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Homenaje a Mario Videla, evangelista de un dios humanista y musical

Era el frío otoño de 1976. Se llamaba Videla. Era flaco. Tenía el pelo corto, negro, prolijo; a lo lejos parecía engominado. Se sentaba con la espalda tiesa. Lucía serio, ensimismado.
Yo tenía 15 años cuando lo vi por primera vez. Iba con el uniforme del colegio, con mi corbata bordó. Se apagaron las luces en la sala y empezó a sonar la música. Su música. La música que me cambió la vida.
Sólo ahora, a 47 años de esa noche, cuando me entero de la noticia de su muerte, cuando vuelvo a escuchar sus discos y sus programas de radio, puedo poner en palabras lo mucho que el organista, clavecinista y director de coros y orquestas salteño Mario Videla me abrió las puertas al mundo del arte y el espíritu en el que sigo viviendo.
Es curioso cómo al crecer vamos construyendo hacia atrás unos antecedentes que se pegan a quienes quisimos ser, a aquellos en los que terminamos convirtiéndonos. Varias veces me han preguntado, a propósito de mis libros sobre periodismo narrativo y crónica y memoria, cuál es la banda sonora de mi adolescencia. Yo suelo decir que en los setenta escuchaba Sui Generis, los Beatles, Pink Floyd, Mercedes Sosa, el flaco Spinetta. Y todo eso es verdad. Me acerca a las experiencias comunes de mi generación. Eran los melenudos como yo con los que tenía que identificarme, con los que quería pertenecer a mi mundo. Pero este Videla de saco y corbata azabache y gestos parcos que ejecutaba música del siglo XVIII me estaba diciendo algo que tardé años en entender.
Ningún arte me conmovió tanto en la vida como ese primer Festival Bach que organizó Mario Videla en el Teatro Colón y sobre todo en el Auditorio de Belgrano, en la esquina de Virrey Loreto y Cabildo. Venían directores extranjeros de gran enjundia, como el alemán Helmuth Rilling, a quien Videla reconocía como su maestro. A lo largo de ese año, con estado de sitio y toque de queda y lo que después reconocería como un miedo vaporoso e indefinido que se extendía sobre la ciudad, yo tomaba trenes y colectivos para escuchar el Oratorio de Navidad y la Misa en sí menor y los Conciertos de Brandemburgo.
El maestro Videla se sentaba al clave, o dirigía el coro de niños, o recorría los pasillos preguntando a los adultos qué les había parecido. Yo lo veía como un predicador de Johann Sebastian Bach.
Ahora entiendo que parte de mi ensimismamiento, mi encerrarme en mi cuarto con los discos de Bach que compraba mi papá, con las interpretaciones del adusto Karl Richter y la Orquesta y Coro Bach de Munich era también una forma de escaparme de mi país, de las calles desiertas, de ese país-jardín-de-infantes que describió valientemente María Elena Walsh en un artículo en Clarín en 1979. Sí, escuchaba rock y folklore con mis amigos, pero en mi pieza y en mi espíritu, el que me hablaba era Bach. Era su dios melodioso, matemático, de infinitas combinaciones armónicas bajo reglas inflexibles, el que me hablaba.
En 1977 Mario Videla y sus Festivales Musicales nos presentaron obras del otro gran genio del barroco: Georg Friedrich Haendel. En el 78, por debajo de los bombos y matracas del Mundial, descubrí las bellezas de Claudio Monteverdi y Antonio Vivaldi. Vino la orquesta de cámara italiana I Musici. Yo iba a sus conferencias de prensa y conciertos como si fueran las presentaciones de un adorado equipo de futbol. Eran mis ídolos.
Una noche, desde mi butaca en el último piso, el gallinero, del Teatro Colón, en el coro inicial de La Pasión según San Mateo de Bach, con las dos orquestas, los dos coros, el director y los solistas en el escenario, de pronto irrumpió desde otro lado, desde arriba, envolvente, el canto blanco del coro de niños. Estaban a un costado del gallinero, acompañados y dirigidos por Mario Videla sentando frente a un órgano de cámara. Por inesperada, la experiencia fue lo más cercano a la voz de un dios benigno para un ateo como yo.
Las dos pasiones de Bach terminan con la muerte del mesías. En la de San Mateo, los cuatro solistas le dan las buenas noches, y en su deseo de descanso está el agradecimiento por las lecciones de bondad y humanidad, sus palabras, no sus milagros ni su suplicio, que es lo que un creador emotivamente racional como Bach valoraba. No hace falta que resucite a los tres días: en las obras del Kantor de Eisenach, el dios hecho hombre resucita en el alma de su grey, y en la de su artista fiel.
Desde mi incómodo asiento de madera del Colón o en el más mullido de felpa en el Auditorio de Belgrano, recibí del grupo comandado por Videla estas lecciones de amor al distinto, al rival, al caído, al otro.
En 1979 irrumpió en los Festivales la música del siglo XX: Videla convocó a los mayores genios de la música inglesa. Por un lado, Henry Purcell, cuyas obras barrocas para coro a capella me conmovieron profundamente. Y en el espectro opuesto, el compositor contemporáneo Benjamin Britten, quien había muerto solo tres años antes.
Yo ya tenía 17 años. Seguía entrando al Colón con el uniforme escolar, que era el único saco y corbata que tenía. Ya leía a Cortázar, a García Márquez, ya percibía que había un mundo de libertades tras los barrotes de la dictadura militar y cultural que nos mantenía fuera del orbe civilizado. Esas funciones de música clásica que con ambición y amor nos traía este Videla eran otra cara del mundo opresivo que me rodeaba.
No lo entendía en ese momento, pero ahora veo que los festivales donde compartían canapés y champán los ganadores de la dictadura eran para mí un callado acto de rebeldía.
Ese año 79 el Festival Purcell-Britten presentó el Requiem de Guerra que Britten compuso en memoria de un amigo querido que había muerto peleando en la Segunda Guerra Mundial. La partitura profunda, ácida, delicada, fastuosa, en el límite de la tonalidad y la mirada vuelta al canto gregoriano, combinaba la misa de difuntos con poemas del mártir de la Primera Guerra Mundial Wilfred Owen.
“Yo soy el enemigo que mataste, amigo mío”, recitaba el barítono. El pacifismo desde el arte me invadió para siempre; en el tren nocturno que salía de Retiro me aprendí de memoria ese poema transformado en dúo, en el que un soldado se encuentra en sueños con el enemigo al que mató y éste le cuenta los anhelos de vida que nunca podrá cumplir. Faltaban tres años para que me mandaran a pelear a la guerra de las Malvinas.
En las décadas siguientes seguí el rastro de la música de Bach por el mundo. En Nueva York, en Barcelona, en Berlín, donde estudié y viví, esta fue mi religión: una fe de músicos y elevación artística, no de sacerdotes ni de dogmas. Grandes directores como John Eliot Gardiner, Jordi Savall, Ton Koopman y Philippe Herrweghe fueron mis oficiantes.
En mis visitas a Buenos Aires, a veces buscaba un sábado libre para ir a los conciertos que el maestro Mario Videla seguía dando con su Academia Bach, que fundó en 1983. Acometió la ingente tarea de tocar todas las cantatas del genio en los días que la liturgia marcaba, y sostuvo durante décadas un programa semanal en Radio Nacional con la obra bachiana. Lo vi por última vez hace unos diez años. Ya tenía el pelo blanco (pero siempre peinado con rigor y esmero), y en vez de esos trajes con corbata fina, apareció con una camisa negra sin cuello, como el anciano oficiante de un culto de bondad y gozo espiritual. Los dos habíamos cambiado.
En sus más de 50 años de música tocó y grabó por primera vez la música para teclado del maestro del barroco latinoamericano Domenico Zipoli, formó a varias generaciones de músicos jóvenes en los conservatorios Nacional y Municipal, y dejó grabaciones para la posteridad, como el Pequeño libro de clave que escribió Bach para su esposa Anna Magdalena, y los conciertos para tres y cuatro claves del Maestro, donde toca con su mentor Helmuth Rilling.
En 2014 tuvo que terminar con los Festivales Musicales. Los mecenas y la publicidad ya no acompañaban este emprendimiento, que parecía tan lejos de los sones de estos tiempos y de las aspiraciones de ocio nocturno de las nuevas generaciones. Pero nunca dejó de hacer, pensar, soñar, difundir la música de una época en la que todo parecía poéticamente ordenado. Bach era un mundo como el que este debiera ser, y su profeta y evangelista Videla nos lo hizo vivo día tras día desde los años setenta.
Mario Videla había nacido en Salta en 1939, y murió el 16 de julio de 2023 en Buenos Aires. A él le debo mi amor por Bach y por la música como alimento y medicina para el alma en tiempos oscuros como este.

Publicado en Ideas del diario La Nación el 2 de septiembre de 2023

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4 de septiembre de 2023

'No pudieron verse', obra de Aurelio San Pedro

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El juego de las ausencias de Aurelio San Pedro

La geomancia es una antigua arte adivinatoria a partir de figuras, marcas, puntos o señales encontradas en el suelo. La geomática es un término perteneciente a la ingeniería, de aparición mucho más reciente, que designa un conjunto de ciencias para la captura, tratamiento y análisis de la información topográfica. Aurelio San Pedro (Barcelona, 1983) es geomático, pero hay quien –sin saber el acierto que contiene el error– lo ha calificado como geomántico.

Con frecuencia, en malentendidos como este, en letras situadas en un lugar incorrecto, en palabras que quieren adquirir significados que no les corresponden, se altera el discurso que debería darnos todas las claves para entenderlo todo. Así, la aparición de la realidad es erróneamente polisémica. En la obra de Aurelio San Pedro, con los silencios sucede algo similar y las pequeñas ausencias producen un gran impacto y sirven para estructurar su territorio simbólico. De la ausencia y lo incompleto aparece una nueva composición depositaria de una multitud de significados casi incontrolable. En el espacio imaginativo sugerido por el artista, somos conscientes de lo que no está porque él ha recogido los rastros necesarios para llevar a cabo su acto de geomancia e inducirnos con él a la adivinación.

No quiere perderse ninguna etapa de un juego del que espera controlar las reglas y los movimientos y, a la vez, que le sorprenda, conjurando el caos mediante pequeños trucos robados de la ciencia o de disciplinas más empíricas. Parte de un objeto encontrado, al que somete a un minucioso proceso de descomposición con el paradójico propósito de dotarlo de una nueva vida liberándolo, aunque no del todo, de la muerte en la que aparentemente yacía. Pero ni la muerte es nunca definitiva ni tampoco lo es la resurrección o la transustanciación. No se muere nunca del todo, como tampoco la vida puede estar exenta de la muerte.

Los objetos encontrados con los que trabaja Aurelio San Pedro son, básicamente, libros. Él los considera una analogía de los recuerdos, de la memoria. Confiesa sus problemas con el retrato del artista adolescente de James Joyce para dejar constancia de que nunca fue un gran lector, aunque recuerda haber leído fascinado a Sigmund Freud y, especialmente, a Gaston Bachelard y su Poética del espacio. Por tanto, la simbología que contiene el objeto libro para San Pedro no es el de quien observa su biblioteca para (re)leer lo que experimentó ante las páginas y los volúmenes que edificaron su territorio imaginativo y emocional. La suya es la mirada del geomántico, que convierte los volúmenes viejos que ya nadie lee en un conjunto de signos que quiere interpretar. Su obra no es la representación de una figura o un mensaje, sino la de un código, lo cual no significa en absoluto que sólo le corresponda una única interpretación.

La obra Fue olvidando lentamente es un claro ejemplo de la importancia de las ausencias y de lo que va desapareciendo. En la siempre decisiva estructura, tan importantes son los vacíos como los fragmentos de libros alineados, cuya disposición a modo de renglones o partituras nos impone un ritmo de lectura. Un ritmo conseguido con la combinación de palabras –recordemos que ellas componen los libros– y los silencios, el color tan tenue y sutil como todos los elementos que componen las obras elaboradas con libros.

El geomántico juega con las ausencias, las músicas y los colores, pero es consciente de que su don le exige una cierta responsabilidad, a la que se somete mediante el equilibrio. Aquí el geomático se encarga de configurar un territorio estable. En su orden se contiene el caos que a veces puede ser la memoria, la mezcla de los tiempos que configuran el presente. La música del equilibrio inicia la narración: la puerta de acceso para quien se atreve al arriesgado ejercicio de recordar. El experto en topografía parte del territorio que conoce para ofrecer un escenario anímico casi abstracto. En los dibujos a lápiz de paisajes de grandes dimensiones ofrece un retrato de la naturaleza con una representación que resulta más emocional que figurativa.

La muerte de una amiga en 2012 colocó al artista ante la certeza de la pérdida y de la llegada de ese momento vital en que empieza a sucederse inexorablemente. Poco después, unas fotografías de Diane Arbus le sirvieron para iniciar un diálogo con la representación de la figura de los que ya no están y la ausencia que reclama una representación propia. Desde entonces, no ha abandonado ese juego. Ya sabemos que el juego no es siempre infantil ni divertido, aunque básicamente busque entretenernos. En el de Aurelio San Pedro hay algo de terapéutico o, como mínimo, de autoanálisis. Quería ser artista desde la infancia, pero, aunque su padre también era aficionado al dibujo y le llevaba a visitar el Prado y otros museos desde que tenía tres años, su familia le exigió que se dedicara a una profesión más seria. Se hizo ingeniero topógrafo o geomático y se especializó en tecnologías 3D, en las que parece haber encontrado la combinación adecuada de entretenimiento, conocimiento y concreción. Asegura que sería mucho más fácil “ser una sola persona, con unos intereses más concretos”, como si no acabara de asimilar bien su propia curiosidad. Ésta y su afán de experimentación le han llevado a probar con pintura de inspiración urbana y grafitera, retratos más convencionales, tallas en materiales muy diversos y dibujo en gran formato. Formado también en la escuela Massana y admirador de artistas como el escultor Antoni Marquès, con quien ha trabajado en su taller, necesita cambiar y probar las capacidades expresivas de los diferentes lenguajes, pero para acabar reconociendo que se dedica –por lo menos ahora– al dibujo de paisajes y a los libros. Después de haber jugado un buen rato, disfruta del momento de la observación y el análisis del camino recorrido para verse mejor. Todo ese bagaje no se queda ahí. En mitad del camino, cuando todo pasa, la palabra o el recuerdo recurrente vuelven para ser reelaborados en cada aparición, de un modo similar a como las páginas de libros antiguos se convierten en rollos de papel minúsculo, bobinas de palabras que encierran lo que sabemos, lo que imaginamos y lo que puede ser todavía y siempre.

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4 de septiembre de 2023
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Otra puerta cerrada

He visto la fotografía que circula en las redes del padre Adolfo López de la Fuente asomándose a la puerta de la casa comunal de los jesuitas, donde vivía en Managua. Ahora, a sus 98 años, lo han expulsado de allí. Aparece como yo lo recuerdo, junto a esa misma puerta, en su papel de portero voluntario de la casa Guadalupe, situada dentro de los predios de la Universidad Centroamericana. Tras la confiscación de la universidad, acusada de terrorismo, los expulsaron a todos bajo fuerza policial.

Venía a abrir la puerta, la pequeña cruz colgando del cuello de la guayabera gastada de tanto lavarla, la barba cana, los ojos alertas tras los gruesos lentes; sonreía al verme, y casi siempre callaba. No sé si su oficio de portero se lo había impuesto él mismo, o era parte de sus obligaciones, asignadas por la comunidad. Fernando Cardenal me contaba que en la casa de los jesuitas en Medellín, uno de sus deberes era salir a comprar el pan del desayuno todas las mañanas.

Tulita, mi esposa, que trabajó cerca del padre César Jerez cuando fue rector de la universidad, y que vivía él mismo en la casa Guadalupe, recuerda que cada uno de los curas recibía su mesada, una suma modesta de dinero para sus gastos personales. Cigarrillos para quien fumara, una entrada al cine para quien quisiera ir al cine. Tengo en la memoria esa casa de Guadalupe, un tanto escondida del tráfago del campus jesuita entre árboles, amoblada con mecedoras, de las que en Nicaragua llamamos “sillas abuelita”, un pequeño televisor, un comedor como de pensión de barrio. Una casa de hombres solos y hacendosos, nadie diría que llena de eminencias académicas, con dos y tres doctorados, investigadores científicos, teólogos, sociólogos, historiadores. Humanistas.

El padre Adolfo, por ejemplo, ese que abría la puerta. Nacido en Neguri, Bilbao, estudió matemáticas e ingeniería, se especializó luego en malacología, autor del libro Moluscos de Nicaragua (Bilvalvos). Defensor de la biodiversidad, se opuso a la fallida construcción del canal interoceánico, porque devastaría la riqueza del Gran Lago, elaboró un conjunto de mapas que detallan la radiación solar en Nicaragua, 25 años consagrados a estudiar el tema.

Nunca estudié con los jesuitas. Me bachilleré en un colegio de secundaria laico, y fui a estudiar derecho a la Universidad Nacional en León, laica por excelencia, bajo el rectorado de un liberal humanista, Mariano Fiallos Gil. Los Somoza apoyaron la creación de la Universidad Centroamérica en Managua, para neutralizar a la de León, cuyo lema, creado por el rector Fiallos, era “A la libertad por la Universidad”. Pero muy pronto la de Managua se volvió un foco de agitación estudiantil igualmente candente, luego un centro irradiador de la teología de la liberación, y en abril de 2018 un refugio para los jóvenes perseguidos a muerte, bajo el valiente rectorado del padre José Idiáquez, quien vive desterrado en México.

Cuando me cerraron las puertas de mi propia alma mater, la Universidad Centroamérica me abrió las suyas, y fui acogido como si me hubiera graduado allí. La mejor universidad del país, la más abierta, la más libre, cuando todas las universidades públicas habían caído bajo el yugo monocorde de la arcaica ideología oficial.

Empecé a conocer a los jesuitas a través de Fernando Cardenal, hermano de Ernesto Cardenal, curas los dos, y con quienes conspiré para el derrocamiento de Somoza. Los castigó Roma suspendiéndoles ad divinis sus votos, y Fernando tuvo que hacer de nuevo el camino desde cero, como novicio, para ser readmitido en la orden, el primero caso en la historia de la Compañía de Jesús. A Ernesto el papa Francisco le devolvió su condición de sacerdote secular, poco antes de su muerte.

Fernando, igual que muchos jesuitas, proclamaba la teología de la liberación, en auge en América Latina en la segunda mitad del siglo pasado, convertida en los setenta en uno de los puntales ideológicos de la revolución sandinista, y en fuente de conflictos dentro de la iglesia, cuando al llegar al papado Juan Pablo II se declaró en contra de sus postulados.

Cercano fue también para mí el padre Cesar Jerez. Guatemalteco, nacido en el pueblo indígena de San Martín Jilotepeque, estudió teología en Frankfurt y obtuvo el doctorado en ciencias políticas en la Universidad de Chicago.

Un idealista maduro y centrado, pero inflexible en su convicción ética, no se concebía a sí mismo sino al servicio de la transformación social. Un gran conversador, con un agudo sentido del humor. “Hay gente de la oligarquía en Guatemala que se extraña de que un indio sanmartineco como yo, hable alemán y hable inglés” se reía, gozoso.

Inolvidables y ejemplares Xavier Gorostiaga y Amando López, rectores también de la universidad, Amando asesinado brutalmente en San Salvador por el ejército en 1989, junto con otros cinco sacerdotes de la orden. Y el padre Álvaro Argüello, que creó de la nada el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, donde queda, librada a su suerte, la colección documental más importante del país. Nada menos que su memoria. Otra puerta cerrada al humanismo. Un país de puertas clausuradas. Se cierran puertas, el ruido se desvanece, y solo queda la oscuridad.

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4 de septiembre de 2023
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Cuando la evolución sirve al lenguaje

La profesión de docente es forjadora de un vicio: la reiteración. Ello es incluso independiente de las disciplinas. Recuerdo a un profesor de matemáticas que empezaba su clase resumiendo enteramente lo hasta entonces avanzado a lo largo del curso. Su pericia era tal que esta propedéutica ocupaba exactamente los mismos minutos, aunque obviamente el contenido conceptual se había enriquecido semana a semana.  Preliminar este, para señalar que las consideraciones relativas a ciertos hechos fisiológicos que en esta columna me ocupan son en cierto modo un recordatorio, que creo necesario para la temática general que vengo tratando.

Compartimos con otros animales ciertos órganos que tienen una función biológica bien definida. El tórax, la garganta o los dientes son partes del organismo formadas en función de las necesidades fisiológicas, y evolucionaron mejorando la capacidad de adaptación del ser humano. Ciertamente la función principal de los pulmones es transformar el oxígeno en dióxido de carbono, como la de los dientes es masticar y no la de facilitar la articulación de sonidos.

Sin embargo, la forma y la ubicación de algunos órganos no se explica fácilmente si nos remitimos tan sólo a la evolución encaminada a la lucha por la supervivencia. Esto ya lo habían notado el psicolingüista Eric Lenneberg y sus colegas hace más de medio siglo (Eric Lenneberg, Biological Foundations of Language, John Wiley and Sons, New York 1967). Lenneberg mostró que, mientras la mayoría de los órganos se desarrollaron para servir a funciones vitales, como la respiración o la digestión, algunos de ellos empezaron a ejercer otras funciones, y esto fue aumentando progresivamente. Estas funciones estaban relacionadas con la capacidad de articulación del discurso, aunque ello tuviera un cierto gradode incompatibilidad con las funciones primitivas.

Los órganos que se desarrollaron para posibilitar la articulación se hicieron anatómicamente muy diferentes, comparados con los mismos órganos de cualquier especie, incluso estrechamente relacionada con la nuestra, como la de los chimpancés. La laringe fue propuesta como un ejemplo magnífico de las transformaciones causadas por este segundo criterio evolutivo. Es sabido que la laringe (dónde se ubican las cuerdas vocales) es un órgano esencial en la fonación en general y en la articulación lingüística en particular, aunque su originaria función no fuera esta, sino la de servir de conexión entre la faringe y la tráquea a través de la cual el aire llega a los pulmones. La posición de la laringe humana es quizás la diferencia anatómica más pronunciada en relación con otros mamíferos, chimpancés y gorilas incluidos.

En otros animales, la laringe juega un papel esencial a la hora de proteger la tráquea y los pulmones de los trozos de alimento que caen a lo largo del tubo faríngeo.  Pues bien, en el caso humano esta función tan esencial quedó dificultada por la posición que la laringe ocupa. Para cumplir su función fisiológica, en otros mamíferos la laringe se localiza en lo alto, justo detrás de la lengua. En nosotros, sin embargo, se ubica más abajo y por consiguiente la epiglotis   puede tener dificultad para obstruir el paso de los alimentos evitando que estos se deslizan hasta la tráquea. De ahí que seamos los animales mayormente susceptibles de atragantarnos al comer. En suma, el órgano evolucionó en su localización y estructura de tal modo que perdió eficacia para cumplir su función primordial.

Dada esta amenaza potencial, la pregunta surge: ¿por qué la naturaleza se desarrolla de un modo tan potencialmente lesivo para nuestra especie? La respuesta se encontraría en la ventaja que la posición inferior implica para la articulación de fonemas.  De hecho, la laringe humana parece formada y localizada para el discurso, y su objetivo original jugaría hoy tan sólo un papel secundario.  La singular ubicación de la laringe en los humanos ha supuesto una particular constitución de la faringe, que une la parte posterior de la boca con la apertura de cuerdas vocales. El conjunto favorece el discurso de dos modos: por un lado, incrementa la resonancia, la cual en otros animales se debe exclusivamente a las cavidades nasales u orales; por otro lado, permite la emisión de los sonidos "guturales", muy importantes en algunas lenguas como el árabe.  Por todo ello ha podido verse en la caída de la laringe una suerte de emblema del ascenso de la humanidad.

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1 de septiembre de 2023
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Marisa Tomei

Siempre me gustó Marisa Tomei. Formaba parte del grupo de mujeres pulcras, al que también pertenecía Sandra Bullock y, quizá, Mira Sorvino. Ayer, pude ver de nuevo la comedia judicial Mi primo Vinny (1992), y recordé los calificativos y comentarios que acostumbraban a aplicarle: adorable, sensible, hipnotizante, bella, sensual, carismática, desternillante, aunque no merecedora, según la opinión generalizada, del Óscar a la mejor actriz de reparto que obtuvo precisamente por esa película. O sea una mujer, una persona, un ser, insuficiente; notable en todo, pero no sobresaliente; una actriz secundaria vocacional, casi segundona. Yo no soy así, no pertenezco a esa categoría, pero quizá en algunas ocasiones, casi diría en muchas, lo hubiera deseado, ya que estar siempre en el centro, ser siempre el centro, produce fatiga y gran aburrimiento.

La reunión semestral en Pamplona de la Asociación de Pecadores ha ido cambiando, a lo largo de los años, de lugar de encuentro, quiero decir de local donde celebrar el almuerzo; pasamos del Restaurante Hartza al Restaurante Europa, para acabar en Casa Otano, cada vez menos interesados en la comida y más en comprobar quién seguía vivo o al menos no muerto del todo. Este junio ya sólo acudimos seis, uno de ellos en silla de ruedas, lo que dificultó el acomodo retrasando el inicio. Me esperaban, esperaban que les contara historias, incluso historias que ya conocían, que ya había contado en otras ocasiones, querían estar pendientes de mí; sólo Braulio Estébanez Puti, el inválido, se arriesgó, pidió permiso, a regañadientes se lo concedimos, y leyó algunas piezas que presentó como suyas, pero que no lo eran, procedían, lo más seguro, del sobrevalorado Diccionario del Diablo del periodista Ambrosio Bierce. Me sentaron mal las manitas deshuesadas a la plancha crujientes, quizá por haber acaparado tanta atención o quizá por mover yo sola a Estébanez. Tuve que parar cuatro veces, gasolinera tras gasolinera, en el viaje de regreso a Baracaldo.

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31 de agosto de 2023
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El terror

El terror es un concepto latino que incidiría en la forma más extrema del miedo. El término proviene del verbo terrero que significa temblar. A su vez la forma más extrema del temblor sería el tremor, que aparece en algunas traducciones del salmo 155, y que supondría un terror más agudo que el mismo terror, susceptible de provocar un temblor muy acusado: el crujir de dientes evangélico. En la Biblia el terror emerge casi siempre vinculado al caos del fin de los tiempos.

En nuestra época se ha abusado considerablemente del concepto terror, desgastándolo y convirtiéndolo en simple sinónimo del miedo. Se habla de películas y novelas de terror de forma exagerada, refiriéndose a artefactos literarios que como mucho producen miedo, pero nunca terror.

El miedo es una emoción muy intensa, que puede provocar cambios de ánimo de naturaleza desestabilizadora. Todos los poderes de mayor o menor calado han utilizado y utilizan el recurso del miedo para hacer más efectivo el control social. Canetti vincula las órdenes con el miedo, analizando de forma bastante aguda el contenido mismo de la orden y concluyendo que en el fondo de toda orden persiste de forma emboscada la amenaza de muerte: o haces esto o te mato.

Pero el miedo no es en sí mismo paralizador. El miedo puede incitar muy a menudo a la acción, el terror no. Lo que buscamos al producir terror es el silencio y la inmovilidad. Lo que buscamos con el terror es la suspensión del pensamiento y la supresión del lenguaje, por eso el terror es tan negativo. Dicho de otra manera: el terror es en sí mismo la negación de la acción, la negación de la palabra, la negación de toda mediación vinculada a la cultura y a todas sus estructuras dinámicas. El terror es la negación de los flujos emocionales de la existencia que hacen más o menos grata la vida en sociedad, por eso es un mecanismo tan destructivo e inmovilizador.

Con sus acciones el terrorista desea situar a los demás en los momentos anteriores al lenguaje y a la expresión. Se trata de una operación tan regresiva y tan involutiva que nos retrotrae a los momentos más remotos de la infancia, cuando aún no hemos accedido al lenguaje y las emociones son pulsiones puras e inmediatas que no tienen otra modalidad de expresión que no sea el llanto, la convulsión o la parálisis. Lo hemos visto en nuestros tiempos con relativa frecuencia. Cuando los terroristas entraron en la sala Bataclan de Paris y comenzaron a disparar la gente se paralizó: la gente murió antes de morir, la gente volvió al terror primordial, la gente regresó a la noche de los tiempos, al reino de la oscuridad, al reino del silencio.

El terrorismo moderno utiliza el terror como un rito sangriento y también como un mito. Todo acto terrorista de cierta envergadura se expande inmediatamente, gracias a los medios de comunicación, en forma de relato elíptico y simplificado, es decir: en forma de mito. El procedimiento ya fue ampliamente utilizado por los asesinos ismaelitas de los siglos XI y XII.

Podría decirse que el terrorismo moderno, y muy especialmente el vinculado a formas aberrantes de interpretar los textos coránicos, busca la propagación del miedo, pero todo indica que quiere ir más lejos y que en realidad busca la paralización de las conciencias, el detenimiento del tiempo discursivo, la inmovilidad súbita de la vida, para a partir de ese punto cero iniciar un nuevo ciclo que hallaría su fundamento, su sustancia y su estructura oscilante y oscura en el terror primordial, en el terror arcaico que vinculamos al origen del tiempo, a la oscuridad original con la que se inician tantos tejidos míticos, empezando por la Biblia y sus primeras frases referidas a las tinieblas que gravitan sobre abismo.

Lo peor de terror y el terrorismo es esa regresión al origen del origen, es esa negación radical de todos los elementos de la cultura y de todas las estructuras sociales, es esa negación de todos los principios de convivencialidad, es esa negación del concepto mismo de humanidad. Todo lo cual nos conduce a pensar que el terror es la única gramática capaz de pulverizar todas las gramáticas y proyectarnos en la negrura anterior a toda forma de expresión verbal.

Conclusión: la inmersión en el terror es un regreso a las tinieblas de naturaleza abominable. “En el principio todo era oscuridad”, rezan muchos mitos de la tierra para explicar el origen del mundo, la carne y el verbo.

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28 de agosto de 2023
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Cultura nacional, cultura federal

 

De un tiempo a esta parte, la política cultural de nuestro país, digo de España y también de sus autonomías, ha devenido en una especie de asignatura maría de la propia acción política. Puede que sea una tendencia universal –occidental, en cualquier caso–, pero esa es la impresión que denota la política aplicada a la cultura, alicaída desde la revolución neoliberal de finales del siglo pasado.

Estamos muy lejos de la apasionada apuesta por la cultura que se dio en la década de los años 60, cuando encabezado por Francia, el mundo entero iba a ser dirigido hacia la excelencia cultural. Fue la época de los escritores e intelectuales, con Marilyn Monroe dejándose fotografiar leyendo un considerable ladrillo para no iniciados como el Ulises de Joyce y contrayendo matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller. En aquel entonces, el general De Gaulle eligió a un prestigioso novelista para dirigir su Ministerio de Cultura, un literato que participó activamente en la causa de la España republicana, André Malraux, autor del libro y de la película sobre L’Espoir en Valdelinares de la sierra de Teruel, junto a Max Aub. A Malraux se lo llevó de la política el Mayo del 68 pero su impronta de dignidad, hondura y prestigio con el que dotó la política cultural francesa llega hasta el presente.

Aquel modelo gaullista fue ensayado en nuestro país sin tanto éxito por Felipe González cuando nombró al escritor Jorge Semprún para el cargo. Más o menos desde entonces la cultura ha ido dando tumbos cuesta abajo en la política española. Excepcionalmente podríamos citar algunos nombres relevantes, como el de Max Cahner, el ínclito editor que comandó la cultura catalana en diversos cargos bajo el mandarinato de Jordi Pujol; el de Ciprià Ciscar, impulsor decidido de los cimientos culturales valencianos, sobre todo del IVAM; el poeta Luis Alberto de Cuenca, que se hizo cargo de una secretaría de Estado con Aznar; los socialistas Salvador Clotas o Carmen Alborch, seductora embajadora de los asuntos artísticos...

Ahora ya no quedan ni personajes de carácter, como en su día fueron los que gestionaron diversas culturas municipales diseminadas por toda la geografía del país: como el tándem formado por Mayrén Beneyto y su esposo Ramón Almazán, profesor de Filosofía, al frente del Palau de la Música de Valencia, como Fernando Villalonga en su efímero paso por la concejalía de las Artes de Madrid… O el ambicioso impulso cultural que el sociólogo De la Torre Prados ha conferido a la alcadía de Málaga.

Por lo general, la gestión cultural se ha llenado de perfiles grises y anodinos, abogados sin pleitos, fontaneros de partido, escritores irrelevantes, bailarines de folklore popular, anodinos profesores… a lo sumo opositores a abogados del Estado, con abundancia de mujeres, un espacio práctico para equilibrar cuotas de igualdad de género en los gobiernos al uso, al que nunca se dota del peso político necesario ni del presupuesto mínimo exigible.

De bien poco sirvió que en la crisis catalana todos los analistas subrayaran el importante papel de la cultura en la construcción del ahora llamado relato ideológico de la nación. Seguimos sin ver anotar el aviso a los políticos que lideran nuestro país. El debate, en cambio, versa sobre si se hace necesario o no un ministerio de Cultura, si hay que seguir transfiriendo competencias o subvenciones a las autonomías, o si en éstas el rango ha de ser con nivel de consejería o si basta con un secretariado. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, el PP ha cedido la gestión cultural a Vox porque su departamento manejará un magro presupuesto; Vox, claro está, se apresuró a aceptar el ofrecimiento. No hay modelo ni proyecto claro sobre el que trazar las vías de la creación cultural, algo que en su tiempo ya reclamaron los ilustrados de su administración pública.

Vistas, además, las carencias afectivas que padece nuestro país fruto del rapto de la idea de España por parte del franquismo, sería del todo lógico y conveniente que el Gobierno de la nación apostase por una política cultural potente y rigurosa, pero tampoco es el caso. Tan es así que el gabinete español se limita a gestionar los grandes equipamientos y entidades de carácter nacional, casi todos con sede en Madrid, de tal suerte que el Ministerio de Cultura –que se comparte las más de las veces con Educación y Deporte, siguiendo el modelo de Japón u Holanda, aunque a veces se une a Turismo y Patrimonio, como en Canadá o Grecia– parece, digo del referido ministerio estatal, más bien el gestor cultural de la capital del Reino que no el de todo un país.

Recordemos que el Prado o el Reina Sofía son museos nacionales, lo mismo que el Teatro Real, el Auditorio, la Filmoteca y la Biblioteca Nacional, la Compañía Nacional de Teatro, la de Danza, el Ballet Nacional… Apenas hay excepciones, como el museo de Cerámica, el González Martí, que posee carácter nacional y su sede es valenciana, o el estatuto especial con que cuentan algunos museos de Bellas Artes como el San Pío V o el de Sevilla, de titularidad patrimonial del Estado pero bajo presupuestos y gestión autonómicos, una especie de join venture que, al parecer, resulta vergonzante para todos, pues ni el Gobierno central saca pecho de la misma ni en las páginas digitales de las mencionadas pinacotecas se dice mucho al respecto.

Resulta obvio que España es una noción que hay que resetear y cuyo planteamiento ha de ser el de difundir ese concepto de lo nacional por el conjunto del país, diseminando el Estado central por las autonomías, no para competir con ellas sino para complementarlas, para hacer tangible y visible la cooperación, esa doble identidad a la que se apuntan la inmensa mayoría de los ciudadanos pero que no parece posible entre instituciones políticas. Y viceversa, habría que exportar actividades de algunas de las mejores ofertas culturales autonómicas al resto de la nación: la potente colección del citado IVAM, por ejemplo, o la Orquesta y Coro de la misma Generalitat Valenciana, o la del Liceo barcelonés.

En un reciente artículo lo expresó con su habitual contundencia Arcadi Espada; le llamó Ministerio de la Guerra, al departamento que debería no solo preservar la alta cultura sino la divulgación del mismo devenir histórico del constructo España (una idea del liberalismo hispánico por lo demás), incluyendo lo que ahora conocemos como memoria histórica, es decir, la reparación de muchos de los horrores que dejó la guerra civil española. Por no hablar del necesario refuerzo que la imagen exterior del país debe abordar, en especial en Latinoamérica y de la mano de la cultura de forma impepinable.

Nada de eso parece ahora posible, aunque el escritor y periodista Fernando Delgado parece empeñado en ello. Suya es la idea de una «cultura federal»; más que una brillante idea, una idea necesaria para seguir con-viviendo en este país en el futuro.

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28 de agosto de 2023

San Mateo de El Greco

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La Biblia como texto mítico de valor narrativo

Les voy a contar una parábola. Las parábolas son lecciones para la vida a partir de historias, relatos, narraciones. Casi todas las religiones del mundo han enseñado sus valores y han forjado un “nosotros” entre sus creyentes a partir de parábolas.
La mía comienza así. Hijo de un padre judío y una madre católica, crecí creyendo en la bondad del género humano y el poder sanador del arte. Me pasé la infancia leyendo, escuchando música, aprovechando visitas a museos y en los libros de arte que tenían mis padres y mis tías.
No me acerqué a los libros sagrados de las religiones de mis mayores desde una búsqueda de pertenencia ni para mitigar la angustia de estar vivo y saber que yo y mis seres queridos moriríamos algún día. No era esa mi búsqueda. Yo quería entender la sociedad y la naturaleza que me rodeaban. El más acá.
Pero en la escuela me enseñaron las historias de la Biblia. Y esas historias me impresionaron por su poder narrativo. Las leíamos en español y en inglés, y en ambos idiomas, encontré un vocabulario rico y una sabiduría de siglos. Era la misma sabiduría que yo estaba descubriendo en los clásicos del Siglo de Oro, en las obras de Shakespeare, en las tragedias de los griegos. El poder de hacernos pensar en nuestra propia vida a partir de grandes historias del pasado.
Muchos años después, enseñando periodismo en una universidad, recordé algo que me había llamado la atención al leer el Nuevo Testamento: la extrañísima forma en que está estructurado el relato de la vida y muerte de Jesús: en cuatro textos parecidos pero distintos, con comienzos radicalmente divergentes y muchas de sus anécdotas iguales.
En los cuatro evangelios canónicos (se sabe que hubo otros, que fueron descartados por la ortodoxia católica) hay un Jesús hijo de Dios y de la Virgen María, que nace en condiciones miserables, como un refugiado en pleno éxodo, que manifiesta una gran inteligencia en la infancia, de quien se pierde su rastro hasta que, pocos años antes de su muerte a los 33 años, empieza a predicar, forma una cofradía de seguidores, es sentenciado por las autoridades romanas, crucificado y, en el relato de sus creyentes, resucita y en su nombre se funda una fe que perdura.
¿Pero por qué contar esta historia, con algunas variaciones, cuatro veces? Tal vez estas cuatro versiones de la misma historia podían parecerse a los que hacemos los periodistas: ir todos al mismo acontecimiento y contarlo cada uno a su manera. En la época de los diarios en papel, uno podía ver las tapas de los diarios en el quiosco y comparar en qué se había fijado uno, qué había sido más relevante para el otro, que frase o momento de un mismo acto había impresionado a este o aquel reportero.
En los relatos de manifestaciones, por ejemplo, era divertido para estudiantes de periodismo como yo comparar cuánta gente había acudido según el diario tal o cual. Usualmente, el que estaba de acuerdo con las razones de la manifestación, contaba más asistentes. Y el que no coincidía con sus convocantes había “visto” menos público.
Pensé entonces en que un texto considerado sagrado por los seguidores de una religión debía, lógicamente, contar la Verdad revelada de una vez y para siempre: así se contaba el génesis en la Torá de los judíos, que es el Viejo Testamento de los cristianos, en el Corán de los musulmanes, en el Popol Vuh, en el Bhagavad Gita, en los mitos y leyendas de los vikingos, los íberos y los francos, los polinesios, y las miles de religiones del sudeste asiático y las Américas precolombinas.
Me pareció extraño, pero a la vez síntoma de una fe plural y flexible el que se cuenten de distinta manera los hechos centrales de la vida del fundador de esta religión. Y noté que las mayores diferencias se producían precisamente en los comienzos. Cada uno de los cuatro evangelios tenía unos versos de introducción antes de lanzarse a contar la vida de su mesías. Estos comienzos tenían el propósito de guiar a los lectores (o escuchas durante los siglos en que las comunidades cristianas eran analfabetas y los textos bíblicos se leían en latín).
Así es como tomé esos textos y los empecé a usar en clase para mostrar las distintas formas de empezar a contar una historia, cualquier historia. Yo veía, y sigo viendo, estos textos considerados sagrados por los creyentes, como un camino de sabiduría en mi propia conciencia de no creyente.
Lo hacía como un no marxista lee con admiración los textos teóricos de Marx, o como alguien que no sigue las teorías de Freud lee con gusto y provecho sus libros. En ambos casos, además de pregonar una forma de entender la historia económica y política de los pueblos o la vida íntima y social de las personas, Marx y Freud, lo mismo que los autores de los evangelios cristianos, eran grandes narradores que explicaban sus convicciones y descubrimientos contando historias.
Poco a poco, en parte por más lecturas (me ayudó mucho, por ejemplo, la gran crónica de Emmanuel Carrère El reino), en parte por pensar en estos relatos y en parte por las movidas discusiones en clase, me fui dando cuenta que las diferencias entre los comienzos de Mateo, Lucas, Juan y Marcos iban mucho más allá de una técnica de cómo empezar a contar una historia.
Eran cuatro formas de entender el qué se debía contar, el por qué y el cómo. Tal como pueden leer ustedes en el capítulo que dediqué a estos textos en mi libro Periodismo narrativo (con ediciones en España, Argentina, Chile, Colombia y Costa Rica), fui formándome una idea de un propagandista de la fe, como un abogado que busca convencer (Mateo), un buceador en la historia entera, que intenta no dejar resquicios y convencernos de su diligencia al contarlo todo (Lucas), un poeta que admira y sigue la palabra más que la pasión de su Maestro (Juan) y un narrador similar a los cronistas, novelistas o guionistas de series y películas de hoy, que nos atrapa desde el relato trepidante de escenas cruciales (Mateo).
En octubre de 2022 fui a Bogotá invitado por el Festival Gabo, el gran encuentro de periodistas de toda Iberoamérica. Me propusieron que dé un taller, y elegí comenzar con este capítulo de mi libro, este camino de encuentros con cuatro grandes formas de contar una historia relevante.
Les pedí a los participantes del taller que piensen en qué periodistas y contadores de historias reales se parecen a cada uno de los evangelistas. ¿Quién es como Mateo, como Lucas, como Juan, como Marcos?
En esa variedad de visiones y caminos probablemente se pueda entender la vida larga y cambiante de las diversas congregaciones que partieron de los discípulos de Jesús. Hay quienes siguen el argumento de Mateo, otros se entusiasman con la historia detallada de Lucas, algunos más se inspiran en el verbo poético de Juan, y hay quienes se transportan a la época bíblica con las escenas casi cinematográficas de Marcos.
Hubo un tiempo en que yo “pregonaba” mi predilección por este último. Marcos cuenta con detalles, con mucho diálogo, con imágenes y transiciones efectivas. Es como un cronista.
Pero con el tiempo fui viendo también virtudes en los otros tres: es en la variedad de miradas y formas de empezar un mismo relato en lo que tantos cristianos de tan distintas clases sociales y lealtades políticas han encontrado su nido. En esa forma de contar una historia de cuatro maneras divergentes puede que esté esa apertura a gentes que vienen de distintos orígenes.
Yo sigo leyendo estos textos, como los de otras religiones, encontrando no a un dios que no es el mío, sino a un grupo humano que supo sintetizar sus creencias en textos de valor literario y narrativo. Y sigo aprendiendo de estos maestros del Verbo.

Publicado en Revista Hechos & Crónicas (Colombia) - Noviembre de 2022

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25 de agosto de 2023

La expedición. Una historia de amor de Bea Uusma. Ed. Menguantes

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Bea Uusma y la historia de una obsesión: un viaje a un pasado de hielo y muerte

"La naturaleza nos devora", concluye la médica y escritora Bea Uusma (Lidingö, Suecia, 1966) en La expedición. Según la ley termodinámica que rige la entropía, el universo tiende al caos. A pesar de nuestros esfuerzos por estructurar y clasificar, escribir listas interminables y hacer cálculos precisos, "la naturaleza siempre tiende a una elevada entropía con una fuerza infinitamente más poderosa que la nuestra". Es lo que experimenta la autora después de 15 años inmersa en la historia de la denominada "expedición de Andrée" (liderada por el ingeniero Salomon A. Andrée), la que "más literatura ha generado en Suecia". Incluso fue adaptada al cine en 1982, con Max Von Sydow como protagonista. Su libro está repleto de tablas, listas, documentos, informes, en un intento exhaustivo de agotar cada aspecto de la expedición. Su mirada evoca tanto a Perec como a Sebald en su afán de extraer todas las posibilidades de los rastros de quienes ya no están.

La expedición de Andrée, acompañado por dos jóvenes científicos, tenía por misión cruzaren globo el Polo Norte hasta Alaska o Canadá, "deslizándose elegantemente" por los vientos del sur. Era 1897 y ni siquiera se sabía que aquello no era tierra firme sino un mar helado, e incluso creían que tendrían como aliados vientos favorables y la luz del sol.

Fue una empresa temeraria, marcada por un exceso de optimismo, de "tres hombres de Estocolmo que habían pasado la mayor parte de su vida detrás de un escritorio". Los problemas técnicos surgieron ya en el despegue, dejándolos a merced del viento y de un aterrizaje forzoso sobre el hielo a unos 480 km de distancia. Penosamente, alcanzaron la denominada Isla Blanca debido a las placas de hielo. Cuatro días después, cesan las anotaciones de sus diarios. Tres décadas después encontraron sus cuerpos, y abundaron las teorías acerca de su muerte.

La investigación de Uusma es la crónica de una obsesión. Resulta interesante que surgiera de la más pura casualidad: en una aburrida fiesta de los años 90, la autora tomó un libro de una estantería que trataba de esta expedición... y así empezó todo. Estamos acostumbrados a que subyazca a este tipo de búsquedas una fuerte motivación personal y que el texto revele tanto las biografías de los exploradores como la del propio autor, unas nutriendo a la otra, y viceversa. Aquí no es así. El enigma tanto de lo que les sucedió a los exploradores como de la motivación de la autora queda a salvo en el refugio de la imaginación. Uusma incluso llega a preguntarse si se convirtió en médica "simplemente para descubrir lo que pasó".

Varias vías A lo largo de una década y media hizo todo lo posible por acercarse a ese minuto final: horas incontables revisando documentos, búsqueda de financiación para ir a la Isla Blanca (cosa que consiguió). Este esfuerzo casi irracional se manifiesta en las primeras líneas, cuando se percata de que todas las teorías no son definitivas, y de ahí nace su necesidad: "Tengo que seguir sus pasos. Tengo que colarme en sus bolsillos interiores. Tengo que penetrar en las palabras de las páginas descompuestas de sus diarios".

Y eso es La expedición, una hermosa y rigurosa búsqueda en la forma y en el contenido, que no se pierde en el lirismo de las aventuras polares ni en lo meramente científico. El lector es testigo de cómo una historia del pasado va creciendo y ocupando el interior de Uusma, hasta la identificación total. La investigación está narrada en orden cronológico, interrumpida por fragmentos del diario de Nils Strindberg, uno de los expedicionarios, en diálogo con su amada, Anna Charlier. Este romance cobra vida en el libro: es trágico y permite tirar del hilo de quienes quedaron atrás. ¿Es la "historia de amor" a la que se alude en el subtítulo? ¿O la expedición es la historia de amor de la autora? ¿Su verdadera protagonista?

Uusma sólo se desvía de los hechos en dos páginas, casi al final, cuando las pruebas ya no pueden ofrecer más certezas y se entrega a la imaginación. Porque, al referirnos al pasado, en nuestros intentos por reconstruir "una cadena de acontecimientos probables", no hay más remedio. Como seres narrativos que somos, nos angustian los vacíos en una historia. Y al llenarse, la magia emerge.

En búsqueda de la verdad Adaptada en 2017 como un trepidante y poético documental, protagonizado por la propia Uusma, en la novela se inercalan en el texto fotografías de la expedición, imágenes de los diarios, todo tipo de mapas, análisis forenses e incluso una catalogación de los tonos de color del hielo que en su primer viaje por el Ártico registró la autora, que también es ilustradora. Documentos y más documentos para hallar, al fin, la verdad.

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25 de agosto de 2023
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En efecto, las palabras no mienten

 

He evocado muchas veces la imagen del pozo artesiano (utilizada por Marcel Proust para referirse al trabajo del arte), en el cual la elevación de lo sumergido es proporcional a la profundidad. Metáfora en este caso con una función bien definida, al servicio de la idea que Proust quiere expresar sobre su propia tarea. Pero cabe enfatizar también que, en ocasiones, tratándose de metáforas, lo que hace emergencia desde lo profundo no es sino el lenguaje mismo restaurándose en sus fuentes: “la ola viene del fondo, con raíces/ hijas del firmamento sumergido”. Y para atenerse al mismo Neruda, ¿hay siquiera que saber de la existencia de las estatuas de Rapa Nui, al escuchar “los más altos rostros que concibió la piedra”? La piedra, que en boca de otro de los más grandes “es una espalda para llevar al tiempo”.

Mientras, bajo el peso de los asuntos cotidianos, las palabras parecen estar al servicio de una representación con fuente exterior a las mismas, ha debido darse en la vida de cada uno un momento en el que las metáforas, hoy oscurecidas por la reducción instrumental del lenguaje, constituían, sin necesidad de explicación, simplemente lo más luminoso. Neruda, Mallarmé, Góngora o Lorca, son como los embajadores milagrosos de un país ya muy lejano, en el que las palabras, persiguiendo tan sólo la emulación de sí mismas, precisamente por ello empapaban todo acontecimiento y toda cosa presente. ¿Es la Tierra azul como una naranja? Así ha de ser si las palabras no mienten (La terre est bleue comme une orange/Jamais une erreur les mots ne mentent pas, Paul Éluard, L’ Amour, la Poésie).

No discuto la legitimidad de preguntarse qué quiere decir Éluard en estas líneas, de qué verdad el poeta se siente portavoz. Estoy diciendo simplemente que esa verdad no consiste en adecuación a una realidad extrínseca, y que lo esencial en tal decir no es de orden epistémico, que lo conmovedor del asunto reside simplemente en otro decir, esencial al espíritu humano y al que Kant, en estos asuntos ineludible, intentó aproximarse. La metáfora no es aquí ese “instrumento” al que a veces ha querido ser reducida. Y desde luego no cumple la exigencia de subordinarse a un relato ajeno a la propia metáfora. Otra cosa es que los acontecimientos afortunados o desventurados, y de hecho ya porosos al lenguaje (pues de lo contrario no serían acontecimientos para el hombre) den a este la ocasión de su propio despliegue: “Porque la piedra tiene simientes y nublados/ esqueletos de alondras y lobos de penumbra”.

 

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24 de agosto de 2023
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El Boomeran(g)
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