Lo puede ser para los muertos, pero no para los demás, que nos arrojamos a sus libros y les damos la vida que ellos mismos nos dan en un juego circular de naturaleza ígnea. He ahí el misterio eucarístico del verbo y de la comunión que se crea entre los vivos y los muertos. La inmortalidad es un delirio pero no lo es el diálogo que establecemos con los que se fueron a través de la escritura, esa sierpe de significados y significantes que sigue activa cuando el autor se ausenta y que parece difuminar las fronteras entre la vida y la muerte.

 

Publicado en la Revista Claves - número 285 (nov-dic 2022)

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2 de noviembre de 2022
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Aquellos caballeros

Las clases dirigentes británicas, que son plebeyas, han heredado la capacidad de hacer el ridículo de sus antecesores aristocráticos

Los últimos sucesos en la Gran Bretaña extra europea están conmoviendo antiguas convicciones. Muchos teníamos a los ingleses por un modelo de racionalidad y comportamiento, pero más aún como personalidades a las que no asustaba la originalidad. En resumidas cuentas, como individuos que aceptaban su individualidad y era muy difícil que les afectara la infección colectiva e identitaria. Eran chovinistas, claro, imperialistas, sin duda, pero daban ejemplo de cómo comportarse cuando uno tiene esos defectos y no quiere hacer el ridículo.

La ironía con la que se trataban a sí mismos y a sus manías eran un escudo protector francamente envidiable para un país, el nuestro, que en estas cuestiones de nacionalidad y privilegios muestra el rostro más agropecuario. De ahí que nos gustara tanto la literatura autoparódica de los ingleses, la de Evelyn Waugh o la de P. G. Wodehouse, aunque ese distanciamiento estaba también presente en literatos de fuste como Dickens, James o Conrad y en artistas del cine como los Monty Python. En ellos aprendimos que el único modo de no hacer el payaso con las cuestiones nacionales era tomárselas con mucha distancia y sarcasmo.

Sin embargo, tardamos un poco más en percatarnos de que esas virtudes de la ironía y el sarcasmo no eran las propias de la aristocracia británica, sino más bien algo característico de los plebeyos. Fueron las clases medias y bajas las que se burlaron seriamente de las clases dirigentes desde Shakespeare, cuyos bufones tienen esa retranca popular y socarrona que siempre nos sedujo.

Voy a proponer un ejemplo a modo de prueba del nueve. Lo tomo de Pierre Assouline, cuyo trabajo sobre el retrato (Le portrait, ignoro si hay traducción), lo incluye como rasgo memorable de la personalidad del retratado. Cuenta que a los invitados a la enorme (y horrenda) mansión, la célebre Waddesdon Manor, de los Rothschild ingleses, cada mañana, tras correr las cortinas, el valet preguntaba:

-¿Té, café, chocolate, señor?

-Té, por favor.

-¿Aslam, Souchong, Ceylan, señor?

-Ceylan, por favor.

-¿Leche, crema, limón, señor?

-Leche, por supuesto.

-¿Jersey, Hereford, Montbéliarde, señor?

Podría ser una escena de Pickwik, pero debe subrayarse algo menos conocido. Los Rothschild eran, como todos sabemos, una extensa familia judía sin la menor relación con las clases dominantes, las cuales sólo se permitían el contacto con ellos cuando necesitaban un préstamo. La rama inglesa en particular carecía de cualquier refinamiento y sus gustos eran más bien de clase baja, como se vio hace unos años en ocasión de la subasta del amueblamiento interior del manor, comprado en su mayor parte por los árabes.

Los Rothschild tenían tanto poder que podían permitirse despreciar a aquellos pretenciosos lores y baronets que hacían ascos cuando veían a un judío. De manera que la escena podría muy bien ser una burla sarcástica, inventada por los propios Rothschild. Las actuales clases dirigentes británicas, que son claramente plebeyas, han heredado, sin embargo, la capacidad de hacer el ridículo de sus antecesores aristocráticos.

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1 de noviembre de 2022
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Residencia de Escritores Malba- Convocatoria 2023

 

 

 

 

Malba Literatura anuncia la recepción de aplicaciones para participar de la Residencia de Escritores de Malba (Buenos Aires) hasta el 27 de noviembre de 2022 (incluido).

Malba Literatura announces the reception of applications to participate in the Malba Writers' Residency (Buenos Aires) until November 27, 2022 (included).

Destinatarios / Benificiaries Escritores extranjeros que no residan en Buenos Aires. Foreign writers not residing in Argentina.

Fechas / Dates Abril-Mayo / April-May Agosto-Septiembre / August-September Octubre-Noviembre / October-November

Duración / Duration 5 semanas / 5 weeks

Ciudad / City Buenos Aires, Argentina

Beneficios / Benefits Pasaje aéreo / Airline tickets Departamento equipado para trabajar / Fully equipped apartment Un estipendio de USD 500 / One stipend of USD 500 Seguro médico / Medical insurance Presentaciones públicas, lecturas, actividades culturales y reuniones de trabajo / Public presentations, lectures, cultural activities, and meetings

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31 de octubre de 2022
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Mahler de principio a fin

 

Muerte o retorno. Ese es el tema que atraviesa la temporada 2022-2023 de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC). Es el tercer nombre enigmático de una trilogía, que empezó con La Creación hace dos años y siguió con Amor y odio en la temporada pasada.
Sería lógico que esta se llamara “Muerte y retorno”. Algo así como agonía y resurrección. Después de las dificultades, la vuelta, la epifanía del reencuentro. Y, además, es el fin de una etapa para la orquesta de la ciudad, bajo la larga dirección del japonés Kazushi Ono, y el comienzo de una nueva era.
Para el flamante director titular de la OBC, el francés Ludovic Morlot, “el tema narrativo Muerte o retorno está íntimamente ligado a la obra de Gustav Mahler. Comenzando con la intimidad de la Cuarta sinfonía y las Canciones para los niños muertos, me permite empezar mi relación con la OBC en un nivel de intimidad: en la escucha, en trabajar juntos hacia la disciplina de la música de cámara, que es la que encuentro más cercana”.
Muerte o retorno. Esta dicotomía no resuelta hace pensar a muchos melómanos en la música de Mahler, en su sentido profundamente dramático de los temas musicales donde lo heroico da paso a una mirada paródica a las fanfarrias militares, y donde se suceden la alegría desbordante de bronces y maderas en éxtasis, la tragedia depresiva de cuerdas lacrimógenas, la risa y el llano, el hundimiento y la exaltación, como un eterno reflujo y circularidad de la filosofía oriental que tanto lo nutría.
En su juventud, en esa década de 1880 en la que brilló como admirado director de orquesta en Budapest, Hamburgo y Viena, Mahler fue un admirador de su contemporáneo Richard Strauss. Defendió desde el podio los bombásticos poemas sinfónicos de su rival, como la Sinfonía doméstica, Así hablaba Zaratustra y Muerte y transfiguración.
A la luz de sus nueve sinfonías y los fragmentos sobrevivientes de la décima, el camino del Mahler compositor podría ser una refutación de lo definitivo, rotundo, deliberadamente grandioso y autocomplaciente de las obras de Strauss.
¿Qué mejor que empezar esta temporada con la juguetona y melancólica Cuarta sinfonía de Mahler, terminarla con su desgarradora y vibrante Quinta? ¿Qué mejor que dedicar un concierto central a las Canciones de los niños muertos, uno de los ciclos que lo colocan como el gran maestro de la canción con orquesta, que es a la vez desolación y consuelo? En ese ciclo, en vez del habitual barítono, la voz será la de la gran mezzosoprano Sarah Connolly.
Es también un nuevo comienzo partiendo de donde acabó el ciclo anterior. El público habitual de la OBC recordará que la titularidad de Kazushi Ono terminó a fines de mayo con una interpretación muy emotiva de la Segunda sinfonía, Resurrección, de Mahler. Con el Mahler más cercano a la naturaleza, a un panteísmo a la vez elaborado y primitivo, se despedía el maestro japonés… y ahora el nuevo titular francés comienza con el Mahler de la Cuarta, cercano a la vida popular, a las canciones que escuchaba en su niñez.
Una de las experiencias que traerá Ludovic Morlot es su capacidad de acercarse a nuevos púbicos a través de videos, entrevistas públicas, redes sociales. En su largo período como director titular de la Sinfónica de Seattle, con la que ganó un Grammy y el premio Orquesta del Año de la Revista Grammophone, grababa frecuentemente charlas acercando las obras que iba a interpretar a públicos no acostumbrados a lo clásico. Están disponibles en Youtube sus divertidas respuestas a las preguntas de ciudadanos de a pie, bajo el nombre de “Ask Ludo”; por ejemplo, ante la pregunta de quién es el compositor más badass – rudo o malote – contestó sin titubear: “¡Mahler!”.
En muchas de esas ocasiones se refirió a sus sinfonías. Por ejemplo, en 2014, al presentar una interpretación de la Tercera de Mahler, recomendaba a los oyentes acercarse a la obra de Mahler a través de sus ciclos de canciones. “La estructura de las sinfonías es más compleja, pero muchas de las melodías y de los sentimientos que allí se expresan ya están en las canciones”, explicaba Morlot.
Ese mismo año, al inaugurar una de sus temporadas como director de la Sinfónica de Seattle, Morlot expresó en otro video que amaba la música de Mahler por la cantidad de capas y matices de su música.
Ante la pregunta de si Mahler ocupa un lugar importante en su repertorio, Morlot responde que sí, junto con muchos otros. “Todas sus sinfonías son tan distintas unas de otras que siempre encuentro en ellas las emociones que me dan consuelo en circunstancias diversas. Y como era un director excelso, estudiar sus partituras me permite aprender a balancear las distintas secciones de la orquesta, entre muchas otras cosas”.
El público de Barcelona está acostumbrado a la interpretación de las sinfonías de Mahler al más alto nivel, tanto en el Auditori como en el Palau de la Música y en el Liceu. De hecho, como parte de la relación del teatro de ópera de la Rambla con la Ópera de París y su director, el venezolano Gustavo Dudamel, en esta misma temporada acaban de tocar su apabullante Novena.
Hace una década, el profesor de la UAB y autor de “Com escoltar música” Joan Grimalt escribía que la obra de Mahler “es una síntesis del legado clásico y romántico, pero a la vez hace de portal a las novedades del siglo XX”. A caballo entre dos siglos, con una identidad que no termina de asentarse en una sola tradición (el mismo compositor se definió como “tres veces apátrida: bohemio para los austríacos, austríaco para los germanos, judío para todo el mundo”).
“Mahler es una continuación de las grandes tradiciones vienesas de Haydn, Beethoven, Schubert”, dice Morlot. “La naturaleza programática de su música hace atractivo programarlo junto con temas específicos u ocasiones especiales, y se aprende mucho tocándola con diferentes orquestas, así como la OBC aprende mucho tocando sus sinfonías con distintos directores. Este es solo el comienzo para mí: espero ayudar a que la orquesta crezca en repertorio, y yo también seguir creciendo como artista con ellos”.
¿Qué Mahler traerá a su nueva ciudad el maestro Ludovic Morlot? Falta muy poco para saberlo. En los conciertos de esta, su primera temporada, acechan en ambiguo hermanamiento las punzadas y caricias de la muerte y del retorno.

Este artículo fue publicado en Cultura/s de La Vanguardia el 3 de septiembre de 2022.

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30 de octubre de 2022
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Pena de la poesía

En el mes de mayo de 1918 un muy joven soldado y poeta británico de nombre germánico, Wilfred Owen, escribió un poema de guerra que pensaba publicar al año siguiente. El poema, llamado “Prefacio”, empezaba así: “Este libro no trata de héroes. La poesía inglesa aún no está preparada para hablar de ellos. / Tampoco trata de hazañas […] / Mi tema es la guerra y la pena de la guerra. / La poesía está en la pena.” (traducción de Gabriel Insausti, Acantilado, 2011). Otro poeta también de nombre germano-wagneriano y siete años mayor que Owen, Siegfried Sassoon, sería, habiendo muerto aquel en acción de combate en el continente el 4 de noviembre de 1918, quien recogiera “Prefacio” y la mayor parte de la obra, tan intensa como reducida, del fallecido Wilfred, en una antología publicada en 1920 al cuidado de Sassoon y de Edith Sitwell. Estos tres nombres y otros muchos, más o menos conocidos, de literatos y artistas, son los protagonistas de Benediction, la nueva película de Terence Davies, realizada cinco años después de A quiet passion (Historia de una pasión en su título español), el bellísimo retrato poetizado de la más genial poeta de todos los tiempos, Emily Dickinson. Benediction no trata de genios; su trama y su dramatis personae se detienen en los segundas filas de la cultura inglesa del primer tercio del siglo XX, y como tal ofrece en su (extensa) duración un panorama elegante, morboso a ratos y muy entretenido siempre de aquella atrevida bohemia hoy un tanto borrosa fuera de su contexto anglosajón y de su tiempo.

Pero es decepcionante que alguien tan refinado como Davies arranque el relato con el consuetudinario material de archivo de las trincheras y los bombardeos de la Gran Guerra, del que abusa en más de un pasaje. Viene después una torpe y ñoña escena en una iglesia en la que el ya anciano Sassoon le cuenta a su hijo su adulta conversión al catolicismo, un asunto en él igual de trascendental o más que su condición homosexual pero que, al contrario que esta, resulta irrelevante y pasa desapercibido en los 137 minutos del metraje de Benediction. El filme interesa de verdad y seduce desde que la cámara de Davies entra en el hospital psiquiátrico de heridos de guerra donde se conocen, malparados ambos, Wilfred y Siegfried, enamorados al instante el uno del otro sin posible manifestación sentimental o carnal; esta es una película de mucha dolencia y mucha sexualidad.

En una entrevista con Javier Yuste en El Cultural, Davies se excusaba del uso de tanto newsreel bélico, achacándolo al dinero: “con mi presupuesto no podía recrear las trincheras” (si es que hacían falta, apostillo yo). Peor inconveniente es la figura de estilo que también afea la película y no puede ser restricción económica sino decisión conceptual; Davies es un hombre proclive a los sueños, aunque yo pienso que solo en la antes citada Historia de una pasión el cineasta sacaba buen partido a tal querencia. En aquella tal vez era la propia Emily Dickinson la que le inducía a lo onírico real y a lo visionario, algo que en Benediction, por el contrario, se limita a un manido juego de saltos en el tiempo y alucinaciones de calibre grueso que se repiten a lo largo del filme pero descienden a su peor abismo en la chirriante escena de la condecoración militar arrojada al agua sobre el fondo de la pegadiza canción vaquera “Riders in the sky”. Un despropósito. Tampoco el desenlace, en el que el viejo Sassoon sentado en el parque rememora las figuras centrales de su vida de poeta celebrado y amante promiscuo, eleva el tono, con las apariciones de su madre, de la esposa con la que trató de disimular el estigma gay, y de quien, en realidad, podría decirse que ejerce de coprotagonista encubierto de la película, Wilfred Owen. Dicho desenlace seguramente busca inspiración formal en los bailes y fiestas fantasmales de la parte final de la gran novela de Proust, pero el set piece sentimental de Davies acaba convirtiéndose en gran guiñol patético, al que ayudan muy poco sus proclamas pacifistas y el recitado de fondo, si no me equivoco de versos, del gran poema de Owen “Disabled”(Discapacitado), una elegía a las víctimas de la guerra, acompañada aquí en la banda sonora por la Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, la sublime música de Vaughan Williams, otro magnífico creador de ese primer tercio del siglo XX.

Hemos hablado de los defectos o desproporciones de forma de Benediction. Hablemos ahora de su excelente parte central (más de una hora y cuarto), en la que Davies, que no es amigo de soltarse el pelo en la sensualidad descarada de sus imágenes, pinta aquí con infinitas dosis de camp unos personajes llenos de lo que los ingleses llaman, en francés, panache, es decir, brillantez, o como yo prefiero traducirlo en este caso, penacho, por no decir, más vulgarmente, pluma. La tiene en abundancia una historia tan circunscrita a las bendiciones como a los excesos, conviviendo pues el inmoralista contenido y el hombre de creencias religiosas que es en su vida Terence Davies (y hablo con cierto conocimiento de causa, ya que, hace algunos años, pasé dos días de trato amistoso y conversaciones públicas en el Caixa Forum de Madrid, que le rindió un homenaje, completado por la proyección de su filmografía).

Dicha parte esencial de nudo trepidante y sofisticado comienza en la memorable escena del tango bailado en el hospital psiquiátrico por los dos poetas heridos pero enfermos cuerdos, Wilfred (el actor Matthew Tennyson) y Sigfried (interpretado de joven por Jack Lowden), y prosigue en el tan bellamente reflejado universo eduardiano, años 1920 y 1930, en el que, muerto pero nunca olvidado Owen, Sassoon se lanza a la mala vida. Entonces aparece, y ahí no hay o no se notan las estrecheces de la producción, el Londres de los grandes teatros, los cafetines, los clubs y los salones, la música de danza de Stravinsky, la recreación gloriosa del estreno de Façade, la pantomima neodadá de los hermanos Sitwell (con música de un jovencísimo William Walton), animado todo ello por el gran plantel de actores que dan vida, entre otros, al idolatrado cantante de música ligera Ivor Novello, al director y diseñador escénico Glen Byam Shaw, al fiel amigo y protector de Oscar Wilde Robbie Ross, dejando para el final la creación hecha por el actor Calam Lynch de Stephen Tennant, un personaje real de leyenda de la cultura highbrow (en su tendencia low camp) de los felices veinte, y al que yo siempre he considerado una especie de contrafigura desatadamente marica de lo que fue Pepín Bello en los días gloriosos de la Residencia de Estudiantes y el 27: un genio del no hacer nada y del estar en todas partes y al lado siempre de los mejores. El verdadero Tennant nunca acabó la novela que se pasó toda su vida anunciando, pero cobró fama literaria siendo el inspirador de dos de los personajes novelescos de Evelyn Waugh, el Miles Malpractice (brillante nombre) de Cuerpos viles, y sobre todo el fulgurante Sebastian Flyte de Retorno a Brideshead; en cuanto a V. S Naipaul, que fue arrendatario suyo nada fácil, también hizo de Tennant carne de ficción en su extraordinaria novela El enigma de la llegada, eludiendo sin embargo Naipaul el posible chiste fácil de usar a efectos paródicos el apellido Tennant, que aunque escrito con dos enes tiene una pronunciación indistinguible de la palabra tenant, inquilino.

El mundo de la vida social y la frivolidad de artistas que supieron también ser profundos no siendo de primera fila queda recogido en Benediction con más encanto que acierto pleno, y al espectador de cine al que ni siquiera le suenen sus nombres, Davies le ofrece un delicioso compendio de tiempos idos, no todos recobrados, con alguna que otra caída en el purple patch. Leer, por otro lado, a Sassoon, a Sacheverell y Edith Sitwell y al mejor de todos ellos, Wilfred Owen, merece la pena. Ellos, y la película, tratan de la retaguardia artística, que no pocas veces en la historia de todas las artes irrumpe, a su manera, en la genialidad. Se dice, así, que en 1925, siendo estudiante en Oxford y colegial de Christ Church, el ya publicado Auden, líder adolescente de la vanguardia en verso y prosa junto a Spender y Day-Lewis, solía repetir con frecuencia, sin ton ni son, una frase: “The poetry is in the pity.” No era un eslogan ni un dicho, sino un verso, un verso de Wilfred Owen que ya hemos citado al comienzo. De haber sido más largamente contemporáneos, Auden habría compartido con Owen tal vez, y entre otras cosas, la pena donde habita el secreto de la poesía. Pero pity también se traduce como piedad, y esa palabra cobra sentido y resonancia tanto en la boca del poeta tempranamente malogrado como en el homenaje que al convocarle de ese modo le hacía el compatriota que tuvo una vida plena y se convertiría en el más influyente poeta del siglo XX.

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28 de octubre de 2022
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Malabaristas de la mentira

Aunque espinosa y esquiva, la verdad es indispensable para el desarrollo funcional de una sociedad. Nuestra relación con la historia, la política y los medios de comunicación variará según el grado de conformidad con la realidad que estos presenten de hechos, hipótesis, ideas… Por deformación profesional tiendo a pensarlo todo en relación con el oficio de traductor y sus bretes. Durante mucho tiempo se consideró que la finalidad de la traducción era transmitir fielmente “la verdad” de un texto, aunque esa afirmación conlleva adentrarse en suelo resbaladizo. Yo estoy más cerca de la concepción de Cortázar, que veía la traducción como un “terreno equívoco y apasionado donde se pasa de la versión a la invención, de la paráfrasis a la palingenesia”.

Digresiones aparte, no existen las traducciones definitivas: alguien vendrá después con una versión distinta pero igual de válida, mejorará incluso aspectos de las anteriores, aunque tal vez en otros no las supere. Las traducciones que se hacen de un mismo libro reman en la misma dirección, porque no se traduce contra un traductor, sino aupado a hombros de los predecesores: la admiración es mejor maestra que la envidia o la vanidad.

Ahí está la gracia, el atractivo de la traducción como metáfora, ya sea para hablar de consenso, de aceptación de la imperfección, de escucha, de humildad. La traducción es una actividad inconclusa, sujeta a mejoramiento y corrección. Después de un siglo como el anterior, en que la imposición de verdades supremas y absolutas llevó al mundo al abismo, en el actual las orejas del lobo son la relativización de la verdad y la banalización de la mentira.

En el repertorio de la posverdad entran expresiones como hechos alternativos, y a su vera hacen carrera los demagogos. Si la posverdad tiene una finalidad, es la de radicalizarnos y no dejar una sola institución democrática al margen de la erosión y el descrédito. Son dos caras de una misma moneda. ¿Cuál es la posición óptima? Se encuentra en el canto, ese lugar delicado y de frágil equilibrio. Cuando la moneda reposa sobre él, es fácil hacerla caer. De eso se ocupa la propaganda, la desinformación o el negocio que hay detrás de las teorías conspirativas.

En el Omnibus Theatre de Londres, una sala cuya atmósfera recuerda a la Beckett cuando tenía su sede en Gràcia, acaban de llevar a la escena una pieza teatral de Lesia Ukrainka (1871-1913), una de las intelectuales más destacadas de las letras ucranianas. En Casandra da el protagonismo a ese personaje femenino secundario de la tradición griega al que Apolo otorgó el don de la profecía, pero luego maldijo: sus profecías serán siempre ciertas, pero nadie las creerá. Todo gira en torno a la verdad en la tragedia de Ukrainka.

En el acto central, asistimos a uno de los diálogos más lúcidos sobre nuestra relación con ella, o con la mentira disfrazada de verdad, o la mentira que queremos que sea verdad para no dudar de nuestros esquemas mentales, asentados con el tiempo y la dejadez. Dialogan Casandra y su hermano gemelo, Héleno, que ejerce de oráculo: la primera intenta avisar del desastre que se avecina con su verdad desnuda, mientras que el segundo manipula las emociones para dirigir a la población. “Les digo lo que necesitan oír, lo que es útil, lo que les enorgullece… Los corazones de los hombres son mis armas”. Para Héleno no tiene sentido discutir sobre la verdad y la mentira, porque la realidad se construye con palabras, y no al revés. Él hace augurios, y los rectifica sobre la marcha para adecuarlos a las circunstancias, contradiciéndose si es preciso, y de ese modo se gana la atención de los troyanos.

Más de un siglo después, las palabras de Ukrainka –figura pionera del feminismo y de la crítica al colonialismo– en un teatro alternativo del Londres post-Brexit, con la guerra en Europa como telón de fondo y los partidos de extrema derecha y de ideología nativista en auge, resuenan con una fuerza inquietante: los Hélenos de turno (vendedores de humo, de patriotismo adocenado y antiintelectualismo) parecen campar a sus anchas y reírse en la cara de las Casandras, que se topan con que la verdad sin vestimenta es demasiado incómoda. Más que por un “nuevo orden mundial” –fórmula para relativizar los derechos humanos–, las autocracias se han alineado para retorcer la verdad. Dice Héleno: “¿Qué es verdad, y cuándo? En retrospectiva el filo de la navaja divide las mentiras de la verdad. ¿Y en el presente? Nada”.

 

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26 de octubre de 2022
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Juan Villoro, la música de las esferas

 

Juan Villoro, que ha recibido en Bogotá el Premio de la Excelencia de la Fundación Gabo, ascendió a una altura metafísica cuando en una charla en San Mamés hace un año, con motivo del festival Thinking, Letras y Fútbol, que promueve la Fundación del Athletic de Bilbao, imaginó una alineación soñada de escritores.

León Tolstói y Fiódor Dostoievski como centrales, Ítalo Calvino y Gabriel García Márquez carrileros, y Jorge Luis Borges en el medio campo acompañado de Diego Armando Maradona y Leo Messi, verdaderos novelistas de las canchas, aunque quizás "demasiado virtuosos como para complementarse”.

Publio Terencio Africano escribió en su comedia El enemigo de sí mismo una frase maestra: “nada de lo que mes humano me es ajeno”. Nada de lo que es humano le es ajeno, repite Juan Villoro, y tampoco ese esplendor que fulgura sobre lo cotidiano y que el ojo común no puede percibir, sino cuando lo ve consignado en la página impresa.

La narración de hechos reales, «admite la duda y la cordura de lo imaginario» porque lo real desborda tantas veces a la imaginación, y entonces es la crónica la que hace brillar lo que siendo verdadero parece mentira. Ejercicio periodístico y ejercicio literario. Villoro es el novelista que escribe crónicas y el cronista que escribe novelas.

Un chilango florentino que aprendió en la secundaria los rigores de la enseñanza entre alemanes, estudió sociología, ha escrito guiones radiofónicos y de cine, ha sido profesor de literatura, reportero, columnista, director de suplementos literarios. Y por si fuera poco, tuvo por padre a uno de los filósofos más reputados de México, a una madre psicoanalista, y a una abuela yucateca contadora de historias, que le reveló la condición mágica de las palabras.

«La vida existe para volverse cuento», le dejó dicho su maestro Augusto Monterroso. Y de un proyecto de cuento nació en 1991 su primera novela, El disparo de argón, el ojo puesto desde entonces en su ciudad de México donde son posibles todos los delirios, que será su paisaje siempre en movimiento y su personaje siempre de rostro cambiante, un mural que crece y se mueve,  primero hacia los lados, en busca del océano, como él mismo apunta, la ciudad infinita que luego se mueve hacia arriba en busca del infinito, pero que también pertenece a sus entrañas milenarias.

Es el retrato magistral que nos deja en El vértigo horizontal, un libro que es a la vez crónica, ensayo, prontuario, guía de viajero, mapa, memoria de vida, registro sentimental, autobiografía. En 1994 le pidieron que escribieran un texto sobre su ciudad. Y empezó por el metro: “O sea, el principio y el destino, como ocurre en todas las cosmogonías prehispánicas, que tanto el origen como el fin están bajo la tierra…una cueva de la modernidad donde estaba también el pasado”.

Los once de la tribu, Crónicas de rock, fútbol, arte y más, es una celebración del arte y el gusto de contar las ocurrencias sin reconocer límite: “uno de los misterios de lo “real” es que ocurre lejos”, explica: “hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla. En sus llamadas, los jefes de redacción prometen mucha posteridad y poco dinero. Ignoran su mejor argumento: salir al sol.”

Sin dejar aparte el futbol, el concierto de los Rolling Stones en México en 1995, “unos fascinantes carcamales escénicos”; Jane Fonda entre las diosas de la ilusión, la pelea estelar de Julio César Chávez contra Greg Haugen en el Estadio Azteca, la convención de la guerrilla zapatista en la selva lacandona, el subcomandante Marcos, símil heroico de El Santo, el enmascarado de plata, La familia Burrón, la historieta preferida de Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. Nada de lo que ocurre a los ojos de los demás puede dejar de ocurrir en la crónica.

José Martí y Rubén Darío escribieron sobre los prodigios y las miserias de la era industrial, ciudades feéricas, rascacielos, velocidad eléctrica, la invención de la modernidad, y García Márquez fue el escribano insólito del insólito siglo veinte. Villoro nos muestra los acontecimientos que marcan el cambio de civilización, el espectáculo de masas como signo de la modernidad que se vuelve postmodernidad digital.

Para bajar entonces, de nuevo, a la cancha donde Dios es redondo, y rebota el Balón dividido, y sumo Ida y vuelta, su correspondencia cómplice sobre futbol con Martín Caparrós.  Estos son libros, no nos extrañe, de filosofía.

Y también de teología. “Dios ha muerto”, dice Nietzsche. “Dios no ha muerto, es inconsciente”, replica Lacan.  Dios está en la grama, rodando, por eso es redondo, responde Villoro. La música de las esferas.  Y entre tantas preguntas axiológicas, se hace una: “¿Por qué los húngaros tienen un sentido más filosófico de la derrota que los mexicanos?”.

Una religión laica. Y una mitología, con su Olimpo y sus dioses. “El futbol ocurre sobre la gama, peor también en la mente de los hinchas”.  Ocurre en las vidas de las gentes.

Un cronista tocado por la gracia. Por eso Tolstoi, y Dostoyevski, y Gabo, y Calvin, y Borges, están en su alineación.

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24 de octubre de 2022
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Ocurrencias

La teoría convencional del chiste dice que es en la parte final del enunciado cuando se produce la descarga, donde ocurre su razón de ser, la sorpresa hilarante. Mas las dos piezas que vienen a continuación (la primera, verídica) se benefician, cada una, de una doble sorpresa, sustanciada en la impertinente pregunta y en la lacónica respuesta.

A Germán Salgado Hervella, catedrático de griego en un Instituto de Enseñanza Media, le faltaba el total del brazo derecho; un desgraciado accidente infantil en su Galicia natal lo convirtió en manco, condición que se olvidaba al verle encender los pitillos utilizando cerillas y barajando el mazo de naipes en el Casino Principal de la ciudad de Jaca en la que residía. Fue tomando el aperitivo en el ambigú de dicho Casino cuando un miembro de la banda municipal de música, uno de los muchos ciudadanos que doraban la píldora al profesor dada su alta respetabilidad e inteligencia, se dirigió a él en estos términos, “Don Germán, ¿usted caza?”, a lo que este respondió sin inmutarse, “no tengo perros”.

La revista infantil TBO disponía, en su portada, de una viñeta, situada en la parte superior izquierda, destinada a albergar jocosos chistes. Quizá uno de los más sonados fuera uno en el que se veía a a un individuo agonizante, tirado boca arriba en la vía pública, con un cuchillo jamonero clavado en el pecho, al que otro individuo se le acercaba para preguntarle “¿le duele mucho?”, a lo que el casi fiambre, sumergido en un enorme charco de sangre, respondía “sólo cuando me río”.

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23 de octubre de 2022
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¿Singularidad del ser humano? Posicionamientos inmunes a la argumentación científica

Supongamos que tras un computo que aspira a ser exhaustivo de los rasgos que presenta el ser humano, se llegara a mostrar que existe un conjunto de  disciplinas científicas que dan cuenta del mismo, de tal manera que por fin cabría hablar en un sentido estricto de “Ciencia del hombre”. La hipótesis  es obviamente aventurada, pues supondría que  fueran reductibles  todos los  fenómenos dependientes de la facultad humana de lenguaje (lo cual entre otras cosas  implica que la lingüística sea en todas sus modalidades una ciencia), pero aceptemos por un momento que es así. ¿Se conseguiría con ello que alguien  repudiara su convicción de que el ser humano (luego su propio ser) tiene un estatuto ontológico que le diferencia jerárquicamente de todos los demás seres?

Consideremos ahora el posicionamiento adverso. Supongamos que se tiene la capacidad de razonar con acuidad sobre los hechos científicos indiscutibles a los que recurren en general los detractores de las posiciones que diferencian jerárquicamente a la especie humana, y ello en relación a todas las disciplinas implicadas. Supongamos asimismo que tal  conocimiento condujera a la certeza   apodíctica de que esos hechos científicos son incompatibles con la hipótesis misma de que la ciencia (en concreto las ciencias de la vida, Genética incluida) pudiera dar cuenta exhaustiva del ser humano. ¿Conseguiría  con ello convencer  a los detractores de la tesis de la singularidad humana,  que tan a menudo buscan apoyo en argumentos científicos?

La respuesta a ambas preguntas es más bien negativa. Poca fuerza tendrán razonamientos filosófico-científicos eventualmente adversos ante convicciones erigidas en cimiento. En un caso la convicción es un eco  de vivencias matrices  por la que todo humano pasa, tal el estupor de un niño al apercibirse  de que la palabra le vincula a otro niño, pero no al animal compañero de juegos.  En el polo opuesto, se trata de fidelidad a una causa ideológica que (por variables en las que se imbrica entorno social y  peripecia individual) supone una promesa de superar nuestra singular finitud (fusión en nuestra animalidad o transhumanismo tecnológico).

La ciencia remite a hechos, pero ¿qué pueden contar los hechos de la ciencia cuando el absoluto, verídico o forjado, es quien legisla y en consecuencia establece lo que tiene base para ser considerado un hecho?

Tanto el humanismo entendido como afirmación de la singularidad humana como el anti-humanismo tendiente a diluir  nuestra condición, son  posicionamientos no sólo de orden diferente a lo que viene determinado por el conocimiento científico y sus corolarios filosóficos, sino incluso inmunes a los mismos: se responde a una u otra de ambas actitudes (tendencia a afirmar o tendencia a diluir la frontera que diferencia jerárquicamente al ser humano) y sólo en caso de que puedan ayudar a la causa se recurre a la ciencia o a la filosofía. Se trata en ambos casos de primacía de un sesgo, es decir de una disposición  apriorística que determina  el peso de los hechos y cómo interpretarlos, pero ello no significa que ambas disposiciones sean homologables.

El sentimiento de lo irreductible del ser humano es certeza inmediata, corolario de nuestra naturaleza que, como antes  decía, se sabe rara desde el momento mismo en que un niño se apercibe de su condición lingüística. Hay tras  la posición humanística un sentimiento  radical de que, pese a ser polos contrapuestos, vida y lenguaje se hayan inextricablemente ligados, siendo el hombre la expresión de esta relación polar. Por ello el cuestionamiento de tal irreductibilidad es vivida como una afrenta, a la manera que se vive el cuestionamiento por otro del propio origen racial o lingüístico.

Asimismo resultado de una disposición a priori es el hecho de enfatizar el carácter de  código de señales  del lenguaje humano (diluyendo su  frontera respecto a los sistemas de comunicación de otras especies) e incrementar el peso de nuestra pertenencia genérica a la animalidad. Y aunque diferente es también como expresión de un anti-humanismo que se afirma la similitud entre nuestra inteligencia marcada por el lenguaje y el tipo de conocimiento de entidades maquinales, como aspirando a una existencia  en la que la singular  modalidad de finitud que para la inteligencia constituye la vida no pesara en la balanza.

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21 de octubre de 2022
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El Boomeran(g)
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