Uno de los aportes civilizatorios que mejor amparan la fe en el progreso se encuentra en el milagro cotidiano del agua corriente y caliente. La instalación de agua corriente provocó ya enorme sensación y el primer edificio que la ofreció en todas sus habitaciones, un hotel de Boston en la década de 1879, alcanzó fama tanto en Estados Unidos como en Europa.
El agua corriente llegó primero a la planta baja, después a las plantas altas y finalmente a cada apartamento. Pero ¿a cada habitación?
Este nuevo prodigio transformó el concepto de higiene porque desde entonces, sin tropiezos, la bañera y la ducha lograban para sí un cuarto especializado inaugurando en la ciudad la popular connotación con el ocio, la naturaleza o la opulencia.
El agua caliente en los grifos introdujo, en medio de la segunda revolución industrial, una amable benevolencia en casa. Quien no se asombre diariamente de este obsequio pertenecerá sin duda a una generación postindustrial que también observa con naturalidad la transmisión de imágenes (y en directo o “en caliente”).
Ahora, sin embargo, hay algo más. Una empresa de grifería llamada Equa ha lanzado nuevos elementos para baños con la particularidad de que una luz interior indica mediante cambios cromáticos la temperatura del chorro. El agua muy caliente aparece de color rojo, de azul el agua fría y de violeta la templada.
De este modo el agua habla visualmente además de expresar su talante sobre la piel. Recibe, con ello, una suerte de plus animista y aparecerá por las vidas domésticas con un don más cercano a los animales de compañía. Sin agua no hay vida. Pero ahora con este plus es ella misma quien enaltece su carácter vivo. ¿Despilfarrar el agua? ¿Menospreciarla? ¿Olvidarse de ella? El desdén debe volverse incomparablemente más arduo.
