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Teoría francesa

Hago lo que el profesor y crítico Wayne Booth consideraba como insoportable: hablar a propósito de dos libros que no he leído. Tengo una buena razón para hacerlo: dos libros intentan liberarnos de lo que se llamaba en EE. UU., en los años setenta, la «French Theory», la sopita conceptual cocinada por pensadores como Jacques Derrida, Jacques Lacan, Gilles Deleuze o Michel Foucault, entre otros. En las universidades norteamericanas, la «French Theory» se vendía bajo la etiqueta de post-estructuralismo, post-modernismo o deconstrucción. Sobre todo deconstrucción pues el pensamiento de Derrida llegó a ser un encuentro ineludible para cualquier estudiante que pretendía conseguir un título de «Master of Arts».

Derrida tuvo un papel fundamental en la influencia de la escuela de Yale sobre los estudios literarios en EE. UU. Pero su posición se debilitó con el escándalo de Paul de Man. Pocos se acuerdan de este caso vergonzante: De Man, profesor de origen belga, tuvo el honor de ser estudiado por Derrida. El francés llegó a escribir un libro sobre el belga, aplicando su famoso método de deconstrucción para encontrar todo lo que había en los textos de De Man, tanto lo que decía el autor como lo que callaba. “No hay nada fuera del texto”, decía Derrida. Para desgracia suya se supo después que De Man era un anti-semita que soportó a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y que se casó dos veces en Europa y en EE. UU. sin ningún divorcio entre sus dos matrimonios. Al analizar la prosa de De Man, Derrida no había notado nada raro, sino su admiración por un colega de primer rango. Para muchos ese fracaso fue el primer índice de los límites de la deconstrucción, corazón conceptual de la «French Theory».

De manera extrema, dos libros vuelven hoy sobre lo que queda de aquella teoría francesa. El primero, que se publica en EE. UU., tiene 736 páginas y pretende, segun un artículo de la «Policy Review», eliminar lo que aportaron los pensadores franceses, es decir «unas fuerzas poco amistosas para el amor de la literatura». Theory’s empire: an anthology of dissent (Columbia University Press) es una recopilación de textos de autores que quieren prescindir del pensamiento francés en el momento de gozar de la literatura.

Fresh Théorie (Editions Léo Scheer) se publica en Francia y tiene 600 páginas. Es también una recopilación de textos de autores que quieren escaparse de la teoría francesa. Pero no se atreven a denunciarla. Hacen un homenaje a sus autores para burlarse también de ellos, dice la revista de promoción de los libros del ministerio francés de asuntos externos. El motivo de este desafío es sencillo: Francia, dicen los autores de Fresh Théorie (teoría fresca) no ha conocido los estudios literarios sobre la política, el cuerpo, el feminismo o el post-colonialismo de los otros países por culpa del peso de los maestros de la «French Theory».

Ya hablé en este blog de la caída de las ciencias sociales en Francia y de la visión filosófica que caminaba con ellas. La publicación de estos dos libros es otra prueba del proceso. Ahora se denuncia a los maestros en ambas orillas del océano Atlántico.

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13 de febrero de 2006
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El torturador danés

Después de la guerra de las caricaturas detonada por el periódico danés que reprodujo imágenes burlonas de Mahoma, un director de ese mismo país dirige una película irreverente sobre los conflictos entre negros y blancos: lo único que faltaba para convertir al apacible país nórdico en la nueva meca de la intolerancia racial y cultural. Para colmo, ese director es el inescrupuloso Lars von Trier. Quien haya visto su documental Las cinco condiciones puede dar fe de su inhumana crueldad. Quien recuerde Dancer in the Dark o Rompiendo las olas ya se habrá acostumbrado a su misógina tendencia a someter a sus mujeres protagónicas a las más implacables torturas físicas y psicológicas. Y en su última película, Manderlay, se añade a la lista un grupo de esclavos negros que se niega a ser libre, clasificados numéricamente según sus defectos de carácter, sazonados con un par de escenas de flagelación y condimentados con varios clichés sobre su rendimiento sexual. ¿Se le puede pedir algo más a alguien antes de colgarle el brazalete con la esvástica? Manderlay continúa con la historia de Grace, la heroína interpretada por Nicole Kidman en Dogville. Esta vez, Grace pasa de víctima a verdugo, aunque en ambas películas se pone de manifiesto precisamente la ambigüedad entre ambas categorías, el modo en que el amo es también esclavo de sus esclavos, lo que las carga de una gran ambigüedad moral. Y es que esta película, aunque forme parte de una trilogía sobre Estados Unidos, no habla de los dilemas políticos de Alabama, sino de la libertad y sus contradicciones. O, por decirlo así, de la serie de esclavitudes que escogemos libremente. De hecho, los dilemas que plantea son más interesantes en la actualidad que en el sur de la Guerra de Secesión: ¿Qué ocurre si un grupo social escoge libremente continuar sojuzgado? ¿O si decide mayoritaria y libremente votar por un autoritario como Hugo Chávez? ¿O si, democrática y limpiamente, elige que lo gobierne Hamás? ¿Tenemos derecho a imponerle su libertad, como hizo EEUU en Irak? ¿Es moralmente lícito convertirse en amo de alguien en nombre de su capacidad de decidir? ¿No es toda institución social un sistema de restricciones aceptado por sus miembros? Es raro que un cine tan formalmente recargado tenga una carga política tan fuerte. Manderlay, igual que Dogville, está grabada íntegramente en un interior teatral artificioso. Y sus diálogos y su oscuridad pueden resultar por momentos asfixiantes. Y sin embargo, quizá aún más que en su anterior película, Von Trier da en el clavo del conflicto moral de nuestro tiempo, un conflicto incrustado en la identidad del país más poderoso del mundo, pero también en la delgada línea roja entre nuestros valores más profundos y nuestras más perversas pretensiones.

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13 de febrero de 2006
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Grandeza y miseria del moro

Los antiguos alababan desmesuradamente a sus enemigos. Decían de ellos que eran fieros guerreros, inteligentes y hábiles, los más guapos y ricos. De ese modo, cuando vencían tenía mucho mérito. Y si perdían, era comprensible. La estrategia moderna, según Huizinga, comienza en el siglo XV, el célebre otoño de la Edad media, con el desprecio del enemigo. Pero considerar al enemigo un enano maloliente, leproso, analfabeto, cobarde y lelo, es bastante más moderno. Seguramente viene de las guerras napoleónicas, cuando los ingleses inundaron las islas con caricaturas de los franceses (geniales, las de Rowlandson) como una especie de macacos cubiertos de harapos que comían ajos y no se cortaban las uñas de los pies. Cavilando sobre lo anterior me pregunté cuál sería la última vez que Hollywood había presentado un árabe digno, alto y admirable. Y creo que no me equivoco si digo que fue con The Wind and the Lion, de John Milius (1975). Llegué hasta el videoclub y la alquilé. En efecto, Sean Connery hace de árabe alto y guapo, el León del desierto, cabecilla berebere. Alto y guapo, pero poco inteligente, si he de ser sincero, porque la película comienza cuando secuestra a una señora americana (Candice Bergen) y a sus dos hijos, un episodio similar al que tuvo lugar realmente hacia 1904. La industria del secuestro es una de las más antiguas del mundo árabe. La orden de los mercedarios se fundó como mutua de Seguros dados los beneficios que reportaba el negocio. El sur de Italia lo ha imitado con menos éxito. El León del desierto no consigue su propósito porque una cosa es secuestrar inglesas y otra secuestrar americanas. Los marines ponen en su sitio al Sultán, un sodomita con lobotomía que no quiere que le importunen mientras huele jazmines, y obligan a que se forme una fuerza expedicionaria contra el León. Mientras tanto, como es natural, la americana y los niños están totalmente fascinados por aquel hermoso bárbaro que corta cabezas de un certero golpe de cimitarra. La fuerza expedicionaria libera a la señora, pero apresa al León, traición tramada por el general alemán que enfurece a la señora americana y al capitán de los marines. No les cuento el desenlace, pero Sean Connery salva la vida sin darle ni un beso a Candice Bergen, lo cual tiene su mérito. Lo más significativo, sin embargo, no es que hace treinta años un árabe secuestrador aún pudiera ser héroe de Hollywood, sino el final de la película. El León y un camarada de armas caracolean sus caballos en el horizonte. Es el crepúsculo. El camarada dice: “¡Lo hemos perdido todo, magnífico Al-Raisuli!”. A lo que Connery contesta: “¡Hay cosas por las que merece la pena perderlo todo!”. Típica frase que sólo puede decir el secuestrador. Los secuestrados suelen ser de muy otra opinión. Quizás por eso ya no hay películas de árabes admirables.

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13 de febrero de 2006
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Dulce condena

Pensaba escribir sobre otra cosa, pero tuve la peregrina idea de ir al supermercado ayer domingo (los escritores también hacemos las compras, por lo menos cuando tenemos con qué… o cuando nuestras tarjetas de crédito todavía no transpasaron sus límites de gastos) y allí me topé con infinidad de anaqueles llenos de lápices, carpetas, gomas de borrar y un cartel omnipresente que proclamaba su mensaje con pretendida alegría: ¡Volvemos a clases! Mi primera reacción, producida desde el vientre, fue de malestar. Hace ya algún tiempo que no voy a clase alguna, pero como dice Jerry Lewis en la última edición de Esquire, todos tenemos nueve años, y nuestras reacciones más instintivas manan de un corazón que continúa siendo aquel que portábamos entonces. El mío fue un malestar solidario, un reconocimiento de la tristeza que sentirán tantos niños al entrar a un supermercado donde se les anuncia la inminencia de su ejecución como si se tratase de la mejor de las noticias; las burlas del destino. No me opongo a la educación formal. De hecho salí bien parado del trance, y agredeciéndole no pocas cosas: la alfabetización, el disfrute del juego numérico, la Historia, mis primeros contactos con la mitología griega, con Borges y con Cortázar. Pero aunque lidiaba bien con las demandas del sistema, sufrí como la inmensa mayoría las indignidades de su ejercicio. Levantarse temprano, por ejemplo; todavía recuerdo madrugadas en las que, habiéndome despertado por las mías, rezaba para que el despertador no sonase o planeaba incursiones en el dormitorio paterno con propósitos de sabotaje. También la sensación de haber sido condenado a formar parte de un rebaño, donde se perdía el valor de la voz individual o de las peculiaridades de cada uno. Y por supuesto, la sumisión a una autoridad que a menudo era injusta, o insostenible por sus propios méritos. Por supuesto, estas pequeñas miserias forman parte de un aprendizaje que ya no es académico, sino que nos prepara para lo que los victorianos gustaban llamar la batalla de la vida. Pero aunque estoy agradecido a mis educadores y a mis escuelas (forzado cuando niño a dejar los estudios para convertirse en sostén económico de su familia, Charles Dickens describió a su biógrafo John Forster el horror de quien, al ser condenado a la ignorancia, se descubre marginado de la sociedad: “¡Lo que habría dado, si hubiese tenido algo para dar, para que me enviasen de regreso a cualquier escuela, para que me enseñasen algo en alguna parte!”), no puedo menos que sentir empatía con tantos pequeños para quienes su libertad tiene las horas contadas. Los abrazo a todos, así como abrazo a los adultos conminados a cumplir con un deber para el que no tienen escapatoria, desde lo más profundo de mi corazón de nueve años.

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13 de febrero de 2006
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Caricaturas, justicia y Napoléon

No puedo huir más del tema: Ustedes se preguntan ¿Qué pasa en París con el caso de las caricaturas que insultan al Islam? No pasa nada. Nada de nada. Es decir que los periodistas intentan sin éxito vender una salsa con libertad de expresión, guerra de religión y preocupación de poder político. De verdad, no paso nada. Un semanal, “Charlie Hebdo” dice que consiguió vender cuatro ciento mil ejemplares en un solo día al reproducir las imágenes del diario danés que provocaron la rabia de musulmanes en Oriento próximo. Mala polémica para los árboles si se vende más papel, pero las mínimas manifestaciones que se registraron no consiguen inventar una polémica.

La verdad es que Francia se apasionó mucho, pero muchísimo más, con la audiencia de un juez llamado Burgaud. Habló el miércoles durante siete horas frente a una comisión parlamentaria. Era el juez encargado de controlar la encuesta sobre un caso de abusos sexuales a niños en el norte de Francia. Sin entrar en detalles repugnantes o jurídicos, después de dos procesos se decidió que la mayoría de los acusados eran inocentes. Muchos de ellos pasaron dos años en la cárcel, se quitaron sus hijos a varios padres, uno de los acusados se suicidó. Entonces, el parlamento, que tiene meramente el poder de informarse en este caso, dedicó horas y horas de entrevistas a las víctimas, al juez que hizo el informe inicial, al fiscal, para entender cómo pueden ocurrir cosas semejantes. Esto es lo que apasionó a los franceses. Y claro que fue otra oportunidad para hablar de cómo funciona la República.

La República no funciona, su costo sobrecarga a los franceses de impuestos, su funcionamiento corresponde a una monarquía: el Rey es el Estado y los altos funcionarios (expresión muy francesa: les “hauts fonctionnaires”) componen su corte. Francia tiene la cuarta parte de su población activa en el sector público, en el reto de Europa es modestamente el 16%, pero no hay manera de plantear el problema de manera racional: ¿Por qué no funciona la República?

Acabo de encontrar una repuesta en la traducción al francés del libro de un historiador británico: La leyenda de Napoleón de Sudhir Hazareesingh (editorial Taillandier). Sería buena lectura en América Latina donde la visión estropeada de la Revolución Francesa hizo tanto daño. Hazareesingh demuestra cómo un emperador que tenía un poder absoluto consiguió ser la representación de los principios y de las conquistas de la Revolución Francesa. Tesis del historiador: la Revolución Francesa quería eliminar la figura del poder personal, pero puso en su lugar la figura de la persona que encarna a la República. Para esta persona, hablar mucho de igualdad permite cometer crímenes en contra de la libertad. No se puede leer este libro sin pensar en los pequeños napoleones que tenemos, allá y aquí, que buscan construir su pobre leyenda.

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10 de febrero de 2006
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Las chicas al poder

La escena de una mujer recibiendo el mando en un país latinoamericano va dejando de ser imposible y volviéndose casi habitual. La nueva presidenta chilena, Michelle Bachelet, es ya la cuarta de una región donde, hasta hace tres décadas, el poder vestía con botas, kepis y un mal gusto exclusivamente masculino. La primera presidenta latinoamericana, la argentina María Estela Martínez de Perón, alcanzó el poder a la muerte de su esposo. Claramente incapaz de gobernar, Isabelita fue un títere del ministro de Bienestar Social, José López Rega, un ultraderechista conocido por el simpático apodo de El Brujo. Con ese tutor, las obras de Isabelita fueron: una escandalosa inflación, la suspensión de exportaciones de carne, el descontrol de la deuda externa, la crisis de seguridad interior y el surgimiento del brutal grupo paramilitar Triple A. La transmisión de mando fue violenta y dejó en la presidencia al temible Jorge Rafael Videla, que por cierto, fue nombrado jefe del Ejército por ella misma. Isabelita, con todo y ser mujer, o precisamente por ello, fue un personaje manipulado por hombres autoritarios como López Rega y el propio Perón. Más independencia tuvieron las centroamericanas Violeta Chamorro de Nicaragua y Mireya Moscoso de Panamá, que alcanzaron el poder mediante elecciones. La primera de ellas, directora del diario La Prensa, gobernó del 90 al 97, pero ya había participado activamente en la oposición contra Somoza –que asesinó a su esposo- y luego contra los sandinistas. La segunda había sido la joven esposa del tres veces presidente Arnulfo Arias, y su turbulento mandato se extendió de 1999 a 2004. Las tres presidentas latinoamericanas eran políticas por viudez, es decir, comenzaron sus carreras apoyando a sus esposos y saltaron a la palestra tras la muerte, y a menudo, en memoria de ellos. Ésa es la primera diferencia con La Bachelet. La presidenta de Chile también tiene un pasado bañado en sangre: su padre fue asesinado por la represión pinochetista y ella misma sufrió prisión, tortura y exilio. Y sin embargo, ha gestionado su memoria de otro modo. Se negó a utilizar su pasado en la campaña, y ha dirigido a sus ex torturadores en el ministerio de defensa. Bachelet no es un símbolo de revancha, sino de reconciliación. O como dice el New York Times hablando de Bachelet y su homónima liberiana Ellen Johnson Sirleaf: “han adoptado lo que ambas definen como virtudes femeninas, y las han ofrecido como lo que precisamente necesitan los países que salen del sufrimiento de la tiranía y el conflicto”. Otra diferencia es que llega en un momento en que la mujer latinoamericana se ha convertido en un símbolo de eficiencia. Especialmente entre las familias sin recursos, la madre es la que se ocupa de que las cosas funcionen mientras el hombre se dedica a no hacer nada porque es hombre. No son sólo ellas las que han construido esforzadamente su liderazgo, sino también ellos los que han demolido su antigua autoridad. El cambio de actitud ante el género en la política queda resumido procaz pero expresivamente en un grafitti de un barrio pobre de Lima: “que gobiernen las putas. Sus hijos ya fracasaron.” ¿Cambiaría sensiblemente la región con un equipo de mujeres en las presidencias? Bueno, lo peor que puede pasar es que todo siga igual, que Latinoamérica sea un continente con faldas pero no a lo loco. La propia Bachelet, fiel a la moderación de su estilo, ha enfatizado que no es cuestión de revanchismos de género. Cuando un periodista le preguntó cómo iba a gobernar sin un amor a su lado, respondió: -Espero que les haga la misma pregunta a mis ministros solteros.

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10 de febrero de 2006
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Canon

Imagino que ningún escritor contemporáneo debe haber leído todos los libros que figuran en el Canon de Bloom, salvo, según sería lógico presumir, el mismo Harold Bloom. Yo, sin ir más lejos, estoy muy lejos de tener la tarea al día: jamás leí a von Kleist, a d’Aubigné, a Persio ni a Charles Olson, y es probable que nunca los lea. Por supuesto, algunos de mis pecados son más flagrantes: no he leído a Proust, ni a Robbe-Grillet, y nada de Henry James que no sea The Turn of the Screw (que, dicho sea de paso, no figura como tal en el Canon, aunque presumo que Bloom la mete dentro del volumen de Novelas cortas y relatos), porque me inspiran la sospecha de que son la clase de autores que prefiere leer -y escribir- a vivir, y eso los coloca en un bando distante del mío. Por cierto, tampoco he leído a muchos de los autores que vivían vidas intensas y después escribían: Hart Crane, Primo Levi, Paul Bowles, pero sé que es probable que me encuentre con ellos en algún punto del camino. También leí infinidad de cosas que no merecen formar parte de ningún canon, y otras tantas que sólo figuran en el mío, compartidas, quizás, con algunos locos de la misma calaña. En mi canon personal ocupan sitiales distinguidos Emilio Salgari, Raymond Chandler y Rodolfo Walsh, Mafalda, las colecciones completas de Peanuts y de Calvin & Hobbes, The Dark Knight Returns de Frank Miller, buena parte de la obra del guionista Alan Moore (Watchmen, From Hell y V for Vendetta, por lo menos), El señor de los anillos, la historieta de Milton Canniff Terry & the Pirates, los libros del príncipe Valiente, El paciente inglés (la película me gusta, pero la novela me fascina), El mundo según Garp y Las reglas de la casa de la sidra de John Irving, The Once and Future King de T. H. White (de donde Walt Disney sacó La espada en la piedra) y algunos otros que también me llevaría a mi isla hipotética, aunque ahora no vengan a mi memoria de buenas a primeras. De tanto en tanto le agradezco a Dickens que haya escrito tantas novelas, porque siempre me quedará alguna por descubrir. Esa es la ventaja del canon personal por encima del académico. El canon académico es un club cerrado, en el que sólo que aceptan nuevos miembros con cuentagotas y después de exhaustivos análisis. El canon personal, en cambio, es abierto, dinámico; su esencia misma es el cambio porque su único criterio rector es el del placer, que siempre está en busca de sensaciones e iluminaciones nuevas. En este mundo inestable y volcánico, me tranquiliza saber que existen tantos libros maravillosos que aún no he leído. A eso le llamo futuro promisorio.

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10 de febrero de 2006
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¿Qué me pongo?

Si uno es un recién nacido, tiene seis años, o incluso dieciocho, puede elegir entre innumerables modelos, todos ellos difundidos cada diez segundos por la TV, el cine y la prensa en general. Puede uno ser un niño atlético que traga seis yogures por segundo sin pestañear, o un avispado joven que se le come el bocadillo a su padre mientras el muy imbécil mira la prensa deportiva, o un adolescente ingenioso que liga con doce cervezas al mismo tiempo sin equivocar el nombre de ninguna de ellas, en fin, hay donde elegir. Si uno es adulto y busca desesperadamente cómo comportarse y presentarse con el fin de agradar a la concurrencia y ser un buen ciudadano, no le faltan modelos. Puede ser ese hombre comprensivo que prepara la cena mientras su pareja va a clases de física quántica, el marido encantador que recuerda el día del aniversario y elige el vino más idiota del supermercado, el padre joven y simpático que lucha por las galletas con su hijo pequeño en plan guerrilla de Somalia, o esa ejecutiva que tiene un coche con embrague a puntillas y asientos de ibuprofeno y a la que miran con resentimiento bullente otras mujeres mucho más guapas y altas que ella. A partir de los cincuenta, sin embargo, lo tiene fatal. Rara vez aparece en la tele, en los anuncios, en la prensa, un hombre o una mujer de esa edad y con los caracteres correspondientes: facciones borrosas, músculos fláccidos, barriga prominente, pechos caídos, nalgas de estopa, calvicies diversas y estratégicas. Es como si los escondieran, como si les diera vergüenza que haya gente así. Cuando enseñan ancianos, van vestidos de payaso y bailan la rumba en cruceros de lujo para narcos. Si son ancianas, se parecen al padre de Pinocho y siempre asoma una nietecita por debajo de las sayas. Los matrimonios de jubilados sólo figuran cuando hay que repartir un queso o una fabada, lo que es un insulto para la noble gente de Asturias, y encima suelen ir vestidos como nacionalistas vascos de aldea. Un desastre. Eso por no hablar de los galanes cadavéricos, Clint Eastwood, Harrison Ford, Sean Connery, Robert Redford. Cada vez que se mueven, suena toda la caja de huesos con la arañada entrada de violín de la Danza Macabra. A las bellas ancianas tan sólo las exhiben embadurnándose con líquidos pegajosos seguramente extraídos de fetos de mandril. Me parece urgentísimo un Programa de Remodelación de la Imagen de la Tercera Edad (PRITE) que ayude a la gente mayor de cincuenta años a tener un aspecto decente. Gran parte de la ira islámica ha sido suscitada por esta humillante, grosera, blasfema imagen que damos de las personas mayores. Recuérdese que los árabes respetan, por encima de todo, a los ancianos. Lo de las caricaturas de Mahoma es una excusa. Lo que no pueden aguantar más es la caricatura de los viejos.

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10 de febrero de 2006
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A sangre fría

Todavía recuerdo mi conmoción después de ver Río Rojo y Lawrence de Arabia. Para entonces hacía rato que había dejado de ser un niño, así que no puedo atribuir la impresión a mi inocencia. Lo que me sacudió en aquella visión iniciática fue la crudeza con que Howard Hawks y David Lean trataban a sus héroes. No les negaban su coraje, ni su voluntad, ni una cierta pureza (al menos inicial) de motivos; pero ambos cineastas exploraban el momento en que la virtud se vuelve pecado, y no soltaban la mano de sus personajes ni siquiera cuando sus obsesiones se transformaban en locura. Acostumbrado a una dieta estable de héroes impolutos, con figuras talladas a mano de acuerdo a los dictados de la corrección política, los héroes con pies de barro que interpretaban John Wayne y Peter O’Toole quedaron marcados a fuego en mi conciencia. Pensé en aquel momento que nadie se atrevería a hacer hoy esas películas. En la era que va de Reagan a Bush, los héroes de las películas de Hollywood no suelen dudar de sus motivos ni siquiera cuando someten a alguien a tortura. Quizás por eso me gustó tanto Capote: porque perdí la costumbre de ver películas que abrazan a sus personajes en toda su complejidad (y que por ende consideran a su público como si estuviese compuesto por adultos en pleno dominio de sus facultades), y Capote me recordó cómo eran. La historia del proceso que llevó a Truman Capote a escribir A sangre fría no es épica, como Río Rojo o Lawrence de Arabia, pero cuenta con un protagonista igual de contradictorio. La apuesta del director debutante Bennett Miller y del actor metido a guionista Dan Futterman era riesgosa: ¿cómo hacer para que alguien que parece un freak y que incluso habla como tal, no sea considerado un monstruo cuando se comporta como uno? Y más difícil aún: ¿cómo lograr que la gente se involucre emocionalmente con Capote, sin edulcorar su figura ni disimular ninguna de sus bajezas? Mi respuesta es simple: confiando en el público. Por supuesto, están aquellos que suponen que la gente necesita que sus héroes, ídolos y representantes de cualquier clase sean impolutos; la clase de gente que durante tantas décadas persiguió en mi país, como una verdadera policía del pensamiento, a aquellos que sugerían que José de San Martín, el Padre de la Patria, tenía amantes o era malhablado; o aquellos que presionaron para que se prohibiese La última tentación de Cristo (que nunca fue estrenada en la Argentina), porque suponían que las enseñanzas evangélicas serían menos válidas si se sugería que Jesús había dudado, o que había disfrutado del amor carnal. Pero claro, también estamos aquellos que consideramos que los logros son más valiosos cuando el héroe debe luchar de verdad contra sus limitaciones. Los triunfos no niegan los errores que cometieron ni las dudas que los atenazaron, pero los dignifican. Y eso es algo mucho más importante. En Capote está todo: el talento del escritor y su dedicación al arte, pero también el trato fáustico que aceptó para obtener la consagración con la que soñaba. Es mérito de Miller y de Futterman, y por supuesto del inmenso actor Philip Seymour Hoffman, que ni siquiera en el más mezquino de sus momentos Capote parezca otra cosa que intensamente humano, que tristemente humano. En Capote, el escritor usa al asesino Perry Smith en su propio beneficio y no puede evitar alegrarse cuando lo ejecutan, porque esa muerte le proporciona el final ideal para su libro. Sobre el precio que Capote pagó por la contemplación de los abismos de su alma informan los minutos finales del film. Si no fuese porque la gente lo confundiría con el libro, el título ideal para esta película sería, por cierto, A sangre fría.

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9 de febrero de 2006
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Bajo la rueda

Avanzan por la nieve arrastrando los pies envueltos en trapos. Van cubiertos de harapos, vencidos por la fatiga, y la columna se alarga hasta el horizonte como un río de basura humana. De vez en cuando alguno de ellos, tocado con una gorra de la wehrmacht , mira a la cámara con ojos extraviados. Los esqueletos de algunos edificios proyectan su sombra perforada sobre la desolación de Dresde, un desierto de cemento. De vez en cuando aparece la imagen de un glaciar alpino o de los bosques donde tuvo lugar la batalla de Arminus. Suena Im Abendrot, la última de las cuatro últimas canciones que compuso Strauss como homenaje y recuerdo de su mujer muerta, de su patria muerta, de un mundo muerto. Aquel nazi sublime había sobrevivido al Juicio Final. El rapsoda grita con voz rota que no sabe cómo ha podido sobrevivir bajo tierra, que no sabe cómo llegó hasta allí, que sólo recuerda a los soldados alemanes dando culatazos a sus compañeros. Asistimos a la preparación de un fusilamiento en el gueto de Varsovia. Los ojos incrédulos de los que van a morir. Los soldados que los agrupan brutalmente. Al fondo se divisan unos ciudadanos huyendo sin prisa, no tienen fuerzas para correr. El rapsoda dice que el sargento chillaba histérico y ordenaba el recuento de los cadáveres mientras los militares golpeaban con sus fusiles a los que esperaban la muerte. En ese momento se alza la voz del coro y canta la fe de Israel, Shem’a Yisroel, escucha Israel. Estamos oyendo El superviviente de Varsovia, de Schoenberg. Como asnos atados a una noria diabólica, ahí seguimos detenidos sesenta años más tarde, dando vueltas y más vueltas alrededor de millones de cadáveres hacinados, amontonados, ya unidos los unos con los otros, incomprensibles, inaceptables, inolvidables. Esos muertos se niegan a morir.

(Ambas escenas se encuentran en un DVD de Simon Rattle titulado After the Wake (Arthaus Musik) y forma parte de la serie Orchestral Music in the 20th Century.)

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9 de febrero de 2006
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El Boomeran(g)
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