Marta Rebón
El inverosímil suicidio de la hija de un corrupto hombre de negocios sirve al escritor para pintar un descarnado fresco social del microcosmos italiano y de todas las pasiones subterráneas que mueven realmente el mundo.
De La gran belleza a Gomorra, esta es la medida del contraste. De Pasolini a D’Annunzio, del Fiat Cin-quecento al Ferrari Testarossa. La Italia meridional ochentera que retrata Nicola Lagioia (Bari, 1973) en La ferocidad (Premio Strega, 2015) es como un guion de Saviano filmado por Scorsese que plasma una «energía brutal propagada en el vacío (…) Tal vez el residuo de un tiempo anterior a las primeras leyes cinceladas en el basalto, una era lejanísima y feroz, siempre dispuesta abrirse bajo nuestros pies».
No nos sumerge en un ambiente de pipas y recortadas, sino de tejemanejes de cuello blanco, de planes urbanísticos y ecocidios. En la cima está el padrone, el septuagenario Vittorio Salvemini, un hombre hecho a sí mismo cuyo «ejército de excavadoras» no solo ocupa la costa adriática; también hay un hotel en Phuket, un balneario en Turquía… «Entre las diez y las once de la noche era el único momento en el que la maquinaria de su pequeño imperio se detenía en todas partes».
Y, si hay que transitar por el filo de la ilegalidad, se hace, porque «si los hombres de negocios no mantuvieran alto sus umbrales de inconsciencia nunca podrían gobernar el mundo como lo hacen». La corrosión del poder en estado puro y a todos los niveles.
AQUELLO QUE MUEVE EL MUNDO
En este mundo profundamente misógino -«Las ‘viejas furcias’ eran las esposas, mientras que las ‘putas’ eran las mujeres (normalmente más jóvenes) con las que se acostaban fuera de sus respectivos matrimonios»-, aparece el cadáver de una joven al inicio de la novela, «desnuda, pálida y cubierta de sangre». Es Clara, la hija de Vittorio, «una Natalie Wood sin la última capa de barniz». Caso cerrado al cabo de poco: suicidio tras un grave episodio depresivo. ¿De verdad?
Lagioia envuelve desde múltiples puntos de vista esa muerte, que acaba por convertirse en un fresco social del microcosmos italiano, pero también de la codicia -y el machismo- como fuerza motriz universal. Aunque el lector no acabe de entender del todo qué movía la vida disoluta de Clara. «Nos guían fuerzas de las que no somos conscientes, actuamos sin saber por qué, decimos cosas cuyo motivo nos resulta desconocido, crímenes sin culpa y muertes sin causa aparente», dice casi a modo de excusa el autor.