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Colm Tóibín regresa a Nueva York: de nostalgias, exilios y la épica de la cotidianidad

Por 28 de junio de 2024 Sin comentarios

LONG ISLAND, de Colm Tóibín (Lumen, 2024)

Marta Rebón

Para quien emigra, la vida transcurre simultáneamente en dos lugares. El migrante (refugiado, exiliado, desplazado, expatriado, o como quiera que se defina su estatus) se abre camino en un país que no es el suyo, mientras que una suerte de existencia espectral sigue su curso allí donde todo era tan familiar y conocido como la lengua materna. Y lo hace según las variadas posibilidades de lo que podría haber sido. Es una experiencia de escisión en que no siempre se consigue equilibrar pérdidas y ganancias, y con el paso de los días se hace más difícil responder a la pregunta de adónde pertenece uno.

Algunos cortan por lo sano y prefieren no volver la mirada atrás; otros procuran reproducir la cultura del país de origen y actuar como si nunca se hubieran ido, o incluso se quedan atascados en un estado intermedio, un limbo donde es complicado responder sobre las raíces, las pertenencias, los afectos. En cualquier caso, también llevan consigo una maleta con los sesgos, prejuicios y bondades heredados.

DESGARRADA ENTRE DOS MUNDOS
La temática de las dificultades que surgen al iniciar una nueva vida en tierra ajena es una constante en la obra del irlandés Colm Tóibín (Enniscorthy, 1955), quien emigró a Barcelona en 1975, poco después de graduarse, y fue testigo de los primeros años de la Transición española. Esta temática no solo se encuentra en sus relatos y novelas, sino también en sus narraciones sobre las vidas de otros escritores. Entre estos últimos, ha mostrado preferencia por aquellos que, por diversos motivos, residieron un periodo de su vida en otro país, como Thomas Mann, Henry James o Elizabeth Bishop.

No es casual que la novela Brooklyn, su éxito de 2009 (como también lo fue la adaptación cinematográfica), aborde estos frágiles equilibrios a los que inevitablemente se enfrentan los emigrantes. La historia sigue a una joven originaria del mismo pueblo de Tóibín, en el sudeste de Irlanda, que busca nuevas oportunidades en el Estados Unidos de la década de 1950, alejándose de un entorno social angustiosamente estrecho. Añadía un giro a la aventura de Eilis Lacey un regreso temporal a Irlanda a causa de la muerte de su hermana, quien la había ayudado a alcanzar la tierra de oportunidades. Es al volver a su pueblo cuando todo lo que se decidió dejar atrás despliega sus encantos, y lo que ata a uno al lugar de nacimiento, personas y paisajes, entona sus cantos de sirena.

No es ningún destripe contar que Eilis vuelve a América, en tanto en cuanto esta secuela se titula Long Island. A pesar de la distancia entre una costa y otra, lo que motivó que ella volviera a zarpar en un barco al final de Brooklyn es lo mismo que la hizo partir la primera vez: las habladurías, que viajan transoceánicamente hasta Enniscorthy. Eilis había contraído matrimonio con un hombre de origen italiano, Tony. Su historia sentimental con Jim Farrell, enamorado de ella, y que brota durante esos días de luto en Irlanda, se vuelve entonces imposible. En ambas novelas, los secretos y los silencios adquieren una centralidad insalvable.

Si Brooklyn tiene una tensión ascendente porque Eilis se lanza a una aventura cuyo desarrollo no puede controlar —la ansiedad permanente de «cuando su mente se acercaba al miedo o al terror real, o peor, al pensamiento de que iba a perder aquel mundo para siempre, (…) que el resto de su vida sería una lucha con lo desconocido» —, en Long Island se saca provecho de que los protagonistas no nos son (en principio) extraños, y el vértigo del conflicto se sitúa ya en la primera página.

«MUCHAS VECES LA FAMILIA ES LO PEOR»
Han pasado unos veinte años, Eilis y Tony se han mudado a los suburbios, han tenido dos hijos, ella ha alcanzado cierta independencia financiera trabajando por su cuenta y es alguien más segura de sí misma. De pronto, un irlandés desconocido llama a su puerta para advertirle que su marido, fontanero, ha dejado embarazada a su mujer. «Lo dejó todo bien arreglado en nuestra casa. Incluso hizo algo más de lo presupuestado», observa y le advierte que le entregará al «pequeño bastardo», lo quiera o no. Eilis ya no es una jovencita; su enfado se cuece a fuego lento, y de nuevo se enfrenta a la pregunta: ¿qué hacer ahora?

La unidad que el autor consigue entre Brooklyn y Long Island -aunque pueden leerse de manera independiente- no se limita sólo a los personajes, que creen fugazmente dominar su destino hasta que las circunstancias los ponen en su lugar. En esta secuela Tóibín crea una serie de repeticiones notables y efectivas. Por ejemplo, Eilis huye de la jaula natal para acabar metida en otra: la que crea la familia de Tony, ya que la pareja vive pegada a la casa de los padres y hermanos de él. «Si decidía salir a dar un paseo, una de sus cuñadas o su suegra le preguntaba adónde había ido y por qué», explica el narrador, lo que genera microconflictos culturales entre la estructura familiar italiana de él y el sentimiento irlandés de ella, más independiente.

Eilis se tomará un tiempo de reflexión de resultas de la infidelidad de Tony y vuelve otra vez a Irlanda -la primera vez para sus hijos- aprovechando la excusa del ochenta aniversario de la madre y abuela, respectivamente. Otra vez Eilis se siente escrutada por los que se quedaron, pero también se reviven sentimientos dormidos. De nuevo otro triángulo (antes Eilis-Tony-Jim, ahora Eilis-Jim-Nora, la mejor amiga, viuda, con quien Jim inició una relación secreta) y de nuevo el poder devastador de un rumor en los compases finales.

Long Island no tiene (ni podía tener) un final feliz. Tampoco uno cerrado (al igual que Brooklyn). Y no parece una treta para vendernos en el futuro una trilogía. Si Tóibín decidiera dejarlo aquí, sería igualmente un díptico sobresaliente. Le ha bastado narrar bien una historia atravesada por la épica de la cotidianidad y dibujar unos personajes que no son héroes ni villanos, sino muy humanos y vulnerables, paradójicamente, por lo que tienen más próximo. «Muchas veces la familia es lo peor», afirma en un momento dado la madre de Eilis, rencorosa con ella por haber tardado tanto en visitarla, pero con un profundo y callado amor por su hija y sus nietos.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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