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LILITA ABREU

Era cubana. Se llamaba Rosalía Abreu Sánchez. Todos le decían «Lilita», menos Alexis Léger que ponía «Liu» en sus cariñosas cartas. Alexis Léger es el poeta que consiguió el Premio Nobel de Literatura en 1960 bajo el seudónimo Saint-John Perse. Por primera vez se publica su biografía: Saint-John Perse, les rivages de l’exil, de Joëlle Gardes (Editions Aden). Un trabajo serio, largo (trescientas cincuenta páginas) y con limitaciones obvias. Falta emoción, falta el anhelo de convivir una aventura poética en lo que es más bien una recopilación de hechos desplegados en un orden cronológico. Por suerte, tenemos a «Lilita».

Ella es un fantasma ineludible en la historia literaria francesa del siglo XX. Nació en París, pero de padres cubanos, y creció haciendo muy largas estancias en la isla y en EE. UU. Su padre era el típico hijo de una familia de las Canarias enriquecida en Cuba. Dejó a la madre, que era todo un caso al atender siempre sus trescientos monos antes que a sus hijos. Cuando Lilita llega a París, en 1907, tiene veintiún años. Se convierte enseguida en la reina del salón de la tía que la hospeda en una casa espléndida de la calle Beaujon. Por un año, fue novia de Louis Pasteur Vallery-Radot, bisnieto de Eugene Sue, médico famoso y futuro héroe de la resistencia contra los nazis. Lo deja y enloquece a Jean Gireaudoux, el novelista y dramaturgo. La biografía de Gireaudoux, que publicó Jacques Body hace dos años, no deja duda alguna sobre la eficacia de su coqueteo. Gireaudoux tiene el corazón machacado, como en la canción de Ary Barroso, y huye a Francia por ella.

Todavía se puede comprar en París por unos cien euros las Dix lettres à Lilita (Diez cartas a Lilita) de Leon-Paul Fargue, otra víctima de esa bomba cubana que termina por casarse con un empresario que tiene plata y pocas exigencias («Lilita» mantiene un piso suyo). Pensar en Anaïs Nin, otra cubana con sumo talento para la seducción, sería un error. «Lilita» fue una mujer sencilla y sensible. Aparece en la vida de su amante como una luz generosa que Saint-John Perse se dedica a mantener en la sombra. Se encontraron hacia 1925; llegaron a ser íntimos a principio de los años treinta; compartieron, sin convivir, un exilio en los años cuarenta en Washington.

No hay scoop en el relato de la relación que ofrece la biografía. El scoop tuvo lugar en 1987, cuando Mauricette Berne, una conservadora de la Biblioteca Nacional de París, publicó Lettres à l’étrangère en Gallimard. El título venía como un eco al famoso Poème à l’étrangère (Poema para la extranjera): «vous qui chantez –c’est votre chant…» (no, no me atrevo a traducirlo). El libro revelaba la naturaleza de la relación entre el poeta y su “Liu”. Saint-John lucía bastante mal en su papel de amante escondido. Tampoco parece muy simpático en la biografía. Llegó a ser secretario general en el ministerio francés de asuntos exteriores. Típico funcionario francés de la haute administration: un señorito que por ocupar una posición social cree tener una visión suya. La Segunda Guerra Mundial le ofreció una oportunidad tremenda. De Gaulle le esperaba. Pero se dedicó, después de una mala entrevista con Churchill, a una presión ineficiente sobre el presidente americano Roosevelt. Esperaba todo de la Casa Blanca. La biografía recuerda la valoración aplastante de De Gaulle en 1942: «A pesar de sus grandes apariencias, Léger no tiene casta. Puede ser un diplomático, pero no sabe lo que es la política. Entonces sigue la política de cualquier otro. Es lo que ha hecho siempre. No le podemos dar la importancia que no tiene».

Por lo menos estaba la poesía. De esto, sí, Léger sabía algo. Y «Lilita» también, que no se equivocó al ser la primera en leer el Poème à l’étrangère. Entendí que era una carta de ruptura. Termina con: «Je m’en vais, ô mémoire…» (Me voy, memoria…). En realidad no fue así: «Lilita» se marchó de Washington sin despedirse del gran poeta y pequeño hombre cuyo talento debe tanto a su presencia.

Tendremos mucho Saint-John Perse en Francia el año que viene: su obra es el tema del próximo concurso de la agregation (el concurso para ser profesor de literatura en la universidad). Quizá sea una buena oportunidad para mejorar el sitio Internet dedicado al poeta. No seduce para nada. Prueba de esto: habla poco de «Lilita».

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29 de mayo de 2006
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La Eternauta

El artículo que José Pablo Feinmann publicó ayer en el diario Página 12 disipó la intriga que yo conservaba desde el acto del 25 de Mayo en la Plaza: ¿quién era esa mujer que aparecía detrás de Kirchner en el escenario, durante el discurso presidencial? Porque había otras mujeres muy fáciles de identificar: la propia Cristina Fernández de Kirchner, y las inconfundibles Hebe de Bonafini y Estela Carlotto, en representación de una agrupación de Madres y de las Abuelas de la Plaza. Pero esta otra mujer, con el rictus de dignidad en el rostro que sólo confiere un dolor extremo, ¿quién era? Feinmann me lo confirmó: era Elsa Oesterheld, la viuda de Héctor Oesterheld, el creador de historietas inolvidables como El Eternauta, Ernie Pike y Sargento Kirk. Oesterheld es uno de los treinta mil desaparecidos durante la dictadura. Pero no es el único Oesterheld en esa lista, como Elsa puede confirmar. Hay otros cuatro Oesterheld desaparecidos: sus cuatro hijas.

Dice Feinmann que Elsa fue siempre antiperonista, furibunda, cerrilmente antiperonista. Y que por eso su tragedia es doble: no sólo perdió a sus seres amados, sino que además no comprendió en su momento la causa por la que ofrendaron la vida. Sin embargo Elsa aceptó la invitación a participar del acto, y a subir al escenario en el que no había ningún signo de la liturgia peronista; tan sólo un cartel que rezaba La Patria somos todos. Dice además Feinmann que la llamó esa noche y que la encontró contenta. Según contaba Elsa, al subir al escenario Kirchner le dijo que bajase la cabeza para que no se golpease con un caño, y ella replicó: “Vea, Presi, nunca un presidente me había cuidado la cabeza. Al contrario, si me habrán golpeado ahí y en todas partes…”

Elsa tiene 81 años y está entera. Le dijo a Feinmann que en un momento del acto del 25 miró a la multitud y le pareció que en cada chico de la multitud veía a sus hijas. Todo lo que les queda de ellas es un nieto llamado Fernando, que está en Alemania, y otro llamado Martín, que le ha dado un bisnieto llamado Tomás. Y por supuesto, también estamos todos aquellos que crecimos venerando las historietas de Oesterheld. Sería justo que nos considerase su familia extendida, porque los relatos de Héctor fueron parte vital de nuestra educación. Oesterheld escribía aventuras protagonizadas no por superhéroes, sino por hombres parcos y siempre dignos. No eran héroes de profesión, sino tipos que llegado el momento decidían estar a la altura de su propia Historia. Como el mismo Héctor, en suma.

Su obra más conocida, El Eternauta, tiene como protagonista a Juan Salvo, un hombre común y corriente a través de cuyos ojos vemos una invasión extraterrestre. Salvo, su mujer y su hija sobreviven por casualidad a una nevada mortífera que los extraterrestres envían sobre Buenos Aires. Cuando comprueba que también hay otros sobrevivientes, Salvo se integra a la resistencia. La lucha es desigual, en aquel Buenos Aires de los años 60 no existen medios para combatir contra una tecnología tan superior. Pero Salvo y los otros perseveran hasta obtener una triste victoria. Al término de esa batalla, Salvo comprende que su hija y su mujer han desaparecido. De allí en más se dedica a buscarlas por toda la eternidad, por eso es un eternauta, porque navega el tiempo en busca de los seres amados que ha perdido y con los que, está seguro, terminará reencontrándose en algún momento.

Siempre pensé que había mucho de Oesterheld en Juan Salvo, pero ahora creo que existe otra lectura posible, más cercana a la verdad: Juan Salvo es Elsa. Ella es La Eternauta.

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29 de mayo de 2006
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El equilibrista

Desde mi llegada a Buenos Aires me llaman la atención los carteles con leyendas como “El presidente tiene algo que decirte”, “Ahora el pueblo sabe de qué se trata” y “Todos a la plaza con Kirchner”. Están por toda la ciudad, y convocan a los ciudadanos a festejar el 25 de mayo, día nacional de Argentina y tercer aniversario de la toma de mando del gobernante. De hecho, la estrategia de marketing enfatiza hábilmente la doble celebración. Los diversos carteles transmiten constantemente el mismo mensaje: Kirchner es Argentina, un líder y un pueblo que se comunican directamente y sin  intermediarios.

Al verlo tan imponente, tan por todas partes, parece mentira que este hombre haya llegado al poder con un mísero 22% de los votos. De hecho, el entonces delfín de Duhalde era un desconocido para casi la mitad de los votantes en el 2003. Pero desde entonces, la pobreza se ha reducido en veinte puntos, el desempleo ha bajado a la mitad y el PIB crece a un ritmo del 9.2%, sólo superado por el crecimiento de China. Paralelamente, la intención de voto por Kirchner ha escalado hasta el 53% y la aprobación de su gestión ronda el 80%. Por eso, su equipo quería que la celebración del 25 de mayo fuera una gran manifestación de apoyo desde todos los confines de Argentina. Nadie menciona en público la palabra “reelección”, pero eso es lo que está en juego.

Para conseguirla, la clave es el equilibrismo. En este país en que el peronismo es la izquierda y la derecha, Kirchner camina con notable habilidad siempre en el borde del abismo: en algunos carteles aparece con veteranos líderes justicialistas, para ganarse a los del partido de toda la vida. En otros, dirigidos al electorado de izquierda, lo vemos triunfalmente rodeado de Hugo Chávez, Evo y Lula, la guardia de honor del progresismo latinoamericano. Kirchner sabe bien que los de derecha no necesitan carteles, les basta con las cifras. Y en la mayoría de los afiches, simplemente aparece la K mezclada con el mapa argentino, o los colores de la bandera. Esa es la propaganda para los votantes patriotas, siempre mayoritarios. Seas del color que seas, tienes que querer a tu país.

La publicidad televisiva del 25 de mayo siguió el mismo esquema: sucesivamente,  contemplamos a Kirchner en una reunión internacional en pose de estadista, dando un discurso con gesto enfático, cantando el himno nacional solemnemente junto a su esposa Cristina y, finalmente, descendiendo del estrado para fundirse con su pueblo: ¿alguien dijo Perón?

Este nivel de detalle con las imágenes y gestos políticos supera lo estratégico y alcanza lo obsesivo. La relación de Kirchner con la prensa ha sido tensa en estos años. Varios periodistas se sorprenden del grado de detalle con que recuerda y refuta cada crítica a su gestión, incluso de los periódicos regionales. Un entrevistador me cuenta una anécdota significativa: fue a la Casa Rosada a entrevistar a la primera dama y salió el presidente en persona a decirle que la señora iba a demorar, que si no quería mientras tanto dar un paseíto por la residencia. Durante el paseo, Kirchner se quejó al periodista por una nota que había sacado meses antes y que ni siquiera era especialmente agresiva. Pero el presidente recordaba en qué párrafos estaban sus “inexactitudes” y las corrigió una por una.

Muchos de los periodistas críticos protestan precisamente por lo que consideran el doble discurso de Kirchner: una especie de argentinidad total pero selectiva. De hecho, en una pared de la avenida 9 de julio se puede ver el lema “la patria somos todos” junto con los afiches que lo desmienten: uno de los posters muestra fotos de quienes “no van a la plaza”: Menem, de la Rúa, Cavallo –que fue ministro de los dos- y el opositor Macri. Otro lema acusa al Partido Radical de faltar a la plaza y preferir asistir a la asunción de un diputado acusado de torturador durante la dictadura. El silogismo refuerza por negación el sentido de toda la campaña: si quieres a Argentina, vas a la plaza. Y si vas a la plaza, quieres a Kirchner.

Ése es el equilibrio retórico más delicado del presidente. Pero funciona. El 25, la Plaza de Mayo está a reventar. El gobierno habla de 350 mil personas, incluso los cálculos más mesurados le conceden unas 200 mil. El transporte público es gratuito, pero además la gente ha venido de toda Argentina, muchos de ellos después de viajar toda la noche. Está el Sindicato de Obreros Maestranza, el Sindicato de Vendedores de Diarios y Revistas de Tucumán, las Madres de Mayo y las abuelas, los piqueteros con sus camisetas de Evita, incluso intendentes del Partido Radical. Durante su discurso, Kirchner convoca “a todos los argentinos que, por encima de cualquier cuestión, quieran consolidar una patria cada vez más plural”. Eso sí, advierte que los periodistas “escriben cualquier cosa”.

¿Qué es entonces el pluralismo? Para explicarlo, el ministro del Interior Aníbal Fernández hace unas declaraciones ilustrativas. Cuando le preguntan si los líderes políticos como Macri o Carrió estarán incluidos en el proyecto plural, responde: “no los imagino dentro del pluralismo, porque no piensan como nosotros”.

No todos tienen ese talento funámbulo para usar las palabras.

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29 de mayo de 2006
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Sucesión

Cuando los príncipes mueren jóvenes, el reino llora pero la corte tiembla. Todos giran el rostro para no ver el dolor del viejo rey cuya vida había ya concluido en el sosiego y ahora vuelve a comenzar sometida al peor de los sufrimientos: vivir más que los hijos. El más insoportable de los destinos.

El príncipe Edouard se ahogó el pasado viernes tras el hundimiento de su navío de placer, un fileyeur-ligneur de apenas nueve metros de eslora, con el que había salido a pescar lubinas.

La juventud del príncipe hace imposible, para mayor desesperación de la corte, que la corona pase a sus hijos: los varones son de muy corta edad y las hembras están excluidas del trono en este peculiar y poderoso reino.

Edouard, de 42 años de edad, había conducido a su pueblo con destreza y audacia, convirtiendo el reino de Michelin en uno de los más poderosos de Europa. Durante los últimos años había vivido sus mayores victorias gracias al contrato de armas que mantuvo con el mercenario español Fernando Alonso, un capitán de indescriptible arrojo, campeón en todas las batallas.

Tiemblan los cortesanos, llora el pueblo. En el horizonte se perfilan los reyes de Goodyear y de Bridgestone afilando sus espadas. El vacío de poder atrae a la sangre como el imán a las virutas de hierro. No hay vacío más vertiginoso que el anillo de aire formado por una corona sin cabeza. Lo dijo Shakespeare, pero no suele equivocarse.

La estrategia de Edouard había consistido en no firmar alianzas más que con aquellos feudales que demostraran poseer grandes cantidades de oro, en especial el grupo conocido como “los 4X4”. Simultáneamente, había abandonado a su suerte a los pequeños súbditos sometidos a robos y estafas por los innumerables señores de la guerra que martirizan a esa pobre gente. Un modo de actuar quizás algo cruel, posiblemente algo cínico, pero de impresionantes resultados. En 2005 el reino había ganado 889 millones de euros.

El difunto Edouard sabía lo que se hacía: el grupo de los 4X4 cuyo origen es rural, se ha impuesto en las ciudades y sus corazas negras, relucientes, sus cristales ahumados, las parrillas atigradas, el penacho altivo de sus antenas direccionales, dominan plazas y caminos. De grandes dimensiones, muy potentes y con gran atractivo entre las mujeres, son hoy en día los más envidiados y gloriosos. A su paso, todos los demás se apartan e inclinan los guardabarros.

La bandera del reino, la célebre Bibendum que representa a un humano formado por ruedas de caucho, ondeaba en todo el mundo desde 1898. Los cortesanos se preguntan ahora si seguirá alzada muchos años más. Se oye relinchar a lo lejos a los caballos sajones. Caballos CV, evidentemente.

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29 de mayo de 2006
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(Continuará.)

A veces me pregunto cómo sería aquella época en que los lectores esperaban la aparición del nuevo episodio de una ficción serializada; como los estadounidenses que aguardaban la llegada del barco que llevaba los últimos capítulos de The Old Curiosity Shop, de Charles Dickens, y que le preguntaban a los marineros aun antes de atracar: “¿Ha muerto la Pequeña Nell?” Pero no tengo muchas dudas al respecto, porque salvando las distancias históricas y tecnológicas, puedo entender la ansiedad y el dulce placer de una espera que es también dolorosa. Yo soy de los que espera cada semana la emisión del nuevo capítulo de la serie Lost.

Se trata de un arte que los escritores ya no practican, y que ha quedado por completo en manos de la gente que produce seriales o melodramas: el de terminar cada capítulo satisfaciendo al espectador y a la vez produciéndole deseos de saber más. Los creadores de Lost tienen claro que Dickens ha sido su precursor en la persecución de ese delicado equilibrio: en el último episodio de la segunda temporada, que acaba de ser emitido en los Estados Unidos, un personaje clave lleva siempre consigo un ejemplar de Our Mutual Friend. (Según declararon a The New York Times, se trataba de un homenaje a dos bandas: a Dickens, por las razones ya explicitadas, y a John Irving, otro discípulo del maestro, que dijo a la prensa que no había leído Our Mutual Friend “porque quería guardarse para el final” la única novela de Dickens que no ha leído aún.)

Yo mido mi semana de acuerdo a estas ficciones adictivas: el lunes, por ejemplo, no es el primer día de la semana laboral sino el día de Lost. Envidio a aquellos que, como el cineasta Marcelo Piñeyro, tienen la presencia de ánimo de esperar la salida de la temporada completa en DVD. (Parsimonia que esconde una glotonería peor que la mía, ya que se trata de tener a mano la temporada completa para poder ver capítulo tras capítulo sin parar.) Y manifiesto un cierto desprecio por aquellos que como mi amigo Nico Lidijover se los bajan de internet apenas los transmiten en USA; yo pretexto que los ven de manera horrible, con saltos e imagen granulada, cuando en realidad siento una terrible envidia porque no sé cómo bajármelos…

Lo que más me tienta de la idea de producir alguna vez para la televisión es el deseo de generar en otros esta ansiedad a la vez horrible y maravillosa que tanto disfruto como espectador. Mientras tanto me limitaré a tratar de producirla con mis novelas. Creo que en la nueva, La batalla del calentamiento, se me ha colado algo de esta intención. Y cada vez estoy convencido de que será un elemento clave en la novela que ya empecé a organizar. Lo ideal sería poder editarla en partes; ya sé que el esquema es anacrónico, ¡pero a Stephen King no le fue nada mal con The Green Mile!

(PD I: mientras escribo esto, jueves por la tarde, soy consciente de que en el fondo de mi mente existe la consciencia de que hoy es el día E.R., serial que vengo siguiendo adictivamente desde hace, ugh, er… ¡doce años!).
(PD II: a veces me pregunto si lo que más me gusta de este blog no será el mecanismo adictivo, la generación de una curiosidad diaria. Ya sé que se los ha usado alguna vez para colgar ficciones serializadas, pero en general están teñidas de una modernidad que parece inevitable dada la propia modernidad del medio. Lo que me pregunto es si un blog no sería el mejor medio posible para colgar una ficción adictiva con corazón decimonónico…).

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26 de mayo de 2006
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Héroes

Cuando era periodista, durante el gobierno de Alberto Fujimori, trabajé en un diario oficialista. El periódico no se vendía en realidad, y perdía mucho dinero. Pero sus portadas a favor del gobierno le granjeaban al dueño ventajas en todos sus demás negocios: concesiones mineras, permisos de construcción, invulnerabilidad judicial, esas cosas.

Los trabajadores estábamos contentos. El diario era de los pocos que pagaba puntualmente, y no nos hacíamos demasiados problemas de conciencia. A veces, cuando había alguna manifestación política en las calles, bajaba una asistente del director y nos preguntaba casualmente nuestra opinión al respecto. Todos sabíamos responder con evasivas. Los editorialistas tenían un concurso: quién escribe el artículo oficialista más rápido. El récord estaba en cuatro minutos con cuarenta segundos. Alguna vez le pregunté a un redactor de la sección política si realmente creía lo que escribía. Me respondió:

-No, para nada. Pero tengo una mujer e hijos que mantener.

El libro Memoria del miedo de Andrew Graham-Yooll me ha recordado esos años, con una diferencia: en el Perú, a la dictadura solía bastarle con comprar a la gente. En la Argentina de los setenta, le pegaban tiros en la cabeza.

Graham-Yooll recopila sus historias como periodista durante los años del gobierno militar. Hay una historia escalofriante de un tipo al que unos neofascistas peronistas pasearon en un coche media hora con un arma en la nuca. Tiempo después, el jefe de sus asesinos abrió un restaurante y lo invitó a cenar. Los camareros eran los que lo habían encañonado aquella vez. Todos los relatos son por el estilo.

La guerrilla no queda mucho mejor parada en el libro. Para Graham-Yooll, los guerrilleros jugaron con las ilusiones de una generación que se sentía obligada a ser heroica, y no consiguieron morir por nada en particular. Sólo consiguieron morir.

Mientras paseo por Buenos Aires se cumplen 30 años del golpe militar, y esa estampa que pinta Graham Yooll se parece a lo que aquí muchos llaman “la teoría de los dos demonios”: la idea de que ambos bandos –y muchos más- desataron una violencia innecesaria que sólo consiguió legitimar a su oponente. Esa teoría se parece enormemente a la que dice que los campesinos peruanos fueron puestos “entre dos fuegos” por Sendero Luminoso y el Ejército.

Supongo que todos los conflictos políticos, con el tiempo, adquieren esa dimensión en la historia. En España, libros como Soldados de Salamina o Enterrar a los muertos han sorprendido por demostrar, setenta años después, lo obvio: que en ambos bandos había canallas y gente buena, que la hijoputez no tiene bandera.

Y sin embargo, lo que más me sorprende de Memoria del miedo es el papel de los otros, no de los asesinos, sino de todos los demás. Por sus páginas se pasean viejos amigos que dejan de saludarte por miedo a meterse en problemas. Reporteros que cubren noticias y luego no se atreven a publicarlas. Porteros que te anuncian que ha venido la policía a matarte, pero por suerte no estabas. Asistimos al espectáculo de un país acostumbrado al horror haciendo lo posible por adaptarse a él, como si fuese un nuevo modelo de coche.

Los seres humanos terminamos por acostumbrarnos a cualquier cosa. No somos muy afectos a ser héroes. Luego, cuando los asesinos son derrotados, nadie recuerda haberlos apoyado. Pero mientras tanto, respondemos con evasivas, hacemos el concurso de quién dice más rápido las palabras obligatorias y tratamos de ocuparnos de nuestra esposa y nuestros hijos, como los periodistas del periódico en que yo trabajaba. Terminamos por ser cómplices de las barbaridades pero ni siquiera tenemos el valor de asumirlo. Mientras tanto, los valientes, los que están dispuestos a matar y morir por lo que creen, son precisamente los asesinos. En los conflictos violentos, los más crueles terminan por considerarse moralmente superiores.

Me dan miedo los héroes. Espero nunca vivir en un país que los necesite.

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26 de mayo de 2006
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Madame

El piano de media cola era de color blanco. No me suelen gustar, excepto en los bares, pero por una vez estaba en armonía con el escenario. La ropa de la pianista japonesa era una seda tornasolada en la que bailaban aguas mostaza cuando pulsaba pedal. Lo habría podido pintar Watteau. En las paredes había candelabros sujetos al muro mediante un tondo de bronce con la figura de un sarraceno enturbantado. Sobre el lambrís lila, el enorme espejo barroco entre dos columnas jónicas de vidrio cuya cornucopia imita una bóveda en campana de Gauss.

Es el salón de música de Madame de Sévigné, en el palacio Carnavalet. Cuando la pianista ataca el Tombeau de Couperin, el sol de la tarde se cuela entre la hiedra que cubre el patio central y entra en la sala tanteando el parquet como un espíritu cegato y curioso.

Este delicado espectáculo es lo que queda de un recinto pensado para distraer a las princesas del siglo XVII. Algunos plebeyos aún podemos vivirlos, aunque sea ya muy degradados y con pianos blancos, a comienzos del siglo XXI, mientras el mundo parece, una vez más, estar deseando hundirse en la barbarie. Esa querencia constante e insondable.

En uno de los lagrimones de la gran araña que cuelga del techo, veo reflejado un paño de la cristalera. Es un rectángulo cruzado en cuartos áureos, como el que se refleja en el espejo cóncavo de los esposos Arnolfini, burgueses estos, de Amsterdam, pero todavía cuidadosos y exigentes con el utillaje doméstico.

La Sévigné quedó viuda a los veinticinco años. Su marido, Henri de Sévigné, un camorrista, un mal bicho, una bestia bretona con quien se había casado a los dieciocho, murió en duelo por una querella de faldas. Ella cuidó de sus dos hijos hasta que abandonaron la casona del Marais. El hijo, otro tontiloco, para seguir la senda del padre. La hija, para vivir con su marido en un castillo de la Provenza.

Quedarse sin su hija fue para la Sévigné harto más cruel que quedarse sin marido. Durante los años de separación le escribió miles de cartas. Hoy se siguen leyendo con la misma emoción. Trataba por todos los medios de mantenerla unida a una vida, la de París, que era el líquido amniótico en el que ambas flotaban. Las cartas cuentan los sucesos, escándalos, curiosidades, personajes, humoradas o prodigios de una corte más pequeña que la del actual gobierno italiano.

Aquella muchacha de 25 años, arruinada por un marido tarambana, dejó un epistolario inmortal y un bello palacio que mantiene vivo su fantasma.

No está mal. Cuando sonaba la Forlana del Tombeau, una de las páginas más elegantes de la música francesa, miré su retrato y le guiñé un ojo. Por si acaso.

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26 de mayo de 2006
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EJÉRCITOS EN LOS ANDES

En el cuento de nunca acabar que es el porvenir de América Latina en los tiempos de Chávez y Morales, o Hugo y Evo como dirían sus aficionados, se habla poco de un elemento clásico de la vida política en los Andes: los ejércitos. Desde los más oscuros cuartelazos de Bolivia a la visión progresista de Juan Velasco Alvarado en Perú se puede esperar todo de los ejércitos, menos una cosa: que desaparezcan. Desde Bolívar, que estableció la del caudillo como una figura que une los poderes civiles y militares, no se puede pensar acerca de la política en los Andes sin referirse al papel que ocupan las fuerzas armadas. Es lo que hace un excelente informe del Inter-American Dialogue, una ONG de Washington dedicada a mejorar las relaciones entre las Américas.

The Military and Politics in the Andean Region (Los militares y la política en la región andina) es un análisis que tiene un solo defecto: su falta de traducción al español. Quizá la tendremos pronto; Inter-American Dialogue suele procurar la distribución de sus impecables estudios en dos idiomas. En este caso, sería una lectura excelente para salir del falso debate sobre si Evo está más cerca de Hugo, aunque Lula, pero Uribe, etc.

La verdad es muy sencilla: nunca los países andinos consiguieron instalar a sus ejércitos bajo el control de los gobiernos civiles. En cada país, la historia se desenvuelve a través de una serie de subidas y bajadas de la influencia de los militares en la vida política. Comprometidos en la lucha contra el tráfico de droga, en el mantenimiento del orden, a veces en tareas sociales de desarrollo o de ayuda, los ejércitos van y vienen entre los palacios presidenciales y sus cuarteles con la sensación de que son tan legítimos en unos como en otros.

«Venezuela es un régimen militar; hay trescientos oficiales que tienen un papel decisivo en el funcionamiento de mi país» me decía hace poco un escritor venezolano. Es cierto y vale la pena reflexionar, tal como lo hace Carlos Basombrío Iglesias, autor del estudio de Inter-American Dialogue, sobre el sentido que tiene el abandono del plural para nombrar a las fuerzas armadas en la constitución bolivariana. Venezuela ahora tiene una fuerza armada (singular) que ya no es la «institución apolítica» de que hablaba la constitución anterior. En la vecina Colombia, el ejército ni sueña con tener tanto poder, pero no se puede negar su autonomía. Consiguió desanimar, y a veces impedir, los intentos de diálogos de paz con las guerrillas y parece que el poder civil lo aprieta poco en lo que tiene que ver con derechos humanos.

En Perú, el Fujimorismo correspondía a un momento de influencia máxima de un ejército que salió desprestigiado del caso Montesinos. La candidatura de Ollanta Humala a la presidencia es un intento de recuperación de lo que se perdió. En Ecuador, lo importante es que existe ahora un vínculo directo entre el ejército y los movimientos indígenas. Este factor podría ser decisivo en su momento, tal como la vieja lucha entre policía y ejército en Bolivia.
¿Cuál es la conclusión del estudio? Algo obvio, tan obvio que lo olvidamos siempre: cuando las élites políticas y las instituciones democráticas se ponen débiles, aparece un espacio que los militares son los primeros en ocupar. La última palabra del informe resume aquel movimiento repetitivo; la palabra es «ciclo».

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26 de mayo de 2006
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¿Qué hay detrás de un libro?

Conocemos las obras terminadas de los escritores, y sus textos nos permiten inferir, o cuanto menos imaginar, la ambición literaria que pusieron en juego durante su escritura. Pero en general no sabemos cuál era la expectativa humana detrás de la publicación de esos libros. ¿Dinero? ¿Fama? ¿Una saludable combinación de ambas? ¿O simplemente un reconocimiento a la batalla presentada?

En febrero de 1836, Charles Dickens comenzó a escribir lo que se convertiría en su primera novela, The Pickwick Papers. En aquel entonces era un periodista cuyas crónicas de costumbres, firmadas con el seudónimo de “Boz”, le habían granjeado una cierta notoriedad. Trabajaba como un perro y ultimaba detalles de su inminente boda con Catherine Hogarth cuando William Hall le propuso que escribiese una ficción serializada. Nadie podía prever que Pickwick se convertiría en el éxito popular que fue. Sin embargo la contemplación del manuscrito original, con su letra firme y decidida y con sus párrafos casi desprovistos de correcciones, nos sugiere que Dickens intuyó que había encontrado, en el trabajo minero de aquella escritura, una veta riquísima que no podía dejar de explorar compulsivamente–cosa que haría hasta el último día de su vida.

Poco después, un Herman Melville que también acababa de casarse acometió la escritura de Moby Dick. Como a Dickens, la vida parecía sonreírle. Sus libros con recuerdos de su vida como marino, Typee y Omoo, habían sido bien recibidos por la crítica y el público. Tan confiado se sentía en su futuro, que en 1850 adquirió una finca en Pittsfield, Massachussetts, a la que bautizó Arrowhead.

Cualquiera que hojee Moby Dick comprenderá la enorme ambición literaria de Melville: se trataba de un salto cualitativo infinito respecto de sus libros anteriores. Pero al ser editada en Gran Bretaña en octubre de 1851, bajo el título de The Whale (La ballena), la novela no vendió ni siquiera trescientos ejemplares en los primeros cuatro meses de venta. Y en los Estados Unidos, su patria, vendió poco más de dos mil ejemplares de una tirada de cinco mil; el único cheque por derechos que cobró no llegaba a los seiscientos dólares. Melville trabajó los últimos años de su vida como inspector de aduanas. A su muerte, los diarios lo recordaron apenas como el autor de Typee. El New York Times tuvo el descaro de dedicarle una necrológica en que no lo llamaba Herman Melville, sino Henry Melville.

A su manera, ambos escritores huían del mismo fantasma: el del fracaso económico, que a su tiempo había acabado con sus padres. La realidad los había convencido de que podrían lograrlo si seguían escribiendo, cosa que habían empezado a hacer suscitando el entusiasmo del público. Y allí sus caminos comenzaron a separarse. Con Pickwick, Dickens descubrió su vocación y las mieles del éxito. Con Moby Dick, Melville halló su voz de profeta –y se condenó a vivir los cuarenta años restantes de su vida en el desierto, donde no halló dinero, ni fama ni reconocimiento alguno.

Uno se contenta diciendo que Moby Dick terminó obteniendo reconocimiento. Pero no puedo dejar de pensar que el pobre Melville merecía algo mejor que la gloria póstuma. Debe haber marchado hacia la muerte sintiendo que el capitán Ahab se le reía en la cara, porque le tocaba compartir el destino aciago que imaginó para él en aquel libro que creyó importante sin que nadie, ¡nunca!, le diese la razón.

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25 de mayo de 2006
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BUENOS AIRES, MÁS ALLÁ DEL MIEDO

Es una sensación que ocurre de vez en cuando, siempre desagradable y tormentosa: leer un libro que ya te han contado muchas personas. Es pasear por páginas conocidas y que no se parecen a lo que uno esperaba. Es lo que me ha pasado con Memoria del miedo de Andrew Graham-Yooll. Un gran libro, por supuesto, pero ni la obra de periodismo, ni el retrato de la Argentina de los años setenta de los que me hablaron tanto.

Hay que ser preciso en el caso de un libro que ha tenido muchos títulos distintos y versiones en varios idiomas. Su autor, anglo-argentino, o más bien argentino-inglés, fue periodista del Buenos Aires Herald. Tuvo que exiliarse después de contar en su diario las actividades de terroristas, rebeldes y estatales, con o sin uniformes, que produjeron millares de muertos y desaparecidos en las épocas de la lucha guerrillera y del gobierno militar. La edición que acabo de leer es la que sacó, hace unas semanas, la editorial Libros del Asteroide en Barcelona. Tiene un buen prólogo de Arcadi Espada.

Como todos los libros que se han modificado a lo largo del tiempo, no se trata de un libro, más bien de una acumulación de capítulos que se combinan para producir el retrato de la sociedad surrealista que aceptó vivir entre matanzas. Graham-Yooll –primera sorpresa para mí– no tiene la escritura de la que tanto se ha hablado. Tiene una voz. Habla como persona que tuvo miedo al vivir allá y no como historiador o periodista –segunda sorpresa-. Su potencia no tiene que ver con lo que cuenta sino con cómo lo cuenta. Llega a su tope como cuentista cada vez que prescinde de la primera persona del singular. Su memoria del miedo no se describe con un «Yo», tampoco con un «vos» (estamos en Argentina). Lo que le corresponde decir pasa por un «nosotros».

« … todavía somos también el mismo país» dice el autor a sus compatriotas argentinos al recordar en una introducción, que es un curso fenomenal de historia contemporánea, cómo apostaron y rechazaron soluciones políticas, saliendo de la democracia y volviendo a ella con una voluntad constante de taparse los ojos. Argentina es un caso de amnesia en tiempo real. No vive en la Historia; atraviesa situaciones. En el libro mismo, no hay memoria sistematizada. Hay fragmentos de una vida absolutamente normal, lo que es la historia de Argentina, detrás del miedo, que corresponde a una situación. Graham-Yooll mezcla de manera constante descripciones de la ciudad, de sus habitantes, de pequeños datos de la vida diaria, el tráfico, la ropa, las obsesiones de cualquier habitante, con hechos escalofriantes. Así, un cadáver recién quemado no es un cadáver; más bien un asado extraño bajo un cielo cuya luz se entrega con cariño y precisión.

Lo mejor del libro es así, de sol y sombra; tiempo sublime, la luz de La Plata, buena temporada, cortesía del autor del secuestro, cortesía de su rehén, mezcla de seducción con violencia, comida en la noche, muerte casual, muerte por exceso de torturas, muerte al instante. No hay muertos buenos o malos, lo que hay es el aliento de la enorme metrópolis compartida por todos, los que tienen miedo y los que tendrán miedo en algún momento –basta esperar. Lo que no esperaba por mi parte es esto: un gran texto sobre Buenos Aires como teatro de las pasiones humanas. Es lo que permite a su autor fingir una ingenuidad retrospectiva al contar cómo intentó probar (con el pie) la textura de un cuerpo quemado, o preguntar a un torturador lo que le gustaba de su oficio. Más allá del miedo, existe la vida. Es la gran vencedora en la memoria del inglés de La Plata. Él lo dice muy bien en una frase clave: «La supervivencia era la única victoria posible».

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25 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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