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GUMUCIO EN LAS AMÉRICAS

Después de recorrer el “viejo nuevo mundo” (segunda mitad de Páginas coloniales de Rafael Gumucio), me encuentro con una alternativa. De dos cosas una: o entregar una fe de erratas con relación a lo que escribí en el post anterior; o reconocer que acabo de redescubrir con estas páginas las Américas, una tierra que no se parece a Europa. Voy por los dos. Y con tremendo entusiasmo, pues Gumucio respira de otra manera al otro lado del Atlántico pero sigue siendo un ensayista de primer orden.

Fe de erratas:
Al contrario de lo que se publicó antes (es decir abajo) en este blog, Gumucio puede ser un reportero. No renuncia a su condición de ensayista, pero trae también imágenes, colores, lenguajes ajenos hasta configurar el panorama completo de una realidad. Cuando dice “la pobreza es el drama de Haití; su tragedia es la belleza” se acerca de perfil a la noción de belleza, hablando de la ropa de una persona, de un formalismo cuidadoso de la apariencia que poco a poco construye el contraste entre la basura repugnante de las calles de Puerto Príncipe y el almidón que arma las impecables camisas blancas. Se huele al uno tanto como se siente la textura del otro.

Aún mejor: un retrato de Buenos Aires arruinada en el otoño del 2002. El texto es corto pero hace pensar al Naipaul de La muerte de Eva Perón. Me gusta la agudeza casual en el momento de apuntar “el daño que le hizo el rock a la Argentina, al ofrecer al apasionado hincha de fútbol una manera de continuar toda la semana su anarquismo pagado por papá y su resentimiento ruidoso y vacío”. La Bombonera, Charly García, Fito Páez y otro partido: el ciclo de la vida diaria. Me encanta también la manera directa de retratar un pueblo que pasó del modelo económico de la “Pizza con champán” a una explicación absurda y veraz del deterioro global de sus sueños individuales: “Éramos ricos, nos robaron; ahora, somos pobres”. El diagnóstico es acertado: la muerte fue provocada, como para Borges o Perón, por una crisis aguda de inmortalidad.

Redescubrimiento de las Américas:
Gumucio utiliza más una cámara que un bolígrafo cuando pinta a varias ciudades. Sus bocetos tienen chispa y se leen como una serie de definiciones.
Ottawa: “lo que queda de cualquier capital de Norteamérica cuando le quitas toda idiosincrasia, color o interés turístico”.
Nueva Orleáns: “una cansada puta que participa de la fiesta con descuido, contando de antemano el dinero que ganará y los destrozos”.
Ciudad de México: “la ciudad mas descentrada del mundo”.
Nueva York: “la ciudad del Primer Mundo que más se parece a una capital del Tercero”.

Ya he dicho a propósito del retrato de Buenos Aires que Gumucio alcanza en las Américas un nivel que no tenía al pasear por Europa. Cuando escribe “En los balcones la maleza vence al cemento y carcome al bronce” estamos tanto en un verso de Reverdy como en la metáfora de la imposibilidad de quedarse inmóvil frente a la crisis argentina. Obviamente, aquí hay una especie de vitalidad eléctrica que es lo que anima a la prosa de Gumucio en sus momentos de duende. Culmina con un texto para quitarse el sombrero frente al autor, una pieza fragmenta titulada “11 tesis sobre Nueva York”. Se puede comparar, de manera muy favorable, con el clásico Here is New York de E.B. White o con las primeras páginas del retrato de la ciudad que publicó Paul Morand. Nada menos.

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3 de julio de 2006
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Vampiresas

He estado leyendo la antología El vampiro, editada este año por Siruela, que recoge los mejores cuentos de vampiros del siglo XIX y comienzos del XX, con la participación de autores como Bram Stoker, E.T.A. Hoffman, Charles Baudelaire o incluso Horacio Quiroga. Como todo el mundo, yo esperaba los relatos viriles del Drácula habitual, un elegante caballero y feroz perseguidor de quinceañeras cuyo principal delito no es el homicidio sino la pederastia. Pero para mi sorpresa, he descubierto que la mayoría de protagonistas no son varones. Son chicas. No hay –aparte de Stoker y Polidori- condes morbosos con inclinación por las jovencitas, nada de caballeros de oscuro pasado: casi todos los cuentos, por el contrario, están poblados de mujeres con colmillos puntiagudos. La antología debería llamarse La vampiresa.

Así ocurre, por ejemplo, en No despertéis a los muertos, una historia de Johann Ludwig Tieck, en que un hombre, contra los consejos de un mago y el sentido del común, decide recuperar a su novia muerta, Brunhilda, que regresa de la tumba para beber la sangre de sus hijos y de él mismo. Y en el cuento de Hoffman, Vampirismo, el espectro es Aurelia, condenada por una maldición a consumir la vida del hombre que la ama. Incluso hay clásicos: la Berenice de Poe, la conmovedora Muerta enamorada de Gautier, el cadáver purulento y femenino que describe en uno de sus poemas Baudelaire o la lésbica Carmilla de Sheridan Le Fanu. Todo tías, digamos. En cambio, donde la sobrepoblación masculina es abrumadora es en el bando de las víctimas, pobres señores que sufren el ataque perverso de mujeres que sólo quieren sorberles la existencia.

Quizá por eso, no sorprende que todos los autores de la antología sean varones. Al contrario, el libro puede leerse como una venganza de los escritores contra las mujeres que les procuraron amargas decepciones amorosas. Es significativo, por ejemplo, que ninguna de las vampiresas descritas sea fea o gorda, aunque alguna que otra se desmejora un poquito cuando saca los colmillos. Por el contrario, son todas hermosas, y todas depositarias y aspirantes a la cama de los hombres, los pobres, que sólo cuando ya es demasiado tarde descubren que esas mujeres sólo los quieren por su cuerpo, para ser precisos, por su sistema circulatorio.

Pero quizá esa misma condición nos permite esbozar una teoría más sofisticada: al vivir de la sangre de los demás, la figura del vampiro se alimenta de los productos del corazón. Al atacar sólo de noche, queda asociado al lado oscuro de la existencia. Al negarse a morir, su silueta va materializando la idea del pecado. El vampiro es, en suma, una metáfora de la seducción más pecaminosa, y en un mundo en que la mayoría de los escritores eran hombres, esa seducción sólo puede quedar retratada con naturalidad mediante personajes femeninos.

Me gustaría saber cómo sería una antología de este tipo con autoras en vez de autores. Porque, más allá del género de terror, este libro traza la geografía de los deseos ocultos de los autores del siglo XIX, y dibuja los retratos de las mujeres que los arrastrarían al más dulce y negro pecado. A fin de cuentas, los narradores alimentan sus historias con sus propias emociones, en este caso, recurriendo a esos placeres culpables con que sueñan en sus pesadillas más húmedas.

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3 de julio de 2006
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VIVIENDAS DIGNAS

Este fin de semana han vuelto a manifestarse, por sexta vez, centenares de jóvenes en varias ciudades españolas reclamando una vivienda digna. Reclamando sin conseguir nada.

La democracia tenía por objetivo fundamental conseguir una sociedad más libre, igualitaria y justa. Los logros fueron al comienzo relativamente sustanciosos pero poco a poco han languidecido entre la mansedumbre de los electores.

En poco tiempo, la libertad se ha acortado bajo el chantaje de la seguridad; la igualdad se ha olvidado bajo la incuestionable ley del mercado y la justicia sigue lenta, discriminadora y cómplice del poder como no habría podido imaginarse.

En estas condiciones de lasitud democrática cualquier país se autotitula  democrático: basta que celebre elecciones limpias y periódicas para formar un par de cámaras. Cámaras que debaten, legislan y promulgan leyes pero que, a menudo, son ineficaces o indiferentes a los problemas más acuciantes. Esta mala situación se ha prolongado durante los últimos decenios. Sólo ahora en el siglo XXI aparece un nuevo sujeto nacido inesperadamente de la experiencia consumidora que reclama sus derechos con un vigor que se había olvidado. Este ciudadano/consumidor requiere al productor o al gobernante que le sirva artículos dignos a cambio del precio, la fiscalidad o las promesas de su partido.

Este ciudadano/consumidor no se conforma con más discursos ni tampoco, de acuerdo a la cultura de consumo, está dispuesto a esperar demasiado. Exige eficiencia en los servicios públicos  y exige, de acuerdo a la misma Constitución, una vivienda apropiada.

La verdadera calidad de la democracia auténtica se decide en la responsabilidad y competencia para atender esta clase de demandas. Y la  calidad será pésima si no permite acceder a una vivienda digna o si la ordenación urbanística convierte en un martirio la vida ciudadana,  si la justicia continúa expuesta a la indolencia y la manipulación o si la educación y la sanidad públicas se degradan día tras día. Si cada día, en fin, aumenta el caos y el desaliento escolar y crece paralelamente, en los hospitales, la ominosa longitud de las listas de espera.

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3 de julio de 2006
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Las músicas que cuentan tu vida

Todos tenemos no uno, sino muchos artistas que nos han iluminado; y por ende libros, películas o músicas que simbolizan algún momento de nuestra historia o encapsulan una revelación de esas que, estamos convencidos, nos enseñaron a vivir mejor. Esto es muy fácil de medir en materia musical. Seguramente nos gustan o han gustado cientos de músicos, pero si hubiese que reducir la lista a los esenciales, a aquellos cuyas canciones constituyen un sumario de nuestra existencia, no nos costaría demasiado: se trata de aquellos artistas a quienes no podemos recordar sin recordar también alguna parte de nuestra biografía.

En los últimos días este viaje en máquina del tiempo me ocurrió dos veces. El sábado fui a ver a La Portuaria porque iba a cantar con ellos David Byrne, que supo ser frontman de la banda Talking Heads. Me impresionó verlo tan grande –el pelo blanco, que además el trasluz revelaba ralo-, pero su voz estaba intacta. Cantó dos temas con Diego Frenkel, el líder de La Portuaria, y después versionaron canciones de la última etapa de Talking Heads, Road to Nowhere y And She Was. El lunes me metí en un negocio buscando Cds de los Heads (esta es otra de las señales del paso del tiempo: cuando uno entiende que partes esenciales de su colección discográfica permanecen en vinilo, sin haber hecho el recambio a la tecnología del CD) y todo lo que encontré fue un doble en vivo: The Name of the Band is Talking Heads. La cosa me frustró un poco, pero cuando la música empezó a sonar comprendí que no se trataba de una mala opción, ya que este disco me ofrecía un panorama de la música con que me habían impresionado primero, las obras que iban desde Talking Heads: 77 a Remain in Light. ¿No les ha ocurrido nunca eso de oír canciones después de veinte años y recordar cada letra, cada cambio de acordes, cada solo?

Esos Talking Heads de los comienzos simbolizan la época en que logré la independencia: mis comienzos como periodista, la partida de la casa familiar, mi casamiento. Quizás el mejor espejo de ese proceso lo encarne otro álbum en vivo de la banda, que también es una película de Jonathan Demme: Stop Making Sense. (También hay partes esenciales de mi colección de cine que conservo tan sólo en video, ¡y hasta en discos laser!) La película Stop Making Sense es el registro de un concierto, pero su puesta narra un viaje interior: el que va del hombre solo y neurótico que arranca cantando Psycho Killer con su guitarra y un grabador, al mismo hombre después de reencontrarse con su cuerpo y con su comunidad en los temas de Remain in Light, tribales, profundamente rítmicos. Ese era yo entonces: el chico neurótico y solitario que ensayaba encontrarse con su cuerpo y con el mundo que existía más allá del solar paterno.

El domingo me vi obligado a pensar en Los Redonditos de Ricota, al encarar la escritura de un texto que me pidió la revista La Mano para una edición monográfica en las que les rendirá homenaje. Esta vez sí encontré muchos Cds en el negocio, me compré cinco. Y al revisarlos comprendí que Los Redondos sintetizaban la época de mi vida que sucedió a la de los Talking Heads, aquella en que el mundo me reclamó como suyo y detonó la crisis con el microuniverso familiar: el divorcio, el (verdadero) descubrimiento del sexo, la experiencia de primera agua y los golpes que entraña, de manera inevitable. Tampoco es casual que los Talking encarnasen la música que uno recibe del disco –una experiencia íntima, en suma- y que Los Redondos encarnasen la música de la que uno participa en vivo –una experiencia comunitaria, intensa como el pogo asesino que se desataba en cada uno de sus conciertos.

La obra de Los Redondos es también un retrato de la Argentina, del viaje emprendido entre su versión psicotizada y violenta del fin de la dictadura hasta el cabaret brechtiano que anticipaba la caída del gobierno de Fernando de la Rúa. Yo puse en el artículo que el Indio Solari y Skay Beilinson, cantante y guitarrista de Los Redondos, eran los Gardel y Le Pera de esta Argentina, pero quizás sería más preciso decir que entre ambos constituyeron un nuevo Discépolo, por su visión ácida de la realidad y su trasfondo de ternura hacia todos los marginados.

Tanto los Talking Heads como Los Redondos me ayudaron a revisar momentos claves de mi historia, de la construcción de la persona que ahora soy: el momento en que decidí dejar de make sense, de encontrar sentido en el legado familiar y cultural, desconociéndolo para conocerme; y el momento en que me rompí para empezar a rearmarme de acuerdo a mis propias instrucciones. A los artistas como éstos, que nos dan fuerza para realizar procesos vitales y a la vez echan luz sobre el proceso, les estamos eternamente agradecidos.

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3 de julio de 2006
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No es un adiós

Hace unos años, cuando todavía existía el reportaje turístico filmado en 35 milímetros por el ente estatal y con locutor de Radio Nacional al micrófono, solíamos ver, entre el NoDo y la película, unos cortos multicolores sobre las Islas Canarias, el Delta del Ebro o el Monasterio de Piedra que inevitablemente concluían con un crepúsculo y la voz del locutor, profundamente emocionado, asegurando que aunque debíamos despedirnos de tanta belleza y de tan acogedor y gentil paisanaje, esa despedida sin embargo, no era un adiós sino un hasta siempre.

La frase se repitió de tal manera que las gentes, cuando se encontraban por la calle o volvían al trabajo después del desayuno, se despedían de los amigos y conocidos con la fórmula “no es un adiós etc.” El régimen, sin embargo, toleraba muy mal el cachondeo, de modo que se impartieron severas órdenes desde el ministerio de Información para que nunca volviera a repetirse la despedida ritual del hasta siempre.

Durante los siguientes años, cien reportajes sobre las playas de Cadaqués, el palmeral de Elche, las casas colgantes de Cuenca y demás lugares que siguen siendo hoy exactamente lo mismo que entonces, es decir, marcos incomparables, se despidieron con: “no es un adiós, es un hasta luego”, o bien “no es un adiós sino un hasta pronto”, “no es un adiós, sino un hasta más ver”, “no es un adiós sino un hasta la próxima”, o incluso “no es un adiós, sino un hola que tal algo adelantado”. La orden había quedado registrada para toda la eternidad en algún fichero de aquella fortaleza burocrática y los redactores seguían obedeciendo escrupulosamente al jerarca.

También a mí me ha llegado la hora de decirlo y no sé qué fórmula elegir. El caso es que me voy a lugares que carecen de la conexión adecuada para poder mantener esta voz en el cosmos. Regresaré, si nada lo impide, el primero de agosto.

Mientras tanto, estas palabras que ahora envío al espacio se mantendrán en pantalla como si cada día fueran nuevas, y si hemos de hacer caso a los deconstructivos, seguramente renovarán su sentido cada día sin necesidad de que nadie modifique ni una letra.

Porque no es lo mismo decir, por ejemplo, “el alma del humano es como el agua, pero su destino es como el viento” en el siglo XVIII y en Alemania, que en el siglo XXI y en Irak. Su sentido, vaya, no es el mismo.

El mundo gira, gira. Con cada rotación gira también el sentido de nuestras palabras. Hoy leía yo en un diario que el papel de las mujeres prehistóricas (vale decir, troglodíticas) era más “participativo” que en la actualidad, o sea, que también cazaban. Es una lástima que el concepto de “participación” sea difícil de aplicar a una sociedad seguramente caníbal, pero es cierto que las mujeres troglodíticas han cambiado mucho de sentido con el paso del tiempo. En la actualidad están más cerca de una ministra de cultura que de las augustas paridoras de la vieja antropología.

Cuando el redactor bíblico escribió aquello de “En el principio era el Verbo”, como enunciado de origen divino, no podía ni imaginar el sentido que tomaría la frase tras la publicación del curso de lingüística de Saussure. La célebre frase, con el Verbo en su versión Logos durante un tiempo, había tenido que esperar treinta siglos para alcanzar su sentido verdadero. O al menos eso cree nuestra petulante civilización.

Dejo pues al cuidado del tiempo estas palabras y espero encontrarlas de nuevo a mi regreso con un sentido nuevo por completo. Por lo tanto, inevitablemente, de un modo riguroso, esto no puede ser un adiós.

Porque también yo, si regreso, seré necesariamente otro. Y a lo mejor coincidimos.

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3 de julio de 2006
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LA ALEGRÍA DE APRENDER

Hace años leí en un libro del etólogo Konrad Lorenz esta sentencia: “Las cosas que se realizan con amor permanecen mientras que las que se hacen por obligación se olvidan”. Ahora en la Residencia de Estudiantes de Madrid puede verse una exposición dedicada a Ortega y Gasset a propósito del  cincuentenario (más 1) de su muerte, donde reaparece la misma idea.

Ortega afirma que aquello que le movió al trabajo fue la ilusión y no el deber, siempre el entusiasmo y nunca la obligación. ¿Aceptarán esta idea los profesores actuales? ¿Sabrían asumirla para trasladar a los alumnos el placer de aprender y no el riguroso deber de hacerlo?

Muy a menudo se dice que los chicos rechazan el esfuerzo y la disciplina y seguramente es tan verdadera la aserción como coherente con una cultura de consumo que anticipa el placer al sacrificio. Sin  embargo ¿no se ocultará en la continua protesta sobre la falta de abnegación estudiantil una paralela molicie institucional  para actualizar el contenido y el goce de los aprendizajes?

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30 de junio de 2006
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Más sobre nazis y chorizos

El gran especialista sobre la sustracción disfrazada de compra, la subasta con historial falso, el simulacro de herencia y demás métodos para disimular las obras de arte robadas por los nazis a los coleccionistas judíos, Héctor Feliciano, me cuenta los problemas que tuvo para publicar su indispensable trabajo El museo desaparecido (Destino), un estudio pionero sobre el expolio.

La investigación le ocupó ocho años a lo largo de los cuales localizó dos mil obras considerables o muy considerables, expoliadas por los jerarcas del Reich. En ocasiones tuvo que convencer a las familias supervivientes de que, en efecto, tal o cual pieza era suya. No querían recuperar sus propiedades, no querían recordar nada, sólo deseaban olvidar. Mayor razón para insistir.

Cuando comenzó a proponer su manuscrito, hacia el año 2003, nadie se atrevía a editar el libro y se lo devolvían con las excusas más peregrinas. Realmente, ¿quién osaría desafiar a los museos más importantes y a las familias más poderosas del mundo? ¿Y con la acusación de aprovecharse de que el propietario estaba en peligro de muerte para comprar a bajo precio? ¿O haber sido engañados por subasteros prestigiosos o galeristas de fama internacional?

Ahora va por la quinta edición, pero tampoco en España encontraba editor hasta que se cruzó con el olfato de Basilio Baltasar. Cuando finalmente se editó en Francia, el libro tuvo un impacto sensacional. Gracias a su trabajo detectivesco hay ahora nuevos grupos de trabajo persiguiendo la huella del expolio. Simultáneamente, algunos gobiernos han decidido esclarecer este infame episodio.

La historia de cómo logró publicar su libro es una novela, y de ella me gusta especialmente el episodio francés, que fue el primero y decisivo.

El candidato natural era la editorial francesa por antonomasia, Gallimard, pero el jefe de ediciones, Pierre Nora, estaba casado con la directora general de los museos de Francia. Desde el interior, un amigo informó a Feliciano de que posiblemente los responsables contrataran el libro, pero con el propósito de meterlo en un cajón y olvidarlo durante un siglo.

Era de suponer. En uno de los capítulos Feliciano señala cuatrocientos objetos expoliados a familias judías que actualmente figuran en museos e instituciones franceses. Alguno en el mismísimo palacio de la Presidencia.

Recuperado su libro, logró por fin publicarlo en una pequeña editorial de entusiastas. Dos días después de aparecido, la primera página de Le Monde informaba sobre el asunto. Chirac se vio obligado a crear una comisión.

Imagino la satisfacción de Héctor, aunque él carraspea, sonríe modestamente, y agita un inexistente azucarillo en la taza de café vacía.

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30 de junio de 2006
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El Código Hockney

Pensemos en la Gioconda: la sutileza de su sonrisa, la mirada que persigue por la habitación al espectador del cuadro, la perfección de los volúmenes y las sombras. ¿Cuál es la magia, el secreto de ese cuadro que cambió la historia? Según David Hockney, que la Gioconda es la primera fotografía del mundo.

Y no es una metáfora. Hace cinco años, Hockney causó escándalo en el mundo de las artes plásticas con su libro Secret knowledge, en el que sostiene básicamente que los grandes pintores del Renacimiento no eran talentos revolucionarios, sino simplemente calcaban las figuras de imágenes fotográficas, lo mismo que usted o yo hacíamos para dibujar cuando teníamos cinco años.

Según esa tesis, es imposible explicar la perfección técnica de maestros como Van Eyck, Rembrandt o Velázquez sin tomar en cuenta el desarrollo de la óptica, que en el siglo XV también inicia su despegue gracias a la prosperidad económica. Como las artes y las ciencias eran compartidas por las mismas personas –recuérdese al versátil da Vinci- el conocimiento y la tecnología iban de la mano. Los genios de la pintura se ayudaron con lentes, espejos cóncavos y cámaras oscuras: proyectaban la imagen sobre un lienzo y trazaban sus contornos y sus sombras. Si la imagen era demasiado grande, la iban proyectando por fragmentos. Si demasiado pequeña, la ampliaban con espejos cóncavos. Todas esas técnicas eran secretos del gremio, por supuesto. Todos los magos ocultan sus trucos.

¿Evidencias? Hockney muestra dos retratos de mujer pintados por da Vinci. El primero es claramente plano: la sombra no está repartida con naturalidad, los rizos del pelo no son reales sino convencionales, como de molde. El rostro tiene un aire de irrealidad, como una caricatura. El segundo retrato es la Monalisa. Entre uno y otro media un año. Poco tiempo para cambiar tantas cosas.

Según Hockney, las grandes escuelas de la pintura se pueden distinguir por el tipo de artilugios ópticos que prefiere cada maestro: los claroscuros de Rembrandt, por ejemplo, delatan el uso de la cámara negra, en que la imagen resplandece rodeada de oscuridad. La abundancia de personajes zurdos de Caravaggio sugiere el recurso de los espejos. Las incoherencias de la perspectiva en Memling y Gisze hablan de imágenes que se han ido construyendo con distintas ópticas, no con un modelo estático frente al pintor.

Como era de esperarse, la tesis de Hockney causó indignación entre la crítica de arte. La revista ARC dedicó una extensa reseña a demoler cada punto de la tesis. Varios académicos argumentaron que Hockney no es capaz de pintar genialmente y, por tanto, pretende acabar con los genios basado en la peregrina noción de que, si él no puede, nadie puede. La propia Susan Sontag dijo que era como postular “que todos los grandes amantes de la historia han estado usando Viagra”.

Lo cierto es que la teoría de Hockney va mucho más allá de una descripción técnica: es un misil en la línea de flotación del arte entendido como inspiración. La aparente iluminación divina de los pintores, en Secret knowledge es reemplazada por un montón de cacharros tecnológicos, igual que la obligatoriedad de saber dibujar en el diseño moderno ha sido derrocada por las computadoras. Si Hockney tiene razón, ya no importa cuánto talento tienes, sino qué aparato te puedes comprar, una posibilidad que amenaza el propio sentido del arte y la subjetividad, y relega a los grandes pintores modernos al papel de calcadores de figuritas, no muy distintas que los tatuajes lavables.

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30 de junio de 2006
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Un adiós

No conocí a Fabián Bielinsky más que superficialmente. La última vez que lo vi fue durante el Festival de Cine de Mar del Plata, de cuyo jurado formaba parte: coincidimos en la puerta del hotel y bromeamos un poco con Ricardo Darín, que le estaba haciendo de chofer. Ese es el primer dolor que siento ante su muerte: el de la pena que produce en los amigos comunes, aquellos que conociéndolo gozaban de su afecto y de su respeto. El otro dolor, el de los familiares que dejó a los 47 años, no me atrevo siquiera a imaginarlo.

La suya fue una muerte temprana y por ende inesperada, de esas que producen el reflejo de la introspección: nos obliga a preguntarnos si estamos viviendo bien, porque mañana puede ser nuestro turno. ¿O acaso no estaba Fabián en su mejor momento, carreteando en la pista, preparando el gran despegue? Tan sólo dos películas, Nueve reinas y El aura, le habían bastado para proyectarse internacionalmente. Todos aquí estábamos convencidos de que lograría lo que quisiese, cuando lo quisiese. Tenía el talento, sí, pero ante todo tenía aquello que uno más agradece en un artista: visión.

El dolor que me toca es el de cinéfilo en general, y muy particularmente el de cinéfilo argentino. Fabián Bielinsky es de los pocos directores locales a los que respetaba de verdad, me habría encantado trabajar con él alguna vez. Utilizaba los géneros como herramientas, tal como hicieron siempre los cineastas más grandes: en sus manos eran recursos narrativos que le permitían interrogarse sobre la condición humana.

Sé que un día de estos voy a ver por la calle los afiches que anuncian las basuras que hay en la cartelera y las basuras que están por venir, y que entonces sentiré rabia por haberme perdido las películas futuras de Fabián, con las que contaba para reconciliarme con el cine: mis dientes van a rechinar, nada me fastidia más que la oportunidad malograda. Su muerte deja un hueco horrible en el cine argentino, del que se había convertido a la vez en pilar y en vanguardia; hoy amanecimos más pobres.

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30 de junio de 2006
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RAFAEL GUMUCIO VA DE VIAJE

Rafael Gumucio no es el único que se va de viaje. Un amigo me llevó ayer, en directo desde Santiago, el último libro del escritor chileno: Páginas coloniales (Mondadori). Es un libro de viaje. Un libro que revindica en una corta introducción la “superficialidad esencial” de lo que escriben los turistas sobre los lugares visitados. Una tarjeta postal como ilustración de tapa del libro confirma la declaración inicial: aquí se trata de los viajes de Gumucio, un escritor que pasó su infancia en París y vivió después en Barcelona, Madrid, Nueva York y, por supuesto, Santiago de Chile.

El libro cuenta con dos partes: “el nuevo viejo mundo” y “el viejo nuevo mundo”. Me detengo entre ambos mundos, es decir a mitad de lectura, pues hay cosas, hay muchas cosas en las primeras 78 páginas (el texto completo no supera las 150). Veamos punto por punto a dónde lleva la lectura de aquella primera parte.

1. Gumucio no es V.S. Naipaul. Dice que quiere serlo. Nunca se sabe. Pero por el momento le queda una larga caminata. Mezclar en una gran prosa reportaje, relato de viaje y reflexión sobre una historia individual sigue siendo un secreto de fabricación que solo conoce el premio nobel de literatura.

2. Aunque no es Naipaul, Gumucio tiene por lo menos un rasgo de Naipaul: la lucidez. Su arma descuartiza todo y permite ver lo que hay dentro.

3. Cuando Gumucio habla del “nuevo viejo mundo” hay que entender que su primera parte se dedica a Europa, un viejo mundo que quiere ser joven. Gertrude Stein decía al principio del siglo XX que su país, EE. UU., es “el país mas viejo del mundo” pues fue el primero en ponerse como meta ser moderno, tan eficiente como una fábrica. Ahora le toca el turno a Europa.

4. Gumucio escribe, con razón, “París es una idea blanca y redonda; Londres, un suburbio para marineros; Roma, un pueblito meridional de una coqueta falsa anarquía”. Pero lo mejor que entrega Gumucio es su visión de Madrid y Barcelona.

5. En Madrid, Gumucio es un “sudaca”. Habla la lengua, tiene la misma sangre, comparte la religión y el pasado. Aquellas semejanzas traen una consecuencia lógica: la ciudad le parece “indescifrable e incompatible”. Aunque ha entendido lo fundamental: Madrid está en Europa, es Europa. “Algo en este viejo mundo es completamente nuevo, y Madrid es el centro mismo de esta novedad”.

6. En Barcelona, Gumucio actúa como un charnego mal educado: dice la verdad. “Barcelona no está segura aún de ser Barcelona”... “los catalanes se preocupan exclusivamente de asegurarse de que son catalanes”... “Lanzarse al mundo pero protegido del mundo es el sueño catalán que se ha adueñado de Barcelona”.

7. Finalmente, Gumucio remata a la madre patria, España. “Ya no es el país que hacía llorar a Hemingway, ni a Neruda, la reserva ecológica de una cierta violencia y nobleza que la modernidad consumió”.

8. No se debe decir Gumucio sino Gumuzio, que fue el nombre de un pueblo vasco de la familia del autor al llegar a Chile.

9. Gumuzio se equivoca: no es viajero, es ensayista, entre los mejores.

10. Empiezo la segunda parte; salgo con Gumuzio para “el viejo nuevo mundo”.

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30 de junio de 2006
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