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Sobre las causas y los efectos

La última gran emigración/inmigración que sacudió a Occidente fue la de los irlandeses e ingleses a los EE. UU., desde mediados del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. Las cifras bailan en millones de diferencia según los autores, pero hay consenso por ejemplo en que de Irlanda salió más de un tercio de la población.

En esta emigración contó enormemente la convicción de que América era el futuro. No sólo se huía de algo, sino que se perseguía otra cosa. El viejo continente se había hecho viejo de golpe y Nueva York parecía la puerta de un mundo nuevo y mejor. Los emigrantes perseguían un sueño, un deseo.

Puede decirse que emigraron movidos por el hambre, es decir, por razones económicas, pero ni todos ni sólo por eso. En especial los irlandeses vivían en condiciones lamentables. No más lamentables, sin embargo, que las condiciones en las que vivían los emigrados que llegaban a América, como puede comprobarse en cualquier memoria o estudio sobre las primeras generaciones llegadas a los EE. UU. Solo al cabo de muchos años y enormes dificultades algunos y solo algunos comenzaron a salir de la miseria. Las más de las veces, en la segunda generación. Eso no impidió que el flujo en lugar de decrecer, creciera.

Fue muy relevante que el precio de los billetes de barco para un trayecto transatlántico bajara a la mitad a partir de la aparición de los buques a vapor. Este es un factor de suma importancia, pero no exclusivamente económico. El transporte en los actuales cayucos tiene unos precios elevadísimos. El cambio de precio afecta a la cantidad de pasajeros, pero no al sueño de emigrar. Porque emigrar es, por encima de todo, un sueño, un deseo, algo que escapa a la racionalización técnica.

Sin duda, la mayor parte de los emigrantes no emigra con entusiasmo, pero una gran cantidad sí, y es imposible establecer cifras. Los emigrantes armenios que describe Kazan (su abuelo y su padre) odiaban a su tierra y deseaban con toda el alma llegar a los EE. UU., no sólo por motivos económicos. Otros testimonios hablan del desgarro de los que emigraron obligados por la miseria, como los gallegos de Suiza. No todos volvieron, sin embargo. Muchos descubrieron que había otros mundos posibles, además del de su pueblecito natal. El descubrimiento real del país de acogida es igualmente relevante para explicar la elección de los emigrados.

Las actuales catástrofes migratorias son diversas y muy contradictorias. No hay relación alguna entre los inmigrantes latinoamericanos, generalmente más cultos y educados que los españoles, los centroeuropeos de organizaciones delictivas, los subsaharianos o los árabes. Un tratamiento equivalente, como si todos fueran lo mismo, conducirá a un desastre.

Los que emigran de países islámicos no sólo huyen del hambre, sino también de las insoportables condiciones impuestas por los regímenes feudales y los eclesiásticos terroristas. Sin embargo, muchos de ellos redescubren los beneficios de la religión precisamente cuando ya han emigrado.

Una novela como Brick Lane, de Monica Ali, describe el barrio bengalí de Londres con suma inteligencia. Aquellos (sobre todo, aquellas) que logran liberarse de los maridos, no vuelven jamás a Bangladesh. Los maridos, en cambio, se convierten en fervientes islamistas para retener a sus esposas e hijas.

El problema, por lo tanto, no es “¿qué hacemos con los inmigrantes?”, sino “¿qué debemos hacer para que se libren de las opresiones económicas, ideológicas, familiares, religiosas y de todo tipo que les han obligado a emigrar?”. Yo diría que algo bastante sencillo: aplicándoles la misma ley que a los naturales del país y concediéndoles el derecho de voto, sin condiciones, en cuanto coticen a hacienda. Luego, el que quiera integrarse que lo haga y el que no quiera que se segregue, siempre que no obligue a los demás a segregarse con él.

Las imposiciones simbólicas, como que sepan hablar catalán o que entiendan la Diada Nacional (de nuevo una opinión de Duran Lleida, el nacionalista más sincero de todos), son delirios totalitarios. ¿No se les exige saber catalán para trabajar como esclavos, pero sí para defender sus derechos? Qué profundo asco producen a veces los señoritos de mi país…

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5 de septiembre de 2006
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ESPAÑA Y ESPAÑA Y ESPAÑA

Desde que leí el extraordinario libro de José Alvarez Junco, Mater Dolorosa, exponiendo la formación de la identidad española, he pasado del acaloramiento frente a los nacionalismos a la confortable benevolencia que procura el saber. La ignorancia es bárbara y violenta mientras el conocimiento favorece la condescendencia o la elegancia.

En realidad, en dos libros se ha apoyado mi nueva visión de lo español este verano: España invertebrada y Mater dolorosa. Podría haber reaccionado antes a estas vistosas lecturas pero como  la digestión de las ideas requiere la coincidencia con un estado particular del organismo, es probable que en otro momento y situación no habría recibido los efectos de esta nutrición del pensamiento.

Con estos títulos y otros más me vengo preparando para introducirme en la nueva realidad española amasada en los últimos treinta años. Una realidad de la que va desvaneciéndose la supuesta identidad de la proclamada España y cuya evaporación genera menos un sentimiento pesimista que una liberación. La liberación de España -puesto que España  fue "un dolor"- resuena a suspiro de salud. Oxigenados "suspiros de España".

El tremendo esfuerzo en pro de la identidad española y la insoportable tabarra sobre "qué es España" se sustituye por un clamor en torno a la selección nacional de baloncesto. Y después a disfrutar de otra cosa. ¿Qué es actualmente España? Mil y una cosas, mil y una nacionalidad. La ausencia de una recia y única identidad es clave para gozar hoy el tutti-frutti de la existencia. Así lo aceptamos para cualquier vida individual. ¿Podría ser, por tanto, de otro modo para el oscilar colectivo?

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5 de septiembre de 2006
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La Liga de los Cineastas Extraordinarios

Reviso como de costumbre los medios internacionales que me mantienen informado en materia de cine, y descubro que hay tres nombres citados cada vez con más frecuencia –y con mayor admiración. Cuarón. Iñárritu. Del Toro. Todo el mundo anticipa que de aquí a fin de año, el mundo se verá sacudido por las últimas obras del trío mexicano. Cuarón estrenará Children of Men, protagonizada por Clive Owen y Julianne Moore, que acaba de exhibirse en Venecia. Iñárritu estrenará Babel, con un elenco internacional cuyas figuras más conocidas son Brad Pitt y Cate Blanchett. Y Guillermo Del Toro estrenará Pan’s Labyrinth, un film que mezcla realidad y fantasía del modo en que ya lo hizo en El espinazo del diablo. Todos los medios coinciden en señalar que estas tres películas estarán entre lo mejor del cine mundial que se verá de aquí a diciembre. Qué quieren que les diga, yo me siento orgulloso de estos tres. Se trata de directores de un enorme calibre a los que considero nuestros. (Claro que lamento que no haya un argentino jugando en esta liga, pero al menos la liga existe. Lo justo sería agregar a otro mexicano, el magnífico guionista Guillermo Arriaga, socio de Iñárritu en sus tres películas. Ayer descubrí que acaba de editarse aquí en video su debut como director, Los tres entierros de Melquíades Estrada, que prometo ver en los próximos días.)

Se hicieron conocer con obras personalísimas, como lo fueron Cronos, Amores perros e Y tu mamá también, que a la vez escapaban de los preconceptos que el mundo tiene respecto de lo que debería ser un cine concebido en Latinoamérica. Esto es algo que para mí, como narrador, tiene una enorme importancia: sin dejar dejar de ser profunda y evidentemente latinoamericanos (nadie podría decir que Amores e Y tu mamá no son mexicanas hasta la médula), se trata de relatos que evitan la trampa del miserabilismo, del naturalismo y del realismo ramplón que parecen ser condiciones sine qua non para que los comités de preselección de los festivales nos presten atención.

Me gusta además que hayan sido capaces de jugar el juego de las grandes ligas internacionales (Cuarón dirigió una de las Harry Potter, Del Toro ha hecho Hellboy y una de las Blade), con la inteligencia de retornar a las fuentes de manera constante: una de las historias de Babel tiene que ver con una inmigrante mexicana, Pan’s Labyrinth transcurre en España. Y celebro que, en líneas generales, no dejen de ser quienes son ni siquiera cuando filman en inglés con estrellas internacionales: 21 grams, por citar tan sólo un ejemplo, es Iñárritu / Arriaga en estado puro, dando pie a grandes actuaciones de Sean Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro. (Otros cineastas latinos, como Alejandro Agresti y Walter Salles, se volvieron más impersonales al probar suerte en inglés con La casa del lago y Dark Water: su trabajo se tornó indistinguible del de cualquier profesional del medio). Esta es la razón por la que agregaría una quinta pata a esta liga, que no mencioné al comienzo porque no tiene ningún film a punto de estrenarse pero que ha hecho sobrados méritos para integrarla: el brasileño Fernando Meirelles, codirector de Ciudad de Dios, demostró con The Constant Gardener que era capaz de preservar su visión del mundo y su pulsión narrativa aun trabajando en otro idioma, con actores como Ralph Fiennes y Rachel Weisz.

Son latinoamericanos, y están produciendo parte del mejor cine del mundo de hoy. ¿Hace cuánto tiempo que no podíamos decir algo semejante?

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5 de septiembre de 2006
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LA VISIÓN DE VOLPI

Luminosa crónica del novelista Jorge Volpi en el semanal Proceso del 27 de agosto. Analiza la situación de su país. «No es exagerado, escribe, decir que la tragedia mexicana del 2006 solo tiene dos protagonistas (…): Andrés Manuel López Obrador y la profesora Elba Esther Gordillo». Y sigue con una descripción: «El caudillo y la sibila. El defensor de los desprotegidos y la mujer despechada. Robespierre y Lady MacBeth. El hombre que habría de salvar a México y la mujer decidida a probar que es dueña del país».

A nivel político es fácil de entender: López Obrador es la persona que intenta anular en las calles el resultado de las elecciones que proclamó el tribunal electoral. Gordillo Morales, apodada la «maestra mutante», es miembro del PRI y mantiene una influencia fuerte en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) después de dirigirle. Para Volpi, en su obsesión por destrozar a Roberto Madrazo, candidato del PRI, la maestra aportó al vencedor, Felipe Calderón, los votos que faltaron a López Obrador.

El análisis me parece acertado pero lo que más provoca es la mezcla de las metáforas. Combinar Shakespeare y la Revolución francesa es poco común. Es una prueba tanto del cosmopolitismo cultural de Volpi, como de lo extraño de la situación mexicana. Esta vez ni hablar de Cuauhtémoc o de otro emperador azteca. México vive una locura nueva que abarca todo, desde la sociología de una sociedad en desarrollo hasta los trastornos de figuras políticas. Volpi tiene toda la razón en buscar una referencia para ayudarnos a entender la pelea que polariza a los mexicanos, pero como francés, no le doy a  Robespierre y tampoco acepto el alquiler de Lady MacBeth.

¿Es AMLO Robespierre? No lo creo. Robespierre es un extremista, por supuesto, pero lleva una carga desmesurada de egocentrismo. Habla en nombre de la razón, no le importan las masas sino un orden lógico en la organización política de los hombres. Al contrario, el hombre que gobierna Reforma y el Zócalo busca la conquista del resto de su país. López Obrador «no persigue, como lo escribe Volpi, la senda del martirio ni tampoco la santidad, sino el poder en su expresión diáfana». AMLO no es Robespierre. Más bien es un Bonaparte tan confuso que busca una corona de emperador sin ser ya Napoleón.

Con relación a Gordillo Morales, no hay duda: sí, se parece a Lady McBeth. Acaba de matar a Duncan/Madrazo pero por desgracia suya lo sabemos todos y además ella no tiene sangre en las manos ni remordimiento. Lo que me hace pensar que tampoco la mujer que tuvo el papel decisivo en las elecciones es Lady MacBeth. Ni Revolución francesa, ni teatro shakespeariano. México 2006 es un estreno, o una publicación anticipada de lo que Volpi titula como «La Novela del 2006».

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5 de septiembre de 2006
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LECTURA ATRASADA

Todo lector tiene su prejuicio. Conozco el mío: creo lo que se publica en The New York Review of Books. Esta revista me lleva a leer los libros más extraños: historia del desciframiento de los cables diplomáticos en el siglo XX, recopilación de cartas entre oscuros poetas, ensayo sobre el papel de los pigmentos importados de Asia en la pintura del cuatrocento italiano. La lista es amplia, como lo es mi reconocimiento hacia una revista que me es imprescindible desde hace ya más de veinte años.

La larga reseña de Sefarad, de Antonio Muñoz Molina (no hay lectura en línea, casi todo es de suscripción) en el número fechado 25 de mayo de 2006, no podía provocar otro efecto que mi culpabilidad. Nunca había leído a Muñoz Molina. Otro prejuicio, supongo, pero superado este fin de semana con una lectura atrasa de Sefarad, “una novela de novelas” como dice su autor. La semblanza con W. G. Sebald, el autor alemán que tiene mucho de inglés, es obvia. Igual lentitud. Igual recorrido de un relato que no se construye con relación a una cronología definida pero que camina y ofrece, a veces, aceleraciones insospechadas. Igual voluntad de acercar elementos sin vincularlos por completo, dejando al lector la oportunidad de hacerlo. Igual manera de utilizar un “acabo de acordarme de que…”, “no necesité irme muy lejos para que…”. El novelista es más un escultor del tiempo y del espacio que un hablador, aunque se dedica a entregar historias.

Daniel Mendelsohn, que firma la reseña, es una figura establecida de la revista neoyorkina. Concluye con una observación sobre el autor que se parece a un coronamiento: “…hizo lo necesario para que la palabra “exilio” sea la última y demoledora palabra de una obra que, creo, es de un maestro”. Puse “exilio” pues es la palabra “exile” que figura en la traducción al inglés. Pero en el libro de Muñoz Molina que acabo de leer, la última palabra es “destierro”, para nada igual. Muchos personajes van para el exilio, por culpa del nazismo y del estalinismo, pero casi todos, incluyendo los inmigrantes que van a Madrid por falta de trabajo y el propio narrador, pierden su ser íntimo al apartarse de su tierra. Son desterrados.

El largo y lento movimiento del libro que va de España a Nueva York, construyendo una arquitectura dedicada a abarcar toda la historia de los destierros desde la salida de los judíos del reino en 1492 hasta las persecuciones del siglo XX, es una hazaña. El libro no me gustó tanto al apoyarse de manera repetida en los momentos claves en un recurso clásico: tutear al lector para involucrarle. Pero no puedo negar la amplitud de una obra que mezcla los recuerdos de viajes de promoción de un autor contemporáneo con episodios de la Historia sin salir nunca de un camino único, recorrido con gran dominio del oficio. Es una novela sofisticada, indirecta (tiene más recuerdos que vida contada. Su análisis supone un trabajo hondo, largo y de nunca acabar.

No voy a participar en el concurso de hermenéutica que permite esta obra. Pero tampoco voy a negar mi desconcierto: Sefarad tiene algo de exógeno, importado a  la cultura española. Lo que escribo no es crítica, mera observación; me acuerdo de mi primera lectura de Juan Carlos Onetti: era obvio que su escritura producía con el castellano algo directo, despojado de retórica e inédito en esta época.

Ahora bien: acabo de descubrir que Muñoz Molina publica Viento de la Luna, una novela que evoca el desembarco del hombre sobre la luna. Quedo nuevamente atrasado en mi lectura de un autor que ya está en la luna. Un atraso de 384.402 kilómetros para ser exacto.

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4 de septiembre de 2006
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Bellezas verdaderas

Disfruto como cualquier hijo de vecino ante la contemplación de la belleza femenina (o quizás más, con la excusa de que mi trabajo me conmina a la delectación estética), pero lo que me seduce es lo que va más allá de las superficies. Soy de los que comulgan con aquello que alguien dijo a propósito de la Garbo: más que las mujeres que resultan bellas por fuera, me gustan aquellas que se revelan bellas por obra de la porfía de su espíritu.

Ayer mismo me asombraba por la ubicuidad de Helen Mirren, de quien hablé maravillas hace poco. Ahora el mundo entero parece haber descubierto su enorme talento: días atrás obtuvo el Emmy por la miniserie Elizabeth I (estaba bellísima, ¡cómo envidio a su marido Taylor Hackford!), y ahora asombra al público del festival de Venecia con su interpretación de la otra Elizabeth, la actual reina británica, en la película de Stephen Frears The Queen. Enric González, que cubre el festival de cine para el diario El País, dijo ayer mismo con la clase de fervor de la que hablo: “Si el universo tiene algún sentido, Helen Mirren recogerá el sábado el premio a la mejor actriz”.

También ayer, haciendo zapping, me quedé enganchado con una película porque vi que la protagonizaba Romain Duris (el actor joven de El latido de mi corazón, con quien me gustaría trabajar alguna vez; dicho sea de paso, ¡qué buen Corto Maltés sería este Romain!) y salté de gozo al descubrir que su coprotagonista era Eva Green. ¿La ubican? Eva es la chica de The Dreamers, la última película de Bertolucci; es además el interés romántico del insulso Orlando Bloom en Crusade, la peli medieval de Ridley Scott. Para ella vale la misma descripción: podría decirse que es tan sólo bonita, pero la mirada de esos ojos insondables y el talento con que proyecta su espíritu la vuelven bella, o mejor: irresistible. Cuánto más disfruté, todavía, cuando descubrí que la película que estaba viendo (Arsene Lupin, una adaptación moderna del viejo folletín que al menos aquí no se vio nunca en cines) tenía como villana a Kristin Scott Thomas. Me enamoré de esa mujer viendo El paciente inglés, tan completa y desesperadamente como el protagonista de la película. Y eso que Kristin es flaquita, ojuda y dueña de una nariz tan idiosincrática como la Venexiana Stevenson dibujada por Hugo Pratt.

Cada una de ellas –Eva, Kristin, Helen- son bellas a su manera, contrariando la dictadura de los cánones actuales. Porque se sienten cómodas en la piel que les ha tocado, negándose a la uniformidad que se deriva del bisturí y del colágeno. Y porque se han dedicado a ser, antes que a parecer. A diferencia de aquellas actrices que trabajan de bellas, estas trascienden las dos dimensiones de la pantalla cada vez que irrumpen. Yo trabajo en el cine y en consecuencia padezco los vicios del profesional, pero al verlas olvido que estoy lidiando con un personaje y al menos por un rato me convenzo, ¡víctima de su talento!, que estoy teniendo el privilegio de conocer a una mujer.

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4 de septiembre de 2006
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La isla de la fantasía

Sí, el mar Mediterráneo es bonito. Pero en Ibiza hasta el agua marina es diferente. Mientras el avión se acerca a la isla, el azul que la rodea parece más brillante, más azul, en suma, más caro. 

Mi primera imagen de la isla refuerza esa impresión. El coche de alquiler que nos espera en el estacionamiento del aeropuerto está solo, con las llaves puestas, y lleva un cartel con el nombre de mi pareja, que proclama a los cuatro vientos la ausencia de su dueño. Es decir, está pidiendo a gritos que lo roben. Como latinoamericano, siempre he imaginado que el paraíso debe ser un lugar en que un coche se puede quedar toda la mañana en un aparcamiento público sin terminar desmantelado y vendido por partes en el mercado negro. 

Ya en Ibiza propiamente dicha, lo primero que impacta son las discotecas. Parece mentira que en algún lugar del mundo haya gente suficiente para llenar todas esas discotecas. Y suficiente dinero para pagar las entradas, cuyo monto total podría cubrir el presupuesto anual de algunos países del Tercer Mundo. La entrada a Space cuesta 50 euros. La de Pachá, otros cincuenta. El Divino cobra sólo 40, pero los días con show sube a 65. Y funcionan sin parar. Hay sesiones por la mañana y por la tarde. Puedes desayunar e irte a la discoteca. Puedes ir a bailar y después al cine. Puedes pasarte la vida ahí dentro. De hecho, parece saludable. Todos los asistentes se limitan a consumir agua y pastillitas, como vitaminas. Imagino que el precio de las entradas compensa el poco dinero que esta gente tan sana evita gastarse en alcohol.

Otro gasto a considerar antes de entrar en la discoteca es el de vestuario, porque aquí no se viene con cualquier cosa. De hecho, en Ibiza no se va con cualquier cosa ni siquiera a la playa. He visto bañadores Armani y Gucci. Yo ni sabía que hubiese bañadores Armani. Si yo me pusiese algo con ese precio, no me atrevería a mojarlo. Probablemente, más bien, le compraría un seguro contra robos e incendios y lo enmarcaría sobre mi cama.

No es de extrañar. En Ibiza todo es de diseño: hasta las drogas, hasta la gente. El asunto no parece tan grave, hasta que uno se echa el protector solar en la barriga y descubre que ella se mueve, como una gigantesca gelatina de leche con vida propia. Uno trata de contenerla antes de ser visto, pero descubre entonces que sus brazos también cuelgan temblorosamente de sus huesos. Te preguntas entonces cuánto costará un cuerpo de esos.

Con el tiempo, sin embargo, se te quita el trauma. Descubres que, en realidad, la mayoría de la gente es como tú, sólo que todos están demasiado ocupados envidiando a los esculturales y nadie se fija en los demás. La verdad, todos seremos más felices el día en que decidamos por consenso que la norma estética es tener poco trasero, algo de barriga, ningún músculo especialmente marcado y una calvicie incipiente.

Lo que te hace reflexionar sobre la arbitrariedad de nuestro concepto de belleza son los pechos femeninos. Hay tantos –y las playas están tan abarrotadas- que Ibiza parece un festival de pechos. Caminas por la orilla y tropiezas con un pecho. Vas bajo el agua, encuentras una medusa pero, no, es un pecho. Te tomas un tinto de verano y, en vez de hielo, un pecho. Los primeros dos días, te niegas a quitarte los lentes de sol y babeas presa de excitación adolescente. Como al tercero, comienzas a hacer inventario y clasificación: pechos que apuntan hacia arriba y pechos que apuntan hacia abajo, pechos con esa especie de chupones en la punta y pechos que tienen la aureola como derretida por el sol, pechos como columnas de roca y pechos como algodones de azúcar. Al cuarto día, estás aburridísimo, y descubres que lo excitante de los pechos era precisamente no verlos. Cuando empieza a parecerte que hay pechos feos en el mundo, es hora de largarte de ahí.

Pero eso nunca ocurre. De hecho, Ibiza en verano es un lugar con tanta belleza que no cabe en la isla y se apelotona por ahí, creando la ilusión de que tú también eres así. Con esa gente, esas playas y esos paisajes, la isla te vende la fantasía de ser mejor de lo que eres, de formar parte de esa belleza y ser, durante un máximo de un mes, accesorio de un mundo ideal.

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4 de septiembre de 2006
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EL MIEDO AL TRABAJO

El proceso civilizatorio no podrá darse por culminado hasta que el "síndrome postvacacional" haya desaparecido por completo. La totalidad de la población afronta el tránsito del ocio al trabajo entre horribles dolores  que evocan, sin demasiados paliativos, las torturas infames e injustas de épocas en que la condición humana no había emprendido todavía su proceso de redención. Más aún: en el pasado remoto, las plagas, las sevicias, los descoyuntamientos corporales, encontraban su correlato tanto en la misma asunción de la culpa como en la dorada esperanza de la salvación.

En la actualidad, sin ninguno de estos amparos la amargura que sufre el empleado desde la playa a la posición laboral ofrece la peor cara del sufrimiento. El sufrimiento implacable y sin fundamentación, la tortura sin legitimación, el lacerante  imperio de la sinrazón, la ausencia de sentido.

Todo ello, además, ante la indiferencia de la historia. Porque ¿cómo aceptar todavía hoy que el trabajo continúe siendo un castigo, una condena fatal y, de otro lado, el tiempo libre se alce aún como la bíblica metáfora del más allá? ¿Cómo no haber superado el orden primitivo para instaurar un sistema en donde ocio y laboriosidad formen una continuidad de profundidad indistinguible cuyas emociones  sean tan compatibles como intercambiables, proveedoras de peripecias surtidas y no sólo representativas del bien y el mal?

Si, a estas alturas, como se constata masivamente, el bien se encuentra separado del trabajo ¿no se habrá dado por buena una brumadora victoria del mal?

Casi la mayor parte de los escolares (y de los adultos) manifiesta su padecimiento postvacional, de acuerdo con los servicios de urgencia, mediante vómitos, diarreas, angustia, insomnio, pérdida de apetito y fuerte dolor abdominal. Los escolares se retuercen como envenenados y tratan de arrojar convulsivamente el tósigo laboral que, empezando por la escuela, se administra a granel, sin revisión ni consideraciones humanas. ¿Molicie de la civilización? ¿Civilización del dolor? ¿Civilización de las desdichas?

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4 de septiembre de 2006
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Intégrame otra vez

No creo que haya fenómeno más relevante, en el inicio del siglo XXI, que la emigración. Los movimientos de grandes masas de población que atraviesan mares, océanos o continentes en busca de un nuevo lugar para vivir, son acontecimientos telúricos, celestes, catastróficos, como la deriva de los continentes. Suceden por ciclos, sin avisar, de modo inesperado. Nadie, absolutamente nadie, los había previsto hace diez años, lo que da idea de cuán poco sabemos, sobre todo quienes deberían saber algo.

Una vez alza el vuelo la gran nube de aves migratorias, los políticos se lanzan en busca de razones que calmen la alarma de los invadidos: el hambre en África, la riqueza de Europa, la televisión como escaparate de un mundo paradisíaco, las guerras étnicas. No acabo de creer ninguna de estas racionalizaciones. Hambre en África la hubo siempre, riqueza en Europa también, y las imágenes de TV son tan oníricas como grotescas, nadie en su sano juicio querría vivir en el mundo que describen. En cuanto a las guerras, desplazan poblaciones hacia las fronteras, pero no al otro extremo del mundo. Es como cuando se dice que los conquistadores españoles hicieron las américas, o los americanos el Klondike, o los holandeses Sudáfrica, por el oro. El oro es una excusa, como las reliquias de Tierra Santa, la seda de Oriente o las especias de la India. La causa es el mismo deseo de emigrar. Y ese deseo, como todos los deseos, no se puede racionalizar por mucho que se empeñen los discípulos de Leibniz y del principio de razón suficiente.

El fenómeno se convierte en un verdadero problema cuando aparece la pregunta “¿qué hacemos con ellos?”, como si “ellos” fueran de nuestra propiedad, con esa conciencia patrimonial de los catalanes y los vascos que creen poseer a los inmigrantes como quien posee una nevera. El otro día el nacionalista Durán Lleida, una calva tan absoluta por fuera como por dentro, decía que no aceptaría a ningún inmigrante que no aprendiera catalán. Como si no tuvieran nada mejor que hacer que complacer al señorito.

La discusión es tan sencilla como desesperante. Unos dicen que lo bueno, lo progre, lo justo es integrar a los inmigrantes para que sean como nosotros. Los contrarios dicen que hay que respetar sus tradiciones y costumbres y que eso es lo justo, lo progre y lo bueno, que sean diferentes. A mi modo de ver, en este asunto no hay nada ni progre, ni justo, ni bueno que aplicar. Como no hay nada bueno, justo o progre que aplicar a las montañas de hielo que se funden en los casquetes polares.

Uno de nuestros colegas, el lúcido Juan Díez del Corral, ha estado viviendo este verano en un barrio de inmigrantes turcos de Berlín, el Kreuzberg. Su testimonio es interesante porque, a diferencia de los miles de estudios que se publican, todos contradictorios, lo único que nos permite orientarnos en este embrollo es la experiencia propia o la de aquellos que viajan para aprender y luego contarlo a los amigos con absoluta honradez. De su carta, selecciono éste párrafo:

“Lo segundo que allí se ha demostrado es que la integración multirracial y multicultural es un mito en el que ya sólo creen algunos progres tontos y casi todos los periodistas ineptos. Cuarenta años de convivencia entre los inmigrantes del país del tercer mundo que se reclama más europeo y la clase de gente más tolerante surgida de las revoluciones sociales de los sesenta, y a lo más que se ha llegado es a una tranquila coexistencia en paralelo. Los turcos hacen su vida, tienen sus bares, controlan permanentemente las calles desde las puertas de sus negocios (como en su país de origen) pero no se mezclan con los alternativos alemanes (o con el buen número de gentes venidas de toda Europa que pueblan el barrio), y muchos de ellos ni siquiera aprenden a hablar alemán. Por su parte, la mayoría "verde" en que se ha transformado aquella fauna hippie, va en bici de un lado para otro, trabajan sin prisas, tienen más hijos de lo que uno se pudiera imaginar, beben y fuman (sin nuestro pudor) en los tranquilos y baratos bares del barrio, puestos sin lujo alguno pero con muy buen gusto, y hablan y hablan entre sí pausadamente y en voz baja en lo que parecen siempre conversaciones muy interesantes”.

Esa es también mi experiencia en los barrios de inmigración londinense y parisina. Es posible que la integración fuera deseable, el caso es que los inmigrantes no quieren integrarse, en especial los islámicos. Ese ha sido el fracaso de los programas de integración franceses, frente a la coexistencia de la segregación británica. De modo que la disputa baja un escalón. El dilema real no es el de si integrar o no integrar, sino más bien si todo el mundo ha de cumplir la ley o no, especialmente en lo relativo a la familia, la sumisión religiosa, la educación de los hijos y la libertad de las mujeres casadas o solteras. Asuntos por los cuales los europeos han luchado durante veinte siglos.

Ahora bien. Puede que estas inmensas migraciones humanas sean sencillamente un síntoma del agotamiento de la civilización europea, como sucedió en Roma con las migraciones germánicas. Y que nos dirijamos a una Europa en la que los principios ilustrados, liberales y democráticos hayan perdido soporte entre la gente y ya a nadie le importen. En ese caso, seremos nosotros quienes adoptemos las costumbres de los recién llegados: nos integraremos.

Por eso digo que es un fenómeno imposible de racionalizar. Nadie sabe cuál será el resultado del cambio radical de población. Todo lo que sabemos es que se trata de una catástrofe natural, como un terremoto o una erupción volcánica, cuyos efectos heredarán las generaciones venideras. A ellos a lo mejor les parecerá perfectamente sensato usar turbante, reunirse en grupos de hombres para rezar, o ayunar durante el Ramadán. Sin la menor duda, los futbolistas tendrán cinco esposas legales.

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4 de septiembre de 2006
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MEDICINA Y AMOR

Hace muchos años, cuando todos los hermanos habíamos mostrado en nuestros primeros pasos  profesionales qué clase de satisfacciones desearíamos obtener del trabajo, el benjamín de la familia seguía vacilando sobre la carrera a elegir. Los padres, tras incontables sondeos, estaban ya desistiendo de animarle u orientarle y entonces me enviaron a mí para intentar una operación tú a tú, dentro de la supuesta complicidad del territorio fraterno.

Dimos unas vueltas por un parque y unas calles, regresamos al parque, dimos varias vueltas a la glorieta y ya terminaba la tarde sin sacar nada en claro cuando, sólo por trasmitir a la familia un somero balance de su estado, se me ocurrió plantearle una pregunta general que propiciara la mínima respuesta, por abstracta que fuera.

Le pregunté si, al margen de una u otra carrera y olvidándose también de cualquier oficio o profesión concreta no aspiraba a conseguir, aunque aproximadamente, una determinada satisfacción en la vida. Y contestó: "mi única aspiración es que la gente me quiera".

Después se hizo finalmente licenciado en algo. Se hizo médico y, a poca atención que uno ponga,  la clínica se comporta como una eficiente factoría de producción de amor.

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1 de septiembre de 2006
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