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El banquete de los ignorantes

Hubo un tiempo en que me impresionaban las opiniones contundentes. Vinieran de un político, una escritora o un tertuliano, me decía: “¡Caramba, qué claras tiene las cosas!”. Cuando empecé a escribir columnas de opinión hace diecisiete años, buscaba conocimientos bajo las piedras aunque tuviera la misma conciencia de ignorancia que hoy. Entonces lo llevaba peor, ya que no había renunciado aún a aprender alguna más de las seis mil lenguas que se hablan en el mundo o a retomar las clases de piano y canto para poder imitar a Nina Simone. En aquella época me rondaban pesadillas nocturnas en las que barajaba asuntos que tratar en los artículos aunque todos me parecían lamentables. Y ya de buena mañana, tras escribir la pieza, me invadía una correosa duda con la que atacaba mentalmente mis propias tesis.

“Admite tu ignorancia”, me repito a menudo ante el vicio de dar las cosas por sabidas. ¿Cómo van a apoltronarse los pensamientos si el relato futurista nos tiene en constante estado de alarma? Mientras voy leyendo La ignorancia, una historia global (Alianza Editorial / Arcàdia), de Peter Burke, me siento reconfortada. El eminente historiador, de 87 años, recopila las distintas clases etiquetadas como tal –“una más de las 57 variedades de salsas Heinz”, bromea–, que van de la ignorancia activa a la virtuosa, pasando por la deliberada, la inconsciente o la selectiva. Una gran familia que en plena era de la información se extiende más que su antagonista, el conocimiento. Burke denomina “ignorancia corporativa” a la que hizo estallar Chernóbil, o la que emana de múltiples atentados terroristas cuyas alertas fueron acalladas por el asfixiante caudal de información recabada. Avisos ignorados en plena ostentación de una férrea seguridad.

Vivimos unos tiempos en los que el rodillo de palabras ensambladas a modo de artefactos ideológicos escapan a todo control de calidad. Hay bulos que acaban convirtiéndose en creencias, ante las que los más peregrinos esgrimen una ignorancia activa. Burke pone como ejemplo las resistencias, en sus épocas, a las teorías de Copérnico, Darwin, Pasteur o Mendel. Los negacionismos parecen aligerar la carga vital de aquellos que apuntalan su verdad con teorías conspiranoides. Montaigne lo resumió breve: “Y qué sé yo”. Según La Rochefoucauld existen tres clases de ignorancia: “No saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse”.

La verdad es un concepto cada vez más esquivo en un mundo que se maneja mejor con el fake que con la realidad. Aun así, los guardianes de la memoria desentierran nombres opacados por la inercia, como el de tantas mujeres eminentes. Hasta el siglo XIX no se reconocía la carta de colores que manejamos hoy en día; tan solo los llamados primarios eran identificados, y yo no me imagino cómo sería la vida sin el verde agua o el gris perla.

Asistimos a diario a banquetes de ignorantes no ilustrados muy a gusto en su piel, los que gritan mucho y nunca dudan. Sus formas, encendidas con la gasolina del dinero, seducen. El modelo de líder mundial inculto y arrebatado avanza impasible, acaso como síntoma de desesperanza, anteponiendo un falso orden al defenestrado bienestar. Abundan las medias verdades, que no son más que medias mentiras, mientras el ansia de conocimiento se vuelca en la inteligencia artificial. En la novela distópica de Olga Ravn, Los empleados (Anagrama), desde una nave sin retorno estos acaban preguntándose si son humanos o humanoides. Parece un aviso para ignorantes.

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18 de abril de 2024

Claribel Alegría, en un festival de poesía en Granada.

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Un tigre con alas

 

En mayo se cumplirá el centenario del nacimiento de la poeta nicaragüense Claribel Alegría, quien me escribía cartas en papel de seda color verde en los lejanos años sesenta del siglo pasado

Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo XX me escribía a menudo con Claribel Alegría, ella en Mallorca, yo en San José de Costa Rica. No nos habíamos visto nunca.

Existían entonces las cartas. Las de Claribel escritas en papel de seda color verde, con estampillas desde las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado del generalísimo Francisco Franco.

Su dirección, C’an Blau Vell, Deià, llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertinas del valle central de Costa Rica, el vago aliento de las islas Baleares del que hablaba Rubén Darío en su Epístola a Juana de Lugones.

Un pueblo encantado, donde el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos, desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya.

Su casa quedaba a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hacía más de 300 años, y coronada por una terraza que entre tiestos de flores miraba a la mole del Puig des Teix, que desde allí parece cercana a la mano.

En junio de 1969, cuenta Claribel, se hallaba junto con Bud Flakoll, su marido, dedicados a remodelar la casa recién comprada: “Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio. De pronto, vimos pasar por la calle a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping-pong”.

“¿Es usted Robert Graves?”, cuenta ella que preguntó desde arriba. “Él alzó entonces su mirada azul: ‘Sí, ¿y ustedes quiénes son?’ Lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985″.

El padre de Claribel, el doctor Daniel Alegría, un médico nicaragüense de Estelí, acérrimo partidario de Sandino, y por tanto acérrimo antiimperialista, se exilió en Santa Ana, El Salvador, por obra de la intervención militar en su patria, y allí se casó con la salvadoreña Ana María Vides. Hizo jurar a sus dos hijas que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que ambas hicieron.

Tras el triunfo de la revolución en 1979, Bud y Claribel se trasladaron a Managua, después de una vida trashumante, y desde entonces fuimos vecinos en el barrio Pancasán, que era el barrio de los poetas, porque allí vivía también Ernesto Cardenal, y a la caída de la tarde nos sentábamos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, ron en mano, a disfrutar de largas conversaciones.

Tuvo, solía ella decir, una matria, que era Nicaragua, y una patria, que era El Salvador. Nació en Estelí, en 1924, bautizada Clara Isabel, creció en Santa Ana, y murió en Managua en 2018.

Cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelos, quien había llegado para dictar una conferencia en el Teatro Municipal. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que debía cambiarse el nombre: “Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?”.

Diez años más tarde, Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos pondría el prólogo a su primer libro, Anillo de silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde del año de 1945 la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth.

Roque Dalton, que era un inventor profesional, contaba que Claribel le había enseñado a bailar rumba en Praga, donde ella nunca había estado; una pareja como Fred Astaire y Ginger Rogers girando en los infinitos escenarios cambiantes de los musicales de Hollywood a la luz de una falsa luna de papier mâché.

Merecedora del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía en 2017, Claribel fue asimismo una narradora excepcional, como se refleja en Cenizas de Izalco (1966), la novela escrita en colaboración con Bud, finalista del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa en 1964 con La ciudad y los perros.

En esta novela se cuenta la insurrección campesina de 1933 saldada con una feroz masacre que dejó 30.000 muertos en las aldeas indígenas de El Salvador, bajo la mano represora del dictador Maximiliano Hernández Martínez, uno de los personajes más siniestros del bestiario centroamericano.

En su poema Pandora dice Claribel: “Aún podemos hacernos la ilusión / de transformar al mundo / en un tigre con alas / en un tigre amarillo / de ariscas rayas negras / sobre el que todos podamos cabalgar”.

Celebremos en este centenario de su nacimiento al tigre con alas en el que cabalga Claribel Alegría.

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17 de abril de 2024
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Globosfera: la escisión del mundo y el manicomio universal

 

Cuando llegue la hora de hacer el diagnóstico de nuestros males, cuando se quiera saber en qué momento estalló en mil pedazos la bella imagen de la Europa ilustrada, cuando se haga urgente comprender el origen del disturbio contemporáneo, la causa de los desmanes que deshacen la ilusión del progreso, no será necesario consultar a los historiadores, sociólogos, economistas o politólogos. Más pertinente será entonces encargar un dictamen al psiquiatra de guardia.

La línea quebrada que dibuja el borde entre el antes y el ahora, la linde que separa la ordenada evolución de las sociedades dueñas de su destino, administradas por la conciencia política de la razón, aleccionadas por el escarmiento de la Segunda Guerra Mundial y advertidas por la tenebrosa Guerra Fría, la frontera entre el articulado control de las circunstancias y la desesperada impotencia de nuestros días, que es la marca de la escisión contemporánea, aparecerá grabada en el lóbulo cerebral del ciudadano que deambula hipnotizado por las calles de la ciudad.

La impetuosa innovación tecnológica asistida por los oligarcas californianos y excitada por el Partido Comunista de China —en feroz competencia bipolar—, el acelerado desarrollo de la digitalización social, el entusiasmo de los Gobiernos europeos difundiendo los productos de la factoría tecnológica, la compra y el alquiler público de los servicios prestados por los proveedores, el ejemplo pautado por las instituciones, las declaraciones optimistas de los ministros, catedráticos y profesores, el esnobismo de los líderes de opinión han consolidado en Europa, en estos últimos diez años, la conexión de la ciudadanía al cerebro electrónico que emite los estímulos programados por la inteligencia industrial.

Dada la masiva y sumisa complicidad con los dictados de la innovación, la invención, el avance que procura la ingeniería, se han cumplido los primeros objetivos: la población europea responde puntualmente a lo incitado por las pantallas. Gracias a la prótesis electrónica que lleva el usuario en su bolsillo, se ha instalado por doquier una refulgente mampara de plasma: a fin de mediatizar la relación del individuo con la realidad, interponer entre el ser humano y su entorno la proyección de un simulacro, levantar la ilusoria figura de una fantasía, la confusa fantasmada de un fingimiento. De tal modo que se vaya escindiendo la relación del ser humano con el mundo real y con su propia conciencia.

El exhibicionismo narcisista de los influencers, los vídeos de gatitos, los accidentes de tráfico, las palizas callejeras, la bofetadas, el porno, los videojuegos, las series de las plataformas, las peliculitas, que engendran insomnio y aburrimiento existencial, la propaganda sectaria, la retórica de los publicistas encubiertos, las instrucciones ideológicas camufladas y toda cuanta mercancía averiada se cuelga en la globosfera se acumula a ritmo frenético en la cabeza del espectador, en el estercolero de su polucionada imaginación. Lo singular de este gran canal de distribución masiva, millones de pantallazos en constante ebullición, no es el trivial argumento de sus estúpidos contenidos, sino el gancho hipnótico y adictivo que ensarta al usuario: a fin de succionar y exprimir sus jugos hormonales. El entramado de la cañería tecnológica ha impuesto con su programa conductista una traumática crisis cultural y moral: ha conseguido suprimir de la vida cotidiana la posibilidad del silencio, la soberanía moral, el momento del diálogo interior, el ensimismamiento que sustenta la salud mental de los seres humanos.

El individuo que padece brotes psicóticos, los conflictos cognitivos de su insondable dolor, la corrosión de su conciencia y la demoledora angustia vital, proporciona el modelo clínico que diagnosticará la actual escisión cultural. El tenaz sufrimiento del perturbado, el relato de sus delirios obsesivos, el curso de la alucinación que ha destruido su personalidad y alterado su conducta, servirá para entender la dramática perturbación contemporánea.

Según los informes que periódicamente van publicando las entidades expertas en la materia, casi un 40 % de los jóvenes declara «sentir estrés de forma regular, problemas de sueño, poco interés en hacer las cosas, bajo estado de ánimo, tristeza o decaimiento, nerviosismo, ansiedad o miedo, problemas para concentrarse, aislamiento…». En otras franjas de edad manifiestan en mayor proporción haber sufrido problemas de salud mental: depresión (56,2 %) y ansiedad prolongada (56,5 %). Los más jóvenes refieren tendencias suicidas (31,8 %) y autolesiones (30,7 %). El informe citado añade: «algo que según el personal sanitario resulta cada vez más frecuente en los servicios de urgencia de la salud mental».

No es extraño que las estadísticas registren el temblor mórbido de los vicios injertados en la población. La ciudadanía enchufada al ingenio artificial se ve apresada por la obsesiva fijación al caudaloso destello metálico: disminución de la concentración, aislamiento, privación del tacto, falta de motivación y creatividad, aumento del estrés, irritabilidad, insomnio, frustración… y la retahíla de efectos colaterales que todo ello ocasiona al cerebro humano. Justamente son estos los mismos síntomas que permiten a los médicos detectar la inminencia del colapso que amenaza a los enfermos mentales: tristeza, falta de concentración, pensamientos confusos, miedo, sentimientos de culpa, cansancio, insomnio…

Ángel Martín es un cómico, un locutor de televisión, un tipo simpático que amenizaba los programas en los que intervenía con alegre desparpajo. Hasta que un día se rompió: «Tuvieron que atarme a la cama de un hospital para evitar que pudiera hacerme daño».

Años después y mientras se prolongaba su tratamiento psiquiátrico, Ángel Martín escribió el descarnado relato de la locura que estalló en el centro de su cabeza. La convulsión de su brote psicótico, el espasmo de su angustia, el estremecimiento de su delirante ansiedad, quedó registrado en un libro revelador: Por si las voces vuelven (Planeta, 2021). El testimonio personal de la más perturbadora aflicción que puede sufrir un ser humano.

Lo que permite citar su libro como la pista que lleva al centro de la cuestión es el impacto que ha causado su publicación: más de quinientos mil lectores, más de veinte ediciones consecutivas, incesantemente renovadas en las librerías. Los actos de presentación de su libro se celebran sin parar dos años después de ser publicado y convocan en cada ciudad a centenares de personas, lectores que soportan largas horas de espera para conseguir la firma del autor. En estos breves encuentros con Ángel Martín, en la fugaz conversación que comparten, los lectores expresan un conmovedor agradecimiento por haber sacado a flote el dolor y el pánico que no se atrevían a confesar.

La ruptura padecida por Ángel Martín, la quiebra entre el yo que ayer vivía inconscientemente y el yo que hoy se duele tan consciente, la escisión que conocen los ciudadanos avergonzados por el estigma de la enfermedad mental, atemorizados por las voces que suenan en su cabeza, ha sido descrita por los estudios que exploran el laberinto del alma humana.

La escisión de la psique, el cisma declarado contra sí misma, la discordia dolosamente aceptada, la rivalidad entre la insoportable exigencia de la razón y el insufrible capricho de la emoción, conduce de repente al abrupto trauma del colapso mental. Desencadenados los demonios, liberados los fantasmas, convocados los espectros que camparán a sus anchas por la conciencia, el individuo se ve obligado a reconocer que no es el único habitante de su cuerpo.

La quiebra psicótica fragmentará al individuo y a la sociedad en la que vive: desatadas las fuerzas irracionales de la destrucción, estas no se detienen en la cápsula del cerebro y afectan por igual al organismo colectivo. El síndrome azuzará la enemistad sectaria que desbarata a la sociedad y le impide gobernarse, conducirse y comportarse con la sensatez de un equilibrio saludable. La escisión es contagiosa y epidémica.

Uno de los síntomas que delatan la irreparable inminencia de la crisis mental es la incapacidad del sujeto, o de la sociedad, de percibir el verdadero peligro, entender las acuciantes amenazas latentes. Su delirante enajenación le exige sustituir la realidad por fantasías paranoicas y riesgos imaginarios. Bajo su influencia tendrá lugar el amedrentamiento de la voluntad, la intimidación de la conciencia, la atrofia cognitiva de una inteligencia lesionada por su enloquecido trastorno.

La prensa nos ayuda a encontrar ejemplos que ilustran la magnitud del estropicio contemporáneo y la declinante deriva de la inteligencia colectiva. Aun pareciendo volanderas y fragmentarias, y dado el gran empeño que invierten las instituciones por hablar a la menguante opinión pública, las declaraciones vertidas en los medios de comunicación adquieren un doble valor: mientras confirman la instrucción de lo que se quiere difundir, delatan la necesidad de repetir lo que no todo el mundo acaba de entender.

La ministra de Educación de Letonia, Kristina Kallas, declara en su entrevista que para usar la inteligencia artificial en la educación es necesario introducir una enorme cantidad de datos personales del alumno en la máquina «y que, por lo tanto, el proceso de aprendizaje del niño es básicamente propiedad de la máquina». La ministra se pregunta sagazmente «¿quién poseerá finalmente estos datos?». Sin resolver el enigma, la ministra prosigue. A pesar de mostrarse consciente de los llamados «riesgos de la IA», la ministra no se arredra y declara: «perseguir la IA es inútil. Si comenzáramos con la regulación, mataríamos la innovación desde el principio». La ministra parece más interesada en la prosperidad de la industria tecnológica que en la salud de los alumnos puestos bajo su custodia, pero no por ello renuncia a confesar las tareas pendientes: «la digitalización del sistema educativo no puede basarse solo en la creencia ideológica de que es buena, debe hacerse con la participación de científicos, psicólogos, neurólogos, expertos en tecnología y desarrollo del cerebro (sic)». Mientras tanto, da a entender la ministra, tendremos que conformarnos con «la creencia ideológica de que la IA es buena». Nadie hasta ahora lo había declarado con tanta elocuencia. ¡La IA es una creencia ideológica!

Más adelante, y ya liberada su franqueza, la ministra letona reconoce que es un riesgo innegable el hecho de que la máquina «se convierta en guía del aprendizaje». En efecto, admite, «la máquina guiará el proceso de aprendizaje, pero será todavía parcial…». Todavía. La cursiva es nuestra.

Pocos días después se publican en la prensa las declaraciones de Mar España, directora de la Agencia Española de Protección de Datos. Afirma el autor de la entrevista que desde 2015 la directora se ha volcado en la protección de los menores en Internet y que ha convencido (sic) a las principales tecnológicas para que colaboren retirando los contenidos violentos o sexuales. La directora de la Agencia Española de Protección de Datos afirma que desde 2019 ha tramitado más de ciento treinta retiradas de contenidos homófobos, racistas, violentos, etc.

Sin aclarar cuántos de los ciento treinta «trámites» han sido ejecutados (aunque se han «sancionado tres webs porno con multas de quinientos veinticinco mil euros»), la directora declara que se debe «ser firme con la industria tecnológica». Cita entonces los datos que revelan la delirante dinámica del adictivo enganche anclado entre los jóvenes por Internet: «El 75 % de los adolescentes consume pornografía dura y eso está teniendo consecuencias graves en el desarrollo de la empatía. El 86 % del contenido pornográfico supone violencia física y agresión sexual. El porno es el 30 % del volumen de navegación en Internet».

La directora, que multa pero no cierra las webs del mercadeo pornográfico, anuncia también el nuevo proyecto de la Agencia: encargar a un grupo de médicos, psicólogos y pedagogos el plan de prevención de la «salud digital». Y pone un ejemplo: «cuando el bebé va al pediatra, no se le pregunta solo qué tal come, sino cuál es su comida digital».

A ver si lo entendemos: un bebé (se supone que en brazos de su madre), interrogado por el médico…, ¿tendrá acceso a una dieta digital en la nueva ley de protección integral del menor?

La directora se muestra partidaria de regular los cinco neuroderechos que difunde la Neurorights Foundation de la Universidad de Columbia (financiada por la Fundación Alfred P. Sloan). Un reglamento dispuesto a garantizar la identidad personal («prohibir a la tecnología que altere el sentido de uno mismo»), el libre albedrío («no ser manipulado por las tecnológicas»), la privacidad mental («protegerlas del uso de los datos recogidos durante la medición de su actividad»), acceso equitativo y protección de los sesgos («para evitar cualquier discriminación»).

El protocolo filantrópico que quiere aplicar la directora de la Agencia puede leerse también a la inversa: todos los ciudadanos son igualados por la tabla rasa de Internet, todos son medidos a todas horas y de todos son extraídos sus datos personales, a fin de saber a ciencia cierta en qué momento alguno de ellos pierde «el sentido de sí mismo». La polisemia conceptual que se repuja en estas instrucciones es algo habitual en la retórica de las instituciones y cargos públicos encargados de decir una cosa y hacer la contraria, hablar con firmeza ante las tecnológicas y no incurrir en el tabú de «frenar la innovación», expresar las reticencias que legitiman al aparato y proclamar los derechos del ciudadano sin estorbar por ello la estratégica expansión del producto digital.

La globosfera no solo instala en la rutina del usuario la prótesis que corroe su salud mental. También ha conseguido organizar la infantilización masiva de sus abonados. Su mecanismo viral, virtual y vírico va desactivando los recursos psicológicos de la edad adulta y conduciendo la dócil credulidad de un doncel. El usuario abducido por el destello de la pantalla se verá sometido a una convulsa regresión, empujado a una adulterada minoría de edad. Atraído por el guiño cómplice de los eslóganes publicitarios, extasiado por la meliflua y colorista imagen del diseño, seducido por la ilusa celebración de los dispositivos, por la facilidad con que la pantalla responde a su clic, por la comunidad de amigos cariñosos que consigue con una foto, por el perfil que solventa su ansia de identidad, por la destreza con que mueve los dedos en el teclado y en el tinglado digital… ¿Acaso no es esta globosfera una casita de chocolate repleta de juguetes? El ciudadano modélico de la globosfera es un infante incauto e ingenuo, impotente y recompensado con cebos y placebos, hipnóticos y adictivos. Y, al mismo tiempo, es el adulto sufriente que carga con el tormento de su transgresión, con el martirio del olvido de sí: depresión, obsesión, amargura, delirio, caos mental, tendencias suicidas y corrosiva angustia emocional. Y el miedo, claro, el miedo cerval a las voces que no dejan de sonar, dentro y fuera de la cabeza, dando órdenes y reproches, tentando y amonestando, incitando y advirtiendo. Las voces oscuras, terribles y blasfemas.

El ciudadano de la globosfera fue tiempo atrás un ser humano y ahora es un muñeco. Pobre desgraciado.

Este texto está publicado en Jot Down nº 46 «Rupturas»



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15 de abril de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: de la pintura de primates al Rembrandt algorítmico

Un autor contemporáneo, el matemático Marcus Du Sautoy (Programados para crear Acantilado 2020. P.135) se pregunta si el reconocimiento que Congo recibió por parte del mundo del arte basta para hacernos pensar que es realmente un artista, o más bien sería necesario que tuviera una suerte de conciencia de su condición de artista.

 Quizás la condición que avanza Du Sautoy es prescindible. Determinar el grado en el que actúa una conciencia en el caso de un animal como Congo no es lo más esencial respecto al problema de si lo producido por el animal es   arte. Muchos artistas actúan sin excesivo peso de la conciencia y yo diría que también es el caso de muchos científicos. Cuando un físico se haya concentrado en las fórmulas que marcan quizás el límite de la interpretación heredada de lo que es la naturaleza, hay mucho pensamiento y muy poca conciencia de sí. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en el momento del reconocimiento del Nobel: hay entonces mucha conciencia de sí mientras que el pensamiento está entonces en el limbo. Y lo que digo de un físico puede sin duda ser dicho de un escritor que ha merecido el galardón.

Ni la conciencia ni, menos aún, la buena conciencia, son necesarias en el arte, que más bien exige una tensión que acerca a los límites del yo. La cuestión es más bien si, con conciencia o sin ella se da en Congo esa disposición subjetiva   que precisamente por tener la potencialidad de abrirse a la intersubjetividad es prueba de que se trata de arte.  Pero el caso Congo tiene contrapunto en entidades maquinales a las que, como decía, también se les han atribuido capacidades artísticas.

En el verano de 2022 el artefacto Midjourney forjó un trabajo llamado Théatre d’Opera spatial, presentado por el artista Jason Allen, que ganó un concurso en la sección de Bellas Artes de la Colorado State Fair.  Otro artista, Genet Jumalon, recurrió a la descalificación cualitativa: “c’est plutôt merdique”, habría declarado. Juicio desde luego severo. La imagen es impactante y efectivamente hace evocar exitosas producciones de ópera barroca, con singulares personajes que, de espaldas a nosotros, parecen absortos en la contemplación de un luminoso espacio a través de una ventana circular. De reproducirse a escala como marco de una efectiva representación operística, tiendo a pensar que, al alzarse el telón, el público experimentaría el sentimiento de coral transporte que constituye la base del juicio estético.

Aunque date ya de 2016 (lo cual al ritmo que van las novedades lo hace arcaico), uno de los casos que despertó mayor interés fue el del “Rembrandt”, obra de un ordenador. Una vez más se trataba de una proeza de técnicos de uno de los gigantes del gremio, Microsoft, lo cual garantizaba la resonancia mediática (desde luego más que justificada si el objetivo hubiera sido  realmente   alcanzado). Dado que Rembrandt usaba la técnica del óleo, era en primer lugar necesario garantizar que el objeto resultante tuviera la textura de una obra de estas características, para lo cual se utilizó una impresión en tres dimensiones.

He tenido ocasión de contrastar la opinión sobre el tema de una reconocida artista plástica, que manifestó estar sorprendida, cuando menos en lo relativo a un aspecto: el estilo del pintor estaba recreado de tal forma que, incluso un erudito de la obra de Rembrandt, lo tendría difícil para discernir si es o no auténtico. “El estilo hace al hombre” (le style c’est l’ homme même) señalaba el conde De Buffon en su discurso ante la Academia Francesa.  Pero cabe preguntarse: ¿hace también al artista? Todo depende de lo que entendemos por estilo. En los museos del mundo es frecuente que junto a la obra de un pintor famoso se dispongan otras bajo el título “Escuela de X”. Obviamente se seleccionan obras en las que precisamente el artista dejó su huella en los discípulos, hasta el extremo de que el estilo es en ocasiones arduo a discernir. Uno de los miembros del equipo de Microsoft declaraba que el propósito de entrada era llegar a saber “qué hace que un rostro se parezca a un Rembrandt”.  ¿Es o no el estilo algo mesurable? El mismo propósito que el del grafólogo, o simplemente el encargado de caja del banco, ante una firma falsa, difícilmente distinguible de la singularísima verdadera. Desde luego Microsoft dispone de mayores recursos que cualquier grafólogo clásico.

Con la prodigiosa capacidad de reconocimiento, desde dígitos hasta aspectos de la cara o cuerpo, que ha alcanzado Deep Learning, la computadora pudo analizar los rasgos de todos los personajes pintados por Rembrandt y fijar invariantes. Dispuso también de toda la información posible relativa a   raza,  edad, sexo, vestimenta, etcétera, de todos esos personajes. Al final sólo quedaba la orden: que sea un varón, que tenga barbilla y bigote, que vista de oscuro y cuello blanco…

Ante la obra considerada artística de Congo Picasso habría sostenido que no pudo haber sido pintada por ningún ser humano. ¿Qué hubiera dicho en presencia de este Rembrandt.com? ¿Simulación o creación? Reitero que la dificultad   reside en que los criterios meramente cognoscitivos no legislan cuando de obra de arte se trata. En relación a este caso, el profesos del CSIC López de Mántaras, autor de un libro de referencia sobre inteligencia artificial  sugería  que uno de los mayores retos es dotar a la máquina de sentido común, al decir de Descartes la cosa en el mundo distribuida con mayor equidad. Sería interesante ver la impresión provocada por este “Rembrandt” en un público dotado simplemente de tal sentido, un público ingenuo, pero motivado por espíritu análogo al que movió a cubrir las paredes de Lascaux.

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11 de abril de 2024
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La utopía de la apariencia

En los paisajes dibujados por Aurelio San Pedro (Barcelona, 1983) no se encuentra ninguna figura humana. Estrictamente, tampoco se trata de paisajes, sino de un conjunto de piezas que son representaciones concretas de la Naturaleza, conscientes de su individualidad e, incluso diría, de su personalidad, pero, a la vez, de su pertenencia al conjunto. Es la mirada y el lápiz de San Pedro los que limitan la escena, los márgenes de la apariencia. Ni siquiera el cielo es el límite, ni los ríos, ni las lindes de los campos, ni los acantilados ni los terraplenes. Los límites los define la emanación de la luz en esta serie de dibujos en grises donde no hay espacio para el blanco porque hasta el aire o las nubes que forzosamente han de configurar el cielo son materia. El vacío, pues, tampoco existe. Hay penumbra, sombra y oscuridad. Se impone el equilibrio de las presencias vegetales y minerales en función de la luz que reciben y mediante la cual se perfilan en mayor o menor medida sus formas. También dibuja los volúmenes el aire que es cielo descendiendo para reforzar todo lo crecido de la tierra, a la vez que la hierba, los arbustos, los árboles y las rocas se alzan para sostener la cúpula celeste, aquí transfigurada en materia de grafito que respiramos.

La serie Nature se expone este mes de abril en la galería El Claustre de Girona, que además celebra su 40 aniversario. El artista ha tomado fotografías de espacios de Terrassa, Girona o La Cerdanya. Después, las manipula digitalmente para eliminar cualquier resquicio de la presencia humana. Su mirada, entonces, no es ni neutra ni inocente para homenajear el milagro que supone la Naturaleza. No se trata de dibujos que reproducen minuciosamente la realidad, aunque no hay ninguna duda acerca de la técnica de la mano que dibuja –sobre la cual parece interrogarse a sí mismo el artista– ni sobre la entrega del autor al llamado de una idea o una obligación autoimpuesta por la interrogación constante ante la observación del entorno. En el retrato manipulado de los árboles que ofrece, se pretende, a la vez, crear y desvelar el misterio. En la eliminación radical de la anécdota desaparece la huella del día a día. Ni siquiera el tiempo parece tener el poder para vilipendiar un paisaje que se nos muestra amplio y libre para la expansión del espíritu, la mente, la contemplación o, sencillamente, la respiración. Los caminos no se han llenado de broza, y hasta los arbustos descuidados mantienen un equilibrio diríase que pactado para no entorpecer la mirada ni la circulación del aire y el pensamiento. Los paisajes más metafísicos por su infinitud, realizados en gran tamaño, conviven con detalles más concretos de ramas, follaje, broza o piedras. Dos manifestaciones del mismo misterio, que, como acostumbra a pasar, se necesitan para confirmarse y negarse recíprocamente.

Ni siquiera los extensos campos plantados o segados presuponen la presencia humana. Ni la ausencia de pinaza a los pies de troncos idealizados a la orilla de un río. Sin embargo, es en los caminos tan despejados y libres entre majestuosos ejemplares donde la atmósfera se vuelve más onírica. El ser humano no está presente, es cierto, pero todo parece crecido a su imagen y semejanza. El paisaje deviene decorado para albergar una utopía. La utopía de la apariencia que se nos muestra, y por la que se pregunta el autor; o la apariencia de la utopía que persigue el pensamiento de San Pedro.

En el relato “Ruinas circulares” de Jorge Luis Borges –un texto que, según comenta Aurelio San Pedro, ha sido fundamental en la configuración de su universo simbólico– se produce un inquietante y estimulante encadenamiento de hombres que sueñan a otros hombres actuando, dando discursos brillantes y realizando acciones meritorias. En los dibujos de San Pedro no encontramos ruinas, sino todo lo contrario. Ya hemos convenido que los suyos son retratos de la utopía o la utopía de las apariencias. Y en esa apariencia, en la ausencia de tiempo, parecen convivir todas las épocas: las anteriores a cualquier presencia humana, pero también las posteriores.

No existe el tiempo porque, como en la utopía, tampoco existe en los sueños: ninguno de los dos casos tiene posibilidad de concretarse. Pero observando algunos de los caminos entre los árboles, o los vastos campos, o las escasas barreras de maleza, no se puede negar que Aurelio San Pedro, como Borges, esté soñando que un ser humano sueña que un ser humano pasea por ese paisaje o, incluso, que lo crea con su pensamiento. El autor no juega a ser Dios o un creador, sino sólo a soñarlo.

El tiempo ha sido un tema recurrente en la obra de Aurelio San Pedro. Un proyecto reciente –realizado en otro de sus lenguajes expresivos: los objetos creados a partir de restos de libros antiguos– se tituló Cuando todo pasa. En la producción de los últimos dibujos realistas asegura haber dejado atrás obsesiones como la muerte, la pérdida o el paso del tiempo. Afirma que su actual búsqueda de la Naturaleza es la búsqueda de la vida. La va a seguir buscando en los cielos y el sol eterno del verano islandés. Pero tampoco será extraño si allí encuentra lo que ya ha imaginado, aunque lo ignore todavía.

Son muchas las teorías filosóficas, sociológicas, psicológicas o incluso religiosas que afirman que el movimiento esencial que define la existencia consiste en el desprendimiento. Cualquiera que escogiéramos para hablar de Aurelio San Pedro, tendría su contraria para invalidar el discurso. Se crece en las contradicciones y en la multiplicidad de estímulos –entre los que incluye las complicaciones. Tiene la valentía de atender a lo que le inquieta y necesita expresar. El silencio es como el blanco en sus dibujos: no existe, es imposible porque se conforma de substancia, aunque sea muy sutil. De ahí su cambio de técnica o lenguaje expresivo.

La expresividad de los pensamientos, de los afectos y de los sentimientos es una forma de generosidad. De eso no cabe colegir que la austeridad sea parquedad. Ya se ha afirmado que San Pedro acepta con gusto las contradicciones. De hecho, podría asegurarse que la prolijidad de lenguajes sirve también para esconderse cuando un idioma se cree agotado o ha caído en la promiscuidad y cree acercarse al imposible silencio. Después de lo transmitido en sus cuadros realizados con fragmentos de libros antiguos –un hombre que sueña que un hombre sueña que un hombre sueña–, se escondió en una reproducción realista –aunque pasada por el cedazo del pensamiento más que por la mirada del autor– de la Naturaleza. Y de ahí, vuelve a encerrarse en la estancia desde la que ha recreado el paisaje, más imaginado que recordado, para centrar su atención en objetos cotidianos que dibuja en color. Desde lo inmediato que quiere ver y mostrar en colores, niega para confirmar la inmensidad en escala de grises de un desierto soñado que es el paraíso del que es difícil saber si fuimos expulsados o que todavía no hemos llegado.

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10 de abril de 2024

Christer Strömholm
Petit CHR, Pigalle, París, 1955
© Christer Strömholm Estate - Fundación Mapfre

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La mirada sueca

Venían de muy lejos, y  se quedaban algunos a vivir en este país salvaje y pobre. Tenían, antes de venir, los oficios más diversos, y muchos no tenían ninguno: desocupados, curiosos, aventureros en busca de emoción bajo el sol. Y también llegaban artistas que aún no tenían obra, pero sí inspiración. Pocas mujeres llegaban entonces por sí mismas o por sí solas.

Por aquel entonces (todavía hablo del siglo XVII) no había turismo, pero en el llamado Grand Tour que tres siglos más tarde acuñó la palabra y el concepto de “turista” ya se infiltraban de tarde en tarde (a menudo disfrazadas de hombre) la escritora en ciernes, la cortesana culta, la exploradora audaz.

Es un prólogo a una historia que, ya en los últimos cien años de nuestra era, ha cambiado de signo, pues la historia de la fotografía no se entiende sin sus mujeres: Graciela Iturbide, Nan Goldin, Helen Levitt, Tina Modotti, Annie Leibovitz, Dorotea Lange, Ouka Leele, Isabel Muñoz, por citar unas pocas y muy relevantes.

Actualmente, sin embargo, está abierta en Madrid  (hasta el próximo 5 de mayo) una gran exposición que nos descubre a un extraordinario fotógrafo sueco, Christer Strömholm, en cuya larga vida ( muere en el 2002), el paisaje español y la figura humana española adquirieron un gran relieve desde el año 1938, cuando a la edad de veinte años, en plena guerra civil, llega a nuestro país por primera vez.

No voy a describir aquí la fascinación de las salas que acogen en su sede del Paseo de Recoletos en Madrid la completísima exposición antológica de la Fundación Mapfre, acompañada por cierto de un  excelente catálogo complementario. Los niños, la Guardia Civil, los submundo barceloneses, los artistas hispanos del momento en sus talleres (Chillida, Antonio Saura,Tápies); hay en la riquísima galería de retratos fotográficos de Strömholm dos Españas, y no están en liza. El blanco y negro de sus fotografías no es nostálgico ni antagónico. ¿Profético? Dos de las colecciones mostradas en la antológica, “Place Blanche” y “Poste Restante”, dan imagen desafiante y voz anticipada a las mujeres transexuales del barrio parisino de Pigalle, y a los travestis catalanes del Barrio Chino. El descaro de las “chicas” y la delicadeza del ojo del artista sueco casan bien, sin caer nunca en la mirada turística ni en el desdén del “voyeur” .

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8 de abril de 2024

Portada de la edición de Tusquets

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Trilogía Argentina (parte II)

Leí Las primas hace cosa de un par de meses. No exclusivamente por el hecho de trabajar en una librería era ya consciente del hype que la novela estaba generando; Lucía Litjmaer la había recomendado en su podcast Deforme Semanal -ese rinconcito que hicimos nuestro, al que muchas acudimos pre y post pandemia en busca de carne fresca que diseccionar y devorar- y, a pesar de ser proclive a la tardanza en cuanto a tendencias, me apeteció subirme a este tren para recorrer La Plata. Mi compañera de trabajo, por quien andaba sintiendo la fascinación característica de la novedad cuando es reflejo, me comentó cuánto la había disfrutado, y en un gesto de simpatía y generosidad (nos conocíamos desde hacía dos semanas), me regaló la novela por mi cumpleaños, tal vez con una intención concreta, motivada por la necesidad de hablar sobre ella.

Me obsesionan desde hace tiempo tanto la simultaneidad como la sincronicidad; ¿cuáles son los elementos que, habitando un tiempo y un espacio distintos, sintonizan a dos mentes en una misma frecuencia?¿Qué sucesos acontecen -y cómo- en el recorrido vital de dos cabezas divergentes, para terminar siendo traducidos a un mismo lenguaje, sin conocerse, sin tan siquiera olfatearse primero?

Leer Las primas es someterse al martilleo rítmico y constante de la duda; ¿acaso había leído el texto Cristina Morales antes de escribir Lectura fácil? Es probable, pero la probabilidad aburre y arrebata lugar a la magia, la fantasía, lo impredecible, al abandono del control. Resulta más hermosa la idea de que dos bombillas se enciendan a la vez y arrojen luz, un cálido rayo que al reposar sobre dos objetos de formas imposibles, proyecte la misma sombra.

Yuna, una adolescente con sensibilidad, dotes artísticas y una dislexia galopante -si no algo más complejo- es la narradora de este sueño poético y disfuncional; conformada en un monólogo interior, la escritura de Venturini se aproxima en su forma al pensamiento de su protagonista. Es rústica, diagonal y autoconsciente: la voz que nos habla no deja de culpabilizarse por su supuesta estupidez, y se disculpa ante las lectoras por su incapacidad de usar una correcta puntuación, sin olvidar el adecuado manejo de los artículos. Aún sorprendentemente delicada en la narración de la violencia, el atropello y el drama que parece perseguir con el empeño de un jinete del Apocalipsis a su familia (conformada únicamente por mujeres que han sufrido abusos y vejaciones de atroz pelaje por parte de los hombres), incluso cuando parece que el azote de la desgracia amaina, un nuevo chaparrón te deja calada hasta los huesos, tiritando no precisamente a causa del frío.

La metáfora, que abraza amorosamente los pensamientos de Yuna, protegiéndola de los horrores del mundo - la porcelana de su muñeca rota por la madre dañándole el hígado, la expresión nadie le huía al frasco, la dualidad hombre/fuego, mujer/paja…- puede acercarnos al reflejo real de su discapacidad, que no se nombra, pese a empapar completamente su conciencia; el prisma a través del cual observa la realidad no la deforma, sino que la aumenta, dotándola de una percepción milimétrica y de una honestidad que podemos reconocer en las personas con cierto grado de autismo.

Este es un libro punzante hasta el asco, doloroso, un diario personal que retrata sin tamiz el absurdo de la suposición hecha estigma, el deseo inefable y corrupto de los hombres - Yuna apenas poder contener las náuseas en cuanto se le habla de sexo, o en cuanto lo piensa-, la violencia y el desmembramiento de una familia en la que las desgracias suceden como mirándose en un espejo, pero también la amistad entre mujeres, el poder transformador del arte, la virtud hecha flotador. La narración de Aurora Venturini encuentra el equilibrio en los contrastes, entre lo inmundamente feo y la ternura más incapacitante, por medio de un contenido repulsivo envuelto en la forma más hermosa - y en realidad Petra sufría fuertes dolores de estómago seguidos de vómitos porque la infeliz tenía motivos suficientes para flotar en un lago de ascos y náuseas -, en apariencia de una lectura fácil que en realidad esconde la promesa de una digestión difícil, casi hasta ulcerante, como de las que te arruinan el día después de una siesta demasiado larga, demasiado ansiosa.

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6 de abril de 2024

'Linden Hills' de Gloria Naylor. Nórdica, 2024

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Gloria Naylor y el precio a pagar para poder vivir como alguien «sin color»

 

La premiada escritora explora el racismo estructural de Estados Unidos a través de los problemas personales, sociales e identitarios de una comunidad afroamericana de clase media-alta

La topografía del Infierno que Dante describió desde su exilio en Rávena reapareció, casi siete siglos después, al norte de Estados Unidos, en una comunidad negra de clase media-alta llamada Linden Hills fabulada por Gloria Naylor (1950-2016). Allí, en cada uno de sus círculos -o avenidas del callejero en esta novela de la ganadora del National Book Award por su ópera prima The Women of Brewster Place, anterior a esta- también se ven "viejos espíritus dolientes pidiendo a voces la segunda muerte", pero no por cometer alguno de los pecados recogidos en la Biblia, sino por traicionarse a sí mismos (y a su comunidad) al prosperar en una sociedad estructuralmente racista, como ha explorado Jordan Peele en el cine.

Linden Hills es el barrio en el que sus componentes, que viven en régimen de arrendamiento rescindible si no se cumplen los estándares que impuso el promotor del lugar a finales del siglo XIX, pueden "olvidar lo que significaba ser negro"; esto es, "matarse a trabajar solo para quedarte en el mismo lugar", pero a cambio de "ser alguien sin color".

Y eso es exigirse algo antinatural que supone un daño psicológico e identitario de poder destructivo, algo así como vender ese "espejo del alma" gracias al cual "podrás mirar adentro y saber dónde estás, quién eres. Y a eso se le llama paz". Quienes se llevan la peor parte son las mujeres -Naylor está en la constelación de autoras como Alice Walker, Toni Morrison, Zora Neale o Paule Marshall-, que, a la opresión de raza y clase, suman su condición de saco de boxeo contra el cual sus parejas descargan su ansiedad.

En Linden Hills, la pareja formada por Virgilio y Dante son dos veinteañeros que cultivan la poesía oral, y la acción de la novela la componen sus descubrimientos en este viaje por el "infierno" estadounidense durante los cuatros días previos a la Navidad, encadenando trabajos de poca monta para ahorrar dinero. Así conocerán de primera mano esos "pecados" que llevan, por ejemplo, a un sacrificado directivo de General Motors a exigirse límites inhumanos de perfección. El narrador omnisciente incorpora otras subtramas, como el de la mujer raptada por su marido en el sótano porque cree que lo engaña, lugar en el que descubre, sirviéndose de documentos personales (fotografías, cartas, diarios) el via crucis por el que pasaron sus antecesoras.

Con ecos góticos a lo Poe, Naylor nos presenta una alegoría que trasciende la experiencia de la comunidad afroamericana: ¿cuánto se debe transigir para ascender en una estructura hegemónica a la que no se pertenece?

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4 de abril de 2024
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Nada hay verdad ni mentira

 

 

Heródoto ha pasado a la posteridad como el primero de los historiadores, pero en realidad fue mucho más que eso. O eso, y además narrador literario, y periodista, tres virtudes fundamentales que en sus Nueve libros de la Historia vienen a ser una sola; y cuando digo periodista estoy hablando de sus calidades de reportero y cronista, oficios que entonces estaban lejos de ser reconocidos como tales; y, por si fuera poco, explorador, geógrafo, arqueólogo, etnólogo y paleontólogo, pues al adentrarse en territorios entonces desconocidos, registraba de manera acuciosa y metódica todo lo visto y oído.

Historia, novela y mitología son entonces una misma cosa porque las fronteras del mundo son difusas y distantes, y esa bruma de la lejanía desconocida crea la duda, el asombro y el misterio, pero también la curiosidad.

Frente a la oscuridad que entonces representa lo inexplorado, pues lo conocido es un territorio aún exiguo, la verdad objetiva se convierte en un deber del cronista, aunque la imaginación no deje de enseñar sus vestiduras extravagantes en el relato. ¿Cómo dilucidar en aquella penumbra lo que está del lado de la realidad y lo que está del lado de la imaginación?

El rigor escrupuloso a la hora de narrar hechos es un procedimiento que la literatura de invención ha llegado a copiar de la crónica que pretende narrar verdades. La novela Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que se publicó en 1722, finge ser un reportaje verídico y acucioso sobre la peste de cólera que asoló Londres en 1665. La pretensión del novelista es establecer la veracidad de lo que cuenta, disfrazando la imaginación con un aparato de hechos falsos en el que hay documentos oficiales, tablas estadísticas y testimonios fabricados.

Y hoy aún menos podemos afirmar que los hechos han ganado una calidad verificable, cuando vivimos en un mundo de verdades instantáneas, verdades desechables y verdades alternativas.

Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos nosotros, ni despojarlos a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intenciones y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos.

Por mucho tiempo la historia se escribió a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del interesado; si no, recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar sus fueros en México, y para eso necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan.

Esta pretensión movió a reaccionar a Bernal Díaz del Castillo, un anciano soldado de Cortés, que vive retirado en Guatemala, quien al leer el libro de López de Gómara se asombra de la manera en que cuenta los hechos alguien que nunca ha cruzado el mar y estuvo, por tanto, lejos de ellos. Lo ve como una superchería. Entonces decide escribir su propio relato, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

Pero es, de todas maneras, su visión de los hechos. Nunca habrá dos visiones iguales. La memoria es a la vez invención. Se altera lo que se recuerda. Lo que se recuerda un día de una manera, será diferente después. Y dos personas que recuerdan los mismos hechos, los recuerdan de manera distinta.

Los conquistadores se dejan guiar por los desafueros felices de su imaginación, iluminada por el asombro ante lo nuevo, una ralea de aventureros, pastores de cabras de Castilla, porquerizos de Extremadura, marineros de las costas andaluzas, hidalgos sin fortuna y nobles arruinados, misioneros y capellanes, tramposos, fulleros y buscones, como don Pablos, “espejo de vagamundos y ejemplo de tacaños” a quien Quevedo embarca hacia las Indias, a ver si mejora su suerte, aunque ya no volvemos a saber de él.

Una cauda incandescente de hechos que rozan con la epopeya, e iniquidades, crueldades y abusos de poder, y no podremos saber cuánto es verdad y cuánto es mentira en las ocurrencias de la historia, que se prepara para ser antesala de la novela, o ser la novela misma.

La independencia se disolverá entre el humo de las batallas y las inquinas y las discordias enseñarán sus cabezas hidrópicas y sus jorobas de fenómenos de circo, y los proyectos de nuevas repúblicas democráticas fracasarán en el caudillismo y en las dictaduras, primero ilustradas y luego cerriles, y no pocos de los próceres terminarán en el ostracismo, o ante el paredón. Se les concedía, nada más, un último favor: dar ellos mismos la orden de fuego, o ser fusilados sentados en un sillón que era traído desde alguna casa vecina.

Se impone como norma la anormalidad, que nace del desajuste siempre presente entre el ideal y la realidad, entre la propuesta de sociedad que queda asentada en la letra muerta de las constituciones y la sociedad de opresión y miseria que de verdad existe; las leyes justas pasan a ser la mentira, y el arbitrio del poder sin contrapesos pasa a ser la realidad.

Cuando el poder se vuelve anormal, y por tanto adquiere sobre los individuos un peso desmedido, actúa como una deidad funesta que violenta el curso de las vidas y, al trastocarlas, hace posible la soledad de las prisiones y el desamparo del destierro, corrompe y envilece, crea el miedo y el silencio, engendra la sumisión y el ridículo, y alimenta la adulación; y termina creando, también, la rebeldía.

Por eso es que la historia puede leerse como novela. Y estos tres oficios que narran, historia, novela, relato periodístico, se hacen préstamos entre ellos, o son capaces de juntarse en un género híbrido. La novela inventada por Cervantes, que descoyunta el tiempo y el espacio y da cabida a lo inverosímil. La novela que se convierte en el lugar de encuentro donde todo cabe, autobiografía y biografía, documentación histórica, opúsculos científicos, informes estadísticos, y gacetillas de periódicos. Y novela pasa a ser también el relato de hechos reales contado con las técnicas de una novela, vale decir, sus trampas y ardides.

La crónica de hoy día, igual que la novela, tiene que ver con la anormalidad. Las nuevas dictaduras mesiánicas. El populismo y sus alardes de feria. El crimen organizado con su siniestra cauda de extravagancias. El poder social de las pandillas, basado en el terror y el crimen despiadado, y que llega a producir caudillos, como en Haití; los reyes del narcotráfico, que se disputan inmensos territorios, donde ejercen el papel que corresponde al Estado; los emigrantes centroamericanos perseguidos, secuestrados, asesinados, a lo largo de toda la ruta a través de México, o que terminan ahogados en el rio Bravo o dejan sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, como esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.

La historia que parece escrita por los novelistas, y la crónica que parece copiar a la novela, porque los hechos que cuenta parecen increíbles; y la novela misma, que busca parecerse a la realidad, imitándola, y ser aún más deslumbrante que la propia realidad.

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3 de abril de 2024
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Hienas

‘Cuatro son las especies de hienas existentes en la actualidad, la hiena de tierra (Proteles cristata), la hiena manchada (Crocuta crocuta), la hiena parda (Parahyaena brunnea) y la hiena rayada (Hyaena hyaena), aunque los hábitos carroñeros a los que se asocia el término hiena son sólo aplicables sensu stricto a las tres últimas, en especial a Parahyaena’. Así inicié mi disertación sobre “Necrofagia en Mamíferos Salvajes” en el Centro de Estrategias para el Mantenimiento de la Biodiversidad (CEMB) el pasado 4 de marzo, y poco podía imaginar el revuelo que causaría.

Como aspecto colateral hablé del Cuerno de África, donde algunas aldeas están habitadas exclusivamente por hombres hiena, individuos que de noche se transforman en monstruos caníbales que se ceban con la gente sencilla, especialmente con los amantes clandestinos. Se sabe, avancé, que estas criaturas disponen de forma humana y que desempeñan determinados oficios, el más habitual el de herrero, por lo que determinadas señales inequívocas de su condición monstruosa, cuerpo peludo, ojos rojos y brillantes, voz nasal, pasan desapercibidas por la oscuridad y el fragor de la herrería. Es lógico entender, por lo tanto, que los herreros sean vistos con bastante desconfianza por los campesinos; un oficio, la herrería, de carácter hereditario en esos territorios, ejercido, por ejemplo, en Etiopía, en régimen de exclusividad por hombres judíos, herreros hiena que además de asesinos son saqueadores de tumbas a medianoche, devoradores de cadáveres cristianos a los que desentierran con particular ferocidad y saña.

Pero el cambio de actitud del público asistente a mi disertación no se produjo durante el relato de los non sanctos intereses tróficos de las hienas y de los hombres hiena, sino con la corrección léxica con la que quise cerrar el acto. Me refiero a unas notas sobre el apellido Ferrer, a la atribución tradicional y equivocada del origen geográfico de este apellido de oficio, de este apellido judío.

Parece que la desigualdad regional no es cosa de ahora mismo. Quizá un mayor poderío económico, o una mayor tendencia a destinar parte del capital a ensalzar, a tergiversar la historia local, ha propiciado, desde finales del XIX, la investigación tendenciosa en el campo de la etimología para convertir a la lengua catalana en la fuente de multitud de nombres, sustantivos y propios, de utilización frecuente en castellano; los apellidos no escapan a esta regla, y así el apellido Ferrer ha sido siempre considerado un apellido catalán, como mucho un apellido de la Corona de Aragón.

Sin embargo, en el Diccionario de Autoridades (1732), encontramos la voz ferrer documentándola con un ejemplo del historiador renacentista Fray Antonio de Guevara (1480-1545), un pasaje, de su “Epístola al Obispo de Badajoz explicándole un fuero de aquella Ciudad”, en el que se lee ‘...reja que no huebrare por descura de ferrer...’; y a continuación el diccionario informa ‘que antiguamente en España llamaban ferrer al que nosotros llamamos herrero’. Vemos pues, sin dificultad, que un tan bajo y común oficio como el de herrero motivaría la creación de un apellido, como se motivaron, por igual circunstancia, otros apellidos como Cabrerizo, Ovejero, Vaquero, Carnicero y Fustero, motivación general a toda España, pero que quedó así, en esa forma ferrer, en las regiones en las que la lengua evolucionó poco, o no evolucionó.

Y como coda decir que soy consciente de que lo dicho respecto a los orígenes del apellido Ferrer no es fácil de soportar por los pobladores de esas tierras nororientales peninsulares, por lo que los aspavientos y palabras gruesas no me causaron, no me causan, ninguna extrañeza, pero sí, y lo reconozco abiertamente, un vivo malestar y cierto miedo.

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1 de abril de 2024
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El Boomeran(g)
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