Entrar por la puerta 3 al cementerio general de Guayaquil es como entrar a California por Beverly Hills. La calzada principal empedrada está bordeada de palmeras, y los mausoleos que flanquean sus orillas ostentan ángeles de mármol y fachadas barrocas. En las puertas de los sepulcros se leen apellidos ilustres como Baquerizo, Luque o Plaza Sotomayor. Es el barrio rico de la muerte.
-Ese es el presidente Vicente Rocafuerte –me dice el vigilante. Estamos ante la tumba que corona la calzada, una mezcla de mausoleo y monumento nacional, llena de arabescos y figuras patrias esculpidas en bronce. La estatua de Rocafuerte se eleva soberbia en el centro.
-¿Fue un buen presidente? –pregunto.
-Ya da igual. Buenos o malos, aquí todos somos iguales.
-Ya.
Las palabras del vigilante no son tan ciertas. No todos son iguales en este camposanto. Ni siquiera los presidentes. Más atrás, como escondidito, descansa el ex mandatario Eloy Alfaro, implantador del laicismo en Ecuador, que ordenó el fin de los privilegios eclesiásticos. Su actitud fue tan revolucionaria que terminó asesinado por sus detractores, y casi un siglo después, la guerrilla ecuatoriana tomó el nombre “Alfaro vive carajo”. Pero el destino le jugó una broma cruel. Terminó enterrado en un cementerio católico, entre cruces y angelitos, para cuidar que no se escape.
-Este cementerio está lleno de gente importante ¿no? -comento.
El vigilante niega con la cabeza:
-Es como la ciudad. Tiene sus zonas ¿dónde se ha visto que los importantes se mezclen con los pobres?
En efecto, aquí también hay clases sociales. En los alrededores de las tumbas presidenciales se yerguen los sepulcros clasemedieros, con menos mármol y menos apellidos. Todo está tan bien organizado que uno puede incluso encontrar integrantes de organizaciones gremiales y profesionales que han decidido mantenerse juntos incluso después de que la muerte los separe: si necesitas un taxi, puedes llamar a la puerta del mausoleo del sindicato de Chóferes. Y a la misma altura, está el Benemérito Cuerpo de Bomberos, por si surge un incendio. Al lado de este último, como en toda ciudad que se respete, hay un barrio judío. Los apellidos Guttmann, Cohen, Beuthner, Oster figuran decorados con estrellas de David, apartados de los cristianos incluso más allá de la muerte.
-Qué lugar tan apacible. No se puede usted quejar de estrés laboral.
-La verdad que no. Cuando acabé mi servicio militar me vine para el cementerio. Y me quiero quedar. Aquí hay mucha gente pero nadie molesta.
Cómo no, también hay un barrio pobre. Y sigue el modelo urbanístico latinoamericano: las tumbas menos pudientes se desparraman arriba, por las laderas y las cumbres, desordenadas, en calles sin asfaltar cubiertas de mala hierba. Y entre ellas se encuentra un pequeño altar dedicado a los que no tienen ni tumba, las ánimas del purgatorio. Todos los lunes, la gente deja flores y velas en el altar, como quien pasa por un mercadillo de almas en pena. Y es que, según me explica el vigilante, en este mundo ni morirse es gratis:
-Todas las tumbas llevan escrita la letra P o la A, según hayan sido compradas a perpetuidad o alquiladas por periodos de cuatro años. Vencido ese plazo, si los deudos no renuevan el contrato, los huesos se retiran del sepulcro y se guardan en unas cajas. Y si pasa mucho tiempo sin que nadie los reclame, sabe Dios dónde acaban.
-Oiga ¿Y no le da miedo trabajar entre tanto muerto?
-La verdad que no. Aquí nunca pasa nada. Los que me dan miedo son los vivos.
-Ya.