
Publicado por Alfaguara (2024)
Ana Sainz (Anapurna)
En mi continuada y bien alimentada obsesión por los arquetipos y su consecuente búsqueda entre hojas de papel, paredes y pantallas, encuentro en el último libro de Sabina Urraca dos de mis cosas favoritas al leer a una autora a la que admiro: el uso de un símil familiar -disculpad el auto abrazo- y el eco de sus antiguas narraciones rebotando en las paredes de unas páginas que huelen a nuevo. Escribí un cuento hace no tanto en el que la voz extraviada de Ariel, vilmente usurpada por su madrastra Úrsula, me sirvió para ilustrar la rabia que experimenta la protagonista en un momento dado; una rabia que, en lugar de reventar el cuerpo como piel de fruta madura, se le atasca en la garganta, generando un tapón que impide el balsámico flujo del grito. Aunque con una intención ligeramente distinta, en esta historia también la estructura reverencia la escritura: un cuento clásico al servicio de un cuento contemporáneo. En este caso, un cuento ofrecido y dispuesto (piernas bien abiertas culo en pompa rabo levantado) a una novela constituida bajo los preceptos, la magia y la simbología de las narraciones aparentemente infantiles.
(Me pregunto, más allá de la genealogía compartida del abuso, qué nos impulsa a utilizar ciertos recursos).
Barista-Urraca, filtrando la información gota a gota, nos va dejando trocitos de caramelo amargo y requemado anárquicamente repartidos por el suelo, para que, ya seamos Hansel o Gretel, tengamos que agacharnos a recoger las pistas que apenas indican el acceso a un sendero sombrío e irregular. En el relato se presentan lo que podrían ser dos caras de una misma moneda: ¿Quién es la Humana y qué le ha pasado? Una experiencia traumática -vislumbrada a través del lino claro de la infancia, oscurecido por las tinturas de la adolescencia- le ha provocado una parálisis incapacitante de tal magnitud que no puede ni lazar unos cordones ni rozarse los pezones sin padecer un dolor insoportable. ¿Y la Perra?¿ Cuál es su pasado? ¿Acaso son la Humana y la Perra la misma cosa?
Existe en ambas una animalidad compartida, un pulso firme -como lo define Sabina- entre pelo y epidermis. Justo después de una rave -espacio supuestamente lúdico, hipotéticamente comunal y comunitario del que la protagonista no deja de huir- ambas se tropiezan y da comienzo una vorágine de miedos que, gracias a una prosa hermosa e hiriente, terminarán transformándose en admiraciones, en amores. La escritora entronca relaciones y acontecimientos pasados y presentes – la familia/infancia, la pareja/postadolescencia, la comunidad/el ahora- en un vaivén temporal que reposa en las imágenes de una corporalidad doliente, tanto humana como perruna. La somatización del padecimiento psíquico a través del dolor físico encarnado en una mastitis – las tetas que fueron apéndices deseables y la envidia de su madre, ahora sacos asquerosos y supurantes, inmunes a la sexualizacion, siempre demasiado temprana-, o el celo de la Perra, acontecimiento sísmico que abrirá su caja de Pandora particular, son solo dos de las esquinitas del despliegue de materialidad simbólica que arropa con ternura a las dos hembras de esta novela.
El mito de la maldición masculina -entre otras tantas supersticiones- astilla las cabezas y corazones de las mujeres retratadas; yo me mataré y tu te pudrirás toíta por dentro. El resultado: una histerectomía, tejido endometrial expandiéndose por los interiores de Wendy, compañera de terapia, después del suicidio de su marido. Sabina Urraca sitúa el poder de las creencias donde verdaderamente le corresponde: en lo alto de una buena montaña amalgamada a base de soledad, ritos – la Humana untándose en los labios la grasa que mana de la tumba de su Abuela- manipulación, pasión, vergüenza y benzodiacepinas.
Dos muertes apuntalan los muros de El celo; la de la Abuela, llevándose consigo más de un secreto, hacia la primera mitad, y la del Abuelo, en la segunda, que se niega rotundamente a ser enterrado en la cripta familiar, ofreciéndonos algunas respuestas: no solo los amantes son malos.
Sabina Urraca manipula y dilata la cotidianidad de los actos pequeños para romper los barrotes y liberar al campo; una manicura torpe en los pies a modo de despedida, poder decir en voz alta cómo te llamas, no ser capaz de atarte los zapatos. Gestos aparentemente sencillos ahora imposibles por esconder demasiado, por significar demasiado, por tener las costuras a punto de estallar. El deseo, tan mundano, tan común a todas las criaturas presentado como un vínculo irrompible, como candado de las cadenas que te amarran a quien no te quiere bien. Qué Perra no ha olfateado esas esquinas alguna vez.
Leer El celo es leer un cuento popular, una leyenda urbana, una rondalla, un cuento realista, un cuento de terror, un cuento fantástico. El cuento de todos los cuentos es en realidad, una novela. Y así, como el buen cuento que sigue la tradición folclórica y con un -a mi parecer- magistral uso final en el giro de las voces narrativas, termina con una moraleja más empoderante que aleccionadora: como le dice la santera (por el acento tal vez puertorriqueña) a la Humana cuando la Perra desaparece ‘lo que no se nombra, se pierde‘.