Félix de Azúa
En uno de mis últimos saltos a Londres, hará un par o tres de años, tuve la impresión de que me había percatado de algo, pero tardé en saber lo que era.
Como en cada ocasión, me había acercado al British para pasear por las grandes naves sombrías. Uno se siente muy a gusto bajo las alas de las esfinges asirias o en compañía de un Horus gigantesco tallado en basalto.
Suelo concluir el paseo en la magnífica instalación de Lord Elgin, ese admirable ladrón, no por una particular debilidad hacia Fidias, sino porque es la sala mejor iluminada y da mucho sosiego acabar la visita de los monstruos asiáticos junto a los dioses occidentales con forma humana. Sin embargo, en aquella ocasión me pareció advertir algo raro y salí de allí con el alma encogida.
Sólo mucho más tarde caí en la cuenta de que la prodigiosa hecatombe, la procesión de guerreros a caballo, la finas mujeres de rectos peplos, estaban allí para mí solo. Quiero decir que no había nadie más en la sala. En cambio, recordé que los espacios dedicados al arte egipcio rebosaban de turistas, colegiales, aficionados, quizás expertos.
Que la sala del Partenón estuviera vacía y repleta la de las momias y demás parafernalia piramidal, me dejó helado. Me pareció intuir el fin de un camino que desde la Ilustración dieciochesca, a través de las vanguardias formalistas de los años treinta, había mantenido en pie la relación entre el entendimiento y el sentimiento como fuerzas equipotentes. Y que ahora estaba comenzando una nueva etapa en la que el entendimiento carecería de peso frente a un sentimentalismo de aluvión.
No es la primera vez. En tiempos de Chateaubriand, y a pesar de la indudable expansión científica del momento, los intelectuales y artistas decían preferir el misterio a la claridad. Aquel romanticismo tardío gustaba más de los nocturnos que de los amaneceres y odiaba los mediodías. La exactitud, la certeza, el recto juicio les parecía cosa de sensuales volterianos. Ellos amaban las someras llamitas que parpadean en las ermitas sin ventana que a veces sobresalen entre la nieve de los Alpes réticos. Un románico egipcio, para entendernos. Y odiaban los despejados templos ateos de Ledoux y Boullée, inundados de luz.
Algo así parece estar volviendo de la mano de los nacionalistas y de los eclesiásticos, una nueva predilección por lo opaco, lo desconocido, lo insondable, lo mágico. Una nostalgia de los faraones y del incesto sagrado. Un menosprecio del ágora y de los banquetes con vino e ideas.
Esperemos que, por lo menos, regrese también el láudano.