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Yo no olvido el año viejo  

En los años de mi infancia las celebraciones de diciembre en Masatepe se agotaban con la Nochebuena, y aunque el pequeño árbol de Navidad de material sintético sobrevivía hasta pasado el fin de año en una esquina de la sala, los 31 de diciembre nos íbamos a la cama antes de la medianoche, y me despertaba al estallido de los cohetes que sonaban lejanos, viniendo de los barrios indígenas de Jalata, Nimboja y Veracruz, mientras el resto del pueblo permanecía en silencio, y a oscuras.

O es que, quizás, de alguna casa donde celebraban -pereque se llamaba entonces a las fiestas ruidosas-  venía la música de un tocadiscos que una y otra vez tocaba la cumbia “El año viejo”, cantada por el vocalista tapatío Tony Camargo, “Ay, yo no olvido al año viejo/Porque me ha dejao' cosas muy buenas/Mira/Me dejó una chiva, una burra negra/Una yegua blanca y una buena suegra…”, del colombiano Crescencio Salcedo, el campesino analfabeto que compuso otras joyas como “La múcura que está en el suelo…”, que fue a dar a la voz de Benny Moré, y “Se va el caimán, se va para Barranquilla…”, cantada por el inigualable  bachiller José María Peñaranda, que elevó las vulgaridades de palabra a la categoría de arte, baste recordar su célebre “Opera del mondongo”.

No se podía disputarle la preponderancia a la noche del 24 de diciembre en un pueblo pequeño, donde la tradición religiosa se imponía sobre las festividades profanas; y sobre todo en un hogar modesto como el mío, donde los recursos no alcanzaban para dos celebraciones rumbosas seguidas. Para la cena de Nochebuena un chompipe, el pavo indígena, de primacía tradicional en Nicaragua ante de la moda importada del pavo gringo, que se criaba y alimentaba a lo largo del año en el patio de la casa, y cuando iba a ser sacrificado recibía como gracias final un trago de ron que se le administraba como parte de la ceremonia ritual, abriéndole el pico en medio de aleteos de resistencia, sospecho que no con la intención de hacer más llevadera su muerte, sino que para ablandarle la carne.

Era una de las ocasiones en que mi madre entraba en la cocina, dotada de una estufa de hierro colado con horno y una chimenea que aventaba el humo oscuro por encima del techo, para dorar el chompipe y preparar el relleno, una rica mezcla barroca donde entra el pan rallado, la carne de cerdo, la mantequilla abundante, el dulce de rapadura, uvas y ciruelas pasas, aceitunas en salmuera, alcaparras y cebollas encurtidas, cuya receta Tulita, mi mujer, conserva en la memoria; la receta de su madre, pues hay una por cada familia nicaragüense.

Se cenaba el último día del año en mi casa de Masatepe, pero temprano, y el chompipe dejaba paso a un humilde nacatamal, que para mí era igual de suculento, la masa de maíz adobada con achiote y compuesta con carne de cerdo, papas, arroz, y otra vez las uvas y ciruelas pasas y las alcaparras de ultramar, en su envoltorio de hojas de plátano soasadas, y que en nuestra temporada de Berlín en los años setenta Tulita solía hacer, con mi modesta ayuda, en tributo a la nostalgia culinaria que siempre persigue a los exiliados, envolviéndolos en papel de aluminio porque las hojas de plátano sólo era posible conseguirlas robándolas en el Botanischer Garten.

Entonces en Europa lo latinoamericano era todavía exótico, y los alemanes se fascinaban con los ardides del realismo mágico. Si ahora quisiéramos celebrar el año nuevo con nacatamales en Madrid, en este año tercero de nuestro segundo destierro, las hojas de plátano son fáciles de conseguir a la vuelta de la esquina, en las tiendas de comestibles de los bangladesíes e hindúes de Lavapiés, o bien los nacatamales, clonados a la perfección por manos nicaragüenses, se pueden encargar a domicilio.

Pero regreso a mis viejos años nuevos. Las fiestas del 31 de diciembre fui a conocerlas en mis tiempos de estudiante en León, cuando me hice novio de Tulita y la acompañaba al baile de gala del club social, ocasión en que las jovencitas eran presentadas en sociedad y desfilaban de traje largo, del brazo de sus padres vestido de etiqueta, y yo disfrutaba de la fiesta mientras no sonara la orquesta, porque nunca aprendí a bailar mientras ella sí era una virtuosa en la pista.

De la época de Costa Rica, donde nos fuimos en 1964 a vivir después de casarnos y nos quedamos por doce años, no me queda memoria de los fines de año, porque para las vacaciones de diciembre volvíamos a Nicaragua y las pasábamos en Masatepe. Allí estábamos cuando ocurrió el terremoto que destruyó Managua, recién pasada la medianoche del sábado 23 de diciembre de 1972, una sacudida subterránea de 30 segundos que dejó 400 manzanas de la ciudad arrasadas, primero por el sismo y después por los incendios, con 20 mil muertos y un número similar de heridos, y el éxodo forzado de la población entera.

Por su cercanía con la capital, Masatepe comenzó a llenarse de refugiados que llegaban a bordo de pick ups y camiones donde cargaban las pocas pertenencias que pudieron haber rescatado, y acampaban en las aceras y en el atrio de la iglesia, deambulaban en el parque central y frente a la tienda de mi padre, que ocupaba la pieza esquinera de nuestra casa, una multitud como en las fiestas patronales sólo que silenciosa y desconcertada; y no hubo celebración navideña, ni tampoco de año nuevo, porque era un duelo, y a nadie se le ocurría congregarse para festejar a la vista de tanta desgracia paseándose frente a las puertas.

Quizás un año nuevo madrileño sea sentarse frente al televisor para ver la celebración de Puerta del Sol, y comerse mientras tanto las uvas que ya vienen en cajitas de doce unidades. Y quizás ser madrileño signifique que cuando aterrizo en Barajas siento, de alguna manera, que estoy volviendo a casa.

 

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3 de enero de 2024

Recreación de la máquina de descerebrar de Alfred Jarry

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Los dioses tecnológicos juegan con juguetes humanos

El año que acaba ha traído la irrupción masiva de la llamada Inteligencia Artificial y ha reabierto el viejo debate sobre lo que es un ser humano en su evolución. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos

Cuando a finales del siglo XX se popularizaron los primeros teléfonos móviles, pregunté a Jorge Wagensberg, un científico con el espíritu burlón de un filósofo, si algún día la tecnología permitiría cumplir las fantasías milenarias pendientes. Por ejemplo, le dije, la Fuente de la Eterna Juventud o viajar en el tiempo. «La primera, tal vez —me respondió—, pero la segunda, no. Y  la prueba es que no vemos entre nosotros turistas del futuro». Reímos, y di por infalible su broma. Tardé años en plantearle una objeción: «si no hay viajeros del futuro—le planteé—, quizás es porque no habrá futuro… o viviremos una involución», y esta vez no nos reímos, ni hablamos de partículas cuánticas. El estado de ánimo global había mutado. Los finales de siglo suelen ser optimistas y las primeras décadas, pesimistas. Al menos desde la idea moderna de progreso. Los jóvenes finiseculares del XIX se afeitaron las venerables barbas patriarcales para recibir ilusionados el nuevo mundo anunciado por los inventos. Pronto llegó el desengaño. 

El siglo XXI nació con un boom de films apocalípticos, triplicando los surgidos por el espanto nuclear. En la competitiva colmena de abejas egoístas (Mandeville) incluso la reconstrucción de lo común está teñida de narcisismo colectivo ultra. La desconfianza se expande en amplios sectores de la población, que se sienten amenazados por una suerte de Gran Reemplazo en todos los ámbitos, desde el étnico al ontológico, desde el orden geopolítico a la vida privada.

Estamos hechos de esperanza y horror por nosotros mismos, de principio y fin, de alba y crepúsculo, y también de noche, magia, memoria, deseo y fantasmas. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos. Y eso que desde el principio los occidentales nos imaginamos ser arte-factos, juguetes feroces con alma, creados del barro por un dios artesano e inmaterial que se aburría, no fuera cosa que nuestra especie, sin la esperanza de un cielo ni el temor al diablo, sin ética ni metafísica para consolar la muerte, acabara devorándose a sí misma. 

Después fue la metáfora de un dios relojero, y Descartes creyó que el humano es una máquina que piensa, a diferencia de la bête-machine sin conciencia y de la máquina artificial que ni siente ni piensa, mientras diseccionaba cadáveres buscando en la glándula pineal la residencia del alma inmortal, “algo —decía— extremadamente raro y sutil como un aliento, una llama o un éter”. En 1748 le replicó el pre-sadiano La Mettrie con El Hombre Máquina, afirmando que el alma, el pensamiento, no era más que un producto perecedero de la maquinaria corporal. Hoy, quienes aún separan cuerpo (software) y mente (hardware), sostienen que lo que llamábamos alma es un flujo y procesamiento de información que no tiene por qué asemejarse a la conciencia humana.

El impacto de la rápida evolución de la Inteligencia Artificial recuerda al generado por Darwin, cuando anunció que descendíamos del mono en el preciso momento en que máquinas cada vez más complejas alteraban de forma decisiva la vida cotidiana. Lo humano ya no podía ser definido sólo a partir de lo que nos distinguía del resto de seres vivos, de nuestras ficciones, monstruosas o espirituales, o de los autómatas mecánicos.

[caption id="attachment_232098" align="aligncenter" width="508"] Johny Depp en el film Trascendence, el cerebro transferido a un computer[/caption]

Give me a soul!, give me a soul!

Si el ser humano había evolucionado desde la materia sin conciencia, «¡mira —decía Samuel Butler en 1871 en Erewhon—los avances que han logrado las máquinas en los últimos mil años!», Y se preguntaba: «¿No puede el mundo durar veinte millones de años más? Si es así, ¿en qué se convertirán al final? ¿No es más seguro cortar de raíz el problema y prohibirles seguir avanzando?». Butler temía que una nueva especie de máquinas autoconscientes, emancipadas y capaces de autorreproducirse, acabaran esclavizando o sustituyendo a la frágil especie de sus creadores, incapaces de vencer el tiempo, la maldad, la enfermedad o la muerte. Si el juguete humano dotado de conciencia se había rebelado contra los dioses y los había enviado al exilio, ¿no podían hacer lo mismo las nuevas especies? A no ser que fuera una ironía, como en la sátira de Heinrich Heine en la que un autómata persigue por toda Europa a su inventor, implorándole: «Give me a soul!, give me a soul!». El romántico alemán, que había leído a Mary Shelley y a Jean Paul, se burlaba del pensamiento mecanicista inglés, pero sobre todo expresaba la angustia de una Humanidad convertida en un enjambre de máquinas sin libertad y una vida vacía de sentido.

No han transcurrido veinte millones de años y Elon Musk pronostica que «la Humanidad será el gestor biológico de arranque (biological bootlader) de la Superinteligencia Artificial». Los oligarcas tecnológicos se creen dioses que, como las divinidades del Olimpo en la Ilíada, juegan a su capricho con los juguetes humanos. Musk ayuda e impide a la vez que los ucranianos ataquen a la flota rusa de Crimea, Putin interviene en las elecciones norteamericanas y multitud de agencias privadas y estatales (chinas más que las de Silicon Valley) tienen acceso a un banco incalculable de datos privados para comerciar, vigilar y determinar opiniones, comportamientos y decisiones que los afectados adoptan creyendo que nacen de su libre albedrío, pues es sabido que la mejor manera de predecir comportamientos es inducirlos, determinarlos sin que lo parezca.

Lo que causa pavor no son las máquinas superinteligentes, espirituales o híbridas —tengan apariencia humanoide o transferido el cerebro al cuerpo mecánico de un computer—, ni siquiera la impunidad con la que multimillonarios, grandes corporaciones o gobiernos utilizan a su antojo ingeniería genética y tecnología de (des)información, sumisión y control, de manera más devastadora que religiones o ideologías totalitarias del pasado. 

Tecnoliberticidas del pensamiento

A mí me preocupan también los tecnoliberticidas del pensamiento, la maquina de descerebrar. Si no es realista desmilitarizar unilateralmente la tecnociencia, porque, según el dilema de Oppenheimer, «si no lo tengo yo, lo tiene el enemigo», ¿cómo hacer cumplir, por poner sólo un ejemplo, el derecho a la libertad cognitiva, el único reducto de privacidad que nos queda, cuando tenemos pinchados nuestros móviles y ya hay experimentos para leer nuestras mentes a partir del noble fin de sanar a quienes son incapaces de andar, hablar o escribir?,  ¿o cuando las habilidades médicas para sanar los circuitos neuronales se utilizan para que los soldados maten con la gelidez de máquinas animales? ¿Son suficientes leyes como la recién aprobada por la Unión Europea sobre la Inteligencia Artificial, cuando faltan instrumentos de control democrático para hacerlas cumplir? 

Ahora que hemos dejado de creer que somos la única especie inteligente en un único universo, una amalgama de teorías de transhumanismo y posthumanismo revisitan los conceptos que perviven en el imaginario colectivo en torno a la Creación, y por eso es inevitable que haya un barullo de cientificismo y misticismo, liberalismo y altruismo, en la constitución de una tan nueva como falsa Teodicea que diseña otra definición ontológica del ser humano. El posthumanismo compasivo relacional puede ser igual de peligroso que el transhumanismo que se centra sólo en la fría razón instrumental de la neurociencia evolutiva. Por el bien de la Humanidad, un ideario, una etnia, una nación, una obsesión de perfección, se han dado los delirios más perversos y cometido los crímenes más atroces.

No creo que el programa humanista, el «sapere aude» de Horacio, aliado con la ciencia y la conciencia social, haya demostrado su fracaso. De la misma manera que no basta con agitar el espantajo de los nuevos autoritarismos, si antes no se reparan y prestigian los desvencijados sistemas democráticos para garantizar una vida digna en un mundo más habitable, tampoco basta con demandar un control ético de la propiedad y uso de la tecnología, si no se contrarrestan activamente las estrategias de desculturización masiva que nos reconducen dócilmente a la granja humana. Humanos que externalizan sus cerebros (y la forma de pensar) en máquinas delirantes. A este paso, una tostadora tendrá más inteligencia que un alumno de bachillerato.

 

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31 de diciembre de 2023

Portada de 'Lubianka', de Felipe Hernández Cava y Pablo Auladell. Norma Edit.

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Las entrañables

 

Los versos de José Jiménez Lozano y el cómic de Felipe Hernández Cava pueden ayudar a digerir el pavo, el besugo, la centolla o lo que sea que caiga en sus respectivos hogares

 

¿Son realmente alegres las fiestas navideñas? Por supuesto, y desde el neolítico, que es cuando empezaron a celebrarse los jolgorios del solsticio de invierno. Este año el solsticio cayó el día 22, de modo que estamos en plena celebración.

Y lo que se celebraba era nada menos que algo trascendental. A partir de esa fecha los días dejan de menguar y comienzan a ser cada vez más claros y soleados. Es, por lo tanto, el momento de comenzar a preparar la tierra, esa tierra petrificada por el frío, para sembrarla en cuanto sea posible.

No es extraño que la fiesta solar se hiciera coincidir con el nacimiento de un dios esencial para la agricultura como es el sol, pero con el cambio de las divinidades quiso la Iglesia de Roma que el viejo Helios se convirtiera en un recién nacido llamado Jesús e hizo coincidir el solsticio con el niño dios.

Eso en Roma, donde Helios había sido un dios de primera categoría. En Bizancio, en cambio, aquella parte del cristianismo que suele llamarse “oriental”, no lo aceptó, les pareció un capricho del obispo de Roma y ellos mantuvieron su fecha del nacimiento de Jesús el 6 de enero, es decir, el día de la Epifanía, al que, con su astucia habitual, Roma impuso el disfraz y la leyenda maravillosa de los Reyes Magos.

Comprenderán ustedes que en estas fechas lo propio es hablar de regalos y jolgorio. La tierra se despierta, los días crecen, nosotros hemos llegado vivos a otro año y podemos cantar aquello de “el año nuevo se viene, el año viejo se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más”. Como siempre, lo grandioso de la alegría es que podemos bailarla sobre nuestras tumbas.

Así que me voy a permitir regalarles dos títulos de libros que pueden ayudar a digerir el pavo, el besugo, la centolla o lo que sea que caiga en sus respectivos hogares.

El primero es para gente de corazón grande y abierto, humanos que aún buscan en la lírica lo que la prosa no les puede ya dar. Es una antología de José Jiménez Lozano, uno de los mejores escritores de la España de posguerra muerto hace pocos años. Se llama Señores pájaros (Pasos contados, con prólogo de Andrés Trapiello) y reúne 273 fragmentos o poemas, todos ellos dedicados a las aves, de las que Lozano era un fiel amante. En muchos de ellos las avecicas contrastan sus delicados perfiles con la nieve, porque Lozano vivía en un lugar frío y con muchos meses blancos. Así que no hay mejor lectura en estas fechas que un homenaje a lo más hermoso de la creación.

En el lado contrario me gustaría hablarles de algo infrecuente, un texto ilustrado, o sea, un cómic, si es que aún se llaman así. Este se encuentra en el lado opuesto, trata del mundo negro, de la maldad que a veces se apodera de algunos países y los destruye como la lepra. Su título, Lubianka, alude al gigantesco edificio bolchevique donde tenía su cuartel general la NKVD y la prisión anexa donde se torturaba hasta la muerte a los disidentes. No es que haya cambiado mucho, porque hoy es la sede del Servicio Federal de Seguridad, que viene a ser lo mismo. El autor del texto es Felipe Hernández Cava y los dibujos de Pablo Auladell (Norma Editorial). Cuenta la siniestra historia de un atroz suboficial que se dedica a la destrucción de la esposa de un gran poeta al que ya ha ejecutado. Podría ser una historia real, desde luego, porque conocemos casos muy similares. El arte del dibujante crea la atmosfera irrespirable de aquel régimen en el que asombrosamente siguen creyendo algunos ciudadanos. El texto de Cava, por cierto, recuerda con maestría el lenguaje que aún utilizan algunos de ellos que aún hoy tratan de someternos.

Entre el cielo y el infierno, bien está que elijamos una compañía que los muestre con buen pulso y gran corazón. No otra cosa hizo Dante.

 

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28 de diciembre de 2023
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Subrayado

Hoy he subrayado para el futuro. He subrayado para los que lean este ejemplar de la biografía de Anton Bruckner, la que escribiera Eduardo Storni Armanini. Me queda poco de vida y el destino de mi biblioteca es incierto. Dejando aparte algunos títulos de posible interés bibliófilo, que mis herederos ya deben de estar vendiendo, la práctica totalidad de los volúmenes irá a parar a manos de traperos y demás maleantes. Quizá, en el fragor del desconcierto de los mercadillos y tenderetes, algún avispado lector descubra esta irregular obra y comulgue con mis ideas, coincida con mis apreciaciones sobre el organista austríaco que, a su vez, no son especialmente amables con las del autor del libro. Voy a firmar los subrayados o, quizá, mejor, a estampar un exlibris. La vanidad se mantiene incólume en esta cruel postrimería.

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26 de diciembre de 2023

Derivas de Kate Zambreno.. Ed. La uÑa RoTa

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Kate Zambreno: miniaturas que encapsulan el mundo

La literatura fragmentaria se caracteriza por su engañosa simplicidad, pues no se rige por la mera acumulación de retazos. Es el arte de conjugar múltiples contradicciones: busca una unidad en medio de la dispersión, una continuidad en la intermitencia, una duración en lo efímero. Esta forma literaria puede compararse con la rítmica disposición de obras en una exposición de arte: una imagen seguida de un espacio en blanco, luego otra imagen... Si el comisario es hábil, cada cuadro puede experimentar lo que Brian Dillon, en Ensayismo, atribuye al fragmento literario: "cada pieza es autónoma, pero existe en un diálogo con lo que la rodea, y también es tarea del lector forjar esas conexiones". Son miniaturas que aspiran a encapsular el mundo entero, a la vez que se mantienen separadas de él.

Kate Zambreno (Mount Prospect, EE.UU., 1977) reincide en este género en Derivas y se sitúa en una constelación de autoras contemporáneos como Ernaux, Carson, Sudjic, Offill o Heike Geissler. Su libro, de inspiración autobiográfica, explora el proceso creativo en su sentido más amplio y exasperante, la soledad de nuestra era, la búsqueda de un silencio interior, el impacto del tiempo en el cuerpo y, sobre todo, el forcejeo para cumplir con un contrato editorial.

El manuscrito, que parte solo de un título y una idea nebulosa ("unas memorias sobre la nada" o "escribir sobre el presente, algo que se me antoja imposible"), se resiste a tomar forma y se le escabulle cada vez que intenta estructurarlo a partir de un montón de cuadernos garabateados, diarios, notas impresas, fotografías, citas, búsquedas en Internet o mensajes intercambiados con otras escritoras.

Además, Zambreno no limita sus indagaciones artísticas a la alta cultura y a figuras cruciales como Walser, Kafka, Wittgenstein, Akerman y Rilke, que podríamos considerar miembros honoríficos de este linaje, sino que también teje en su "deambular" elementos de la vida diaria que la afectan y sensibilizan, como una cazadora de texturas cotidianas: la menstruación, su mascota, la vecina, los chismes del mundillo literario, la inestabilidad económica, la absurda rivalidad entre mujeres, los paseos diarios, las pequeñas ansiedades y los desencuentros con su pareja. El "yo" se examina con tal detalle que llega a difuminarse, como el rostro en una obra de Francis Bacon.

Derivas es una reflexión sobre la dificultad de terminar un libro. La procrastinación, la sensación de vacío, y la vorágine de verse consumido por el desafío de hacerlo realidad, de trabajar a pesar de (o contra) uno mismo. En la segunda mitad, titulada hitchcockianamente Vértigo, ocurre lo inesperado: un embarazo. "Las escritoras que conozco que son madres me dicen que no podré escribir durante los dos primeros años", se lamenta. Y con todas esas batallas Zambreno engendra una obra envolvente. "Dame las exigencias del día. El cubo de basura, los vecinos, el vómito y la lectura lenta de Lispector. Me interesa mucho más", concluye.

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26 de diciembre de 2023
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Los anti-Mozart y el espíritu navideño

El ejercicio consiste en interponer una media distancia entre usted y los anuncios de turrones o embutidos igual que se hace con la lotería: sabemos que difícilmente nos tocará, pero compramos unos décimos porque “y si…”. Ya sabe, el condicional es la sal de la vida. Cuando en la tele anuncien perfumes prometiendo un irresistible atractivo, no desconfíe del todo, pues en Navidad la palabra inspiración se escribe con purpurina. Nos quejamos del derroche de cursilería y pensamos que nos tratan como a niños faltos de cariño, pero admitamos que ser adultos al cien por cien 24/7 resulta una auténtica tortura. Robarles un poco de ingenuidad a hijos, sobrinos o nietos es imprescindible a fin de digerir el azucarado menú.

Mientras las empresas del Ibex nos desean felicidad como si les importáramos más que un comino, pensamos lo mucho que nos ha costado madurar. Hemos atravesado estaciones de paso y atrapado vuelos de enlace con cierto gusto por la provisionalidad. Ese ir de aquí para allá, física y mentalmente, se reviste de una fuerza magnética gracias al modo condicional. ¿Y si hubiera algo mejor esperándonos? ¿Y si nuestros deseos estuvieran tatuados en una esquina del destino? Entonces, entre las cajas de mazapán y guirlache, emergerá el espíritu anti-Mozart, que nos dirá que no, que no hay nada verdadero, solo renglones torcidos de cinismo.

Mozart, a pesar de ser hijo de la pareja más bella de Salzburgo, salió escuálido, pero lo describen bondadoso y atento, un genio que se transformaba al piano. Busco información sobre la expresión anti-Mozart, que repite el protagonista de la recomendable serie Nada (Disney), y doy con un portentoso autor de vida azarosa: Alberto Laiseca, autor de Los Sorias, una monumental novela de 1.300 páginas. Ricardo Piglia la consideraba la mejor novela que se ha escrito en Argentina desde Los siete locos, de Roberto Arlt. Huérfano de madre, Laiseca confesaba que el maltrato de su padre lo empujó a los libros. El fantasma de la ópera le abrió el hambre y se puso a escribir “realismo delirante”. Borges se negó a leer uno de sus relatos, Matando enanos a garrotazos, por el mal gusto de elegir el gerundio.

Laiseca llevó durante trece años su manuscrito –que reescribió cuatro veces– en una bolsa de supermercado. En una ocasión, un ladronzuelo se la intentó robar, pero él forcejeó a tiempo y la salvó. Profesor de talleres literarios, una de sus perlas afirma: “Solo está vivo lo que es exagerado”. Fue un escritor de culto que dejó de serlo al aparecer en una serie televisiva de cuentos de terror. En el plató no se despegaba del cigarro bajo un ventilador de techo. Laiseca afirmaba combatir al anti-Mozart, siguiendo la idea de que Mozart es el bien absoluto, “pero el enemigo del bien no es el mal, sino el antibien”.

Indago a mi alrededor sobre los anti-Mozart, y mi amigo Ignacio me recuerda una anécdota revelada por Simon Leys en que se interroga acerca de la búsqueda de la fealdad, o del terror de la belleza. Contaba que en una cafetería, de repente, sonó el piano del compositor de Salzburgo y todo el mundo se mostró incómodo, paralizado. La gente dejó de hablar y un poso de disgusto planeaba sobre la barra y las mesas hasta que alguien cambió el dial. Enseguida regresó el ruido. Los presentes volvieron a ser los de antes, se relajaron y reanudaron sus conversaciones. En su acto evidenciaban que Mozart actuaba como una especie de agente distorsionador. Porque la belleza nos interpela y al tiempo nos aísla, pero lo fatal es perdérsela. Feliz Navidad.

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25 de diciembre de 2023
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Adiós Opera News

El correo electrónico me tomó de sorpresa. Era el editor de la principal revista de ópera de Estados Unidos, Opera News. F. Paul Driscoll, con la elegancia verbal que siempre acompañó su exquisito gusto en el vestir y su asombroso dominio de las voces y las historias del arte lírico, me decía que la revista cerraba. Que el directorio de la Metropolitan Opera Guild, la organización que maneja las actividades de los teatros del Lincoln Center en Nueva York, las temporadas del MET, las transmisiones en cines de medio mundo, las grabaciones, el templo de los melómanos de Estados Unidos, había decidido dejar de publicar una revista en la que yo llevaba colaborando más de dos décadas.
La crisis económica, la falta de auspicios públicos, la preferencia de los millonarios por otros espectáculos y diversiones, el desplome de las ventas de discos y videos, el envejecimiento de los públicos… la cosa es que mi amada revista desaparecía. Este mes salió el último número.
Los miembros de esta cofradía cultural, amante de una de las más antiguas bellas artes y de una disciplina que aúna canto sin micrófono, música orquestal y de cámara, teatro, escenografía, vestuario, y cada vez más video, proyecciones en vivo y las más variadas y actuales expresiones visuales, ya no tendrán su revista. A partir de ahora recibirán la pequeña revista Opera, la que durante muchos años fue la rival inglesa de Opera News.
A lo largo de más de 30 años de carrera periodística escribí en más de diez medios de cuatro continentes, en cinco idiomas, y de infinidad de temas. Pero Opera News era mi secreto, mi orgullo y mi refugio en tiempos oscuros. En sus páginas escribí regularmente durante 16 años, cuando vivía en España. Para pensar, armar, pulir y lustrar breves críticas en inglés me volví habitué de las creativas temporadas del Liceu y el Palau de la Música de Barcelona. Y me volví estudioso de la pluma de los grandes críticos del pasado, como George Bernard Shaw y Hector Berlioz, y los del presente, como Alex Ross, Anthony Tommasini, Pablo L. Rodríguez y Federico Monjeau.
Como corresponsal en España de “la Rolling Stone de la ópera” viajé infinidad de veces a Madrid – a veladas inolvidables en los hermosos teatros Real, La Zarzuela, Del Canal, y otras muchas veces tomé trenes y aviones a Valencia, Sevilla, Bilbao, A Coruña y el Festival de Parellada.
Desde mi mudanza al Cono Sur tuve el gusto de escribir sobre las funciones del Teatro Colón de Buenos Aires, donde nació mi amor por este género, y del Teatro Municipal de Santiago, una joya de arquitectura y una orquesta de primer nivel en la ciudad donde vivo.
Para Opera News cubrí los estrenos mundiales de Brokeback Mountain de Charles Wuorinen y The Perfect American de Philip Glass, y los estrenos en España de Doctor Atomic de John Adams y de Dead Man Walking de Jake Heggie, además de puestas en escena alucinantes de Robert Carsen, David McVicar, Stefan Herheim, Lluís Pasqual, Calixto Bieito, La Fura dels Baus, Michael Haneke, Herbert Wernicke, muchos de los más grandes directores de escena del teatro y la ópera de vanguardia.
Con la revista ocupé las plateas de legendarios teatros para sumergirme en el sonido de grandes orquestas bajo las batutas de Daniel Barenboim, Zubin Mehta, Lorin Maazel, Josep Pons, Sylvain Cambreling, Teodor Currentzis, Pablo Heras Casado y tantos otros.
¡Y los cantantes! La emoción profunda de escuchar por primera vez a Natalie Dessay, a Juan Diego Flórez, a René Pape, a Carlos Álvarez, a Ewa Podlés, a Matti Salminen…
Recuerdo cómo empezó todo: yo era un estudiante del Máster en Periodismo en la Universidad de Columbia en Nueva York, y decidí tomar una asignatura electiva que juntaba dos de mis mayores pasiones: la cultura y la radio. Para el trabajo final, se me ocurrió hacer un reportaje sonoro (era 1998, todavía no existía la palabra “podcast”), y jugando con las palabras que en inglés definen a la ópera y a las telenovelas (soap opera, porque según la leyenda, las primeras en Estados Unidos estaban patrocinadas por una marca de soap, jabón).
Mi idea era comparar estas dos artes cuyos públicos estaban en sitios opuestos en la escala social y de la distinción del gusto, como lo definía uno de los autores que yo transitaba en esos momentos, el sociólogo francés Pierre Bourdieu.
En mi programa de radio, yo mezclaba escenas de amor arrebatado, de peleas entre machos, de gritos destemplados y llanto inconsolable, que sacaba de CDs de ópera que encontraba en la biblioteca de la universidad y del sonido directo de telenovelas mexicanas que veía en el televisor de mi residencia universitaria.
Entraban y salían de mi consola las voces de Plácido Domingo y de los galanes de soap opera del momento, de Renata Scotto y de las divas millonarias que se disfrazaban de sirvientas enamoradas del patrón en la novela de la tarde. Y como eje de la narración, entrevisté a la directora de la principal revista de estos éxitos televisivos, Soap Opera Digest (una revista chiquita, de bolsillo, del tamaño del Reader’s Digest), y al director de Opera News, el atildado F. Paul Driscoll.
Las oficinas de ambos no podían ser más disímiles: un orden inmaculado de CDs y Long Plays hasta el techo y una cafetera bruñida y reluciente en el despacho de Driscoll, con vista al MET, y un cuarto lleno de humo, revistas por el piso, y reporteros que entraban y salían gritando las últimas novedades de la vida privada de sus estrellas en la oficina de la directora de Soap Opera Digest. Recuerdo cómo los presenté: a ella, con collares y brazaletes de colores; a él, con smoking azul petróleo y un corbatín de lunares – seguramente estaba a punto de cruzar la calle para ir al estreno de una ópera.
Para mi sorpresa, Driscoll vino a la presentación de mi trabajo, en la Lecture Hall (el aula magna de la Escuela de Periodismo de Columbia), se divirtió mucho, me dijo que nunca había notado cuán ridículo sonaba fuera de su ámbito estrecho de melómanos, y me preguntó qué pensaba hacer cuando me graduara. Le dije que Columbia me había contratado para abrir una escuela de periodismo similar a la suya en Barcelona, para enseñar periodismo práctico en español.
Unos meses más tarde, ya instalado en España, me escribió para proponerme cubrir el Festival Mozart de La Coruña, en Galicia. Todavía recuerdo la primera ópera que vi allá: una de las rarezas juveniles del genial compositor de Salzburgo, Zaida.
A la distancia, ahora pienso que esa era la prueba. La debo haber aprobado, porque desde entonces me convertí en el corresponsal en España. Era el verano de 1999.
Varias veces a lo largo de los 18 años que escribí para Opera News desde España, Driscoll me confiaba que algún importante crítico norteamericano o un millonario con veleidades líricas le decía que viajaba a Madrid o Barcelona, y que le ofrecía escribir sobre las óperas que allí se daban. Mi editor fue siempre leal conmigo y defendió mi posición: a todos les decía que no, que ya tenía a alguien allí.
En mayo o junio, cuando los principales teatros anunciaban sus temporadas, yo hacía una lista con las óperas que le proponía a Driscoll. Buscaba escapar de lo trillado: nuevas obras o el rescate de joyas olvidadas del pasado, la participación de directores de teatro o de cine que entraban en este nuevo mundo, el estreno de un papel por una cantante famosa, una apuesta arriesgada, algo especial. Intentaba que mi lista fuera acotada: no quería que perdiera tiempo considerando una nueva versión de lo de siempre sin riesgo ni lustre.
La época de oro de nuestra relación fueron los años en que el belga Gerard Mortier fue director artístico del Teatro Real de Madrid. Sus temporadas estaban plagadas de estrenos, sorpresas, desafíos, fue un actor cultural importante en la vida de la capital de España.
Cada mes la revista llegaba a mi casa: era una delicia ver mis críticas y mi firma en la preciosa revista, un derroche de papel cuché, entre fotos dignas de Vogue o Vanity Fair y ensayos que comparaban las historias de los músicos y los argumentos operísticos con la cultura, la política y la filosofía de los tiempos en que las obras fueron creadas o de ahora, cuando se montan puestas en escena para que estos clásicos nos digan algo a los públicos actuales.
Todo eso se terminó. No más Opera News.
Comparado con otros medios que se pierden en la profunda crisis económica y de lectores y de relevancia del periodismo, sobre todo el cultural, esta puede ser vista como una pérdida menor. ¿Cuántos somos los que perdemos esta revista de nicho, de un grupo cada vez más pequeño que se nutre y necesita el arte de Giuseppe Verdi, de Wolfgang Amadeus Mozart, de Claudio Monteverdi, de Richard, Wagner, de Gaetano Donizetti, de Georg Friedrich Haendel, de compositores actuales como Jake Heggie, John Adams o Philip Glass? Seguramente pocos. En Spotify y en Youtube, la música clásica cada vez ocupa un espacio más minúsculo.
Y, sin embargo, no puedo dejar de entristecerme. No sólo porque en Opera News trabajaban, además del aristócrata Driscoll, el irónico y erudito Brian Kellow, un Oscar Wilde de nuestros tiempos, la gran editora de fotos Elizabeth Dribben, de mirada certera para elegir siempre la mejor imagen, el joven reportero y solucionador de problemas de todo tipo Adam Wasserman. Una redacción aceitada como un coche de carreras, para producir una revista mensual en la que nunca encontré ningún error y sí mucho para aprender: de periodismo, de música, del arte de contar historias, de la vida.
Un adiós compungido a mi vicio secreto, a mi revista querida. Hasta siempre, Opera News.

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23 de diciembre de 2023
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Delicias chinas y un amargo mechero

La azafata virtual china es un dibujo animado con la cabeza grande y la cintura de avispa. En la pantalla, da instrucciones de vuelo con amenidad, en especial cuando explica cómo se evacua el avión y la escena parece hasta emocionante. Es un adelanto del triunfo de la cultura naif que nos envolverá durante tres días en Shanghái. Y es que la glorificación de la infancia queda reflejada desde la imperturbable sonrisa de Buda, así como en sus mofletes, porque, a pesar de que Siddharta abandonara el palacio para vivir como un mendigo, abrumado por tanto dolor derramado en el mundo, en su imaginería se representa como un gordito feliz.

En el aeropuerto de Pudong, la Navidad viaja en los equipajes de los residentes, cargados de regalos. Delicados paquetes que la policía de aduanas quiere revisar con rigor. Mientras los extranjeros salimos aliviados por la puerta de “Nada que declarar”, los locales, encorvados y pacientes, dan cuenta de sus compras, acostumbrados a vivir informando de los hijos que engendran, de lo que leen y lo que dicen. Abren las bolsas de colores frunciendo el entrecejo, y pienso que bien podrían disimular sus compras en la maleta, pero la transgresión no va en su contrato.

En el centro de la capital una neblina suspende la noche en un duermevela. Los comercios cierran tarde, y el tiempo parece un extraño. El tendido de luces del skyline golpea con identidad propia y prestada. Porque junto a los miles de puestos donde la vida se reboza con soja, se erigen torres de cristal firmadas por Zaha Hadid y fachadas del siglo XIX reformadas por David Chipperfield. La atracción asiática por los rascacielos pespunteados de luces hasta rozar el horizonte trae ecos cinematográficos. Art decó y sopas con amenazantes escamas de pescado. Delicados baos y edredones de Hello Kitty protegiendo los muslos de los motoristas. Templos milenarios junto a coches deportivos .Y un feroz cortafuegos que te desconecta de Occidente. Ni Google, ni X, ni Instagram operan en China. Si no eres un viajero previsor, te fallará la VPN y no podrás leer los diarios o mandar watsaps. Adoptarás por fin una sensación de lejanía real que te ayudará a convertirte en verdadero extranjero. Y, en medio de tanta soledad analógica, te preguntarás por tu libertad y la del resto.

Aunque las avenidas rebosen de lujo global, apoderándose de una belleza brumosa, los jóvenes chinos no pueden hablar de su realidad ni aparecer en televisión con un piercing. Si lo hacen, como sucedió con el popular presentador Jing Boran, primero borrarán el abalorio y luego a su portador. Es un aviso cultural. Sin embargo, la generación del hijo único acusa una profunda crisis de valores y apetencias. Ellos, prodigios de las horas extraescolares, no fueron preparados para los trabajos precarios de sus padres que convirtieron el país en la gran fábrica del todo a cien mundial.

¿Dónde queda el talento que, de tanto leer Made in China, se nos ha olvidado que existe? Que se lo pregunten a Ai Weiwei, que pasó veinte años en un campo de trabajo con su padre, limpiando retretes. En una de sus obras colocó el logo de Coca-Cola en una vasija de la dinastía Han como crítica a la todopoderosa sociedad de consumo. Y lo pagó con la cárcel y el exilio.

Pienso en ello de regreso al aeropuerto cuando, tras pasar varios controles, un policía me aguarda en la puerta de embarque y me da el alto, entornando los ojos. ¡Peligro!, han detectado un mechero en mi equipaje de mano: ¡un arma de fuego!.

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22 de diciembre de 2023
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Traidores

Nunca hubo fluidez en mi relación con Carlos Barral Agesta, una relación forzada, breve, casi circunscrita a los bizarros consejos de redacción de su recién creado sello Barral Editores, tras su salida de Seix Barral. Carlos Barral, excelente poeta aún hoy no suficientemente reivindicado, carecía, según algunos, de olfato editorial, conocida es la anécdota de la no publicación de una obra de García Márquez, pero de lo que seguro sí carecía era de olfato mercantil, de conocimientos del manejo de la compleja arquitectura que permite mantener a flote una editorial literaria. Apuntaba yo antes que no hubo fluidez, y ahora añado que quizá la razón principal fuera la actitud de Carlos remedando con éxito al macho de pavo real y mi actitud poco proclive al sometimiento y a la adoración protocolaria. Así las cosas, alguien le contaría que mi familia disponía de recursos económicos, cosa que fue cierta hasta la irrupción del empresario Javier de la Rosa en nuestras vidas y, ni corto ni perezoso, Carlos me pidió ayuda asegurando la devolución a corto plazo del préstamo. Está claro que dije que no, y ni llegué a comentar a mi padre el chusco episodio. Rota pues definitivamente la relación, dejé de participar en los consejos y no efectué el más mínimo seguimiento de las tres traducciones que me había encargado, que le había entregado... y que me había pagado. Supe luego que la primera, El azar y la necesidad, de Jacques Monod, salió en Barral Editores y luego en otras editoriales a las que debió venderla. La segunda, El hombre aproximativo, de Tristan Tzara, no me consta que se publicara. Y, la tercera, Huesos de sepia, de Eugenio Montale, y que es el motivo de este artículo, fue a parar a la colección Visor de poesía.

En aquellos años, finales de los sesenta, comienzos de los setenta, traduje para otros editores, por razones alimenticias pese a lo pobre de la remuneración, varios títulos entre los que destacaría, aparte de los citados, Anunciación a María, de Claudel, y Tres cuentos, de Flaubert, además de multitud de artículos científicos y paracientíficos para revistas y manuales de divulgación; tarea que me resultaba fácil gracias a mi madre, con la que hablaba con normalidad en francés o en italiano lo que me permitió adquirir cierto dominio de ambas expresiones verbales, y a dos principios inapelables, el primero, traducir desde mi posición, desde mi posición de autor, de creador, ajustando el resultado de la versión a mis propias marcas literarias, y el segundo, acogerme a una máxima que pasado el tiempo descubriría que Ezra Pound hizo suya, la de que no es necesario conocer a la perfección la lengua de quien vas a traducir, que basta con captar la música de su escritura leyéndola en voz alta (un método que quizá fuera el empleado por Leopoldo María Panero, según quedó patente tras la publicación, en 2011, de Traducciones / Perversiones, en edición de Túa Blesa).

Me dispuse pues a traducir a Eugenio Montale intentando que Barral financiara el viaje y la estancia en Italia para conocer al poeta genovés, pero ante su negativa, por razones presupuestarias, dijo, eché mano de determinados recursos, entonces no fáciles, lejos todavía del benéfico amparo de internet. Leí, primero, varias veces con mi madre los poemas de Ossi di seppia. Luego, con mi novia (las novias de entonces hablaban italiano), Maricelia, famosa porque su madre, de San Sebastián (no donostiarra, grosero gentilicio), la alimentaba de niña utilizando la fórmula “Maricelia, mi niñita, toma patatillas”, me recluí en el apartamento de Sitges, en la urbanización Rat Penat (“murciélago”, en castellano) y, sobre el lecho de placer, y con una Olivetti de color verde, di a la luz una primera e inexacta versión. Maricelia tenía novio formal, de una familia del textil, y ante la inminencia de la boda decidimos dejar para otro momento la continuidad de la labor traductora. Surgió entonces Carlinga, no puedo precisar ahora su auténtico nombre de pila que quizá se aproximara a Isabel o a Paquita, de la que recuerdo, además de sus exóticas especialidades eróticas, su pasión por el licor Marie Brizard y, también, que era la autora del eslogan “Su seguro aspirador”, que por aquel entonces el fabricante danés de aspiradores industriales Nilfisk, empresa en cuya delegación española trabajaba Carlinga, anunciaba en grandes carteles por las calles de Barcelona. Con ella, en el mismo apartamento, en el mismo lecho de placer, con la misma Olivetti, concluí la tarea de traductor en pareja, modificando, eso sí, la localización que constaba al final del prólogo: cambié Sitges por Valencia. A Carlinga dejé de verla cuando me trasladé a vivir a otra región, pero recibí al cabo de unos meses una fotografía en la que se la veía con un recién nacido en brazos. Pasados los años, durante la presentación de mi novela Níquel, en compañía de Pedro Gimferrer, Félix de Azúa y el editor zaragozano Joaquín Casanova, en la Casa del Libro del barcelonés Paseo de Gracia, se me acercó una mujer... y aquí va el relato de dicho suceso.

Acababa de presentar mi primera novela, Níquel, y permanecía sentado mientras dedicaba ejemplares, cuando se aproximó una mujer de unos 37/38 años cuya carencia de atractivo era fruto de su pertenencia al tipo sudorosa menstrual. No esperó a que terminara de firmar y, a poca distancia de mi oído, susurró que varias personas del público comentaban el gran parecido existente entre ella y yo, y que incluso le habían llegado a preguntar si era mi hija. Al salir del local, varios amigos y conocidos me advirtieron de que una mujer de unos 37/38 años, poco atractiva, iba proclamando por la sala que era la hija del autor de la novela. Llegué tarde al despacho y aunque cansado conecté el ordenador para ver si tenía correo y entre otros, de escasa relevancia, apareció el de una señora de la que perdí la pista hará unos 37/38 años tras recibir una foto en la que se la veía con un recién nacido en brazos. Ahora dicha señora recordaba aquellos tiempos aportando numerosos detalles entre los que destacaba la confesión del gran amor que sintió por mí y el intento de acercamiento a mi familia acudiendo a la consulta de mi padre, ginecólogo dentista. En una segunda tanda de sinceras declaraciones revelaba la sorpresa que le produjo el conocimiento de mi progenitor cuyas virtudes profesionales consideraba excelentes y cuyo aspecto físico resultaba muy parecido al mío pero superándolo ampliamente en atracción sexual directa. Luego enumeraba lugares de la ciudad de Barcelona que ella y yo habíamos compartido pero incurriendo en el error de incluir una garçonnière de la calle del Camp que nunca frecuenté pese a poder sustraer con facilidad las llaves a mi padre. No contesté al correo. No he sabido nunca nada más de esa señora. Y en cuanto a mi hermanastra espero no volver a encontrarme jamás con un ser tan poco atractivo.

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20 de diciembre de 2023
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Escenografías de la memoria

 

Al lado de la carretera que lleva de Middelbury a Burlington en el estado de Vermont, muy cerca de la ribera oriental del lago Champlain, se encuentra el Museo de la Cultura Americana de Shelburne, donde hay una farmacia tradicional, y una tienda de abarrotes como la que tenía mi padre en mi pueblo natal de Masatepe.

En los estantes, mostradores y vitrinas, tanto de la farmacia como de la tienda del museo de Shelburne, se exhiben medicinas de patente, productos para la higiene personal, y artículos alimenticios y de uso cotidiano en sus envases originales, los mismos que estaban en el comercio en Estados Unidos, y en América Latina, al menos desde principios del siglo veinte.

Fascinado, como si volviera al pasado, reconozco todo lo  que mi padre vendía: colagogos hepáticos, jarabes de rábano iodado, elixires para la tos; las pilulas Orientales para hacer crecer los senos; los estuches de pastillas Sen-Sen para el aliento; las latas de sardinas picantes La Sirena y de carne ajamonada Spam, la carne del diablo Underwood, las conservas de frutas Monarch; los sacos de harina Golden Flour, los tarros de avena Quaker, las latas de kerosene El Capitán, y barras de jabón de lavar, más la infaltable balanza Toledo para pesar las mercancías.

Metido en aquel túnel del tiempo, comprobé que toda esa imaginería que regresaba a mi memoria era parte de mi dotación literaria, y que las marcas antiguas, con sus emblemas románticos y su tipografía modernista, eran parte de mi patrimonio de escritor, señales a las que acudir, escenografías guardadas en la memoria.

 Había en la tienda de mi padre un jarabe contra el paludismo, el emblema un hombre demacrado apresado en el suelo entre las patas de un mosquito gigante, una imagen kafkiana que contrastaba con la muy plácida de la mujer del Tricófero de Barry que se peinaba los largos cabellos con gesto sensual, enmarcada en un pórtico neoclásico.

Y junto a una de las vitrinas donde se asoleaban frascos de lociones y perfumes baratos, la efigie recortada en cartón a tamaño natural, de una pareja elegante, la mujer en traje de noche y el hombre de smoking con el cabello bien peinado con brillantina Glostora, levemente movidos por el aire que entraba de la calle trayendo briznas y polvo.

Esos productos comerciales, en la América Latina donde se revuelve la modernidad con lo arcaico, siguen teniendo categoría de bienes culturales porque son parte de la vida cotidiana latinoamericana, y actúan a manera de señales que comunican una identidad común, igual que las letras y la cadencia de los tangos y los boleros y de toda la música popular difundida por la radio y por las sinfonolas.

Una buena muestra de esa identidad, parte de mi memoria, es el almanaque Bristol, ese cuadernillo de forro color ladrillo con la efigie enjuta y barbada, de mejillas hundidas, del doctor Cyrenius Chapin Bristol, químico y farmaceuta, inventor del jarabe tónico de zarzaparrilla.

El almanaque Bristol, fundado en el siglo diecinueve, conserva su renombre y sigue imprimiéndose, revolución digital de por medio, para ser obsequiado a la clientela por tiendas y boticas para Navidad y año nuevo.  Divulgaba la bondad de los productos Lanman & Kemp-Barclay: el Aguaflorida de Lanman, el Tricófero de Barry y el jabón perfumado Reuter.

Todo un manual doméstico de sabiduría popular, que yo esperaba de niño cada año, traía el calendario de los santos, fiestas móviles y fechas de las témporas; las fases de la luna, eclipses y predicciones climáticas para las labores agrícolas; el horóscopo y otros datos astrológicos; el movimiento de las mareas; y lo que yo más buscaba en sus páginas, una tragicomedia gráfica en 8 cuadros, protagonizada por los personajes Quirino y Tranquilino.

Que aquella efigie fuera la del doctor Bristol no era un dato del dominio general. El público decía “el hombre del almanaque Bristol”, igual que decía “el hombre del bacalao” al aludir a la figura del pescador con un enorme bacalao a cuestas en la caja de la emulsión de Scott; “el hombre de la avena Quaker”, el sonriente cuáquero bonachón, de peluca y sombrero, de la lata de avena; “el hombre de la Gillette” para referirse al rostro bien afeitado y de bigote tupido de los sobrecitos de cuchillas de doble filo, el magnate King C. Gillette, quien las había inventado para sustituir a la peligrosa navaja de barbería.

Una sola marca, la más poderosa, pasa a sustituir al producto genérico, y se establece lo que los viejos publicistas llamaban la “conciencia de marca”. Una Singer denomina a cualquier máquina de coser, una Gillette a cualquier navajilla, una Aspirina a cualquier analgésico, una Frigidaire a cualquier refrigerador, el Flit a cualquier insecticida fumigante. Y en esto vale tanto la fama de la efectividad del producto, como el atractivo de su emblema. La palabra Bayer pasa a ser sinónimo de calidad garantizada, y el consumidor se guía por “la cruz de Bayer”, el nombre escrito en cruz dentro de un círculo por todo emblema: “si es Bayer, es bueno”.

Y las vitrinas de la tienda de mi padre brillan con el último sol de la tarde, antes de que caiga la noche.

 

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20 de diciembre de 2023
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