Marta Rebón
Recuerdo una videoinstalación que vi en la exposición temporal Segunda Guerra Mundial: Drama, símbolo, trauma, en el Museo de Arte Contemporáneo de Cracovia. Consistía en dos fogones encendidos proyectados contra el suelo, lo que creaba una imagen hipnótica de las llamas como un par de ojos azules en la oscuridad, acompañado del sonido del gas, un elemento familiar en muchas cocinas domésticas, pero también presente en las cámaras de exterminio. El artista, Miroslaw Balka, buscaba provocar una asociación mental perturbadora al llevar la memoria del genocidio al espacio íntimo de cualquier visitante. La pregunta implícita era cómo las generaciones sin experiencia directa del Holocausto podían interiorizar esta catástrofe histórica.
En la novela La casa del recuerdo y del olvido, su protagonista, Albert Weiss, vive atormentado desde niño por otro sonido: el chirrido y el traqueteo de las ruedas de un tren en movimiento que nunca lo abandonan. Aunque a veces parece desaparecer, siempre regresa «más fuerte, más persistente, más insoportable».
EL DOLOR DEL SUPERVIVIENTE
Es tan aterrador que acude al médico, quien le confirma que sus oídos están sanos y que se trata de un tinnitus, un ruido mental interno. «Acéptelo como algo inevitable, algo con lo que tiene que vivir», concluye el médico. Pero el lector ya sabe (cap. 3) que ese ruido se trata del fantasma sonoro de una herida imposible de cicatrizar: mientras viajan hacinados en un vagón con destino a un campo de concentración, el padre de Weiss —por cuyas venas «corría la sangre del gran Houdini»— consigue abrir en la madera una vía de escape para él y su hermano pequeño.
En mitad de la noche, los dos cuerpos infantiles caerán sobre la nieve. Aunque Albert se salva gracias a la ayuda de un guardabosques alemán, pierde a su hermano y tampoco volverá a ver a sus padres. Su condición de superviviente se convierte en una zarpa que lo agarrará permanentemente por el cuello y lo mantendrá siempre con un pie fuera de la realidad, entre la depresión (la «tormenta oculta») y el insomnio, mientras se embarca en una búsqueda imposible: descubrir, como el físico Higgs hizo con la llamada «partícula de Dios», la «partícula del mal» que explique las tinieblas del alma humana.
Aunque no como Arendt, apunta Weiss en su diario, que «pudo por fin dormir tranquila con la creencia de que un crimen de la magnitud del Holocausto nunca más se iba a repetir y, de que, si ocurría, sería algo metafísico, externo a la comprensión humana».
UN MONUMENTO A LA MEMORIA
El escritor y guionista Filip David (Kragujevac, Serbia, 1940) entrelaza datos de su vivencia personal del exterminio de los judíos de los Balcanes —él, hijo de madre judía sefardí y padre askenazí de ascendencia ucraniana— con una exploración literaria, filosófica y mitológica sobre el origen del mal, un saber tan opaco como inasible. Fusiona la Cábala con la física cuántica en un intento por trascender los límites de la razón y las emociones. «Cada cuarenta años se reinterpreta el pasado en la memoria colectiva —escribe en una carta otro de los personajes—. (…) Los testigos vivos desaparecen, las lecciones aprendidas dejan de estar vivas y de ser inspiradoras (…) y, desde el presente, como escribió Eric Hobsbawm, corrigen el pasado».
En esta novela galardonada con el prestigioso Premio Nin en 2015, David, uno de los últimos «testigos vivos», erige un monumento a la memoria que se alza, opino sin incurrir en la exageración, como una de las cimas de la literatura del Holocausto. Su erudición, sensibilidad y compromiso nos atraviesan como dos ojos azules de fuego en la oscuridad.
¿Olvidar o recordar?, se pregunta Weiss cuando durante un viaje a Nueva York entra en la casa a la que se alude en el título, una visión mágica al estilo de la misteriosa habitación tarkovskiana de Stalker. ¿Qué sentido tiene liberarse de ese malestar interior, si en él persiste vivo el recuerdo de sus padres y hermano? Para Weiss, ese dolor es lo que lo define; «sin él, Albert Weiss no existe».