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ESPAÑA-IRAK

La guerra de Irak se parece a lo que fue la guerra civil en España. Varias veces leí esta analogía extraña en la prensa norteamericana sin darme cuenta. Pero, por fin, ayer, me llegó el e-mail de un amigo invitándome a descubrir un artículo  titulado 1936 and All That (1936 y todo esto), con un subtítulo explícito: Why the Spanish Civil War is like Irak, and viceversa (Por qué la guerra civil española se parece a Irak, y viceversa). El artículo fue publicado por The Weekly Standard que es de hecho la revista oficial del pensamiento neo-conservador en Washington.

Joseph Lieberman, el senador demócrata que se subió al coche de la candidatura de John Kerry con la ilusión de ser vicepresidente de EE. UU., es la primera persona citada en el texto. Su presencia me parece lógica: fue un sostén firme del presidente Bush al principio de la guerra, y ahora paga duro por eso. Con una mezcla de frustración y de mala fe, él dice ahora lo que ciertos republicanos gritan en el congreso: no ayudar a EE. UU. en su guerra al terrorismo en Irak es olvidar lo que ocurrió a los países que se negaron a ayudar al gobierno legal en España en 1936; en lugar de combatir a Franco tuvieron que luchar en contra de Hitler.

Esta visión se apoya en cuatro argumentos principales:

1. En ambos casos, la no participación se explica por el temor de las grandes potencias de involucrarse en una guerra amplia (una equivocación resumida en la famosa frase de Churchill después del acuerdo de Munich: “aceptaron el deshonor para conseguir la paz. Tendrán el deshonor y la guerra”.

2. Con su aristocracia, una Iglesia tan inalcanzable como su ejército y la potencia de nacionalidades centrifugadas -el País vasco o Cataluña- España era en 1936 algo como Irak hoy: un país dividido, sin identidad nacional, listo para ser el escenario de un enfrentamiento internacional.

3. Irak hoy en la guerra, tal como España en su época, es una mezcla de masacres y milicias, secuestros, asesinatos y venganzas. Hay una competencia interna (política, religiosa, ideológica) más allá de la guerra.

4. Tal como la izquierda republicana barcelonesa tenía un amigo totalitario en el estalinismo, hoy, en Irak, el movimiento chiíta tiene el apoyo de Irán, un régimen totalitario.

Claro que la comparación provoca un cierto malestar. Un novelista como Javier Cercas demostró de manera contundente que no existe un vencedor en una guerra civil. José Luis Rodríguez Zapatero dice lo mismo cada vez que toca el tema del pasado de España, pero los neo-conservadores no miran para atrás sino hacia el futuro y lo hacen de la misma manera que Hemingway preguntaba “¿Por quién doblan las campanas?”.

No me imaginaba la tragedia española reciclada para justificar una guerra en las orillas del Tigris o del Eufrates.

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12 de septiembre de 2006
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La belleza del infierno

Seguramente me han salvado mis colegas de congreso. Nos habíamos reunido en Lanzarote un grupo de ecólogos, urbanistas, biólogos y sinvergüenzas (yo) para dar un curso sobre las peculiares características de la vida insular en la reputada Fundación César Manrique, gente encantadora. A mí me tocaba explicar la transformación de los centros urbanos en ínsulas de historia prefabricada. O sea, en simulacros ideológicos.

Lanzarote invita a gritar “¡esto está que arde!” incluso sin llegar a los 32º con una humedad del 60%, como alcanzamos desde el primero hasta el último día, porque lo cierto es que la vida natural de la isla es volcánica. Todo es volcánico, todo es erupción y lava y solfatara y azufre. Hasta los grifos del hotel tienen explosiones inesperadas. El suelo es negro con tachuelas metálicas y los campos de color ligeramente zaino se extienden entre lenguas de carbón. Uno cree encontrarse en las puertas del infierno.

Sin embargo (ya me lo habían contado los que se internan en el desierto), poco a poco la sinfonía carbonizada comienza a matizarse, aparecen manchas coloreadas aquí y allá, crecen vegetales minúsculos en los rincones más inverosímiles, en ocasiones tan sólo líquenes de pálido amarillo, y de pronto te das cuenta de que nunca has visitado un lugar tan lleno de vida, de plantas, de animales, de maravillosos colores cuya existencia jamás habías sospechado. La potencia de los supervivientes, por microscópicos que sean, hace gemir la tierra.

Así, por ejemplo, bordeamos un campo de cactus, a la altura de Guatiza, cuyas pencas me parecen enfermas y así lo digo. Frenazo. Todo el mundo a mirar los cactus. “Son Opuntias”, dice Rocío, la encantadora sevillana, y al ver que me pongo bizco, aclara: “¡Sí, hombre, que es la ficus índica, no la ficus carica!”. Respiro aliviado, “¡Ah, bueno, en ese caso...!”. “Hay que ver lo tonto que eres”, dice, toma en su mano una muestra del hongo blanco que mancha las pencas, lo aprieta, y su mano se tiñe de un color rojo vivísimo. Por la noche aún lo llevaba. No hay quien lo borre. Es el carmín más preciado del mundo, y no es un hongo, es una cochinilla, y no es una enfermedad, es un cultivo. Este espléndido carmín escondido en una chinche no se me olvidará en la vida.

Seguimos viajando por tierras de malpaís, es decir, zonas negrísimas en donde los escombros de lava no permiten cultivo ninguno, y de repente se abren unas lenguas de arena como brochazos amarillos que llenan el paisaje de luz. Son los jables, las tierras cubiertas de arena de playa que el viento arrastra desde el otro lado de la isla por pasillos naturales cuando soplan desatados los alisios.

Cerca de los jables, allí en donde la ceniza volcánica (el picón) tiene la hondura adecuada, en el valle de la Gería, se cultiva la viña en preciosos embudos protegidos por muretes diminutos en media luna llamados socos. Las hojillas y las uvas de malvasía se ven casi translúcidas contra el suelo oscuro de picón. El conjunto de las parras, cada una con su soco particular, forma un campo de semicírculos verdes cristalinos en admirables arreglos geométricos sobre fondo lacado en negro, un Kandinsky de los años cuarenta.

Camino del Mirador del Río, hacia el norte, el malpaís está ya alfombrado de tabaibas, sólo han pasado quinientos años y ya la tierra carbonizada y cubierta de escoria va verdeando con una vida pujante. Las manchas delicadas de las euforbiáceas nos van conduciendo hacia el único palmeral de Lanzarote, el de Haría, pero cuando lo avistamos, está muy estropeado. Fernando Parra, que lo había visto hace quince años, se lamenta. Imagino que para él debe de ser como haber conocido a Brigitte Bardot en los años sesenta y verla ahora. Están construyendo mucho en Haría, este pueblo de belleza escalofriante, el único cubierto de buganvillas de toda la isla y que parece salido del Antiguo Testamento. Sólo le falta un borrico y la Sagrada Familia para que venga Giotto y lo pinte.

De repente Fernando Roch, que es urbanista y está muy enfadado, señala una casita blanca y radiante como una novia abrazada a una palmera y exclama: “¡Pero a quién se le ocurre construir una casa al lado de una monocotiledónea!”.

Me parece una de las frases más poéticas de la jornada.

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12 de septiembre de 2006
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LA SELECCIÓN ESPAÑOLA

Luis Aragonés se otorgaba al mediodía de ayer otras cuarenta y ocho horas para decidir si dimitía o no como seleccionador. ¿Qué estaría pensando? ¿Estaría pensando? Cuando en Alemania  le recibieron en el aeropuerto con un ramo de flores lo rechazó diciendo: “A mí, en el culo, no me entra ni un pelo de gamba”. Tiene el culo de un macho hispánico, homófobo y español a machamartillo, español, español y español. De ahí se entiende que la selección española de fútbol (la “absoluta”) vaya de mal en peor.

La esencia histórica española se funda en el pesimismo y la degradación, el funesto destino de España que aparece tras el fin de los Reyes Católicos y la consumación del siglo XVI. Desde entonces todo ha sido una suculenta cadena de desgracias, una gradual sucesión de España invertebrada que si ha mantenido algo de su corpus ha sido gracias a fuertes esqueletos individuales tan correosos como el de Luis Aragonés. No en vano su apellido y sus patillas trabucaire evocan el Aragón de Agustina de Aragón y la Guerra de la Independencia gracias a cuya gesta la maltrecha España reencontró su identidad contra Napoleón. En la oposición a lo afrancesado o afeminado, a lo volteriano frente al unívoco pensamiento de la inquisición. Luis hizo alarde de su condición fundamental espetándole a Reyes  que era mucho mejor que “ese negro de mierda”, Tierry Henry, con quien jugaba en el Arsenal. Los negros son una mierda, los franceses son maricones, los españoles son etnia elegida por Dios y su testosterona no admite rival en esta tierra. ¿Que nos eliminan en octavos de final? Así es el auténtico destino de nuestra España. España, España y España.

Curiosamente se viene dando el caso de otras selecciones nacionales (de baloncesto, de fútbol sala, de waterpolo o de balonmano) que han logrado ser campeonas del mundo y los periódicos hablan elogiosamente de ellas. Pero ¿son españolas? En primer lugar no son naturales. Todas ellas juegan bajo techado, sobre pisos artificiales y con permanente luz artificial. Y ocioso será añadir que los cuatro ejemplos hacen referencia a especialidades deportivas con un incuestionable bisel femenino.
Los futbolistas son, por antonomasia, hombres, mientras en las piscinas o en las pistas cubiertas, nunca desentonan del todo las mujeres. El fútbol se desarrolla sobre un campo (de batalla) mientras los otros se practican en recintos, palacios de deportes, canchas barnizadas.

Los factores que determinan el enfrentamiento al aire libre, sometidos a la inclemencia de los fenómenos naturales (los vientos, las nevadas, los aguaceros) más las escabrosidades del terreno, son borrados del  acontecimiento en los escenarios donde se desarrollaron las competiciones en las que las otras selecciones ganaron un campeonato. ¿Eran propiamente competiciones entre hombres? ¿Luchas fieras? La fiereza, el orgullo y la proeza,  desde Sagunto o Numancia hasta Bailén o la Guerra de África, tuvo su prolongación en la final futbolística de Amberes, Brasil de 1950 y el gol de Marcelino en la Eurocopa. ¿Sucesivos fracasos antes y después? El fracaso de lo español coincide con  nuestra abnegada manera de ser. Y de servir a Dios y a la Patria.

Una superficial observación hace saber que solo en la selección nacional de fútbol (Absoluta) quedan jugadores que se persignan al saltar al campo y besan entre los compases del himno una medalla de la Virgen. En los deportes de interior se ha perdido casi por entero la fe y, como es patente, en las alineaciones se hallan infiltrados de vascos y catalanes. No significa esto que vascos y catalanes sean ateos o no católicos pero no puede aspirarse a ser creyente o católico de verdad sin ser, a la vez, españoles. Dios, Patria y Rey. Reyes abdicó de su estancia en Inglaterra debido a su irrenunciable y firme naturaleza española. Cesc, en cambio, se encuentra dentro del conjunto como un virus a erradicar, como un hongo.

De incorporar gentes no españolas al equipo es preferible optar por tipos como Pernía que reproduce fielmente el modelo sarmentoso del cacereño, campesino y conquistador. De ningún modo debe reforzarse la selección española (“la absoluta”) con productos espurios. La selección no está llamada para triunfar a toda costa sino, ante todo, para reproducir en cuanto directo representante de España lo más auténtico de lo español, por doloroso que sea.

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12 de septiembre de 2006
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Un día perfecto para releer “Bananafish”

El artículo de Sandra Russo salió el domingo, en la contratapa de Página 12. Lo leí esa misma mañana, pero Sandra hablaba allí del cuento de Salinger A Perfect Day for Bananafish y me dejó con las ganas de volver a Nine Stories, donde lo descubrí hace años, por culpa –si no recuerdo mal- de Rodrigo Fresán. El deseo se volvió realidad ayer, 11 de septiembre. Agarré Nine Stories y volví a leer el cuento. Me produjo las mismas sensaciones de siempre: el asombro por la maestría de Salinger, pero ante todo por su humanidad; la envidia por su habilidad para crear personajes infantiles (¡esa Sybil Carpenter se escapa de las páginas, salpicando agua de mar!) y el escalofrío que siento cada vez que llego al final, a esa frase que describe la forma en que Seymour Glass pone un final perfecto a su perfecto día. Pero esta vez llevaba además la carga del artículo de Sandra, lo cual me permitió releer el cuento desde otro ángulo. Me asombró, por ejemplo, que Sandra describiese el temblor que le produce esa frase según la cual Seymour, que juega con la pequeña Sybil en el agua, “empujó el flotador y a su pasajera un pie más cerca del horizonte”. Hasta entonces yo ni siquiera había reparado en esa frase, tuve que buscarla con deliberación en el original, está puesta de forma que pasa casi desapercibida –a no ser que se tenga el instinto maternal de Sandra, y que en consecuencia se sienta temor cuando el “desequilibrado” Seymour Glass mete en el agua a una niña que no es suya y sin que la madre verdadera se dé cuenta. Cuán distintos somos, cuán distinto leemos. Desde la primera vez que leí Bananafish yo sentí que Seymour estaba desequilibrado, pero de una forma que lo incapacita para hacer daño a nadie que no sea él mismo; y creí cada vez que el final del cuento me daba la razón.

Pero el artículo de Sandra hablaba de otra cosa en realidad. En las vísperas de un nuevo aniversario del atentado contra las Torres Gemelas, insinuaba que todos los norteamericanos tienen hoy un poco de Seymour Glass, y que para ellos el mundo entero es un pozo lleno de bananas.

¿Qué es un pez banana? Un animal fantástico que Seymour inventa para delicia de la pequeña Sybil; su derrotero vital es, como Sandra subraya, a la vez divertido y siniestro. Según Seymour, un pez banana parece un pez común y corriente hasta que se topa con algo tan delirante como el pez en sí mismo: un “agujero de bananas”. Al descubrir este agujero, el pez banana se mete adentro y come bananas de manera desaforada, Seymour dice saber de un pez que se comió setenta y ocho. Entonces el tono de fábula se vuelve siniestro, cuando Seymour sugiere a la niña que los peces banana no pueden salir del agujero después de comer. Muy a su pesar Sybil presiona, quiere y no quiere saber qué les ocurre una vez presos en el agujero. Seymour le confiesa que mueren, y entonces Sybil cambia de tema. El destino de los peces banana la pone nerviosa.

Hay algo propio de la esencia humana en la voracidad de estos animales, que no pueden parar de atiborrarse hasta que producen su propia muerte. Pero además (coincido con Sandra) hay algo en ellos muy propio de la política norteamericana de las últimas décadas. Como estos animales, los moradores ocasionales de la Casa Blanca viven buscando agujeros de banana en los que meterse. Como estos animales, se meten de cabeza en ellos sin pensar y ya no logran salir. Vietnam es un agujero de banana. Irak es un agujero de banana. Cualquiera que lea los diarios comprenderá que los actuales peces banana siguen en la busca desesperada de otro agujero, que tal vez se llame Irán. Lo que preocupa más, en todo caso, es el hecho de que los habitantes de la Casa Blanca no podrían hacer lo que hacen si no contasen con la aprobación, explícita o tácita, de millones de peces banana que poseen el mismo pasaporte. La utilización que Bush y Rice hicieron de este nuevo aniversario del 9/11, para reavivar los sentimientos de inseguridad del pueblo norteamericano y venderles, de paso, la importancia de las cárceles secretas en la defensa del american way, me deja sin adjetivos que estén a la altura de mi asco.

La de ayer fue una ocasión ideal, pues, para releer A Perfect Day for Bananafish. Cuando lo hice con los ojos que Sandra me prestó, comprendí que el temblor del que hablaba era la reacción adecuada, y que el final del cuento no me daba la razón a mí, sino a ella. Los peces banana de este mundo terminan muriendo, pero no antes de acabar con todas las bananas que tienen a su alcance. (Algo que a todas luces va en contra del orden natural, los peces no se alimentan con bananas, no deberían devorárselas.) Y además no es cierto que Seymour se daña sólo a sí mismo, aunque no lo quiera Seymour daña a otros al mismo tiempo. Cuando uno acompaña a Seymour sin cuestionar su locura le ocurre lo que a su esposa, Muriel Glass: despierta de su sueño por el estallido de un disparo, para descubrirse manchada de sangre.

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12 de septiembre de 2006
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El encuentro de James Brown con Mr. Rolling Stone

En un gesto que despeja cualquier sospecha sobre sus aspiraciones a la excelencia, la edición argentina de la Rolling Stone reprodujo el largo artículo que el escritor Jonathan Lethem dedicó al Padrino del Soul, James Brown. La idea de convocar a Lethem fue un mérito de la Rolling original, que vio una oportunidad y no la dejó pasar. Lethem es uno de los escritores norteamericanos más interesantes del momento. Me impresionó en su momento con Motherless Brooklyn (sé que existe edición en español, no me pregunten su título) y volvió a hacerlo con The Fortress of Solitude. Cualquiera que haya leido The Fortress of Solitude entenderá por qué Lethem era un candidato ideal para escribir sobre James Brown: su exquisita descripción de la pasión que Dylan Ebdus, un chico blanco de Brooklyn, siente por el soul de los 70 y 80, no puede ser otra cosa que una traslación literal del amor del mismo Lethem por esa música inolvidable.

La humildad que Lethem siente en presencia de Brown, a quien visita en un estudio de grabación de Augusta, Georgia, es palpable: casi puedo imaginarme su sonrisa cada vez que Brown, por completo ignorante de los laureles del escritor, insistía en llamarlo “Mr. Rolling Stone”.

En uno de los pasajes más interesantes Lethem compara a Brown con Billy Pilgrim, el protagonista de Matadero 5, de Kurt Vonnegut: tanto Billy como Brown son hombres despegados de su tiempo. Pero Lethem sostiene que a diferencia de lo que ocurre en la clásica novela de H. G. Wells, James Brown no puede controlar sus desplazamientos. (Un tanto como lo que ocurre en otra novela reciente: The Time Traveller’s Wife, de Audrey Niffenegger.) La teoría de Lethem es más o menos así: que en algún momento de 1958 James Brown comenzó a visitar el futuro, y por ende a oír su música. De allí en más, al regresar a su tiempo físico Brown “parecía tratar de impartir una epifanía a la cual sólo él tenía acceso, una epifanía que tenía que ver con el ritmo y con sus posibilidades cinéticas inherentes pero que hasta ese momento nadie había descubierto en el R&B y la música soul que lo rodeaba”. Imagino que Lethem no conoce a Julio Cortázar, pero su teoría coincide con la expuesta por el argentino en su cuento El perseguidor, una biografía apócrifa de Charlie Parker cuyo protagonista insiste en mezclar tiempos al decir: “Esto ya lo estoy tocando mañana”.

Lethem cita al crítico Robert Palmer, que advirtió en su momento que Brown y su banda había convertido a los elementos rítmicos en la canción propiamente dicha. “Brown era como un director de cine –insiste Lethem- que se interesa en el escenario de fondo y prende fuego al guionista y a los actores, salvo que en vez de llegar a filmes experimentales que nadie desea mirar, forjó un estilo de música tan futurista que hizo que todo lo demás sonara antiguo”.
Reproducir el extenso artículo en toda su extensión es un mérito de la Rolling local. Leerlo fue un placer, que además constituyó la excusa perfecta para volver a escuchar temas como Cold Sweat, Sex Machine y I Got You durante una maravillosa mañana de domingo en Buenos Aires.

Mientras leía la biografía de Truman Capote escrita por Gerald Clarke, descubrí una cita de Thoreau que me pareció preclara: “No vivimos en armonía, sino más bien en melodía”. (De haberla encontrado antes la habría incluido en mi novela La batalla del calentamiento, que habla sobre el mismo asunto: la forma en que nos desencontramos, por nuestra insistencia en producir melodías individuales sin atender a las melodías del resto.) Pero la de James Brown es una de esas músicas que desmiente a Thoreau, porque al borrar del mapa al guionista y a los actores no hace sonar aquello que nos separa, sino tan sólo aquello que nos une.

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11 de septiembre de 2006
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LA VOZ

Estoy preparando un texto, a petición de El País Semanal, sobre aquellos atractivos  que no tengan que ver con la belleza física pero que resulten tanto o más seductores.  En una primera exploración, me digo:  ¿dónde incluir la voz?

Alguien al modo de Schopenhauer decía que “la voz viene a ser como la flor de la belleza”. Demasiado cursi para aceptarla sin más.

Todo es florido y perfumado, floreado y rosáceo en el sobado repertorio de lo amoroso o lo encantador. La voz, limpia o ahumada, dulce o áspera,  significa muchísimo y  aunque sólo sea por la fuente oculta de la que proviene y puesto que su timbre se compone tanto de un soplo recóndito como de un amplio retumbo en diversos tonos mediatizados por el organismo en general. Sucintamente la voz es como un órgano por sí misma.

En ella se  concentra una constelación de infinitos accidentes y parece tan inextricable como un secreto de acceso imposible. Se cambia de piel, de nariz y hasta de cara. ¿No se ha incorporado a la oferta de la cosmética el cambio de voz? Como un lábaro de la identidad la voz puede ser decisiva en el teléfono. Pero incluso en la relación cara a cara posee la influencia suficiente para rectificar, aberrar o confundir la impresión.

Más allá de la coherente información que se reciba de la personalidad del otro una voz inconsecuente perjudica el balance final.

Ciertamente existe un somero catálogo de voces según clases sociales, profesiones, sexos y edades. En el buen casting no basta atinar con la estampa del personaje sino acertar  también con su sonido. Las personas caen bien o mal, parecen esto o aquello no tan sólo por su peso o por su porte sino también por la cualidad de su son. Y no acabaríamos nunca...    

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11 de septiembre de 2006
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Antes de entrar en clase

Ya comienza el curso. Los alumnos se amontonan ahora en los pasillos de la Universidad para matricularse o saltar los obstáculos y tropiezos que los burócratas inventan cada año para justificar su sillón y dar trabajo a los esclavos. Los alumnos, como los pasajeros de Iberia y de RENFE, como los clientes de la Telefónica, son súbditos de unos jefecillos feudales que han heredado la prepotencia de los covachuelistas de Franco. Usan el bolígrafo a modo de látigo.

Nadie se apiada de ellos, pero da pena ver a los chavales perdiendo su vida, horas y horas y más horas, ante una ventanilla en donde esforzadas secretarias tratan de aliviarles la angustia creada por un par de comisiones de funcionarios, psicólogos y pedagogos de plantilla. Como los inmigrantes a las puertas de la comisaría.

Por bendición divina, antes de que comience el curso tengo unos días libres para poner los pies en Lanzarote. Ya era hora. Me voy con la ineludible luz de Humboldt. Por allí pasó en 1799, camino de la América colonial, protegido por aquel ministro inmenso, nunca igualado, Mariano Luís de Urquijo. Como casi todo español de una cierta valía en esos años, murió en el exilio francés. Entre otras cosas había abolido la esclavitud en España. Fue la primera abolición europea, pero parece que nadie lo recuerde. Venga quitar estatuas de Franco, ¿por qué no ponen una de Urquijo?

Antes de emprender viaje, mientras esperaba hacerse a la mar, Humboldt le escribe a Friedländer:

“Dirija una mirada al continente que pienso recorrer desde California hasta Patagonia. ¡Cómo me deleitaré en esta naturaleza grandiosa y maravillosa! Coleccionaré plantas y animales; estudiaré y analizaré el calor, la electricidad, el contenido magnético y eléctrico de la atmósfera; determinaré longitudes y latitudes geográficas; mediré montañas, por más que todo esto no sea la finalidad del viaje. Mi verdadera y única finalidad es investigar la interacción conjunta de todas las fuerzas de la Naturaleza, la influencia de la naturaleza muerta sobre la creación animal y vegetal animadas…”.

¡Señor, qué envidia! ¡Y qué asombrosa energía, audacia, ambición, soberbia! ¡Así se viaja! Nada menos que para investigar la interacción de todas las fuerzas de la Naturaleza. Y para averiguar (¿averiguar, se puede “averiguar” algo sobre ese asunto?) el paso de la naturaleza muerta a la vida viviente, la misteriosa, la augusta transformación de lo vivo en muerto y lo muerto en vivo, antecedente del ingeniero de Valeri Grossman que mencioné no hace mucho, el 24 de agosto.

Humboldt, como sus hermanos de aquella generación de fuego, la generación que heredó la Revolución Francesa para bien y para mal, para amarla y para odiarla, la que recibió sobre sus cabezas la sangre del decapitado, Kant y Hölderlin, Beethoven y Novalis, Goya y Schinkel, tenía ante sí un mundo unitario, trabado, en el que las grietas y perfiles rocosos se traducían en vegetales retorcidos y severos, entre los cuales ramoneaba el cornúpeta loco, cuya carne comían los nativos para aullar a la luna durante las fiestas equinocciales, luna que estiraba hacia su seno la sangre de las parturientas y la crecida de las mareas, etcétera, y en esa cadena aún no convertida en “evolución” veían la potencia primigenia de la Gran Madre, la infatigable, la Gea teogónica. ¡Qué contraste con nuestro mundo desintegrado en millones de microelementos separados entre sí por abismos atómicos y departamentos subvencionados! La nuestra es una poesía de la separación de los entes. La suya, de la unidad del ser.

Bueno, que me voy a Lanzarote. Ahora mismo vuelvo.

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11 de septiembre de 2006
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COMPRÉ UNA BALLENA BLANCA

Lo que ocurre en las librerías francesas se escribe con un adjetivo transformado en sustantivo: «Les bienveillantes» (Los benevolentes). Les bienveillantes es el título de una novela escrita en francés por un americano, Jonathan Littell. Todo es fuera de lo común en este libro: su tamaño, 912 páginas; su autor, un hijo de Robert Littel, cuyas novelas de espionaje se venden en el mundo entero; y finalmente su tema: las memorias de un empresario de telas y encajes de hilo que vive en el norte de Francia y explica cómo sesenta años antes fue oficial del ejército alemán, encargado de tareas de «eliminación».

Estoy como los otros lectores que invirtieron 25 euros en este enorme monolito de la famosa «Colección blanca» de Gallimard. Tarde o temprano lo voy a leer, pero no he empezado todavía. No es fácil invertir tanto tiempo para entender a un verdugo. El narrador se llama Max Aue. Fue miembro del Einsatzgruppen, un grupo de soldados de la Waffen-SS encargado de limpiar la tierra de judíos, comunistas y otros gitanos cuya existencia molestaba a los nazis. Su historia es la historia de la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista de los últimos derrotados: perdieron en el enfrentamiento militar y no consiguieron eliminar varias etnias.

La casa editorial Gallimard  sabe que entre sus productos de otoño tiene un candidato posible para el premio Goncourt. El libro de Littell ya se ha colocado en la primera posición de la lista de los libros de ficción más vendidos en Francia y fue el más comentado en la primera reunión del jurado del premio. Hay un sentimiento eterno en este entusiasmo que corresponde a la reacción de los críticos en la prensa: otra vez, volvemos a hablar de lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial, de lo que hicieron los franceses. Ya sé lo que alimenta la carga de escándalo que viene con el libro: ignora el remordimiento. Son las memorias de un hombre que tenía la muerte como oficio. Y la muerte es un oficio como cualquier otro.

Jonathan Littell vive en Barcelona. Creció en Francia y en EE. UU. Entonces es una persona que está tanto dentro como fuera de Francia, ubicación insuperable en el momento de recordar el pasado malo de un país que le negó la nacionalidad francesa. Como autor, no duda en ofrecer (en el sitio web de su editor) una doble referencia de maestros: los que se dedicaron al lenguaje, todos franceses, (Blanchot, Bataille,  Beckett) y los que entregaron epopeyas (Tolstoi, Grossman, Melville).  Me gusta la  presencia de Melville. La novela de la «Colección blanca» es como una ballena blanca entre los libros que acabo de comprar.

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11 de septiembre de 2006
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La vida de un cerdo

Aunque no sea especialmente grande, una granja de crianza de cerdos en Cataluña puede ver pasar a 10.000 animales al año. La inmensa mayoría de ellos no dura ni la mitad de ese tiempo. De hecho, si les permiten nacer, es sólo para morir rápido.

La concepción de un cerdo es de por sí un trabajo sórdido: una granja de las dimensiones descritas dedica unas seiscientas cerdas al único objetivo de reproducirse, pero ninguna de ellas se aparea de manera natural. Las mantienen enjauladas en fila, en celdas individuales, en hileras de cincuenta, y todos los días les sueltan a un macho llamado “el señor” para que se pasee frente a ellas, las huela y las provoque. Según las reacciones de las puercas, los empleados de la granja detectan a las que están en celo. Y las inseminan artificialmente. Si no quedan preñadas, se vuelve a intentar. Las cerdas entran en celo cada 21 días.

Por supuesto, esto significa que los machos tampoco tienen contacto carnal. Los sementales son mantenidos en corrales, y hay un empleado dedicado exclusivamente a masturbarlos. Los cerdos están tan acostumbrados a su masturbador que se excitan de sólo verlo, y corren al caballete en que el empleado los acaricia un poco y hace su trabajo. Con sólo unos quince o veinte minutos, consigue líquido suficiente para varias inseminaciones, lo cual hace que los machos sean mucho más caros que las hembras (1.500 euros contra 250).

La gestación dura casi cuatro meses, y en cada camada nacen 10 u 11 lechones. El día de su nacimiento, a los lechones les arrancan los dientes. Después de tres semanas, los separan de sus madres y comienzan a alimentarlos sin parar. Para que no se les ocurra hacer ejercicio, viven en corrales de 2x2. En sus días bajos, engordan 60 gramos diarios. Ese es su único trabajo. A los seis meses, cuando alcanzan el tamaño de un perro grande, los llevan al matadero.

Algunos cerdos viven más: los sementales y las reproductoras pueden alcanzar el tamaño de una ternera. Pero ni los espermatozoides ni la capacidad de parir se mantienen más de tres años. Las hembras suelen parir unas diez camadas y extinguir su utilidad. Los machos terminan estériles. A esa edad, su cuerpo ya está demasiado viejo para venderse como carne fresca, pero aún sirve para mortadela, salchichas o embutidos. Entonces comienza lo más cruel.

En el matadero, los cerdos reciben una descarga eléctrica que los aturde. Así se evita que chillen como condenados cuando les cortan la yugular. Luego de eso, los parten por la mitad. Cada uno de sus lados es colgado de un gancho –uno de ellos aún con la cabeza puesta- y pasa por una limpieza con agua caliente y vapor que afloja la piel.

Después de ser despellejados, se enfrentan a sus destazadores. Del cerdo se aprovecha todo: con las costillas se hacen chuletas, con las patas, jamón; con los interiores, embutidos; con la cara, forros. Conforme el cerdo avanza en la cadena de producción, cada una de sus partes encuentra una utilidad, y así hasta llegar a nuestra mesa.

La semana pasada recorrí una granja y un matadero, y conocí la vida y muerte de estos animales. En la granja me explicaron que la normativa europea ha mejorado sus condiciones de vida: ya no los mantienen amarrados del cuello a las jaulas. Y tampoco los alimentan piensos animales elaborados con los restos de sus propios congéneres. La verdad, no he dejado de comer jamón ni lomo en particular. Supongo que es una ley natural. No sé si los ganaderos puedan realmente atender la demanda cárnica y la sensibilidad ecológica al mismo tiempo. Pero se me han quedado grabadas las palabras de uno de los que hizo el recorrido conmigo: “ya sé de dónde sacaba sus ideas Adolfo Hitler”.

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11 de septiembre de 2006
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EL BANCO NARANJA Y LA MELENA DE TRINIDAD

Entre otros elementos funestos, hay dos especialmente enervantes que agravan el actual síndrome postvacional. Uno corresponde a ING Direct y su ya insoportable anuncio del banco naranja. El otro se centra en la melena de Trinidad Jiménez.

El caso de ING Direct se origina por la necesidad de hacer ver a los presuntos clientes que sus depósitos no caerán en el vacío sino que existen ya recipientes físicos o arquitectónicos concretos para guarecer su dinero. Aunque todo pertenece, de acuerdo a la naturaleza financiera, al mundo de la ficción.

Cualquier banco nace, crece y muere mediante apuntes contables y el dinero personal aportado desaparece en el momento mismo de la entrega. De esta secuencia  se sirve la organización para reproducir sus rendimientos con infinidad de ceros, puesto que en ningún ámbito se mueven con mayor desenvoltura los espíritus de la especulación.

La paradoja consiste en que llamándose ING Direct no hay modo humano de comprobar donde va directa o indirectamente el dinero. Hasta hace poco ING Direct no le concedía importancia a esta deficiencia fundamental. Pensaban que el cliente se sentía atraído por la alta rentabilidad mensual y la inquietud psicológica podría saldarse por la codiciosa fe del depositario.

Ahora, sin embargo, registrando acaso ciertas suspicacias, ING Direct difunde una publicidad en la que Matías Prats se sienta delante de algunas sedes –no muchas- de Londres, de Nueva York y de Ámsterdam, mostrando la existencia real de un edificio. Este recurso sería de por sí tan tosco como exasperante, pero aún más llega a serlo si se tiene en cuenta el tono naranja –usado en general hasta el empacho- y la musiquilla para tontos que envuelve al mensaje.

Pero no es todo. La vista del edificio emblemático de la compañía, radicado en Ámsterdam, refuta el propósito central del spot. Tras el banco donde se ve obligado a posarse interminablemente Matías Prats se distingue una construcción (¿de Rem Koolhaas?) de aspecto tan renqueante o amenazado de derrumbe que aniquila la idea de solidez. ¿Con esto quiere conquistar ING Direct nuevas imposiciones?  La desazón que inculca este tremendo error de marketing lleva a un malestar sensorial que nos perjudica el sentido de la vida.

La melena de Trinidad Jiménez no es tampoco un caso desdeñable. Su efecto puede considerarse relativamente atenuado por la mayor capacidad del público para sortearla pero, aún así, la fastuosa voluptuosidad de su mata de pelo, retorcida como una boa de miel y oro y enroscándose desde el occipital hasta el omóplato y desmoronándose en colofón sobre el seno izquierdo, constituye un auténtico fenómeno de malestar en la cultura. Una estampa entre lo bello y lo siniestro, entre la naturalidad y el peluquero, entre la política y la pasión. 

Trinidad Jiménez es, en concepto, mezcla de vigor y melodrama, de supina ignorancia y un cum laude juvenil. Se dice que fue el brazo derecho de Zapatero pero pensar en su firmeza hace evocar su llantina tras perder las elecciones a la alcaldía de Madrid.

Personaje tonante, “coent” dicen en Valencia. Tan vistoso en ocasiones que aturde por su coloración, tan fogoso en su discurso que induce a apagar el receptor. No sería Trinidad Jiménez de lo peor en este cuadro postvacional sin la notoriedad recibida con la creación de la Secretaría de Estado para Hispanomérica -que todo el mundo daba además por preexistente- y a través de la repetida exposición de su crecida melena, pero fatalmente las cosas han venido así con la rentrée.

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8 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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