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Ambiente en la final del Mundial en la residencia del embajador argentino en Santiago.
Foto: Carmen Sepúlveda

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Una final del mundo en la casa del embajador

Las embajadas y las residencias de los embajadores son legalmente territorio del país que representan, como si fuera una tierra fuera de lugar. Muchos no lo saben y para mí no significaba nada hasta ahora.
Pero algo extraño y maravilloso pasó en estos días en el centro de Santiago de Chile. En este mes mágico, los verdes jardines, poblados de árboles frondosos que lanzan florcitas amarillas de la residencia del embajador argentino se transformaron en suelo de la patria de los argentinos que vivimos en Chile.
Como argentino que vive y trabaja feliz en Santiago, como vecino de ese edificio señorial que lame la Zona Cero del Estallido, por Vicuña Mackenna a pasos de Plaza Italia, durante el mundial la casa de Rafael Bielsa fue también la mía y la de decenas de compatriotas.
Todo empezó cuando unos 300 argentinos recibimos la invitación a ver el segundo partido del Mundial, el Argentina-México, en el la casa del embajador. Yo pensaba que iba a ser una ceremonia de corbatas y sillones en el auditorio, y me encontré con una fiesta de pantallas gigantes en el jardín, con choripán y Cocacola.
Éramos unos 50, y me gustó tanto que decidí volver, aunque no soy futbolero y vi muy poco de los mundiales anteriores.
Para el duelo con Polonia ya éramos más de 100, y las pantallas se movieron al fondo del jardín. Rafael Bielsa, fanático del fútbol y de su Newell’s Old Boys, pasión que comparte con su hermano menor, Marcelo, el recordado entrenador de la Roja chilena, me dijo que su misión era abrir la casa a todos los argentinos. Los funcionarios de la embajada me confirmaron que estos festejos populares no se veían en tiempos de otros diplomáticos.
Vino el partido de octavos de final contra Australia y el jardín se llenó, aparecieron las medialunas con dulce de leche, y el perro del embajador, un majestuoso Golden que lucía orondo la camiseta de la selección, se adueñó del espacio y correteó con los perros que traían varios hinchas.
Y llegó la etapa de cuartos y semis, a todo o nada. El partido con Países Bajos tuvo un final de infarto que cimentó la relación de la hinchada argentina con su selección en todo el mundo, y en el jardín de Vicuña Mackenna provocó un estallido de bombos y platillos, con la esposa del embajador bailando feliz con la hinchada. En mis casi 30 años por el mundo, nunca había vivido una escena similar en las embajadas de mi país. En vez de tomar el micrófono y atribuirse el éxito del convite, Bielsa se paseaba tranquilo por el césped o, en los últimos partidos y aquejado de los efectos del Covid, veía el partido en su habitación, mientras una multitud vociferante saltaba en su jardín.
La semifinal ante Croacia, el partido más plácido de todos, fue una fiesta colectiva. Ya nos conocíamos: la señora con el penacho de plumas celeste y blanco en la cabeza, el muchacho con el bombo que combinaba el escudo del Racing Club de Avellaneda con el cóndor y el huemul de la enseña chilena, las chicas rubias que saltaban y prometían su amor a los jugadores de la pantalla, el ‘sacado’ que insultaba al árbitro, como si pudiera escucharlo.
Y minutos antes del intervalo, se esparcía de entre los árboles el invitante humo de los choripanes y empezaba a poblar las mesas del jardín los cuencos con el inimitable chimichurri de los asados rioplatenses.
Y llegó la gran final. Se tuvo que cerrar la inscripción online porque ya eran más de 800, y desde una hora antes del partido había colas en las afueras de la puerta de hierro del predio. Éramos casi mil. La esposa del embajador lucía una camiseta con la discutida y festejada frase de Leo Messi después del partido con Países Bajos: “Qué mirás, bobo”.
Los funcionarios de la delegación, con camisetas de la selección argentina, iban y venían con cajas (ya no bandejas) de choripanes. Cuando Francia empató al final del partido y otra vez al final del alargue, se sentía como si estuviéramos en el estadio: gritos, cantos, bombos, aplausos, lágrimas, sufrimiento.
Y ganamos, y se desató la danza colectiva, mucho más catártica por lo que sufrimos al final. Tres canales de televisión se acercaban a los festejantes, que no tenían palabras, después de 36 de esperar la copa del Mundial.
El último triunfo, en México 1986, había sido un año antes de que naciera Lionel Messi.
Y salimos a la calle, y ahí estaba la verdadera fiesta: cientos de argentinos habían inundado Vicuña Mackenna con más bombos, y banderas y camiseta de al menos cuatro equipos del país, más camisetas de Messi (casi todas) y de Di María y De Paul. Se hicieron las cuatro, las cinco, y seguían llegando de todos lados con banderines y ‘remeras’ celeste y blanca a bailar la canción de La Mosca (“Muchachos, ahora nos volvimo’ a ilusionar…”), y a gritar Argentina, Argentina, y hasta a desgañitarse cantando el Himno nacional.
Cuando pensé que esa alegría desatada frente a la residencia y el consulado eran el ojo del huracán de los festejos argentinos en Santiago, camino hacia la Plaza donde estaba la estatua de Baquedano… y ahí había más hinchas, más banderas, más bombos y más “Muchachos”. ¡La plaza estaba inundada!
En las redes me llegan celebraciones de todo el mundo, pero esta del epicentro de las protestas y los festejos de los chilenos, me dejaron turulato. Nunca pensé que había tantos argentinos en Santiago, ni que nuestra victoria querida y merecida fuera acompañada con tanta alegría por nuestros amigos trasandinos.
La adusta sede del embajador fue la casa de los argentinos en un enloquecido mundial que nos hermanó pese a tantas diferencias internas. Y por un día, la Plaza Dignidad fue la de nuestra alegría compartida con los chilenos y todos los latinoamericanos.
Hoy somos campeones. Y los argentinos de acá estamos doblemente en casa.

Esta crónica se publicó el domingo 18 de diciembre de 2022 en la revista digital chilena El Desconcierto

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19 de diciembre de 2022
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Vidas cansadas

No hay película más amarga que Vidas rebeldes. Ciento veinticuatro minutos y un hilo de esperanza. Lucha y combate. La imagen de los caballos indomables es de una belleza inenarrable, los espectadores siempre necesitaremos un final feliz. Vidas rebeldes trata sobre una mujer desnortada, Marilyn Monroe, que se lanza a los brazos de dos vaqueros, Clark Gable y Montgomery Clift, y los acompaña a la captura de unos caballos salvajes para vender su carne. El denominador común de los tres personajes es el desarraigo y el vacío existencial, buscan redimirse construyendo una nueva vida, pero no saben cómo hacerlo. La historia de muchos. ¡Ah! Prefiero el título original, The Misfits, es decir, desplazados. No creo que sus vidas fueran rebeldes, simplemente estaban cansados.

Fue la última película de Marilyn y Gable antes de que murieran. Si ya estaban mal, el rodaje fue la gota que colmó el vaso. Para empezar, fue rodada en el desierto de Nevada, donde el gobierno estadounidense llevaba a cabo ensayos atómicos. El tufo a toxicidad estaba muy presente. Marilyn se presentaba a las grabaciones completamente alcoholizada, ya era adicta a los barbitúricos, y tuvo que ser ingresada varias veces en clínicas de desintoxicación, además de un susto de dos semanas en el hospital. Rodaje a trompicones. Marilyn siempre llegaba tarde. El guion fue obra de Arthur Miller, su esposo, quien escribió la historia para que ella se luciera, para que el mundo viera que también era capaz de protagonizar un drama. De poco le sirvió, Miller acabó poniéndole los cuernos con la fotógrafa del rodaje, Inge Morath. Se casaron y formaron una familia.

Clark Gable, que ya estaba desgastado, renunció a su doble. Quería ser él quien realizara las escenas forcejeando con los caballos. Sufrió un infarto fulminante tres días después de acabar el rodaje. Muchos criticaron a Marilyn porque, como siempre llegaba tarde, Clark tenía que esperarla bajo el sol infernal del desierto, fumando incontables cigarrillos para amenizar la espera. Por otra parte, Montgomery Clift seguía depresivo, no aceptaba su homosexualidad y todavía no se había recuperado de ese accidente de coche horrible que le desfiguró el rostro. Su expresión facial había cambiado por completo. Una rareza fascinante. Desde luego, Huston, el director, aprovechó el momentazo agónico de sus actores para configurar una atmósfera lacerante, insoportable, culminando con hermosas imágenes de caballos libres, salvajes, felices.

Lo más bello de nuestras vidas surge en los destrozos. Vidas rebeldes es la película de un mundo a punto de terminar, un mundo que termina para dar paso a otro, mejor o peor. La película peca de precursora. Pocos dramas como este en los años 60. Ahora, en cambio, todo son dramas. El final es un final feliz, claro, pero no era el final que Arthur Miller había pensado. Sólo el personaje de Clark Gable demuestra una voluntad de cambio. El de Marilyn, en cambio, se enfrasca en el llanto. Es su papel. Marilyn hace de Marilyn; romántica e ingenua. Huye de la naturaleza, del desierto; huye de la felicidad, lo fértil. Me gusta mucho su papel, sobre todo cuando estalla furiosa, cómo maldice a los tres hombres que sólo son felices si matan. Demostró una rabia espectacular. Nadie sabe si esa escena fue real o parte del guion. A veces, viene a ser lo mismo.

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17 de diciembre de 2022
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La cultura multiétnica en la Copa del Mundo de fútbol

Siempre he creído en el valor sociológico del deporte, en especial del fútbol por tratarse del más universal y hegemónico de los que practica la humanidad actual. Por esa principal razón sigo estas últimas semanas el Mundial de fútbol de la teocrática Qatar. También me gusta verlo por sus gestos y escenografías estéticas y por la emoción que suscita, pero este Mundial ha sido revelador en tanto en cuanto ha mostrado nítidamente las claves multiétnicas de las naciones contemporáneas.

En lo que mi memoria alcanza, Brasil y Portugal han sido históricamente las únicas selecciones nacionales de carácter multiétnico. En especial la brasileña del Mundial de Suecia, que deslumbró en 1958 con la presencia de Garrincha (“la alegría del pueblo”, le apodaban) y la de un casi adolescente venido de las favelas, Pelé. O la Portugal del Mundial inglés de 1966, que lideraban los mozambiqueños Eusebio y Coluna (llamado “el monstruo sagrado”).

Después fue el baloncesto, a partir de los años 70, el deporte que empezó a nacionalizar jugadores norteamericanos cuyo nivel era, y lo es todavía aunque en menor medida, muy superior al europeo. En España convertimos en nacionales a grandes baloncestistas, uno de los cuales, Clifford Luyk, terminó casándose con una miss española. Luego vinieron los oriundos, futbolistas sudamericanos a los que se les buscaba familiares directos españoles –verdaderos o falsos, daba igual– para justificar, según la legislación de entonces, la concesión del pasaporte español.

Con el transcurso de los años hemos visto de todo, desde atletas del Sahel africano que corrían olimpiadas defendiendo a países escandinavos, hasta futbolistas brasileños nacionalizados en equipos de Rusia y la nueva Ucrania, o americanos jugando al baloncesto para otras selecciones eslavas o para la misma España, como es el caso de Lorenzo Brown, nacionalizado por decreto del Gobierno por la vía urgente.

Las leyes, aquí y en todos los demás países, así como en las federaciones deportivas internacionales se han vuelto mucho más laxas al respecto, permitiendo una gran movilidad de jugadores y atletas en medio mundo. Muchas veces, por dinero y no por fervor patriótico, lo que en según qué ocasiones resulte hasta más saludable. Ese fenómeno, en cualquiera de los casos, ha coadyuvado a fomentar los aspectos multiétnicos del deporte, pero por encima de tales circunstancias reglamentarias, lo decisivo al respecto tiene más que ver con la descolonización y con la nueva realidad migratoria, especialmente en Europa.

Hace lustros que vemos muchos jugadores de color en el fútbol inglés, fiel reflejo de una sociedad, la británica, que ha dejado de ser étnicamente homogénea, estrictamente anglosajona. Incluso su actual primer ministro es de origen indio, cómo no van a ser sus atletas la evidencia de esa realidad actual en el Reino Unido. Y hemos visto también como los franceses de origen magrebí y de la francofonía africana han revolucionado el deporte del país vecino, convirtiéndolo en campeón del mundo en disciplinas donde nunca antes había sobresalido tanto: en fútbol, en baloncesto, incluso en balonmano.

La mismísima Alemania, cuyo delirio racista todavía pervive como una grave secuela del siglo XX europeo, está plagada de futbolistas de origen turco o africano, como es el caso también de otras selecciones centroeuropeas, escandinavas o de España e Italia. Nuestro país, igualmente, ha acogido a numerosos atletas de origen latinoamericano, sobre todo cubanos, exiliados de las penurias de su origen, lo que provocó en su día algunos comentarios xenófobos por parte de los dirigentes de Vox.

La configuración de las sociedades multiétnicas, sin embargo, resulta imparable. Al respecto, el Mundial de Qatar es un libro abierto. La historia de los hermanos Williams, sin ir más lejos, semeja un novelado relato de cruda actualidad, inspirado en las lacras sociales de esta época, como las que escribiera Dickens en la Inglaterra del XIX. Hijos de un matrimonio ghanés; padres que cruzaron casi descalzos el desierto para saltar la valla de Melilla con la madre embarazada y ser recluidos en un centro de acogida. Un cura navarro les recomendó declararse perseguidos políticos liberianos, un ardid que les libró de la deportación. Al niño, que ya nació en España, le llamaron Iñaki para honrar a aquel buen sacerdote. Hoy, Iñaki Williams juega en la selección de Ghana y su hermano Nico en la española, y ambos en el Athletic de Bilbao, el equipo que ha hecho gala de etnicismo vasquista desde su fundación hace más de un siglo.

Otro caso paradigmático, bien reciente, es el de la selección de Marruecos, algunos de cuyos integrantes son nacidos en España: Achraf Hakimi, exjugador del Madrid y exresidente en Getafe, vino al mundo en el Hospital Gregorio Marañón. Mientras que su buen portero “parapenaltis”, Bono, jugador del Sevilla, nació en Canadá. Cuenta también con varios jugadores de origen francés. Uno de ellos protagoniza una divertida entrevista para la televisión marroquí: el periodista le hace una larga pregunta en árabe, el futbolista escucha y, finalmente, le pide educadamente que le hable, s’il vous plait, en francés.

Este fervor promarroquí de los descendientes de su emigración no se ha dado, sin embargo, en otros jugadores de Francia con origen argelino, como Zidane, Benzemá o el propio Mbappé, hijo de un inmigrante camerunés y una argelina. Todos ellos han cantado La Marsellesa como si nada. Lo curioso, según han narrado los periodistas antes de la semifinal entre Marruecos y Francia, es que buena parte de la población de procedencia argelina en Francia se mostraba partidaria de la selección marroquí. Todos magrebíes, todos mahometanos, por encima de su adopción francesa o de las rivalidades nacionales entre las cúpulas políticas y militares de Rabat y Argel.

La paradoja de este sesgo antropológico es que Marruecos, el primer equipo africano y musulmán que llega tan lejos en la Copa del Mundo, es un equipo europeizado, cuyos mejores futbolistas y buena parte de su tropa de batalla juega en Inglaterra, Francia o España, y que sus esquemas tácticos son claramente europeos. En cambio, Francia se presentó al mismo partido solamente con dos seleccionados de origen gaulois, otro español –Hernández–, dos argelinos y el resto jugadores de color procedentes del África profunda, el Caribe antillano o las banlieues de sus principales ciudades.

Un Mundial, en definitiva, que no solo ha mostrado un fútbol más equilibrado, tácticamente global, técnicamente universalizado. Y de igual modo, un mundo muy distinto, que escenifica el fruto de las heridas de las migraciones, las nuevas sociedades que tratan de superar el racismo no sin infinitas tensiones internas y peligrosas derivas políticas. El fútbol resulta un modelo de éxito, aspiracional, pero la realidad social es otra.

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14 de diciembre de 2022
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Hermano lobo

La antipatía que crean los animalistas obedece a que se presentan como defensores de los animales, cuando se mueven más por el sectarismo político que por el afecto

No tengo idea de cuándo comenzó nuestra historia común con los animales domésticos más familiares, como los perros. Al parecer, el lugar más antiguo donde compartieron su vida con los humanos fue Asia, quizás Siberia. Ya llegado el Neolítico, cuando comenzamos a trabajar las primeras utilidades agrícolas y sus granjas, nos siguieron a Oriente Medio. De esto hará más o menos 12.000 años. Desde entonces, y para mejorar su rendimiento en las diversas tareas que se les exigían, fueron creándose por hibridación distintas razas que llegan a las 350, según la Federación Cinológica Internacional.

Todos los perros, al parecer, descienden del lobo y no es difícil imaginar a aquellas fieras hambrientas en los rigurosos inviernos nórdicos arrimándose cada vez más a los poblados de cazadores para robarles alguna piltrafa, hasta que, poco a poco, fueron adoptando una conducta pacífica. Pudo ser un proceso muy lento o, como habrán observado quienes han convivido con estos animales, repentino, si fueron ellos los que decidieron adoptar a los humanos. No es raro encontrar a un animal abandonado, perro o gato, temiblemente fiero e intratable, hasta que, de golpe, mediante una decisión enigmática, te mira de modo incisivo y se deja coger, cuidar y adoptar.

Nuestro trato con animales domésticos es más antiguo que las cuevas paleolíticas y aunque hay gente de mala entraña que los maltrata, la mayoría hemos aprendido (¡de los animales!) a llevar una vida en común tan agradable para unos como para otros. La mejor prueba de ello es la abundante literatura sobre animales domésticos y las tantas veces emocionantes historias de su fidelidad e ingenio. La última publicación que conozco es una traducción de Zoológico privado (Firmamento), donde Théophile Gautier cuenta un puñado de historias sobre gatos, perros, pájaros, camaleones, lagartijas y caballos que convivieron con el poeta. Hay incluso una estupenda escena en un hostal de Sanlúcar de Barrameda donde aparecieron los camaleones. Es una lectura perfecta para niños, los cuales, creo yo, se encuentran en el inicio de la domesticación de los lobos. De cachorro a cachorro, quiero decir, hasta ser inseparables.

Esta es la razón por la que las leyes que los animalistas quieren llevar a los tribunales están severamente equivocadas. La reacción contraria que han encontrado estos proyectos puede parecer que obedece a la protesta de algunos grupos que aún mantienen una actividad económica con los perros, en tanto que cazadores, por ejemplo. Me parece un error. Yo creo que la antipatía que crean los animalistas obedece a que se presentan como defensores de los animales, cuando en realidad sus motivaciones son puramente ideológicas y muchas veces movidas por el sectarismo político más que por el afecto. Lo cual lleva a la aberrante situación de que incitan a la reproducción de los lobos, pero les son indiferentes las ovejas, los terneros o las vacas cruelmente muertas por los depredadores.

Todos hemos conocido personajes de escasa inteligencia que han maltratado a sus pobres bestias. Merecen una corrección, sin duda, porque seguramente son igual de brutos con sus propios hijos, pero eso no justifica la judicialización generalizada. Son los animales, ellos mismos, los que no lo merecen, y los que, si pudieran, se rebelarían por ser degradados a meras víctimas.

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13 de diciembre de 2022

Yago Hortal - Il Trittico. 2022. Acrílico sobre aluminio. Cuadro para el libro de Amics del Liceu. Temporada 2022-2023

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Muerte, sueños rotos y dinero: Temas eternos y contemporáneos en el Trittico de Puccini

 

Fue un gran honor: me invitaron a colaborar como uno de los escritores melómanos en el libro de la temporada 2022-2023 de los Amigos (Amics) del Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Cada año, un gran artista (esta vez Yago Hortal) pinta los títulos de la temporada, y una pareja de ensayista-crítico musical escribe sobre cada espectáculo. A mí me tocó el grupo de tres óperas cortas de Giacomo Puccini, y me lancé sobre lo moderno y lo eterno en sus temas. Recuerdo cómo lloré y reí cuando lo vi por primera vez en el Met de Nueva York. Publico mi visión de Il trittico en mi blog, ahora que se levanta el telón en el Liceu para los dramas de Giorgetta y Angelica y los engaños de Gianni, el bribón.

Lo primero que llama la atención es el nombre. No es una trilogía, como El señor de los anillos. Giacomo Puccini quiso que sus tres óperas cortas llevaran el nombre pictórico de Tríptico. Como los retablos medievales, como El jardín de las delicias de El Bosco. Un espectáculo para apreciar como un conjunto. Y, sin embargo, no había pasado una década desde su estreno en 1918 en el Metropolitan de Nueva York, cuando ya la estaban despiezando.
La primera, Il tabarro (El abrigo), es un dramón verista donde el marido celoso termina asesinando al amante de su esposa, como en I Pagliacci y Cavalleria Rusticana. Habitualmente es programada junto con alguna de estas dos, para variar.
En la del medio, la tragedia ambientada en el siglo XVII Suor Angelica, una muchacha se embaraza fuera del matrimonio y su familia la encierra en un monasterio. Al recibir la cruel noticia de que su niño ha muerto, se suicida. En el Liceu se la vio por última vez en 2014 junto con Il prigioniero de Luigi Dallapiccola.
Y la tercera, Gianni Schicchi, es una comedia de enredos en que un pícaro arribista convence a los nobles familiares de un rico que había legado su fortuna a la Iglesia de hacerse pasar por el muerto para darles a ellos la fortuna… y termina legándose la parte principal a sí mismo. Está basada en un personaje de La divina comedia y ambientada en la Edad Media. La última vez que se la vio en el Teatro Real fue en una puesta de Woody Allen ambientada en la época de El padrino, y pareada con Goyescas de Enric Granados.
Puccini había conseguido un éxito tremendo con Tosca en 1900. Quiso desafiarse en algo nuevo, y eligió una estructura que remitiera a las tres partes de la obra maestra del Dante: Infierno, Purgatorio y Paraíso. Para la primera, se basó en la tragedia La Houppelande de Didier Gold, que había visto en París en 1912. Al año siguiente Giuseppe Adami ya había escrito el libreto y Puccini se puso a la obra. La terminó en 1917, pero le faltaban las otras dos partes. Fue el entusiasmo de otro libretista, el joven Giovacchino Forzano, que proveyó al maestro de los libretos del resto del Trittico.
A primera vista, estas historias no tienen punto de unión: ni de lugar (el París de los pobres, una abadía en las montañas, la Florencia de los ricos) ni de tiempo (van hacia atrás, desde la época de La bohéme a la de La traviata para terminar en la Edad Media). Pero encuentro tres temas centrales que atraviesan como estrellas fugaces los tres libretos y el espíritu cromático de las partituras, como golpes impresionistas de pincel, como si de verdad fuera este Trittico tres cuadros que dialogan ante la mirada del espectador.
El primer tema es el asunto eterno de la ópera: la muerte. Antes del comienzo de cada obra, hay una muerte que determina el desenlace: Giorgetta y Michele, los infelices esposos de Il tabarro, han perdido un hijo y desde entonces no tienen paz, ni alegría, ni forma de conectarse entre sí. Es el hecho determinante de su distanciamiento, que ninguno de los dos puede superar. Ella busca un amante y él lo mata. También Suor Angelica tiene una muerte antes de comenzar la acción, solo que la monja no lo sabe. Cuando la tía le dice con cruel frialdad que su hijo murió, antes de obligarla a renunciar a su herencia, a Angelica no le queda otra salida que el suicidio. Y en la comedia que cierra el trío, la muerte de Buoso Donati desencadena toda la trama. El hecho de que desde el comienzo de la acción el cadáver del rico florentino yazga en su cama, mientras sus deudos solo piensan en la tajada que les tocará, da un vuelco a la idea de la muerte como algo trágico que envenena a los vivos. Aquí es un grito de vida salvaje después de tanta tragedia.
El segundo tema son los sueños vanos, rotos, imposibles. Michele sueña con recuperar a su mujer, mientras ella sueña con escapar con su amante. Angelica sueña con volver a ver a su hijo. Los familiares de Buoso Donati sueñan con repartirse el palacio del viejo avaro. Son sueños condenados de antemano. Al final nadie se sale con la suya… excepto el personaje más cínico quien, sin embargo, como dictaminó el Dante Alighieri, termina peor que todos los demás: ardiendo en el infierno.
Y el tercero es el tema que hace a Puccini el primero compositor del siglo XX. En sus óperas brilla el dinero, o su ausencia. Pinkerton compra a Cio Sio San en el mercado de niñas de un país empobrecido. Los artistas de La boheme tienen que quemar las páginas de sus versos y partituras para no morirse de frío, y es la miseria la que mata a Mimí. Tosca pretende comprar la libertad de Mario con sus ganancias de cantante, hasta que entiende que Scarpia quiere otra cosa. Y en los tres argumentos del Trittico quien manda es el poderoso caballero. Michele condena a todos al ofrecer trabajo a Luigi, el amante de su esposa, para que no sufra hambre. La tía de Angélica la hunde en el abismo al ir a exigirle que ceda su herencia. Y es la herencia del difunto Buoso la que deja al aire la verdadera naturaleza, avariciosa y egoísta, de todos los personajes de Gianni Schicchi.
El Puccini que compone esta reflexión sobre los abismos del alma humana es el compositor más rico de su época. Ya no sufre penurias, pero quiere reflejar lo que lo rodeaba: la deshumanización de los sentimientos, el horror de Primera Guerra Mundial, el colonialismo feroz, el capitalismo salvaje que engulle niños pobres.
Los admiradores de las grandes historias de amor de Puccini suelen mirar en menos esta extraña trilogía sin aparente ilación. Sin embargo, es en los caminos de la muerte, la derrota de los sueños y el reinado del dinero que encuentro la solución del enigma y la razón de la importancia que daba el compositor a presentarlas juntas, como se verán esta temporada en el Liceu.
El Trittico es el preciso y aterrador Jardín de las delicias con el que el gran Puccini pintó los males de su tiempo. ¿Y el nuestro?

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12 de diciembre de 2022
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¡Tan contentos!

El poeta Francisco Brines señalaba  que el hombre,  suerte de paréntesis entre la nada pretérita  y la nada por venir, por su conciencia y sentimiento de la misma, es como la presencia de esa misma nada: la nada siendo.

No es lo mismo decir que antes del hombre había la naturaleza y después del hombre vuelve la naturaleza que decir: antes del hombre nada y después del hombre nada. Nada, ni siquiera tiempo, por ello quizás fuera más adecuado decir “fuera del hombre… nada”.

Esta certeza puede plasmarse en  sofisticada expresión conceptual (así el aquí tantas veces evocado sujeto trascendental) o en inmediato sentimiento de finitud, pero es imposible de erradicar, es quizás la base de todo pensamiento y aun de toda acción cabalmente a la altura del hombre.

Se trata en esto de una cuestión  de jerarquía: ¿interesa la naturaleza en sí misma, o   interesa la naturaleza porque interesa  ese raro ser natural que es el hombre? O aún: ¿la causa de la naturaleza como instrumento para la causa del hombre, o más bien el saber del hombre al servicio de la preservación de una naturaleza de la que eventualmente el hombre ni siquiera formaría parte?  Sin duda la respuesta a favor de la naturaleza resulta como corolario de toda relativización del peso del ser humano por homologación de nuestras facultades a las de otros animales.

Pero el peso ontológico (el peso en el conjunto de los entes)  que se le da al ser humano es también rebajado cuando se homologa nuestra inteligencia a entidades del tipo Deep Learning   soslayando la variable clave de que tales entidades son resultado de la existencia del hombre y no a la inversa. Ambas posturas se unifican en un discurso (incontestable desde el punto de vista fenomenológico) sobre el cosmos que cabe sintetizar así: enriquecida la naturaleza inanimada con la emergencia de la vida, y enriquecidos los sistemas de señalización e información con la aparición de un código complejo como  es el lenguaje humano, el despliegue de las potencialidades de este último condujo a su reproducción en entidades que ya no tienen la vida como soporte, pero obviamente sí las leyes de la física.  Las diferentes etapas sólo se diferenciarían gradualmente, siendo absurda la idea de erigir una de ellas en referencia o foco de significación.

Como ya he señalado nada cabe objetar a  tal discurso…mientras nos atengamos a lo que la ciencia puede testimoniar. Pero la coherencia se rompe si nos permitimos introducir la pregunta: ¿qué da soporte al discurso de la ciencia? Pues es obvio que la ciencia es una manifestación del lenguaje refiriéndose a cosas que no son el propio lenguaje. La ciencia es fruto del hombre, y por ello el hombre mismo  no puede ser homologado a nada de lo que la ciencia explora, no cabe  por así decirlo una ciencia del hombre.

Una persona  a la que exponía la idea que sustenta estas reflexiones, al apercibirse de la relativización (cuando no desvalorización) del ser humano  que se desprende de las tesis reduccionistas, exclamó: ¡Y tan contentos! Y efectivamente algo en estas posturas llama  poderosamente la atención: decimos que el hombre es un pasajero momento del orden natural, como si esto aboliera el sentimiento de que ese pasajero momento es el testigo incluso de tal pasar, de tal manera que fuera del mismo, fuera de lo que él describe (sea o no científicamente), lo seguro es nada. Y una vez más la pregunta:

¿Por qué esta rebaja en nuestro entorno cultural del peso  de la variable lenguaje? ¿Por qué se niega la primacía del ser que es principio de toda afirmación como de toda negación? La respuesta es quizás que  ello evita (al menos en estado de vigilia) la confrontación inevitable con la tremenda realidad de lo que somos. Y decididamente esta forma de denegación de la certeza (esta necesidad de imposible fusión con anímales, máquinas y eventualmente árboles)  ha ganado  la partida, empujando  a los arcenes a todo aquel que dé signos de no comulgar y  obligando incluso a plegarse a  otras formas de religión, que en el pasado defendieron  su “certeza” de la singularidad humana pero sólo en base al  dogma de que una inteligencia creadora había querido que así fuera. ¡Sin duda era este segundo aspecto lo que confería la firmeza para conducir  a la pira a  quien  sostuviera una tesis contraria!

Ante los discursos que se refieren a la causa de la naturaleza dejando de lado si tal interés se vincula al interés del hombre no puedo evitar el sentimiento de asistir a una denegación casi freudiana; asistir al  repudio de una certeza sobre nuestro ser  cuya asunción nos resulta insoportable. ¿Tan contentos? Quizás sólo de día. Una sentencia de Horacio citada por multiplicidad de autores  en los más variados contextos,  sostiene que si se intenta expulsar con una furca a la naturaleza, esta  siempre retorna. Añado por mi parte que ello vale también para esa singular naturaleza del ser humano, cuya esencia tantos han visto en el lenguaje:

 Si expulsas durante el día lo que el lenguaje dice, este se vengará retornado en la noche, en esos sueños de cuya veraz fuerza  el sujeto no duda, precisamente porque su voluntad es impotente para fijarlos, pues si efectivamente “no puedes siempre obtener lo que deseas”, de hecho no cabe soñar lo que conviene.

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12 de diciembre de 2022

'El abrazo' de Juan Genovés

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El abrazo perdido

 

El cuadro muestra a un grupo de per­sonas de espaldas, aunque creemos ver sus sonrisas. Visten gabardinas, jerséis, faldas de tabla, y se abrazan. Desbordan camaradería a pesar de la unidad del marrón –el color de la transición–. El lienzo fue creado en 1976 por Joan Genovés, pintor de multitudes, y cobró­ un enorme valor sim­bólico: la reconciliación entre dos Españas. A finales de la década, un coleccionista de Chicago se hizo con la obra, aunque luego comprendió que estaba demasiado vinculada a la memoria colectiva y accedió a cambiarla por otro Genovés. Fue Adolfo Suárez quien logró que regresara: el Estado compró El abrazo a la Marlborough por medio millón de pesetas. Pero ocurrió algo inexplicablemente muy español: acabó preso en los almacenes del museo durante décadas.

En el 2016 entró en el Congreso de los Diputados, y el pintor celebró que saliera de la oscuridad, aunque sin demasiado entusiasmo afirmó: “Siempre es tiempo de los abrazos, sin duda, pero no me parece que ahora la gente esté tanto por abrazarse”.

En su intenso periplo, la pieza, cada vez más resignificada, regresó al Reina. Y en la Cámara Alta quedó una copia que ha inspirado poco a nuestros parlamentarios, cuya ira asalta el juego democrático. Porque, más allá de la lógica amigo-enemigo que Carl Schmitt juzgaba condición sine qua non de lo político, el insulto es pura antipolítica. Subraya la impotencia crítica de quien recurre a él, lejos de nutrir un diálogo que cristalice en bienestar.

El abrazo, como el que el jueves dio Txema Guijarro, secretario de Unidas Podemos, a Adolfo Suárez Illana, deseándole suerte en su retirada, se convirtió en un gesto político tan desacostumbrado como necesario: el respeto entre iguales que piensan diferente.

En cuanto al cuadro de Genovés, coincide que ahora se exhibe en València en una justísima retrospectiva póstuma, ya que el Reina Sofía, su museo, no se ha decidido a abrazarlo.

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9 de diciembre de 2022
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Parar ya

Diversas circunstancias no menores aconsejan preguntarme cuándo conviene morir, lo que lleva a reconocer que mi profesión es la escritura, quizá solo la poesía, y que este hecho será clave para dar una respuesta cabal. Quiero decir que podría seguir escribiendo sin fin, mi oficio permitiría el consumo por parte del lector de todo lo que se me ocurriera. Pero, ¿con qué sentido? Una máquina prodigiosa, la de la comunicabilidad, una máquina perfeccionada gracias a cierto reconocimiento de la crítica, me devoraría, nos devoraría implacable, a no ser que la detuviéramos a golpes de sentido común.

Duro, "hosco" (Dylan Thomas) quehacer, también llamado perfección, autorizado a ser hermético, incluso "ilegible" (Agamben), ha de encerrar en cada sintagma un pequeño espectáculo, un pequeño espectáculo difícil de producirse siguiendo el dictado de que "un verdadero poeta debe repetirse siempre" (Szymborska), ese horror a no ser capaz de redactar más que un poema, que lo otro sea mero eco del mismo. Morir pues en el tiempo de mímesis, en los tiempos de copia e inutilidad del enunciado. Ante todo, y es cuestión escurridiza, saber si ha llegado ese momento, y tener dispuesto el sobre con 20.000 euros para el sicario resolutivo.

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7 de diciembre de 2022

Fito Páez en el Movistar Arena de Santiago. 2-12-22 ©Bastián Cifuentes Araya

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Las tres edades de Fito Páez

 

Con electrizantes versiones de sus himnos más recordados y una comunión amorosa con el público chileno, el rockero argentino sacudió la noche de Santiago en un único concierto. Repasó en orden todas las canciones de El amor después del amor a 30 años del disco más vendido del rock trasandino, y viajó hacia atrás y adelante en su carrera con la potencia intacta.

Hace tres décadas, El amor después del amor confirmó al rosarino Rodolfo (Fito) Páez como el genuino heredero del gran Luis Alberto (el Flaco) Spinetta como exquisito creador de letras simbolistas y armonías complejas, y de su ídolo Carlos Alberto (Charly) García como creador de melodías indelebles y frases que se pegan en la memoria.
Pocos discos aguantan salir a rodar varias décadas después y que tenga sentido que se presenten sus temas en el orden que un público fiel guarda celosamente en la memoria. Pienso en la penúltima gira de Joan Manuel Serrat antes de su despedida, volviendo a la vida su Mediterráneo tal cual nació hace medio siglo.
Pero Fito no vino a jugar con la nostalgia: en sus juveniles 59 (sí, sabemos que es “del 63”), sino a “rodar su vida” con versiones que pusieron más potencia, más velocidad, más rock en sus viejos éxitos.

Blanco y negro serpiente de cascabel
Lo primero que me llamó la atención, apenas emergió micrófono en mano después de cantar tras bambalinas la primera estrofa del himno al amor que da nombre al disco, fueron los zapatos, en sinuosas franjas de blanco y negro, que se movían en el escenario como dos irónicas serpientes de cascabel.
Los zapatos iban a juego con las rayas de su camisa y el color crema de un elegante saco y un movedizo pantalón, y con los anteojos oscuros y redondos desde los que dirigía a la potente banda que tocaba casi todas las canciones como si fueran los últimos cinco minutos de una final del mundial.
El público que colmó el Movistar Arena tardó poco en levantarse de sus asientos y cantar a voz en cuello los himnos que casi todos se sabían de memoria (o de corazón, by heart, como dice la expresión tan certera en inglés).
En Tráfico por Katmandú todos bailaban, y sobre todo un padre en la primera fila, con una niñita ululante sobre sus hombros. En Pétalo de sal se prendieron miles de luces de celulares que se movían a ritmo, como un cielo invertido y musical. En A rodar mi vida, en cada fila se reboleaban camisetas, abrigos y pañuelos en una íntima y compartida comunión.
Desde una inusual posición, al costado y casi sobre el escenario, se veía a un Páez que cantaba con emoción, se paraba a bailar con sus fans de ahí abajo, se sentaba a tocar el piano arrebatado, dirigía a sus nueve músicos como un director sinfónico.
Con el bramido del trombón, trompeta y saxo, el incisivo maullido de la guitarra eléctrica, el estertor frenético de la batería al acercarse el final de las canciones, aleteaba sus largos brazos y movía las mariposas de sus dedos para marcar el último compás.
Su sabiduría musical se desplegó en los momentos lentos, como el guiño al folklore de Detrás del muro de los lamentos, y su sorprendente don melódico, en pegadizos rocanroles como La rueda mágica. El disco mantiene su sorpresa después de treinta años, y Fito y su público de siempre lo vivieron como si fuera la primera vez.

Verde loro
Tras una breve pausa, vinieron los destellos de otras vidas. El mago salió a escena todo de verde: verde el saco el pantalón, verde más oscura la camiseta, verdes las zapatillas que esta vez se movían como orugas bailarinas. Me costó ver la coronación de ese cambio de vestimenta: también habían cambiado los anteojos, de marco verde loro.
Se lanzó con furia a El diablo de tu corazón y otra vez todos de pie y coreando como si su ídolo hubiera metido un gol. Con 11 y 6, la multitud de la platea y los cerros de asientos se cantó la vida. Y en Circo Beat el carismático cantante, transformado en director de multitudes, dividió a los asistentes en los de su derecha, a los que instruyó para que cantaran un “woo hoo”, rollingsonesco según mi amigo y gran melómano Arturo Ledezma. A los de su izquierda nos tocaba el refrán “Circo Beat”.
Nos estábamos divirtiendo como colegiales. Se despidió, pero sabíamos que iba a volver.

Rojo frutisha
Y volvió, vestido de rojo frutisha, desde los zapatos y el pantalón movedizo hasta el saco flamígero y, por supuesto, los nuevos anteojos. Así, desatados todos, concluimos que Dar es dar, y terminó la comunión con Mariposa tecknicolor, en una versión potente, donde la sutileza del arreglo que permite entender la letra en el disco dio lugar a un gritado himno colectivo, que en su fuerza para sacudir los cuerpos representó el espíritu fiestero y transformador de todo el concierto.
Al final, las tres vestimentas se me hicieron un símbolo de las tres épocas del chico flaco que movía extrañamente su cuerpo, hoy rotundo en su piel al borde de sus sesenta. Primero fue el creador introspectivo y sutil, después el exitoso showman que llenaba estadios, y ahora, desde la madurez vital de mariposa danzante, las dos cosas en una.
El espectáculo de Fito Páez y su banda fue un bello reencuentro, una fiesta de arte y entrega. Cansados como él de tanto bailar, con todas las luces prendidas, sus fans le gritaban “gracias”.

Esta crónica fue publicada en Terra Chile el 3 de diciembre de 2022

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6 de diciembre de 2022
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Apagones en sincronía

La primera imagen captada en julio por el telescopio James Webb –un cúmulo de galaxias a más de cinco mil millones de años luz de distancia– ocupa la próxima portada de la revista Time, en un número especial con una selección de “fotografías del 2022 que cambiaron nuestra forma de ver el mundo”. Es fascinante. No solo nos permite ver un lugar remotísimo, sino también un tiempo fuera de la escala humana: cada mancha de luz está formada por cuerpos celestes de trece mil millones de años de antigüedad. Esta misma semana una agencia espacial difundía otra, esta vez tomada en dirección opuesta, hacia la Tierra. La región del centro-este de Europa por la noche son manchas de luz artificial sobre un fondo oscuro. En ese encuadre Ucrania aparece sumergida en la negrura, mientras que el punto de luminosidad más intenso al norte es la colosal Moscú.

El apagón de Ucrania, de resultas del ataque indis­criminado ruso contra su infraestructura­ energética, coincide estos días con informaciones ­locales amables, como el encendido de las luces navideñas en Madrid, Barcelona o Vigo. Compruebo en mi piel que el in­vierno ha llegado sin paliativos al Este. De madrugada, en ruta hacia Israel, hago ­escala en un aeropuerto casi a nivel del mar cerca de la frontera con Moldavia. Antes de que despegue el avión, veo cómo llovizna aguanieve tras la ventanilla. Los operarios rocían con anticongelante las alas. Y pienso que, al dejar sin electricidad y calefacción a sus vecinos ucranianos, el Kremlin ha decidido que todo un país se hunda en un pasado remoto, tiempos de hambre y frío, cuando la intemperie era letal.

La imagen nocturna de Europa con uno de sus países a oscuras no tiene nada de abstracta, aunque lo parezca. El río Dnipró, línea divisoria entre las fuerzas ucranianas y las rusas después de la retirada de Jersón de los invasores, lo es ahora también del uso de la energía como arma de guerra. Tras el ocaso en una orilla se encienden velas, mientras que en la otra son bombillas las que alumbran. El ataque a las redes eléctricas que debían asegurar, al menos en parte, el resguardo de los ucranianos de las temperaturas bajo cero –o el sabotaje energético contra la frágil Moldavia– es una metáfora de cómo, en un mundo globalizado, el autoritarismo de Putin ha alargado sus tentáculos al exterior y, junto con otros regímenes afines, ha creado una red de apoyo para sustentar el apagón de derechos humanos dentro y más allá de sus fronteras.

En Bielorrusia, cuyo ilegítimo líder ha sido un cómplice necesario en esta guerra, la opositora Maria Kolésnikova, sentenciada a once años de cárcel, se encuentra en una unidad de cuidados intensivos tras su paso por una celda de castigo. En Irán, cuyos drones han destruido infraestructuras energéticas ucranianas, la policía dispara a mujeres que protestan contra la dictadura teocrática. En China, que acaba de confirmar su voluntad de estrechar su asociación energética con Rusia, jóvenes toman las calles empuñando folios en blanco contra la censura y el estrangulamiento de las libertades. En Qatar expulsan a una joven por llevar una camiseta en defensa de las mujeres iraníes en un estadio construido con sudor y sangre de mano de obra de usar y tirar.

Cuando se mencionan estos abusos contra los derechos humanos, voces que se llaman objetivas se apresuran a aludir a la hipocresía de Europa. No faltan las advertencias envueltas en la jerga de la realpolitik que hablan del “re­greso de la historia”, la “venganza de la geografía” o el “fin de los sueños”. Si el único faro por el que nos dejáramos guiar fuera el de la realpolitik –con su descripción realista de los procesos e intereses sociopolíticos, pero que también, por suponerlos inevitables, menoscaban el valor y la ética para combatirlos–, el mundo sería más terrible. En medio de la oscuridad, las palabras pueden ser puntos de luz.

El escritor de Jersón Serhiy Zhadan (Orfanato, Galaxia Gutenberg), al aceptar el premio de la Paz de los editores alemanes, respondía así a los apologistas de la realpolitik y a los “falsos pacifistas de la izquierda” favorables a una negociación expeditiva: “La paz no llega cuando la víctima depone las armas. Los civiles de Bucha, Gostómel e Irpín no iban armados, y eso no los salvó de una muerte horrible. ¿Necesitamos recordar nuestro derecho a existir?”. Ampararse en la realpolitik desde nuestras calles alumbradas no deja de ser otra manera de mirar a otro lado.

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6 de diciembre de 2022
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El Boomeran(g)
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