
Las Malas, de Camila Sosa Villada
Ana Sainz (Anapurna)
Llego a Las malas gracias a la generosidad de mi compañera de trabajo en la librería. El ejemplar que leo es el suyo; procuro hacerlo rápido porque no me gusta retener por más tiempo del estrictamente necesario los libros ajenos, me siento como si estuviera perpetuando un secuestro. Lo primero que identifico en el relato es la clara intención demarcativa de la autora en el uso de la palabra travesti en lugar de trans – algo común en Latinoamérica, o por lo menos en Argentina, como señala Mariana Enríquez durante la presentación en Sevilla de su último libro publicado como editora, Cuerpos para odiar, de la escritora Claudia Rodríguez, una novela que bien podría ser el bebé encontrado por Camila en medio de los arbustos del Parque Sarmiento, tal vez su hija adoptiva-: utiliza travesti porque es una palabra que proyecta sombra, que pesa, llena de mugre y de costras, que trae consigo cartones de vino y tiros de cocaína cortada con escayola. Travesti no es, al menos, una palabra blanca, pues está ineludiblemente vinculada a la oscuridad.
Camila cuenta su experiencia como trabajadora sexual en la Córdoba que transita durante sus años de estudiante; la ciudad -un personaje más de la novela- y sus habitantes orbitan alrededor del centro de operaciones de un grupo de mujeres transgénero, mujeres cuarto hadas, cuarto brujas, cuarto animales, cuarto seres humanos. Es fácil vislumbrar su voluntad apenas devoradas las primeras treinta páginas: Las malas es un relato sobre la supervivencia y sus mecanismos. La actriz y escritora cordobesa ejecuta la literatura del yo no con la persistente voluntad de realizar una práctica narcisista, sino con la de forjar el filo de una arma blanca con la que cosquillear nuestras gargantas, siempre preparada para una traqueotomía de urgencia. La primera lección de este retrato de la resistencia es sin embargo la que hemos olvidado -o puede que obviado- con más facilidad y, por eso (entre otras muchas cosas) este es un libro que todas deberíamos leer: no podremos permanecer en esta hostilidad solas, por mucho que se nos empuje hacia la creencia contraria.
El gran triunfo del capitalismo ha sido el de arrebatarnos la creencia en la posibilidad bienhechora de la red y la esperanza de la comunión con tus semejantes. Nos ha desposeído del poder, del único poder al que cualquier individuo, independientemente de su estatus, raza, color, procedencia o género, indistintamente de cualquier término cortante que divida y separe, de cualquier palabra que profese la religión dicotómica del mundo, puede recurrir: el de generar un escudo común contra la basura que nos rodea, una barrera protectora construida a base de cimentaciones compartidas, del concepto participativo de familia -no necesariamente con, y a menudo sin, consanguinidad alguna-, de la generación y preservación de una comunidad. Con las luces y sombras que esto pueda traer consigo, en el caso de esta narración, traducidas a los conceptos fiesta y furia.
Una de las muchas imágenes que dibuja la novela sobre el acercamiento natural e inevitable de las heridas compartidas es la del desfile de los Hombres sin Cabeza -los soldados que emigraron a Argentina después de combatir en las guerras africanas- rindiendo tributo a la Tía Encarna, la madre de todas las travestis del Parque; ellos siempre preferirán la compañía de aquéllas mujeres leídas como una mitad a la de cualquier otro tipo de mujer: los cuerpos seccionados por la violencia se huelen y se buscan como animales en celo, conscientes tal vez de que cualquier otro tipo de unión supondría un riesgo para la supervivencia de la especie. Uno de estos Hombre sin Cabeza despierta cada día a la tía Encarna con un ‘Qué hermosa estás mi amor’ y con eso es suficiente; un sortilegio, un amuleto protector contra las desgracias, las vejaciones, los desmembramientos.
Sosa recupera el imaginario del realismo mágico latinoamericano -tendencia por otra parte muy acorde al zeitgeist-, balanceándose en un precipicio lírico que mira hacia un océano de cursilería, y lo hace sin dar ni un pequeño traspiés, con la gracilidad de una bailarina, librándose de dejarnos la boca pastosa por la sobrepasada ingesta de azúcar. Su honestidad y transparencia, su habilidad para tornar hermoso lo abominable es capaz de disipar el olor dulzón de los ramos podridos, evitando con inteligencia que se nos quede pegado al cielo del paladar. Síntoma de lo que nos quiere decir, el libro registra y recuerda como lo hacen los cuerpos; hay en él una conciencia del talle y de la culpa que sólo pueden pertenecer a una mujer -por si existe alguien que todavía dude de su mujerosidad– y que refleja magistralmente sirviéndose del uso de metáforas referidas al cuerpo y sus fragmentos. Es una historia contada en un equilibrio precario pero constante, que consigue embellecer la podredumbre y la inflamación, una capa de base de maquillaje aterciopelado y sedoso aplicada sobre una piel a punto de reventar. Una narración tan binaria como este nuestro territorio, que oscila entre los límites de la esperanza y el desasosiego, la sororidad y la natural pelea por la supervivencia, la tensión y la ternura, la violencia y el amor, y que traslada el si nos tocan a una nos tocan a todas a la realidad del fango y la lucha.