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UNA NOTICIA

Hasta ahora, Hugo Chávez Frías, presidente de la república bolivariana de Venezuela, se ha dedicado a duplicar la historia de Fidel Castro Ruz, líder en convalecencia de la república de Cuba. Hasta tal punto que se puede hablar del uno y del otro tal como Salvador Dalí hablaba de Pablo Picasso en Madrid: «Picasso es espanol, yo también; Picasso es pintor, yo también; Picasso es comunista, yo tam(poco, decía el orador provocando un fugitivo susto en una audiencia franquista).

Con Chávez no hay espacio para un tampoco cuando de Fidel se trata.

Fidel nace en el campo, Hugo también
Fidel es un golpista fracasado, Hugo también
Fidel pasó un tiempo en la cárcel, Hugo también
Fidel tuvo que resistir a un desembarco, Hugo superó un cuartelazo
Fidel se interesó por la capacidad nuclear de la Unión Soviética, Hugo por la de Irán
Fidel transformó su aparición en Naciones Unidas en un show, Hugo también
Fidel habló en Harlem durante su visita a Nueva York, Hugo también

Desde la salida de Hugo Chávez de la cárcel, en 1994, y su recibimiento en La Habana con tratamiento de jefe de estado, se podía adivinar un doble movimiento: una apuesta de Fidel sobre Hugo y una semblanza política voluntaria promovida por Hugo para parecerse a Fidel.

Lo nuevo, que va más allá de los dos hombres, es una noticia con una empresa norteamericana como protagonista. El Nuevo Herald la pone en su sección de América Latina; El País la ubica en su seccion de economía. No importa, se trata de la misma historia: la de Fidel y Hugo. Una firma gringa, 7-eleven, toma represalias contra intereses económicos venezolanos por motivos políticos. Se trata de una gotita de petróleo en un océano de intercambios. Pero es el primer movimiento de un baile que ya nos entregó la Historia a principios de los años sesenta. Entonces, Cuba se alejó de EE. UU. y se discute todavía si fue por culpa de Fidel o por torpeza gringa. ¿Se repite la Historia?

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28 de septiembre de 2006
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Los dinosaurios van a desaparecer

Uno tiende a creer que las cosas ocurren porque sí, pero los signos resultan demasiado elocuentes para ser ignorados. Dos semanas atrás me llamaron de la revista La Mano, querían que escribiese un texto para incorporar a un número que preparaban sobre Charly García. Acordamos que escribiese sobre Yendo de la cama al living, el disco solista que García editó en 1982, poco después del fin de la Guerra de Malvinas. Postergué el compromiso para último momento, como cuadra a todo buen profesional. Cuando me senté a escuchar el disco por primera vez en años me reencontré con Inconsciente colectivo, la canción que lo cierra: Ayer soñé con los hambrientos, los locos / Los que se fueron, los que están en prisión. / Hoy desperté cantando esta canción / Que ya fue escrita hace tiempo atrás / Y es necesario cantar de nuevo, una vez más. En la Argentina que busca desesperadamente a Jorge Julio López, el viejo albañil que desapareció hace más de diez días después de testificar contra un genocida, la canción se volvía inescapable: si en algún momento estuvo claro que había que volver a cantar esa canción, ese momento era ahora.

Los recuerdos me llevaron además a la presentación en vivo del disco, que ocurrió en diciembre del 82 en el estadio de Ferro. Esa fue la primera vez que escuché Los dinosaurios, una canción que García incluiría en su disco siguiente pero que ya probaba en escena, con consciencia de su oportunidad. Los amigos del barrio pueden desaparecer. / Los cantores de radio pueden desaparecer. / Los que están en los diarios pueden desaparecer. / La persona que amas puede desaparecer, cantaba García, subrayando la vulnerabilidad que sentíamos todavía entonces, en los estertores de la dictadura.

Ayer por la tarde la gente marchó desde el Congreso hasta Plaza de Mayo para pedir por la aparición con vida de este desaparecido por segunda vez. Yo vi marchar a estudiantes que todavía no habían nacido en los 70 y a viejitas en sillas de ruedas. Vi a sindicalistas y a gente que acababa de fichar la salida en sus oficinas. Vi a niños de la mano de sus padres y a padres que perdieron a sus hijos. Vi a gente que había preparado pancartas y carteles y otra con aspecto de no haber participado antes en marcha alguna. Vi gente sola y familias enteras, hasta tres generaciones.Vi gente que coreaba consignas políticas y otra que sólo estaba allí en defensa de la vida. Durante un instante imaginé que si tuviese que expresar lo que la llevaba a la Plaza en unas pocas palabras, la gente habría cantado Los dinosaurios. Eso es lo que convierte a ciertos artistas en necesarios: su habilidad para transformar nuestros sentimientos en un himno, que de tan esencial se vuelve imperecedero. Porque más allá de la angustia que hubo detrás de esa marcha y del temor por el destino del pobre López, lo que hubiese unido todas esas gargantas en una sola canción habría sido la expresión del deseo: si algo quisimos demostrar ayer fue que apostamos nuestras vidas a que los dinosaurios de los que Charly habla, esto es los represores, los “pesados”, van a desaparecer –tarde o temprano, y no por violencia sino por justicia, van a desaparecer.

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28 de septiembre de 2006
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Arte y cultura

Habrá que ir extendiendo la campaña. Como toda campaña, requiere una cierta conspiración de los iguales. Con sosiego, pero sin pausa, habrá que conspirar.

Aquellos que confiados en nuestra larga experiencia, nos pregunten sobre lo que hay que visitar aquí o alla, qué monumentos, qué museos, gente joven casi siempre, deberán recibir una respuesta honesta. Por ejemplo, desaconsejar muy seriamente cualquier visita de los museos parisinos. En realidad, de cualquier museo nacional masificado, a menos de que sea para estudiar una sola pieza, un solo autor. Dos, como mucho. Pero ni siquiera con esa condición deberá visitarse un estadio deportivo como El Louvre, o, todavía peor, el Quai D’Orsay. Han sido destruidos. Son irrecuperables.

En cambio, se impone decir la verdad sobre lo que queda de la llamada “cultura occidental”. No está agotada, ni mucho menos, pero ha cambiado de rumbo. Lo que ahora puede hacernos mejores, instruirnos, apagar el hervor de la sangre indignada, prepararnos a la meditación y el estudio, darnos paciencia para soportar la embestida de la estupidez oficial, en fin, mejorarnos por dentro y por fuera, son los lugares en donde todavía no han intervenido los funcionarios de la valoración artística, tanto políticos como mediáticos. Son tan difíciles de encontrar como lo eran, hace doscientos años, los Vermeer.

He aquí un ejemplo que acabo de recibir, un modelo de investigación artística, aplicable, naturalmente, a miles de lugares contemporáneos:

Hemos hecho un viaje por Eslovenia, este paisito de aquí al lado que, literalmente, me emociona. Fui feliz la mañana del sábado en el mercado de Maribor, con montones de puestecitos donde los hortelanos traían lo poco que tenían, unos nabos, unos tarros de miel, manzanas, zanahorias feas y verrugosas... Cada puesto era un bodegón de Sánchez Cotán, cada cara de vendedor un rostro de Rembrandt. Nos trajimos pimientos macedonios, polen, pipas de calabaza, deliciosas manzanas... En Lubliana comimos corzo con guindas y sopa de cebolla metida, como lo lees, en una hogacilla de pan. Había una dignidad extraña en muchas cosas y no acabaría nunca de mirar esas casas con sus tejados inmensos, desproporcionados a todo lo que no sea la lucha con los elementos (y por lo tanto bellos), con sus ventanucos puestos en sitios raros, sus aleros, sus zaguanes...

Naturalmente, se trata de un maestro y no hay que aspirar a tanto, él sabe dónde encontrar las piezas de caza mayor, lleva muchos años de estudio, análisis, comparación, concentración y reflexión. Sin embargo, todos, con nuestras modestas fuerzas, podemos alcanzar a ver piezas de cierta entidad.

Siempre recordaré con sumo agradecimiento la primera lección artística que recibí en mi vida. Fue en Venecia cuando todavía no soportaba más turismo que el habitual en las capitales europeas de los años sesenta. Mi cicerone, espléndido personaje que deseaba por encima de todo recibir la alternativa de manos de Ordóñez (aunque años más tarde sería catedrático de ontología), me paseó arriba y abajo por la ciudad, hasta que, llegado el momento decisivo, bajó la voz, miró con cuidado a derecha e izquierda, y me dijo que íbamos a visitar lo más importante que se conservaba en la antigua capital de la Serenísima. Su valor y belleza eran supremos, pero no resultaba fácil verlo en razón de su ocultamiento.

Me condujo al mercado de Rialto en cuyos sombrajos y bajo los arcos góticos relucían las berenjenas cardenalicias, las montañas de esa rúcola que sabe a humo de castaño, los quesos como ruedas de molino, las enormes rayas desmayadas sobre hielo y hojas de col, las siete calidades de pera otoñal con sus diferentes aromas tan bien analizados por Charlus en “La Recherche”, la incomparable riqueza, la cultura de una sociedad que sabía desde hacía siglos que el valor de una ciudad se mide en el mercado, como dicen los economistas.

Desde entonces, cada vez que llego a un lugar desconocido acudo a los mercados para tener un juicio de base, sólido, fundamental, sobre el cual todo lo demás será edificado como pura consecuencia. Ya lo decía Marx. Aunque ahora mismo no recuerdo si era partidario.

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28 de septiembre de 2006
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INFIERNO EN LÍNEA

Recibo un e-mail sobre el Lulu Blooker Prize, el primer premio para “blooks”. El “blook” es una creación híbrida que tiene como padres el blog y el libro, book. Lulu es una empresa que transforma en libros cualquier manuscrito, utilizando todos los recursos de la tecnología digital. Lo que intenta fomentar Lulu con su premio es muy obvio: convencer a los blogueros que basta hacer un paquete de posts y mandarlos a Lulu para transformarse en autores.

Desde el punto de vista comercial Lulu tiene toda la razón: el mundo de los blogs es un gran negocio. Pero no es tan obvio si pensamos en la literatura. Tengo todavía el post de un excelente blog sobre las relaciones entre literatura y blogs. Está en inglés pero se puede conseguir una traducción al castellano de las frases claves, en otro muy viejo post.

Basta dedicar unos minutos a este texto para entender la diferencia fundamental entre un blog y un libro, diferencia tan grande que aparta a los dos géneros para siempre. Un libro tiene un principio y un fin. Hay una primera página y una última. Podemos saltar páginas, podemos leer al revés, pero sabemos en qué orden se despliega su contenido. Un blog es todo lo contrario: tiene múltiples puntos de entrada. Y no todos los puntos de entrada dependen del autor. La interacción con un texto, que ya se presenta como una acumulación de fragmentos, define la misma naturaleza del género.

Renunciar al orden creado por la encuadernación de las páginas es pasar a otro mundo. Dante Alighieri no se limitó a dar nueve círculos al infierno. También dijo cuál es el primer círculo, el segundo, etc. Podemos aceptar una representación de estos círculos en tecnología Flash en el ciberespacio, que funciona como la visita de una representación de su universo. Pero cuando se trata del texto mismo y cuando se crea la posibilidad de viajar tanto por los versos de Dante como por las imágenes mas famosas de Gustave Doré, Amos Nattini y Vittorio Alinari, además de tener a mano el diccionario más famoso sobre la obra del escritor italiano y también los comentarios, entramos de verdad en un infierno. Es, en un caso clásico de boda entre literatura y tecnología, el infierno creado por el magnífico proyecto de la Universidad de Princeton. Vale la pena echarle un vistazo. Es el mejor ejemplo de una voluntad de crear un exceso de puntos de entrada, en una obra que se debe visitar ante todo con un suave desplazamiento de páginas. En el intento de hacer algo mejor se hizo un gran descubrimiento: a veces, lo mejor queda mal, incluso en el infierno.

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27 de septiembre de 2006
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No hay cura para el amor

Siempre tuve la mayor de las envidias por los poetas y los autores de canciones. Les envidio la capacidad de emocionar con tan poco (tan pocas líneas, quiero decir), y envidio consecuentemente el efecto profundo, ¡y además inmediato!, que producen en sus lectores y oyentes. Truman Capote decía, parafraseando a otro grande, que su trabajo era tomar el árbol y dejarlo reducido a su semilla. Me gusta también la forma en que el escritor Pico Iyer describe la tarea: se trata de “tomar enormes cuadernos y comprimirlos en seis versos ajustados –y destinados a durar”.

En los últimos días, lo habrán notado, me obsesioné con Leonard Cohen. La explicación que me daba (y que repetía ante mis pobres hijas, condenadas a escuchar su música cada vez que se montaban al auto) remitía a la excelencia de sus letras: el canadiense es uno de los más grandes paladines vivientes de la compresión-de-carbón-en-diamante que resulta en una poesía perfecta y una canción inolvidable. Todo aquel que haya vivido una escena sórdida y sublime como la del Chelsea Hotel # 2, todo aquel que haya amado a una mujer medio loca como Suzanne, debe saber de lo que hablo. ¿Quién no ha enfrentado al mundo alguna vez con el ánimo a la vez irónico y desesperado de Everybody Knows? (“Todos saben que la guerra terminó. / Todos saben que los buenos perdieron. / Todos saben que la pelea estaba arreglada. / Los pobres se quedan pobres, los ricos se enriquecen. / Así son las cosas”). ¿Y quién no se elevó alguna vez por encima de su miseria –la personal, pero también la del mundo- para cantar un Hallelujah que encuentra lo celestial en el corazón mismo de la desesperanza? Yo creía que tan sólo ciertas óperas obtenían esa mezcla alquímica de lo triste y lo maravilloso de la vida, hasta que descubrí el Hallelujah en la voz de Jeff Buckley: desde entonces creo que me basta con esa canción, que me enseñó que “el amor no es una marcha victoriosa, es un aleluya frío y roto” que por cierto, siempre vale la pena cantar.

En plena obsesión me fui a buscar su primer disco, Songs of Leonard Cohen, que data de 1967, cuando ya tenía 33 años, y descubrí que había algo en el canadiense que me decía tanto o más que sus palabras: su voz. La mayor parte de nosotros identifica la voz de Cohen con ese bajo profundo, fumador y alcohólico que resuena en Tower of Song (donde él mismo se mofa de su golden voice) o en The Future. Pero en sus primeros discos la voz de Cohen es otra por completo: melodiosa y musical, aguda –o al menos tanto como la de cualquier hombre más o menos corriente. Oír, pues, la paulatina transformación de la voz de Cohen en lo que va de Songs al todavía flamante Dear Heather es una experiencia única. Alguno pretenderá que se trata de un cambio natural, tan sólo un hombre que envejece delante del micrófono, pero yo encuentro algo más en ese tránsito. Ahora que sé que ese hombre sonaba así en los umbrales de la madurez, cuando oigo al Cohen reciente comprendo que madurar de verdad es posible, como le es posible al buen vino; y en consecuencia aliento la esperanza de mejorar con el tiempo, hasta llegar, aunque más no sea arañándola, a esa humanidad que reverbera no sólo en su poesía, sino también en su sonido. Lúcida y frágil en el mismo verso, profética y a la vez desnuda, la de Cohen es una de esas escasas voces a las que uno les cree cuando dicen que el amor es “la única máquina de supervivencia”. Porque resulta obvio que un día, hace muchos años, decidió llegar lejos en su busca de la belleza y en ello sigue, a pesar de haber dejado detrás “mi paciencia y mi familia / Y mi obra maestra sin firmar”.

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27 de septiembre de 2006
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El mexicano tranquilo

El día en que Cuba entera se quedó sin luz debido a la crisis energética, Juan Villoro fue encomendado para escribir una crónica al respecto. Sería un relato poético y a la vez irónico sobre las ilusiones apagadas y las metáforas eléctricas. Juan tenía un comienzo perfecto para la crónica, un comienzo que había esperado decenios para encontrar el relato que le correspondía: y es que su abuela, que vivía en Yucatán, durante su infancia jugaba a divisar las luces de la isla más allá del mar. Y ahora todas esas luces habían desaparecido. Hermoso, realmente. Juan había encontrado también una cita de Martí que parecía escrita pensando en él: "tengo dos patrias: Cuba y la noche". El escenario estaba dispuesto.

Pero el día en que Juan llegó a La Habana, la luz se había restablecido. Su crónica se arruinó antes de comenzar.

Villoro es un narrador literario de la realidad. Juega con ella, le  roba el material de sus historias, y a veces a cambio soporta sus malas pasadas. Creo que es entonces cuando escribe ficción. En todo caso, es mexicano, y como tal, vive en una especie de limbo en el que todo es posible. Supongo que en México, como en Perú, la verdad es el género literario con más posibilidades sorprendentes.

-¿Tú me puedes explicar qué cuernos está pasando en tu país? -le  pregunto cuando lo veo en Segovia.
-Pues no. Si se pudiese explicar, no sería México.

Otra particularidad de Villoro es que dice todo en el mismo tono. Es como si no se enojase jamás, ni se pusiese eufórico. Tampoco hace distingos con sus interlocutores. La mayoría de la gente en los festivales literarios persigue a los grandes escritores y desprecia a los chicos, y siempre te mira por encima del hombro en las conversaciones, a ver si detrás de ti aparece alguien más interesante. Villoro no. Le dedica a Ian McEwan, a un periodista, a Rosa Montero, o al camarero del bar la misma cortés y parsimoniosa ironía, la misma mirada que desplaza por temas tan variados como el fútbol, la literatura o, por supuesto la política.

-Con la información disponible fuera de México, resulta difícil entender a López Obrador -le digo-. Parece que hubiese enloquecido.
-Tiene el antecedente de las elecciones que ganó Salinas de Gortari.
Ahí hubo un fraude muy claro, y la izquierda no consiguió articular ninguna respuesta hasta hoy.
-¿Pero hubo fraude o no?
-No hay evidencias contundentes de que sí, pero tampoco de que no. El tribunal no permitió el recuento de votos. Y eso, en un país que no confía en las instituciones, produce mucha desconfianza.
-¿Y esto hasta dónde puede llegar? ¿Puede estar la gente bloqueando el país indefinidamente?
-Tras su radicalización, la popularidad de López Obrador ha descendido mucho. Pero la percepción ciudadana de que hubo fraude ha aumentado. Todas estas movilizaciones servirían si no se quedasen acá, si fuesen el principio de un movimiento ciudadano de vigilancia y reacción ante los abusos desde el Estado.
-Eso es lo que estaba tratando de hacer el Subcomandante Marcos.
-Sí, pero él nunca cuajó. Y ahora, con un López Obrador antisistema, no le queda ningún espacio político.

Hasta ahí llega nuestra conversación, porque oímos que ha comenzado el concierto de Bob Geldof. Yo he visto a ese cantante en fotos con Bono, con Sting, con George Bush y con Mandela, pero nunca he escuchado una canción de él. Villoro, en cambio, es su fan de toda la vida, y ésta es su primera oportunidad de verlo en vivo. Nos dirigimos a la plaza del acueducto. Llueve en Segovia. Cuando al fin llegamos, el concierto se suspende por las condiciones del clima. Es la única noche lluviosa del Hay Festival, pero es justo la del concierto. Sin embargo, Villoro no se inmuta ni se frustra. Acostumbrado a los reveses de la realidad, mantiene la sonrisa incólume y sugiere:

-OK, hagamos algo serio. ¿Vamos a otro bar?

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27 de septiembre de 2006
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EL TANGO

Un antiguo compañero de carrera se ha aficionado al tango, y no sería esto lo destacable sin añadir que ha convertido esta clase de baile en el centro absoluto de su vida. Prácticamente nadie sería capaz de presumir desde fuera la riqueza vivencial que encierra el tango.

No un tango u otro, no un repertorio o una infinita colección sino el sentido nuclear de una danza que recrea, a juicio de mi amigo, el amor y la muerte, la pasión y la devoción, la tragedia y el deseo, ascendido todo ello a su perfecta culminación.

No fue desde el principio que percibió mi amigo el caudal que le aguardaba en la experiencia. Fue atraído a una escuela de tangos para satisfacer su afición por el baile que tanto su dedicación profesional como su matrimonio había reducido a cenizas.

Muy pronto, sin embargo, la escuela de tangos empezó a dar mucho de sí. Dio de sí lo esperado y lo inesperado, las lecciones pagadas y el impagable regalo de la adicción. Una obsesión erótica impensable en aquel espacio modesto y escueto donde las profesoras se comportan a la vez como instructoras y como reales modelos de amor.

El tango llega más allá de un son tangible para adentrarse en las imaginarias peripecias del corazón. El corazón altruista y el corazón asesino, el corazón roto y el resplandor del corazón.

Se entenderá por tanto que la asistencia a la escuela se fuera convirtiendo pronto en una alta aventura, del todo incomparable a las regulaciones de la existencia normal. Desde el local del baile hasta el hogar planea un espacio insípido, despojado de significación y de un perfil tan desvaído que no merece tenerse en consideración. La totalidad de la consideración se concentra en la degustación del baile, se prolonga en los sueños inducidos y, finalmente, se despliega sobre una docena de salas en la ciudad a la que acuden los fines de semana los alumnos tras parejas de su misma especie. Gente de cadencias graves, dispuestos para vivir con otros de semejante condición y dependencia la misma emancipación de la sencillez o la simpleza. El tango es un complejo más allá aquí en la tierra. Dentro de la tierra o adjuntado íntimamente a sus pliegues: pegado a ella como parecen los amagos en la danza pero separado de ella a una distancia crítica y exacta. Calculada para que brote una energía de tensión, exclusiva, excitante, propicia para el estallido mediante el cual se obtiene la experiencia mágica, la adicción irrechazable. ¿Puede compartirse esta obsesión? Únicamente situarla al lado de otra para no enloquecer vanamente, pero la obsesión, la obcecación, la obscenidad contenida es parte de la fórmula. Para llegar a experimentarlo no hay más que ser un auténtico aficionado al baile, no temer al delirio y dejarse desaparecer en el tinglado.

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27 de septiembre de 2006
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RONCAGLIOLO Y FRANCO, EN EL MUSEO

En la capilla del museo Esteban Vicente, en ese edificio central y recuperado para las obras de uno de nuestros más singulares pintores, estuvimos charlando de literatura, cine, política, deudas y lecturas con dos de los más interesantes escritores de los “nuevos bárbaros” de la literatura hispana. Dos de los más destacados nietos del boom. No habían oído hablar de Esteban Vicente, uno de los grandes del expresionismo abstracto americano que nació en un pueblo de Segovia. En Turégano, hijo de un guardia civil, nació este pintor que buscó su futuro en Nueva York, ya desde los años finales de la década de los años veinte. Culto, educado, dandy y elegante, no visitó más nuestro país, entre otras razones por la derrota de la República, de la que se sentía cercano. Muerto Franco volvió muchas veces, legó parte de su obra para este museo pequeño, singular e importante para entender nuestras modernidades y reconocer a un pintor demasiado olvidado. Murió cerca de los cien años sin renunciar nunca a su expresión abstracta de la que fue uno de los mejores exponentes.

Allí, en una capilla anexa al edificio, nos sentamos a charlar con Roncagliolo y Franco. Reconocieron sus deudas con los abuelos del boom, pero también su liberación del realismo mágico, en el caso de Franco. O del peso de Vargas Llosa, en el caso de Roncagliolo. No matan a los abuelos, pero se sienten, son, otra mirada, otra escritura. Más cercana está la deuda de Franco con Fernando Vallejo, pero al contrario del autor de La virgen de los sicarios, él si que puede, quiere y vive en su país. En Franco, como en otros tantos de esta generación del “realismo sucio”, o de McOndo más Mackintosh, las mayores influencias vienen del cine. Y eso es lo primero que quiso ser el autor de Rosario Tijeras. Escribiendo para el cine se dio cuenta de que también podía escribir sin él. Y surgió uno de los escritores con más fuerza, con más dureza y una suerte de ternura en medio de la violencia que tienen sus novelas. Acaba de publicar Melodrama, donde hace un giro con sus anteriores novelas, Rosario Tijeras y Paraíso Travel, y se acerca a la estética del melodrama y la intriga con colombianos menos canallas que buscan su supervivencia en un mundo encanallado, con más charme en París. García Márquez ha declarado que le quiere pasar la antorcha, pero el escritor de Medellín vuela libre sin vuelos mágicos.

Santiago Roncagliolo, seductor, simpático, mucho más expresivo que su compañero Jorge Franco, vive con normalidad su esquizofrenia de escritor con éxito pero que tiene que trabajar duro para poder vivir, y bien, en Europa, en Barcelona. Al contrario que Franco, que casi siempre dice no a cualquier trabajo que le saque de sus novelas, Roncagliolo dice que sí a casi todos los trabajos que le proponen. Feliz con su blog, con sus bolos y colaboraciones en un país en el que se encuentra felizmente instalado. Están a punto de terminar una película sobre su novela, Pudor, que fascinó al actor y debutante director Tristán Ulloa. Y él todavía no está del todo recuperado de la estela que provocó con el éxito de su Premio Alfaguara, de su thriller político Abril rojo.

Dos grandes escritores, dos maneras de acercarse a la literatura, a unas historias que siguen surgiendo de sus países de origen. Roncagliolo cree que desde la distancia se ven más claras algunas cosas que puede contar del país que abandonó por amor y otras supervivencias. Franco no piensa tener que abandonar su feroz y feraz país, un país que está cambiando, que se está transformando de manera acelerada y que no piensa dejar de mirarlo desde cerca, desde las propias calles de Bogotá. Para seguir viajando se inventa situaciones, viajes, vidas en otras ciudades en las que le gusta perderse de vez en cuando.

Se encontraron felices en estos días segovianos, rodeados de colegas y viendo de cerca algunos de esos escritores que sienten tan cercanos como Amis o McEwan. La lengua rápida de Roncagliolo no pudo evitar señalar su sorpresa cuando conoció de cerca a Martin Amis, “¡qué pequeño puede ser un escritor tan grande!”. Tuvieron público y prensa. Aunque, la verdad, los medios que cubrieron el festival estaban más dedicados a la persecución de los ingleses que a los que escriben en español. Algo que sorprendió a Vila-Matas. “Parece que no nos ven”. No creo que sea por los kilos que Vila-Matas ha perdido. Otro día hablaré del adelgazamiento de críticos y novelistas españoles. Algo está cambiando en nuestras dietas.

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27 de septiembre de 2006
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Arte religioso

Cuanto más se aleja en el tiempo, más interesante va apareciendo la figura de Arnold Schoenberg, hasta hacerse intemporal, o sea, clásico. En coincidencia, su música se aleja sin remedio en el espacio y saluda desde la lejanía. En algún momento Bartok, Stravinsky y no digamos Shostakovich y Britten, sufrieron la persecución de la cofradía de Discípulos y Viudas Fieles. Bartok, Stravinsky, Shostakovich, Britten no eran puros. El ascetismo, el puritanismo, el gusto de la represión, la frialdad técnica, el totalitarismo de los Fieles Cofrades rechazaban como imanes (magnéticos e islámicos) a sus enemigos los sensuales, pecadores, impuros, orgiastas, populacheros compositores antes mencionados. ¡Gente que componía para dar placer al vulgo! ¡Prostitutas de Babilonia!

No hay que acusar de ello a Schoenberg, en absoluto. Siempre son los epígonos y los comentaristas quienes se convierten en celotes. No obstante, algo había en el maestro que invitaba a quemar en la hoguera a los infieles, a los artesanos, a los vendidos a las piscinas. En una interesante entrevista de Lluis Amiguet (“La Vanguardia”, martes 26), la hija del compositor, Nuria, viuda de Nono, hablaba sobre su padre.

Desde la primera intervención, acierta en describir al personaje con toda exactitud: “La herencia de mi padre, reflejada también en su música, es ética”. Así es, en efecto. La ética ha tenido un peso aplastante en la herencia de Schoenberg, como en la herencia de Brecht. El músico y el dramaturgo tenían demasiado talento como para que la ética les aplastara, pero los discípulos fenecieron como medusas bajo una losa de cemento.

Tras lo cual, Nuria cuenta una historia escalofriante. La pobre mujer tenía que matricularse en la facultad de medicina de la Universidad de California, pero una cola interminable le impedía terminar a tiempo para acudir al homenaje a su padre por su 70º aniversario, de modo que recurrió a un jefe de negociado, dijo quién era, y la colaron. Luego ella se lo contó a su padre con alegre regocijo, pero entonces Schoenberg montó en cólera y de sus ojos salieron chispas airadas. Estuvo a punto de exigir a la pobre niña que pidiera perdón…¡ante todos los alumnos de la facultad! La frase de su padre es soberbia: “¡Has usado mi nombre para obtener una ventaja ilícita sobre los demás!”. Retumba en estas palabras la voz implacable del Dios de los Ejércitos tronando en el Sinaí contra los que usan su nombre en vano. Terrible escena de “Moses und Aaron” en un chaletito pequeño burgués de Los Angeles.

Nuria repite también esa información tan conocida, aunque increíble, según la cual Schoenberg fue un autodidacta, pero de un tipo especial: aprendió música siguiendo los capítulos de una enciclopedia y al parecer (según le dijo a su hija) no había podido componer una sonata hasta llegar a la letra “S”.

Casi con toda certeza, se trata de un mito repetido por los biógrafos, pero es un mito familiar, es decir, un mito del padre sostenido ante la hija como en un escenario cósmico y diabólico, el escenario del “Doctor Faustus”. Un mito que hacía de la figura paterna un personaje grandioso y humilde, omnipotente y modesto, un gigante benévolo ante el que era imposible no inclinarse para implorar caricias. Una verdadera aparición de los desiertos bíblicos. Un dios que goza con nuestra insignificancia.

Este carácter extremadamente ético de los últimos románticos alemanes (y Schoenberg lo era en grado sumo), la certeza de que su actividad no era “artística” sino metafísica, es lo que concedió su carácter persecutorio, paranoico y fascistoide a tantos grupos vanguardistas del siglo XX, herederos de la satánica soberbia de los Artistas Germanos. Y de su ideología mesiánica, naturalmente.

Ahora que, como los veleros de Friedrich, poco a poco se alejan por el océano del olvido camino de su aniquilación, es tiempo de pensarlos con ternura y amarlos desde su interior, desde su inconsciente lirismo, y no como máquinas de poder alucinado.

Nuria Schoenberg recomienda a los profanos comenzar por “El superviviente de Varsovia” y la “Oda a Napoleón”. La primera es una pieza demasiado particular, aunque la entrada del coro de condenados a muerte gritando “¡Shema Yisroel!”, con la convicción de que su Dios no va a abandonarles, es de una potencia salvaje. La “Oda”, en cambio, me parece muy menor. Luego Nuria añade: “Un joven director me dijo que, de todo el repertorio, el “Schoenberg Trio” era el más emocionante para el público”.

Bajo tan peculiar denominación seguramente Nuria se refería al Trío Op.45, una de las composiciones testamentales, figuración sonora de la muerte tras sufrir un ataque cardiaco y haber permanecido en coma durante horas. En efecto, es una de sus mejores piezas de cámara, pero… ¿emocionante? No sé si Schoenberg lo habría permitido. Y de haber visto a alguien emocionarse con esta pieza en un concierto, seguramente habría montado en cólera, como si hubiera visto a una chica en topless acercándose a comulgar.

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27 de septiembre de 2006
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Sobre la identidad (II)

Ayer Nicolás respondió con un comentario muy interesante a mi texto sobre Jorge Julio López, el albañil de 77 años que declaró en un juicio contra su torturador y pocas horas después desapareció. (He enviado este nuevo texto a último momento, y López sigue sin aparecer; si todo sigue igual, mañana miércoles seremos multitud los que marchemos a Plaza de Mayo a reclamar por su vida.) Nicolás se preguntaba si un maltrato como el que López recibió al ser secuestrado –hablamos de torturas a diario, de amenazas de muerte- puede, incluso en su extremismo, arrebatarle a un hombre su identidad. Estoy seguro de que lo primero que pierde un hombre en semejantes condiciones es su dignidad, en esto acuerdo con Nicolás. Pero si he de guiarme por los numerosísimos testimonios de aquellos que sobrevivieron a horrores semejantes, la guerra que los victimarios emprendían contra la identidad de sus prisioneros no podía menos que dejarles cicatrices, menos visibles que las del cuerpo pero más acuciantes y hasta más duraderas.

A esta gente se la desvestía, después les vendaban los ojos y les prohibían remover las vendas bajo amenaza de fusilamiento. (Los casos de infecciones oculares eran numerosísimos.) Eran encerrados en celdas o cubículos individuales, casi siempre sin camas, sin calefacción, sin vidrios en las ventanas –en el caso de que fuesen tan afortunados de tener una. Apenas se los arrojaba allí se los despojaba de sus nombres y se les otorgaba un número al que debían responder de inmediato. Recién entonces comenzaba la tortura efectiva: picana eléctrica sobre las partes más sensibles del cuerpo desnudo, golpes, violaciones, asfixia con bolsas o en cubos de agua –que podía llegar a estar hirviendo; recuerdo el testimonio de un prisionero que al que se le caía la piel del rostro a jirones. Y ese dolor inenarrable estaba entretejido con la tortura psicológica. ¿Delatar a nuestros compañeros? ¿Mentir, inventar cualquier cosa con tal de detener la tortura? ¿Aceptar la acusación de ser terrorista aun cuando no se lo era? ¿Informar a los torturadores de datos y señales de la propia familia, sin saber si negociarán con ellos nuestra libertad o si los secuestrarán también? Nunca podremos tener información exhaustiva sobre lo que pasó en el alma de esta gente, porque en su inmensa mayoría fueron asesinados. Sus huesos yacen en alguna parte que no conocemos, porque los victimarios se aseguraron de que permaneciesen despojados de su identidad hasta en la muerte.

No digo que la mayoría de los sobrevivientes haya sufrido problemas de identidad, tan sólo sugiero que es posible que así sea. Cuando a uno le arrancan todos los elementos que ha utilizado para construirse (porque la identidad es una construcción, imagino que en esto estaremos de acuerdo), las consecuencias pueden ser graves. Privado de historia y de futuro, privado de nombre, privado de toda sensación de bienestar, privado de todo contacto humano que exceda la violencia, privado de alimento y de bebida (¿alguno de ustedes ha experimentado sed verdadera?) y hasta privado de certezas (después de sesiones maratónicas de tortura, ¿quién podía saber si era quien era en verdad, o era en cambio quien le decían que era?), el edificio de la identidad debe verse conmovido de alguna manera: a veces con temblores que sacuden hasta los cimientos, a veces con derrumbes parciales –o totales. Yo imagino que en circunstancias como esas uno debe necesitar aferrarse a algo, del modo en que Montecristo se aferraba a la idea de venganza cuando estaba encerrado en lo más hondo de su prisión. Quizás Jorge Julio López se haya aferrado a la idea de llevar a su victimario a juicio, de testimoniar en su contra, en suma: de obtener justicia. Y que al llegar al final de ese camino, con el ex comisario Etchecolatz condenado a cadena perpetua, se haya enfrentado por vez primera al vacío del resto de su vida.

Pero en fin, hoy todo es especulación en torno de este hombre. Pocas horas atrás el premio nobel de la paz Adolfo Pérez Esquivel manifestó sus sospechas, expresando que existen sectores de la vieja policía bonaerense todavía dispuestos a recurrir a la violencia. Espero que esté equivocado, sinceramente. Porque querría creer, primero, que el pobre viejo tendrá un destino menos aciago que el de acabar sus días en manos de sus antiguos victimarios. Y porque quiero creer, al fin, que los testigos que esperan en fila para declarar contra los represores de la dictadura no serán, ahora, presa del miedo.

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26 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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