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Recuerdos de la muerte (IV)

Hoy voy a salir a la calle para hacer lo que hace treinta años hubiese sido una locura: decir lo que pienso, poner el cuerpo, ocupar los espacios que alguna vez el miedo dejó vacíos y sentirme acompañado por una multitud en la construcción de algo mejor. Voy a marchar con miles de otros para recordar a los miles de otros que fueron asesinados por la dictadura; y para renovar nuestro compromiso de impedir que homicidas mesiánicos (esto va a ser más fácil) y funcionarios corruptos (esto será más difícil) vuelvan a adueñarse de la Argentina.

Este aniversario número treinta nos encuentra mejor que el número veinte, y que el número diez. Porque más allá de su manifestación criminal, la dictadura fue para la Argentina el Caballo de Troya de una operación político-económica que se verificó simultáneamente a escala continental; y hoy, treinta años después, América del Sur está liderada en su mayor parte por gobiernos democráticos que no son democráticos tan sólo por su mecanismo de origen, sino porque gobiernan para la gente. Las dictaduras latinoamericanas en general, y la argentina en particular, cimentaron su poder a sangre y fuego, pero sus crímenes no cesaron con su caída. Los gobiernos militares enajenaron las economías nacionales, y la miseria que produjeron se sigue padeciendo hoy, lo cual es igual a decir que los militares (y sus ministros de economía civiles, claro) todavía siguen matando: los niños víctimas del hambre y la gente que no recibe adecuada atención médica son muertos tardíos, pero deberían sumarse a la cuenta de los desaparecidos. En este sentido, los militares y las eminencias grises que guiaron sus manos funcionaron como bombas atómicas: mataron a miles con el estallido, pero mataron a muchos más con las secuelas de su radiación.

Al menos hoy siento que el sufrimiento entrañó un aprendizaje. Ahora nadie se quedaría en su casa ante la amenaza de un golpe; y no sólo hablo de un golpe militar, sino de las múltiples variantes del fraude que se han multiplicado en las urnas desde los 70 hasta hoy. (Y en países infinitamente más poderosos que los nuestros, dicho sea de paso.) Aprendimos también que la democracia es una construcción colectiva, y por cierto cotidiana: la gente tiene un alto grado de movilización y ante el menor atropello gana las calles reclamando justicia. Otra enseñanza vital es la de la opción por la no violencia: si hoy existe entre nosotros algo parecido a la justicia, se debe a la terquedad en el reclamo republicano que las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo practicaron sin desmayos, la gota que al fin horada la piedra. Peticionar una y mil veces, golpear todas las puertas hasta que alguna se abra; aun con las imperfecciones propias del sujeto humano, nuestra única esperanza es la construcción a partir de la ley.

Siempre me pareció magnífico el título del libro de Miguel Bonasso, Recuerdos de la muerte. Porque la dictadura en la Argentina fue una temporada en el infierno: todos morimos entonces de una u otra forma, a todos nos mataron, enteros o en parte. Y hoy podemos recordar esa muerte, ver esa muerte como algo del pasado, y aunque la muerte definitiva todavía nos espere en algún recodo, vivir este tiempo bendito como una temporada de resurrección. No somos los que éramos, ¡no podríamos serlo aunque quisiéramos!, pero somos. Somos una versión más triste y más sabia.

Yo perdí la inocencia el 24 de marzo de 1976. La dictadura me cagó la vida de mil maneras; todavía me visitan sus espectros. Muchos de los errores que cometí de adulto se deben, en buena medida, a que me convertí en un viejo a los catorce años (un anciano inmaduro sólo puede ser infeliz), y en consecuencia dejé jirones de piel y libras de carne por todas partes, peleando la batalla por readueñarme de mi vida. Pero ya no me quejo, al menos hoy no. Hoy voy a salir a la calle para hacer lo que hace treinta años hubiese sido una locura.

Hoy voy a ser feliz.

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24 de marzo de 2006
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Un buen amigo y un ejemplo a seguir

Es de tamaño medio, tiene el pelo largo y blanco, pesará como un labrador, los ojos son de color amarillo y responde al nombre de Delos.

Hace cinco años, sus dueños leyeron un papel escrito a mano y pegado a una farola del barrio en donde se alertaba de la inminente matanza de un centenar de perros jóvenes, por imperativos higiénicos del ayuntamiento. Podían, sin embargo, salvar alguno, si acudían a reclamarlo. Así lo hicieron. Con los ojos llenos de lágrimas porque los quería salvar a todos, una de las niñas pequeñas señaló a Delos, entonces un montoncillo de carne temblorosa, y se lo llevaron consigo.

Ya no es un cachorro, pero jamás ha superado el trauma de la condena a muerte. Durante el día y la noche, Delos se desparrama por la casa. Nunca camina, no ladra, no duerme. Apoya la cabeza contra el parquet, a veces en la oreja derecha, a veces en la izquierda, se tumba, y mira al infinito. Es un perro metafísico y existencial.

Hay que obligarle a comer y lo hace con parsimonia, a regañadientes, como contrariado. No juega, no se mueve, no existe. Debe de pasar las horas como un monje cartujo diciéndose: no soy, y si algo soy soy nada, nada soy ni seré, nada he sido y así sucesivamente.

Como carece de síntomas vitales, la familia suele olvidarse de él, de modo que ha desarrollado un inteligente sistema para que de vez en cuando lo bajen a la calle para cumplir con sus obligaciones corporales. La estrategia consiste en ir ocupando lugares de la casa cada vez más incómodos para los dueños.

Del oscuro rincón de un cuartucho pasa a la pared de la entrada, de allí al lateral del pasillo, luego al centro (hay que saltar por encima), del pasillo a la puerta del baño (donde se le pisa porque está oscuro, pero nunca se queja), para acabar tumbado sobre la mesa del comedor o sobre la cocina. Entonces lo bajan a la calle.

Se me ocurre que también nosotros podríamos emplear su estrategia. Tumbarnos en medio de la calle delante de Las Cortes. Luego, a la puerta del Parlamento. De allí a los escaños. Hasta tumbarnos encima de los diputados y diputadas. A lo mejor así se enteran de que existimos.

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24 de marzo de 2006
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Vuelve Almodóvar

La primera película de Pedro Almodóvar, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, comienza con Carmen Maura sembrando marihuana en el balcón de su casa. Un policía la descubre y la amenaza, pero ella le ofrece sexo a cambio de su silencio. Ella le autoriza a hacérselo por todos los agujeros, “pero no por el coño, que estoy guardando mi virginidad para venderla”.

El policía no le cree, y brutalmente, le roba a la Maura su único capital. El resto de la historia es una larga venganza en la que ella seduce a la reprimida esposa de él. “Seducción” significa hacerle pis en la cara, llevarla al concierto de los drogadictos de Radio Futura y mostrarle todas las perversiones posibles. El número musical de la película se titula “murciana, eres una marrana”.

Un cuarto de siglo después, las cosas han cambiado un poco. En Volver, estrenada en España el viernes, no hay transexuales con problemas de identidad, ni heroinómanos angustiados. Nada de felaciones ni ninfómanas. No figuran oscuros clubes nocturnos ni noches de cocaína. Sólo mujeres. Y para colmo, oriundas de un pueblito perdido en algún lugar de La Mancha.

Todas las protagonistas de esta película son madres, hijas o tías entre sí. En cambio, los dos únicos hombres de la historia –uno de los cuales ni siquiera aparece físicamente-, se limitan a cumplir la función de detonar la acción con sus abusos, depositan el espermatozoide de los problemas y luego desaparecen. En el fondo, Volver no es una historia tan distinta de Pepi, Luci, Bom.... Es una fábula sobre mujeres cómplices que se protegen mutuamente en un mundo de machos agresivos.

La diferencia es que Volver, desde el título, es una historia sobre el pasado, y lo difícil que resulta librarse de él. El daño producido por los hombres marca la vida de las mujeres para siempre, pero no se repara mediante la venganza –que la hay- sino mediante la honestidad. Las verdaderas víctimas no son los merecedores de esa venganza a menudo sangrienta, sino sus viudas y huérfanas. Las mujeres de Almodóvar no se disculpan por sus crímenes sino por haberles mentido a sus amigas para ocultarlos. Y no se sienten responsables por los muertos sino por las mujeres a las que esa muerte ha salvado.

Si invirtiésemos los roles de esta película, sería estrepitosamente machista. Si la directora fuese una mujer la acusaríamos quizá de misógina. Pero los personajes de Almodóvar resplandecen. La mala educación era un film de hombres, y resultaba oscuro y frío. En su última entrega, en cambio, el director manchego no sólo vuelve a las mujeres, sino a sus mujeres de toda la vida –Maura, Chus Lampreave, Penélope Cruz-, y construye con ellas un hermoso homenaje a la fuerza que esconde la fragilidad, y a la luz que brilla en el corazón de la oscuridad.

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24 de marzo de 2006
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DENTRO Y FUERA DE ARGENTINA

Nunca hubo fluidez entre Argentina y los vecinos de su continente. Conocemos la definición clásica: un argentino es un italiano que vive en América Latina y se cree británico. Borramos el británico que no es tan obvio ahora, ponemos europeo y la fórmula sigue igual de buena. Se comprueba con la jerga de Buenos Aires, donde se habla de "sudacas" "bolitas" o "chilotas" para nombrar a los vecinos.

La vieja idea del error geográfico de un país que se encuentra en un lugar del mundo que no le corresponde, dejó una huella permanente en la cultura del país. La literatura no se escapa de esta visión si miramos la Breve historia de la literatura Argentina (Taurus) que publica un poeta y profesor, Martín Prieto. Es un libro que tiene la forma de un manual y cuyo título miente de manera vergonzosa. Con más de 550 páginas de gran tamaño (incluyendo 15 de índice onomástico) no es una historia breve.

Tanto papel da mucho espacio para citar autores. Un lector francés se da cuenta de la potente verdad del siglo veinte. Los otros países de América Latina han tenido escritores que llegaron a ser leídos fuera, pero Argentina cuenta con un flujo de estrellas que consigueron la fama en todas partes: Arlt, Bioy Casares, Borges, Cortázar, Tomás Eloy Martínez, Ocampo, Puig, Sábato.

No son figuras menores y tampoco es menor la mirada que los autores argentinos dan hacia afuera. Viajes a Europa, recepción de visitantes europeos, lectura de maestros europeos. El dramaturgo Copi (Raúl Damonte) y el escritor Héctor Bianchotti, que es miembro de la Académie Française, no son desertores que se fueron a Francia, sino soldados de un puesto avanzado de las letras argentinas.

Por el contrario, hay una pobre presencia del resto del continente latinoamericano en la Argentina literaria tal como la resume Martín Prieto. Hasta los uruguayos tienen dificultades para entrar en el país vecino. La recopilación de aquella breve historia incluye a Horacio Quiroga (quizás por haber liderado una sociedad de autores) y omite a otro cuentista, Juan Carlos Onetti. Por favor, si Buenos Aires es de un autor, pertenece a Onetti más que a Cortázar o a Sábato.

Martín Prieto recuerda muy bien cómo Facundo, la obra de Sarmiento que ha dado su plena potencia a la literatura argentina, abre con un epígrafe mal robado a Diderot: "a los hombres se degüella; a las ideas no". El enciclopedista francés había escrito "on ne tire pas de coups de fusils aux idées" (no se disparan tiros de fusil a las ideas). Para el crítico Ricardo Piglia poner así en juego una traducción del francés y equivocarse es nada menos que un resumen de "la oposición entre civilización y barbarie".

De verdad, según Prieto, el único no europeo que consigue un impacto en Argentina es Rubén Darío, con una estancia en Buenos Aires de 5 años a fines del siglo diecinueve. Pero su influencia modernista desapareció en 1922 con la llegada de Borges que había vivido 7 años en Europa. Él denuncia una retórica vieja en el discurso del poeta nicaragüense y Buenos Aires vuelve a su normalidad, al diálogo entre Argentina y el mundo no hispanoamericano que es, en el fondo, la expresión de sus artistas.

Lo pensé la semana pasada al enterarme de que el presidente Kirchner había prohibido la exportación de carne por 180 días (con el sueño de que van a bajar los precios) ¿por qué no lo hace con la literatura, para que los escritores argentinos no busquen su rostro en el espejo europeo?

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24 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (III)

Siempre se me hace difícil explicar a mis hijas lo que significó tener catorce, quince, dieciséis años durante la dictadura. Ahora que un par de ellas rondan esa edad, la idea de un país donde los adolescentes se esconden en el interior de sus hogares para no exponerse a los riesgos de la calle les resulta virtualmente inconcebible. Ellas están habituadas a la vida prototípica de los jóvenes: salir hasta cualquier hora, andar por cualquier lugar, vestir de cualquier forma… No temen reír en público ni ponerse en ridículo, expresan su alegría con las ínfulas (¡y con el descaro!) propio de la edad. La Argentina de 1976-1983, en la que me crié mamando a diario la leche del pánico, les resultaría tan ajena como el paisaje marciano.

Yo crecí en el miedo. El terror era mi aire. Mis padres jamás pasaron por el trance de luchar con su hijo adolescente para ponerle límites: yo tenía tanto miedo de andar por las calles, que regresaba por propia voluntad antes de que dieran las diez, ¡incluso los sábados! Me quedaba en casa de mis amigos, o de mi novia, y cuando se hacía la hora de volver cubría las distancias en tiempos que un maratonista envidiaría.

Quizás lo más singular sea la forma de mi miedo. Tal como dije, yo carecía por entonces de formación política, y era de los que escapaba de los diarios y de los noticieros: sabía lo mínimo indispensable, que estábamos bajo un gobierno militar que gustaba de llamarse a sí mismo “Proceso” (los militares nunca han sido muy afectos a la lectura de Kafka, puesto que de serlo habrían elegido otra denominación) y que ese gobierno combatía a los terroristas, que según el discurso oficial eran retoños de Satán sobre la Tierra. Lo singular, digo, es que a pesar de la omnipresencia y de la gravedad de semejante discurso yo jamás tuve miedo de los terroristas, esos muchachos de barba que, según el relato admonitorio, ponían bombas por doquier y te llenaban la cabeza de ideas extrañas. Yo le tenía miedo a otra cosa. Le temía a los uniformes. A todos. A los azules de la Policía, a los verdes del Ejército. Y a las criaturas que los llevaban puestos.

Cada vez que me aproximaba a un policía en la calle, empezaba a transpirar. El padre de uno de mis amigos estaba convencido de que yo sudaba así de manera natural, pero no. Sudaba así tan sólo cuando sentía pánico. Y yo sentía pánico en esas ocasiones porque tenía claro (no sé cómo porque nadie me lo había explicado, no conocía a nadie que afrontase el miedo de decirme la verdad) que si alguien podía hacerme daño, un daño informe e impreciso pero no por ello menos amenazador, ese alguien era cualquier  uniformado.

A veces me digo que mi alma reaccionaba de esa manera porque seguía un razonamiento muy simple: en la Argentina existía un discurso único, yo no creía en ese discurso (mi desconfianza era pura intuición), ergo, yo era un disidente, y en esa Argentina todo disidente era un criminal: me convertí en Josef K. sin saberlo, y por eso vivía con la sensación de haber cometido un crimen sin siquiera entender cuál había sido mi falta. Pero otras veces pienso que este argumento es demasiado cerebral, cuando la cosa era bastante más simple: en Buenos Aires (en la Argentina en general, pero yo vivía entonces en Buenos Aires) el miedo se respiraba, se sentía sobre la piel, se leía en los rostros de los otros, de todos y de cada uno. Yo temía no porque fuese un iluminado, sino por empatía: les temía a aquellos a quienes todos temían, en el más profundo y más degradante de los silencios.

Agradezco al cielo que mis hijas no hayan vivido nada parecido. Y agradezco la indiscutible fortuna con que atravesé ese infierno, aun cuando me quedaron marcas profundísimas porque nadie cruza el infierno sin quemarse. Yo no tuve que lamentar pérdidas personales, no sufrí la desaparición ni el exilio de parientes ni amigos. Lo único que perdí fue la inocencia.

La saqué barata. Cientos de miles de argentinos no pueden decir lo mismo.

(Continuará.)

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23 de marzo de 2006
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LOS SOLDADOS PERDIDOS

Al leer las noticias sobre el “alto al fuego” de ETA no hay manera de escapar a una relectura de The secret agent (El agente secreto) de Conrad. Creo que no ha habido otro libro que haya llegado con tanta eficiencia al fondo del problema del terrorismo; es decir, a la pregunta sobre lo que es un terrorista y lo que pasa con su vida en caso de renunciar o tener que renunciar a su combate.

Escribe Conrad “The way of even the most justifiable revolutions is prepared by personal impulses disguised into creeds”. ¿Qué quiere decir? Que más allá de la creencia (en la libertad, la justicia, la independencia, etc.) hay una dinámica de creencia que sostiene al terrorista en su acción. El profesor, que es un protagonista clave en la novela de Conrad, tiene “a final cause that absolved him from the sin of turning to destruction” (una causa final que lo absuelve del pecado de utilizar la destrucción). Aunque duele, hay que entender que la palabra precisa aquí es “fe”. Es la fe la que construye el absurdo atentado en la novela de Conrad: destrucción simbólica del reloj de Greenwich; entendamos: destrucción del tiempo que, lo sabemos todos, termina por ganar, siempre.

Un episodio como el que vive España obliga a una relectura de Conrad. Y si no lo hacemos por lo del País Vasco lo podemos hacer hoy también por Chile (donde se acaba de inculpar a soldados de la caravana de la muerte) o por Colombia (donde se recibe la noticia de la inculpación de comandantes de las FARC por narcotráfico en EE.UU.).

Como francés que conocí (era muy pequeño) la guerra de Argelia, mi encuentro con el tema fue en un discurso del General de Gaulle. Se había terminado la guerra. El acceso de Argelia a la independencia no se podía negar y seguían los atentados de militares o ex militares. Entonces De Gaulle dio un discurso frente a los oficiales del ejército francés en Estrasburgo, en el este del país. Fuera de la obediencia, explicó, solo hay “soldados perdidos”. Me acuerdo, eran “soldados perdidos” estos militares franceses que poco a poco pasaron del terrorismo político al terrorismo de la desilusión y por fin a la mera participación en la actividad de un hampa sin cambiar su discurso.

Cuando los soldados de una causa son despistados por los cambios de la historia y de la sociedad, van por el camino de la delincuencia y del crimen pero –porque todos son comos los héroes de Conrad– mantienen el discurso de la fe. Nadie quiere reconocer que se encuentra en la situación que describe García Márquez en Cien años de soledad: peleando “por algo que no significa nada para nadie” De ser de otra manera solo quedaría el camino del suicidio. Entonces, sobran los casos de autojustificación; el último que recuerdo como un discurso total es Mi confesión, Carlos Castaño revela sus secretos, que publicó Mauricio Aranguren Molina en la editorial Oveja Negra de Bogotá. Muerte, narcotráfico, deseo de venganza por la muerte de un hermano, se mezclaban con ideales de libertad y de procesos políticos en la fenomenal visión de un paramilitar perdido en una dinámica de violencia siempre justificada.

Lo más difícil, si sale lo de la paz en el País Vasco, será ubicar en una vida de verdad a estos soldados perdidos de ETA que todos hemos encontrado en México, Cuba o Venezuela y que hablaban de su fe en una causa para justificar el dolor de su destierro.

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23 de marzo de 2006
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¿Qué ha dicho ETA?

Por primera vez en cuarenta años –y tras casi 900 muertes-, ETA ha anunciado el fin del fuego. O quizá no. O quizá sí pero no. El día de ayer ha sido uno de los más confusos desde que vivo en España. Y sin embargo, toda la confusión surge de un solo comunicado, y muy breve: el que al mediodía de ayer ha dado a conocer la banda terrorista.

El primer punto discutible es la declaración de un “alto al fuego permanente”. No está claro qué significa eso. Los altos al fuego son temporales. Si son permanentes se llaman propuestas de paz o, en todo caso, rendiciones. “Alto al fuego permanente” es una contradicción en sus términos. Y sin embargo, en el contexto histórico en que está planteado, el término “alto al fuego” implica una diferencia con la historia anterior. La última vez que ETA ofreció dejar de matar llamó a su propuesta “tregua”. Su terminología actual quizá sea semánticamente igual pero, políticamente, implica que no es lo mismo. Y el añadido “permanente” en vez de “indefinido” supone que hay una intención declarada de perpetuidad. 

La cuestión entonces es bajo qué condiciones será perpetuo ese alto al fuego. Significativamente, el término “autodeterminación” no aparece en el comunicado, que habla más bien de “un proceso democrático” al final del cual, “los ciudadanos vascos deben tener la palabra y la decisión sobre su futuro”. El Partido Popular y la Asociación de Víctimas del Terrorismo consideran que eso es una llamada al referéndum por la independencia. Pero la definición de ETA parece ofrecer ubicarse entre dos umbrales extremos: el referéndum y la legalización de Batasuna, el brazo político de ETA. Lo más probable es que la negociación con el Estado lleve a algún punto intermedio de ese espectro.

Si bien esos son los límites políticos, los legales son más estrechos. ETA pide que las autoridades de España y Francia –que ha hecho todo lo posible por no sentirse aludida- respondan “dejando a un lado la represión”. Éste punto es el más claro. Su mínimo de negociación es el regreso a las cárceles del país vasco de todos los presos etarras –más de setecientos- repartidos por todo el territorio español. El comunicado sugiere que ése es el primer paso que esperan. Su liberación –al menos parcial- es el segundo. Lo habitual no sería indultarlos, sino promulgar legalmente nuevos beneficios penitenciarios cuyos beneficiarios serían estudiados caso por caso por una comisión.
Referéndum o legalización de Batasuna, acercamiento de los presos o liberación total, parecen ser los dos niveles y los cuatro umbrales que comenzarán a negociarse a partir de este comunicado. El camino será largo y lento. El gobierno y los periodistas han insistido en este punto.

En este contexto, sorprenden las declaraciones del líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, que se declara decepcionado por que los etarras no hayan anunciado su disolución o su rendición ni hayan pedido perdón a las víctimas. Antes, el Partido Popular exigía que se negociase sólo si ETA anunciaba que dejaba las armas. Ahora que anuncia que las deja, el PP quiere que además se humillen, se denigren, se rindan.

Moralmente, el PP quizá tenga razón. Pragmáticamente, buena parte de los españoles parecen dispuestos a aguantar que los etarras no lloren de rodillas si están dispuestos a dejar de matar. Pero políticamente, El PP podría reclamar que esta negociación es posible gracias a los golpes militares que ellos dieron a ETA, golpes irrefutables que la debilitaron al punto de permitir una negociación favorable al Estado español. Y sin embargo, el PP ha optado por mostrarse amargado, antipático, intransigente. Ha tomado la opción maximalista: todo es horrible si no lo hacemos nosotros.

La apuesta es arriesgada. Si el proceso de paz fracasa, Rajoy recogerá los frutos. Pero si se llega a la paz, el PP habrá perdido la oportunidad de formar parte de ella. De hecho, toda la política de Rajoy ha sido maximalista. Si no funciona, el PP se convertirá en el partido que anunció la disolución de la familia con la ley del matrimonio gay, la ruptura de España con el Estatut catalán y la impunidad de los asesinos en el país vasco. De momento, las familias ahí siguen y Cataluña no se ha independizado. Y en el tema vasco, el Partido Popular ha dejado su suerte en manos de ETA. Sólo por eso, y sin quererlo, ha colaborado con el proceso de paz. Nada podría complacer a ETA más que fastidiar al partido de Aznar.

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23 de marzo de 2006
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¡Por fin!

Durante años he estado persiguiendo una obra de arte. Bien es verdad que no se trata de una obra fácil, sencilla, inmediata y directa como pueda ser un paisaje de Claudio Lorena, un desnudo de Giorgione o una crucifixión de los Van der Weyden; no, no es una de esas cosas que cuelgan de las paredes. Se trata de algo más reflexivo, más teórico, algo que deja profundas cicatrices en la piel del arte.

En el año 1971 Chris Burden, arrebatado por la inspiración, produjo un conjunto considerable de obras maestras. En la exposición del Pompidou (Los Angeles 1955-1985) había algunas muy notables. La del balazo que le dispararon a cuatro metros y medio con un proyectil de cobre de 22 mm. En las fotos puede verse el brazo limpiamente perforado, el reloj de pared (eran las 19.45), el artista mostrando el orificio, en fin, todo.

También estaba la obra llamada Deadman. Una noche de Los Angeles, Burden se envolvió en un saco, se puso bajo un coche en medio de la calle y se iluminó con un foco. La policía llegó en un santiamén. Lo detuvieron por “falsa emergencia”, pero cuando se celebró el juicio salió libre porque el juez no sabía qué pena imponerle. En el Pompidou se exhibía el saco muy doblado.

Sin embargo, mi favorita es la de la consigna. Realmente uno se hace cruces al imaginar a Burden, que no era tan pequeño, metido en aquel agujero donde apenas cabe una maleta mediana. Las fotos muestran la pared de taquillas metálicas, las portezuelas de cada una de ellas, y así sucesivamente, pero lo en verdad emocionante era el candado. Allí estaba el candado, el verdadero, el único, el que cerraba la portezuela de la taquilla, protegido por una caja de metacrilato.

Valía la pena hacer la cola, pagar mil pelas, subir hasta la cúspide del Pompidou (que ya parece la del Vaticano), sortear los grupos conducidos por vociferantes cicerones y ciceronas, así como los miles de aficionados que pasean con la guía acústica pegada a la oreja y por lo tanto ensimismados en enjambre ante las mismas obras e impidiendo el paso. Nada de eso importa.

He visto el candado. Puedo morir en paz.

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23 de marzo de 2006
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LA DESCONFIANZA

Leo Adolfo Suárez y el bienio prodigioso de Manuel Ortiz (Editorial Planeta). Es un libro extraño. Por una parte, una especie de cronología comentada de los dos años en que se realiza la parte fundamental de la transición institucional del franquismo a la democracia. Y, por otra, una serie de testimonios de ex colaboradores del presidente del gobierno: Rafael Ansón, Andrés Cassinello, Eduardo Navarro, etc.

Claro que se trata de una lectura en que uno va pensando en la historia política de lo que ocurrió hace treinta años en España. Cuando leí Historia de Carmen de Ana Romero, de la misma editorial Planeta, leía algo que se parecía más a un mito griego. Carmen Ruiz Moragas era Jefa de Gabinete de Adolfo Suárez (del Gabinete Técnico del Presidente, dice Ortiz) pero para mí leer su biografía era comprobar la historia trágica tal como se contaba en Madrid. Hija ilegítima de Ramón Serrano Súñer con la marquesa de Llanzol, había iniciado una relación amorosa con su medio hermano Ramón Serrano Súñer y Polo cuando se enteró de que se trataba, tal como lo cuentan la canciones baratas, de un “amor imposible”. Nadie puede leer esta historia sin sentir un cariño obvio hacia Carmen.

Ella aparece en el libro de Ortiz, asumiendo el papel clave de intermediaria entre el Presidente y el líder comunista Santiago Carrillo. No sé si los jóvenes pueden entender matices de esta época: por ejemplo, Suárez está de acuerdo en que los comunistas participen en las elecciones si no utilizan sus símbolos tradicionales, la hoz y el martillo; otro ejemplo: se reúne una cumbre eurocomunista en Madrid aunque el partido comunista español no tiene existencia legal.

La historia de la transición es trastornada, imposible, pero, al final, demuestra la confianza mutua entre sus protagonistas. Lo insoportable cuando se trata de los protagonistas de hoy es que han perdido aquella base común, compartida, que da vida a una democracia. Hasta tal punto que parece imposible entender lo que ocurrió entre ex adversarios para alinear las instituciones sobre una sociedad ya renovada. Es lo que me molesta del libro de Ortiz. Que sea una historia escrita de la derecha no importa: la transición honra a la derecha democrática que la hizo. Pero no puedo entender cómo se sospecha un misterio detrás del atentado contra Carrero Blanco, otro misterio detrás de las entradas y salidas de Suárez de la vida política, un misterio más detrás de la muerte de Fernando Herrero Tejedor en un accidente de tráfico.

La palabra que utiliza Manuel Ortiz es “extraño”. Pero no hay nada extraño en la necesaria concordia de adversarios al reconocer unos hechos básicos para que funcione una democracia. Es romper de manera irresponsable el hilo de la historia el concluir con unas frases como “La guerra civil que quedó pendiente con el asesinato de Carrero es la guerra que evitó la Transición. Ahora ya no podemos estar seguros de nada…”. Reacciono así en un blog que se dedica a la literatura porque me parece que la crispación en la vida política española empieza con una voluntad de reescribir la historia, de considerar como “extraña” la que fue una ambición, compartida por todos, de cambiar las cosas.

Dos apartes: uno para decir, a pesar de lo anterior, que vale la pena leer a Manuel Ortiz; dos, nunca había notado que la palabra “bienio” no tiene traducción al francés (“espacio de dos años” dice el diccionario).

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22 de marzo de 2006
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Toros

Nunca he sido un gran fanático de las corridas de toros, y siempre las consideré un evento cruel e innecesariamente sangriento, y un combate injusto contra un animal indefenso. Pero el domingo fui a una, sobre todo para verlo con mis propios ojos y así criticarlo a mis anchas. Además, era una corrida de rejoneo, a caballo. Y me gustan los caballos.

El primer torero que salió me hizo arrepentirme de haber ido. Se pasó un largo rato dándole al toro estocadas que le dejaron la espalda bañada de sangre. Y ni siquiera lo mató. Acabó bajando del caballo con una espada y, flanqueado por dos tipos con capas que mareaban al animal, procuró darle el golpe de gracia. Pero ni aún así, de cerca, consiguió matarlo. Cuando por fin logró tumbarlo, los otros dos se arrojaron sobre el toro con puñales a ver si se moría de una vez. Más que un arte, parecía un linchamiento de borrachos. Yo quería irme y ahorrarme ese espectáculo repulsivo, inhumano.

Luego llegó un torero que era una especie de David Beckham de la plaza. Joven, guapo y vistoso, hacía cabriolas en el caballo, jugueteaba con el toro, describía acrobacias sobre la arena y realmente daba un espectáculo. Además, no era tan brutal. Al contrario, sus estocadas eran precisas, sin escandalosas hemorragias, y practicaba algunas de ellas con pequeños punzones que lo obligaban prácticamente a poner la mano sobre el lomo del toro. Eso le ofrecía al animal oportunidad de matarlo al primer error. Me pareció más equitativo.

Más adelante, llegó un torero igualmente joven, impulsivo y brioso. También jugueteaba pícaramente con el toro entre banderilla y banderilla, y arriesgaba. Hasta que el toro se le fue encima.

La cosa fue muy rápida, pero cortó la respiración del público. El toro le dio al caballo en un costado, y el jinete rodó por el suelo. Se quedó inmóvil boca abajo, pero la bestia esa de casi 600 kilos corrió a darle de cornadas. Si hubiese estado boca arriba, o alguna cornada le hubiese acertado en el riñón, no se habría levantado nunca.

Pero se levantó, y continuó con la corrida. Minutos después, el toro se cayó y no consiguió levantarse. Entonces el público empezó a pedir que llevasen otro toro, uno sano. Yo quería gritar: “¿pero no han visto que a este hombre casi lo matan hace cinco minutos? ¿por qué no dejamos las cosas como están? ¿van a mandarle a un toro fresco para que lo asesine de verdad?”

El torero continuó la corrida contra el toro nuevo. Lo más increíble es que lo hizo muy bien, arrancó aplausos del respetable. Pero una vez más, la muerte del toro fue una sangría. El hombre tuvo que apearse del caballo, y se pasó un rato buscando el punto por dónde clavarle la espada a un animal arrinconado que echaba sangre por la boca y al que la lengua le colgaba. Entonces, el público empezó a abuchearlo. El torero pasó de estar a punto de morir a ser un héroe y a ser pifiado en menos de veinte minutos. Luego, al fin, consiguió matar al toro.

Después de todo eso, aún pienso que la corrida es un evento cruel e innecesariamente sangriento. Pero ya no creo que sea un combate tan injusto. Es verdad que, si un imbécil me tuviese arrinconado y con la lengua afuera y no fuese capaz de darme la estocada final, con gusto le perforaría los riñones. Pero también es cierto que, si yo hubiese estado tirado boca abajo, con un toro de más de media tonelada corneándome el costado, me preguntaría por qué tenía que enfrentarme a semejante monstruo.

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22 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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