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Ángel en guerra

En el aeropuerto de Barajas debo esperar un par de horas a que lleguen otros invitados al Hay Festival de Segovia, para partir todos juntos en un transporte común. No me importa porque tengo un iPod para encerrarme en mí mismo, y ahí me quedo hasta que el conductor me toca el hombro y me presenta a la siguiente invitada. De mala gana, me levanto a saludar.

Frente a mí se eleva una noruega rubia y alta que me saluda con dos ojos azules y angelicales. Pienso en el festival al que vamos. Como todos los encuentros literarios, estará lleno de señores gordos y mayores de edad a menudo calvos a los que yo admiraré con pasión. De inmediato malicio que esta mujer es demasiado guapa para escribir bien. 

Pero es inteligente y simpática. Me cuenta que es periodista, y que ha escrito sobre Afganistán, Irak y Serbia. Me cuesta imaginarla como corresponsal de guerra, a menos que sea en una película de Hollywood, de esas en que la gente rueda por el suelo y atraviesa los nidos de ametralladoras sin despeinarse. Pero estoy a punto de descubrir que todas esas ideas mías sobre esta mujer no son sólo machistas, sino plenamente características del perfecto imbécil que habita en mí.

Las primeras señales llegan en el festival, cuando procuro presentársela a la gente con la inocente intención de que no se sienta sola. El primer editor amigo que encuentro se nos acerca con una sonrisa. Ya estoy a punto de recibirlo con un abrazo, pero pasa de largo de mí y va donde ella:

-Tú eres Asne Seirstad ¿verdad? ¡Me encanta tu trabajo!

Circula por ahí también el director de una feria del libro europea. Me lo han presentado unas cuarenta veces y nunca recuerda mi nombre. Pero al ver a Asne corre, se arrastra, babea y gorgotea. Cuando no le queda más remedio que volverse a saludarme a mí también, le nombro a las decenas de personas que nos han presentado antes. Es inútil. Para él soy el amigo de Asne. Y con eso le basta. Al final del festival, aún no recuerda mi nombre, pero me invita a su feria el próximo año. Rato después, Asne me presenta a Ian McEwan.

Procuro informarme. Resulta que el libro de Asne, El librero de Kabul, vendió 300.000 ejemplares en Noruega, un país de cuatro millones de habitantes. Hay casi un ejemplar en cada familia. En la lista de los cien libros más vendidos en Reino Unido, hay sólo dos traducidos de otras lenguas: uno de ellos es el suyo. Ha sido traducida a casi cuarenta idiomas, ha estado en cuatro guerras, habla otros tantos idiomas, ha recibido premios por periodista, por escritora y por corresponsal de guerra. Ha cenado con Tony Blair. Es amiga de la familia real noruega.  Y solo tiene 35 años ¿A qué hora hizo todo eso?

Y lo peor de todo es que es muy buena. El librero de Kabul es la crónica de una familia afgana después del 11 de setiembre y la invasión de ese país. Para escribirla, Asne convivió con ellos durante meses. Para salir de compras con la familia y pasar desapercibida, Asne usaba una burka. Mimetizada así, penetró hasta donde es posible para un extraño en una cultura ajena, y especialmente, en el trato que reciben las mujeres en esa cultura. Pero su texto no es sólo una denuncia social, sino el retrato humano de una familia con luces y sombras, y de la vida en un rincón del mundo del que hablamos mucho y sabemos muy poco. 

La tendencia entre los escritores es creer que sabemos mucho de algo, y que ese conocimiento es tan valioso que nos hace importantes. La actitud de Asne en Segovia es precisamente la contraria: sabe precisamente que el mundo es demasiado grande, y que aún le queda mucho por mirar. Es simple, pero supongo que es lo más importante que aprendí de ella, y quizá, en un mundo en colisión, lo más importante que cualquier debería aprender.

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25 de septiembre de 2006
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PREGÓN PARA UNA “PETITA PÁTRIA”

El texto se encuentra en el blog de Arcadi Espada. Tengo que explicar para los internautas de América Latina: Arcadi Espada es un catalán que ama tanto a su Cataluña que la quiere universal. Ama tanto a Cataluña que no escribe Catalunya sin pensar en una traición. Un rumor vincula mucho a Espada con un partido antinacionalista catalán. En su blog ofrece el excelente pregón de las fiestas de la Mercè de Barcelona. Es un texto de la escritora Elvira Lindo que provocó un escándalo, pues Elvira Lindo habla en castellano.

Su texto es un homenaje a Barcelona, algo que mejora la mirada sobre la ciudad condal. Y como Arcadi Espada siempre trae sorpresa, vale la pena leer el texto tal como lo ofrece.

Por mi parte quiero recordar a los catalanes que buscan vivir en una tribu, en lugar de pertenecer a una vieja cultura europea, abierta y rica, que mi mejor recuerdo de la Mercè fue en el año 1980. El puerto, abajo del barrio gótico, era todavía una cosa triste y sucia, un muelle post zona industrial, post almacén de madera. Me acuerdo del momento, en una noche muy negra. Los organizadores de la fiesta tenían todo apagado cuando de pronto, única luz en la oscuridad, vimos un buque tendido de tela blanca en el puerto. Parecía un barco fantasma. Pero era un escenario, indudablemente un escenario de donde salía la voz melancólica de The Platters diciendo a la ciudad Only You. Se acercó el barco y los cantantes dedicaron Twilight Time a una muchedumbre hundida en el placer de encontrarse en Barcelona, en las fiestas de la Mercè, escuchando visitantes con tanto talento.

Puede ser que me equivoque, puede ser que fuera en 1981, pero sé que la música me pareció perfecta para pensar en el poeta Joan Salvat-Pappaseit, que tanto tiempo pasó en este mismo muelle y lo contaba muy bien: Jo he guardat fusta al moll. Vosaltres no sabeu què és guardar fusta al moll… En un pregón para Barcelona caben los Platters como Salvat-Pappaseit.
(Una pregunta para seguir con el mismo tema: ¿Qué hacemos después de descubrir que los ingleses son todos vascos? ¿Movemos el Guggenheim de Bilbao a Londres?).

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25 de septiembre de 2006
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La batalla por la identidad

Me quedé enganchado con una frase que el músico Ben Harper atribuía ayer, en el dominical de El País, nada menos que a Kurt Cobain: “Prefiero que la gente me odie por ser quien soy a que me ame por lo que no soy”. No puedo estar más de acuerdo, pero tampoco se me escapa la tremenda dificultad que entraña atenerse a este código: para que la gente pueda llegar a odiarnos o a amarnos por ser quienes somos, lo primero que debemos hacer es tenerlo claro. Y la definición de la propia identidad, que solemos dar por sentada, es por el contrario una tarea prolongada, ardua y seguramente interminable; quizás nunca lo haya sido más que en estos tiempos, tan generosos a la hora de vendernos máscaras con que disimular nuestros rostros desprovistos de rasgos.

A la hora de definirnos solemos recurrir a las señas heredadas: familiares por una parte, nacionales por otra (no es lo mismo ser estadounidense que sudanés, en este mundo), y también sociales. A medida que empezamos a andar solos, cuestiones como la elección de carrera –una decisión a la que el sustantivo elección suele quedarle holgada, cuando el margen de decisión, como en el caso de la enorme mayoría de los mortales, es restringido o nulo- y la formación de una pareja o familia acotan nuestro horizonte de forma casi definitiva; a partir de allí, nuestra identidad queda casi limitada a nuestras opciones como consumidores: somos lo que compramos, lo que comemos, lo que vestimos, somos nuestro iPod y nuestro sitio de vacaciones, somos el color de nuestro cabello y el barrio en que vivimos. Al aceptar este juego olvidamos que la identidad es una búsqueda que se consuma a diario, bajo la espada de Damocles de su propio contrario, el peligro de la pérdida de identidad, de la indefinición, de la disolución en el mar de las mediocridades. Hay algo de batalla en esta lucha cotidiana, la amenaza constante que Leonard Cohen insinúa tan bien en su canción Bird On The Wire: “Como el pájaro que se posa encima de un cable / Como el borracho en el coro de la medianoche / He tratado, a mi manera / De ser libre”. La tensión entre el ser y el no ser queda expresada por la oposición entre el mendigo que le sugiere que no pida demasiado, y la mujer bella que le dice: “Hey, ¿por qué no pedir algo más?”

La cuestión de la identidad volvió a mi mente con el caso de Jorge Julio López, nuestro nuevo desaparecido. López tiene 77 años, fue albañil toda su vida; eso es lo que era, de hecho, cuando lo secuestraron los secuaces del policía Miguel Etchecolatz a mediados de los años 70. El testimonio de López, que recordaba a la perfección la voz de su cancerbero reclamando que subiesen el voltaje de la picana que lo torturaba, fue fundamental para obtener la condena a prisión perpetua que se le otorgó a Etchecolatz la semana pasada. El día que se conoció el veredicto López no acudió al juzgado. Escribo esto en la medianoche del domingo, cuando López sigue sin aparecer desde hace una semana y el gobierno de la provincia ofrece $200.000 por información sobre su paradero.

Existe la posibilidad de que alguien lo haya secuestrado para pagarle con violencia su testimonio en contra del célebre represor; es una opción que trato de no considerar demasiado, porque de ser cierta implicaría que estamos a una distancia del horror mucho más corta de la que creía. Pero también existe otra opción, no menos terrible, que es la que sostienen sus familiares, por ejemplo su hijo Gustavo. Según Gustavo López, las consecuencias psicológicas de la experiencia de los 70 fueron tremendas para su padre, y la necesidad de revivirlas para el juicio, que además lo obligaba a enfrentarse cara a cara con su torturador, puede haberlo hundido en una crisis que lo movió a escapar de su casa, en posesión de un pequeño cuchillo que ya no está entre sus cosas y calzado con unos borceguíes que no solía usar.

Entre la gente abocada a su búsqueda hay un grupo de psicólogos, lo cual no debería sorprender a nadie. Buena parte de los sobrevivientes de los campos de concentración eran gente de clase media, que se procuró acceso a tratamientos psicológicos para sobreponerse al horror vivido; López, en cambio, era un hombre sencillo (sólo pudo completar el segundo grado de la escuela primaria) que casi no hablaba de aquella experiencia pero que alimentaba el deseo de ver preso a aquel que lo desposeyó de su identidad para convertirlo en un número primero y en un guiñapo después. Es fácil imaginar que durante décadas López rearmó su propia identidad, depositándola sobre el andamio de su reclamo de justicia; y que la finalización del juicio a su verdugo le haya robado de alguna manera su razón de ser. De ser así, sería otra muestra más de la perversión asumida por las prácticas represivas de la dictadura: Etchecolatz le quitó a López su identidad en los 70, al secuestrarlo, confinarlo en una prisión clandestina y torturarlo hasta el borde de la razón; y hoy, treinta años después, habría vuelto a ponerlo al filo de la locura.

Ojalá me levante hoy lunes para oír la noticia de que ha aparecido vivo.

Cuando vivimos en países como los nuestros, las noticias obligan a replantearnos cada día quiénes somos, y quiénes queremos ser.

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25 de septiembre de 2006
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LA DISTRACCIÓN

El vuelo de Madrid a Santa Cruz de Tenerife se hizo más bien corto en la ida pero fatigosamente largo al volver. Qué digo: no fatigosamente largo sino insufriblemente interminable, intolerablemente lento.

¿Qué estaba ocurriendo que no podía evitar la compañía, las delgadas azafatas, los ignorantes pasajeros que seguían indolentes el martirio de los enervantes minutos? ¿Cómo podía entenderse que la tripulación permaneciera ajena a la gravísima presión que padecíamos y continuara simulando que los factores reinantes se hallaban bajo control?

¿Reinantes?
¿Factores reinantes?

La inaguantable miasma de una plaga, el lacerante envenenamiento que segrega el alacrán, la fosca indigestión de un botillo abarrocado, la estrangulación a manos de una banda de asesinos presionando sobre los cuellos de cada uno de los pasajeros, se hallaban entre algunos de los factores reinantes.

Cuando el tiempo no fluye sino que se corrompe inmóvil nos sentimos poseídos por el peculiar ahogo de la muerte.

Siempre que en la felicidad suspiramos por su instante eterno lo hacemos con el secreto propósito de morir para siempre en su definida gota de placer. Tememos el movimiento como el desorden de una inundación fatal. Pero qué decir si esta ecuación del instante perpetuo se convierte en el modelo inverso: En la gota del suplicio de Tántalo o en el minuto infinito índice del dolor sin palabras.

La parálisis del tiempo infeliz condena a tragar el pringoso hilo de su bilis, la aciaga saciedad del mal.

Cuando la adversidad domina nuestro interior, su poder atora los músculos y sus estribaciones, las vísceras y sus intervalos. Ser presa de un posible mal interminable equivale a padecer, fibra a fibra, un apresamiento de hierros y plomos, masas o grumos que, desde el origen, los niños perciben en el áspero sabor del aburrimiento.

De esa materia tediosa, anticipo de la muerte por asfixia, parecía hecho el fenómeno aeronáutico que procedía a exterminarnos en el vuelo desde Tenerife Norte a la Terminal 4. Pero la ausencia de señales de alarma confirmaba, aún más terriblemente, la magnitud de la amenaza que, progresivamente incrementaba su intensidad tanto como su invisibilidad. Invisibilidad propia de los cataclismos verdaderos que nos hacen perecer o desaparecer sin dejar huella. Devastaciones extremas sin testigo capaz de reproducir el antes y el después del exterminio.

Sólo, sin opción a lograr la menor conciencia del grupo puesto que todos probablemente se hallaban perdidos en una fase ulterior, me vi obligado a acelerar vertiginosamente la mente. ¿Resultado? La mente corrió sin destino, ávida y despavorida, enloquecida en su fuga tal como el insecto que detecta la máxima determinación de acabar con él. En esta peripecia, además, parecía posible un filo iridiscente o la veloz desarticulación del impasse. Porque ¿morir paralizado? ¿ahogado en la ciénaga de minutos agigantados hasta la monstruosidad?

A mi lado, muchos dormían, otro completaba un sudoku, la señora ojeaba Donna y, entre el desentendimiento general, dos jóvenes se carcajeaban ante un par de Mahous.

Indudablemente cualquiera de ellos se hallaba con el reloj biológico neutralizado, narcotizado o desconectado. Más debajo de su ánimo temporal, como base emocional lucía sin duda un elemento clave nacido de la azarosa combinación entre su notoria pérdida de sentido y el abandono a la generalidad. Este elemento clave, de color plata, se llama simplemente “distracción”.

La distracción nos protege o nos libra del asedio porque mientras el asedio trata de cegar los caminos neuronales y provocar la peste interior, la distracción brinda oxígeno al corazón y lo expande hacia una física teórica de la que ha desaparecido tanto la cronología como el reloj. Un ámbito donde no morimos materialmente puesto que no estamos viéndonos y, en consecuencia, al no observarnos, no podemos “contarnos”.

La pérdida del autorrelato nos permite ensayar la inmortalidad tanto como las obras siguen y siguen en tanto no termine su argumento. Si bien, como es sabido, el extravío sólo se disfruta cuando ya no existe consciencia de él. Se trataba, en este caso, de llegar a la T4 sin haber seguido la senda del tiempo o el espacio. Llegar sin intervalo espacial o temporal. Pasar de una circunstancia a otra sin la gravedad de verse coaccionado a vivir y siendo “la distracción” la liberación biológica y temporal por excelencia. El gozo de pasar sin el peso del peaje, el lujo de la traslación sin el impuesto del tiempo.

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25 de septiembre de 2006
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Cuentos chinos

Cada vez son más frecuentes las novelas que utilizan material autobiográfico en lugar de construir mundos del todo ficticios. No tengo nada en contra, siempre que el círculo mágico que construye la lengua literaria tenga vida independiente. Me gusta el género menor, a veces en fragmentos desechados por los escritores, en sus cartas, en algún informe rescatado de la papelera, hay tanto arte literario como en una novela de quinientas páginas.

La incompleta Suite francesa de Irene Nemirovski, abandonada en una caja de zapatos durante cuarenta años, habría sido (¿es?) la mejor novela francesa sobre la guerra. Las cartas de Valle Inclán recientemente editadas por el profesor Hormigón son un Valle Inclán de gran calidad. Los informes de lectura que Gabriel Ferrater escribió mercenariamente para Seix Barral forman parte inexcusable de su producción poética y así fueron editados por la editorial Cuaderns Crema para placer de los aficionados.

Es posible que la trivialidad de la experiencia moderna sea lo que permite un trabajo tan refinado y artístico en las novelas. Cuando ese refinamiento falta, se nota. Así le sucedió a Martin Amis en el libro de recuerdos sobre su padre, Experiencia. A pesar de que Kingsley Amis era un tipo espléndido, las relaciones de Martin con su padre no tenían suficiente originalidad como para justificar un relato que aparecía como “novela”. Consciente de ello, le añadió dos rocambolescas historias, la primera sobre una prima secuestrada y asesinada por un célebre psicópata, y la segunda sobre la hija natural del autor. El resultado es divertido, pero deforme: un documento interesante y de escaso valor literario. Tiene la necesaria vulgaridad, pero le falta trabajo artístico.

Por el contrario, una vida original, única, asombrosa, exige dejar de lado las ambiciones literarias y narrar con la mayor simplicidad. Caso notable el de David Kidd, cuyos recuerdos se han publicado con el título de Historias de Pekín (Libros del Asteroide). En 1946 este caballero llegó a la capital china para ampliar sus estudios de sinología. En una estupenda escena cuenta cómo, al poco de llegar, conoció a su futura mujer, Aimee Yu, sin saber que pertenecía al núcleo más restringido de la aristocracia de la Ciudad Prohibida.

Tras la boda y durante cuatro años, antes de que los comunistas se afianzaran en el poder e impusieran un régimen de terror, Kidd vivió en el palacio de su suegro, cabeza visible de la Justicia en el laberinto imperial, personaje de la más alta nobleza y extremadamente acaudalado. Con mucha gracia y ese desparpajo de los anglosajones cuando cuentan sucesos inverosímiles, Kidd vivió como un personaje de Lady Murasaki: desayunaba en el pabellón de las mariposas ebrias y se fumaba un cigarro en la puerta de los sonidos sedosos, por así decirlo. De vez en cuando, como en un cameo, aparecía William Empson whisky en ristre.

Sólo con la mayor simplicidad puede narrarse la extinción de los incensarios que habían ardido durante quinientos años sin interrupción, pérdida inmensa porque al enfriarse la aleación de bronce y polvo de rubí el instrumento perdía irreparablemente su sensacional coloración y dejaba de ser una pieza única e irrepetible. Esta metáfora sobre la extinción de una sociedad con cuatro mil años de antigüedad tiene fuerza precisamente porque no es “literaria”, sino experiencial.

Si Kidd hubiera escrito sus recuerdos con un esfuerzo estilístico añadido, habría resultado insoportable. Una vida tan extraña en un mundo tan imposible no permite el ejercicio artístico. Algunos episodios, como el último baile de disfraces en el vastísimo parque del palacio, escena analógica al crepúsculo de los dioses, parecerían fruto del delirio alcohólico. Sólo la sobriedad del narrador permite creerlos.

Los muy antiguos maestros tenían sobre nosotros esa ventaja: podían hacer literatura hablando con absoluta naturalidad de vidas inverosímiles. La de Sísifo, la de Orestes, la de Jesucristo, la de Merlín, la de San Julián el hospitalario, la del profeta Elías arrebatado por un carro de fuego.

Jugaban con ventaja. Las vidas privadas carecían entonces de la menor importancia. A todo el mundo le importaban un bledo. Nosotros, los modernos, hemos hecho de la trivialidad cotidiana nuestra épica. Hay que echarle mucho arte para tenga algún sabor.

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25 de septiembre de 2006
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Los herederos

En cierta ocasión, un medievalista balear me dijo que las lenguas se hablan según quien mande. Los que antes mandaban en Cataluña hablaban castellano y todo el mundo tenía que hablar en castellano. Ahora los dueños de la región hablan en catalán, de modo que todo el mundo ha de hablar en catalán. La lengua oficial es la lengua del amo. Así lo creo yo también. No hay tal cosa como un conflicto lingüístico: se trata de dejar bien claro quién manda aquí.

Un concejal del ayuntamiento de Barcelona, un tal Portabella, ultra nacionalista del partido de Carod Rovira, ha manifestado que el próximo domingo no asistirá al pregón de las fiestas de la Merced, patrona de Barcelona. La razón de semejante grosería es que la pregonera, la simpática Elvira Lindo, pregonará en castellano.

No me cabe la menor duda de que si el pregonero hubiera sido subsahariano y hubiese pregonado en suahili, el concejal Portabella habría aplaudido hasta hacerse sangre y derramado gordas lágrimas de emoción. El concejal Portabella cree que no es xenófobo.

La xenofobia de los ultras catalanes es gravitacional e inversamente proporcional a la distancia. Cuánto más lejano el lugar de origen del interfecto, menos rechazo les produce. Aman a los indígenas de Nueva Zelanda, a los chinos, a los chechenos. Sin embargo, a medida que nos vamos acercando, ya aman menos: a los turcos, a los bereberes, a los marroquíes. Y les disgustan profundamente los próximos: los de Cádiz (Elvira), los de Córdoba (Montilla), los de Madrid (todos los españoles que no piensen como ellos).

Sin embargo, el odio sulfúrico, lo que les provoca unas urticarias dolorosísimas que deben rascarse con cepillo de púas, son los ciudadanos que viven en Cataluña y se niegan a aceptar las imposiciones de los amos. Estos, los que hablan en castellano en la sagrada tierra catalana, o sea un 70% de la población, les provocan un profundo asco y mandan a sus muchachuelos a reventar aquellos actos en los que participan.

A Elvira Lindo la han pillado a media distancia; finalmente, Cádiz está en el otro extremo de España, es un poco ya África para ellos y creo que la dejarán pregonar en castellano sin demasiados problemas, aunque nunca se sabe. Lo que jamás sucederá es que un vecino de Barcelona pregone en castellano, eso sí que no. Este es el auténtico judío, el negro verdadero, el moro concreto del racismo catalán.

Es lógico. Podría producirse una confusión sobre la herencia: alguien podría dar por supuesto que esa gente tiene algún derecho a la misma, aunque no hable la lengua del amo.

Portabella y los suyos no están dispuestos a que nadie se les lleve ni siquiera el aparato de televisión. Y mira que está viejo.

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22 de septiembre de 2006
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El provocador discreto

Todo el mundo conoce a Alfred Hitchcock. Y a Billy Wilder. Y a Charles Chaplin. Pero quizá porque no era un maestro de la autopromoción, o porque no ganó tantos oscars, o porque no aparecía con frecuencia en la pantalla, a Otto Preminger nunca le hacen tanto caso. Este año se cumplen cien de su nacimiento y veinte de su muerte, y quizá sea una buena ocasión para recordarlo o descubrirlo. Creo que se lo merece, porque le debemos muchas cosas que hoy consideramos normales, como los créditos en animación, George Scott, o la posibilidad de decir “virgen” en una película.

Esta última fue toda una lucha. En 1953, una pícara Maggie McNamara protagonizaba The moon is blue y hablaba de la seducción con una ligereza que escandalizó a la censura de la época. Ahora parece increíble, pero en esa época, el público recibió muy mal líneas de diálogo como: “los hombres piensan que las vírgenes somos aburridas” o “¿cree usted que soy una virgen profesional?”. La exagerada extensión de los besos tampoco sentaba muy bien. Si se fijan bien, en las películas de esa época, incluso las parejas casadas dormían en camas separadas.

Preminger resistió: no cedió a la presión de censores y exhibidores, y terminó descubriendo algo más, que quedaría grabado en la cultura mercantil de nuestra era: el escándalo es rentable. The moon is blue fue un gran éxito, y recibió tres nominaciones al Oscar. Dos años después de esa experiencia, Preminger lanzó The man with the golden arm, con Frank Sinatra en el papel de un adicto a la heroína. Esta vez, los guardianes de la moral habían aprendido la lección. Optaron por quedarse callados y retirar la drogadicción de la lista de temas censurados. Aún así, la película fue un éxito y recibió otras tres nominaciones al Oscar.

Cosas aún más osadas pueblan el currículum de este director. En 1960, contrató para escribir el guión de Exodus a Dalton Trumbo, proscrito por la caza de brujas desatada por McCarthy. Trumbo firmó con seudónimo, pero Preminger nunca se hizo problemas al respecto. Cuando un periodista le preguntó por qué reconocía públicamente haber contratado a un escritor vetado, respondió:

-Porque usted me lo ha preguntado.

Preminger se permitía esos lujos porque trabajaba en libertad (otro de sus inventos fue la figura de productor independiente) y sobre todo porque trabajaba con total discreción. Ante la censura, nunca respondía desafiante y agresivo, sino apacible y seguro de sí mismo. Aparecía poco y dejaba que su trabajo hablase por él. Su reino no era la opinión pública, sino el estudio de grabación.

Eso sí, en el estudio era un tirano. Michael Caine, Deborah Kerr, Tom Tryon y todos los actores que trabajaron con él dan fe de su carácter irascible y su tendencia a gritarles brutalmente a todos los actores del estudio. Aunque encantador en la vida social, en el trabajo se transformaba en un monstruo, obsesionado con moldear un mundo a su exacta medida, y forzar a sus actores a habitar en él.   

Un mundo cruel, por cierto. Sus personajes enfrentan casi siempre grandes dilemas morales, porque sus convicciones individuales o sus apetitos suelen entrar en conflicto con sus obligaciones o sus creencias. El cardenal deja morir a su hermana para no quebrar la ley de Dios; el presidente de Advise and Consent saca adelante sus nobles decisiones contra todo el corrupto sistema que preside; el embaucador de Fallen Angel estafa por amor; la niña mimada de Bon jour tristesse destruye a su padre porque lo quiere demasiado. Creo que la actualidad de Otto Preminger reside precisamente en esa obsesión. Sus filmes nos muestran lo que no queremos ver de nosotros mismos: el conflicto entre la recta conciencia y la esclavitud a nuestras pasiones. Él mismo era un ejemplo de eso, mientras forjaba a grito pelado, casi a golpes –pero sin aspavientos públicos-, un giro total para la libertad de expresión y para la manera de ver el cine durante el siglo XX.

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22 de septiembre de 2006
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LA MALA EDUCACIÓN ESPAÑOLA

Las vergonzosas cifras sobre el estado de la educación en España hacen pensar que nos encontramos bajo una sucesión de gobiernos tan ignorantes como irresponsables. De ser menos ineptos habrían recaído en la soberana importancia de la educación, base de la efectiva soberanía del pueblo. Pero acaso su irresponsabilidad se corresponde tanto con la inepcia como con la astucia para ostentar el poder sin el contrapoder de la inteligencia instruida. Que España, octava potencia económica del mundo, se encuentre a la cola de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) -puesto 28 de un total de 30 países- en el presupuesto de educación y también a la cabeza en fracaso escolar, denota no solo un pecado inversor y una negligencia profesional sino una grave dejación democrática en términos absolutos.

La primera Constitución democrática española de 1812 establecía en su discurso preliminar: “...el Estado, no menos que soldados que le defienden, necesita de ciudadanos que ilustren a la nación y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos. Así que uno de los primeros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública”. Los franceses, los alemanes o los ingleses se tomaron en serio la escuela para la construcción de la nación pero no España. Aquí, a la altura de 1900, más del 60% de la población continuaba siendo analfabeta mientras en Francia el porcentaje era del 17% y en Alemania o en Inglaterra del 5%.

Cuando se ha buscado explicación sobre el retraso general español a lo largo de casi todo el siglo XX aquí se encontraba una de las causas maestras. Y nunca mejor dicho. Ni los recursos materiales, ni la consideración de los maestros, ni la estabilidad y acierto de los planes de estudio contribuyeron a mejorar las cosas. Más bien, al auge de escolarizaciones de los años setenta y ochenta siguió la molicie formativa del último decenio: títulos regalados, aprobados generales, pérdida de fe en los estudios, descalificación de los profesores, desintegración de los contenidos, caos y desidia en las aulas. En los tiempos de la llamada sociedad de la información y el conocimiento, los gobiernos españoles parecen llamarse a andanas. Podrían llamarse indignos de ser gobiernos.

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22 de septiembre de 2006
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Manifiesto del artista como santo

Nos tocó en suerte un mundo jibarizado. Pocos siglos atrás Shakespeare era un autor popular, el entertainer que convocaba al grueso del público londinense durante el fin de semana. Hoy los ingleses consumen American Idol o cosas por el estilo; lo que va de Elizabeth I a Tony Blair, american idol por mérito propio. Tampoco olvidemos que además se achicó el planeta, por obra de los aviones, de Internet y de la televisión, que nos permite espiar Darfur o Thailandia por su cerradura en el instante en que algo exótico ocurre. También se achicaron los paraguas y los apartamentos y los teléfonos. Y los sueldos y los autos y las mujeres, que si no vienen Extra Small de fábrica se recortan a medida por motu proprio. Las familias también se achicaron. (Y qué decir de los matrimonios. Y de las pasiones, que los médicos recomiendan consumir tan sólo en versión light). Se achicaron las salas de cine y el cine también, así como encogieron los equipos que reproducen música -y por supuesto la música.

Cada vez que veo a George Bush, con esos ojitos mezquinos que brillan con luz de escaso wattaje, me pregunto qué fue de los Salomón, los Kublai Khan, los Napoleón. ¡Esos sí que eran monarcas! Si uno va a ser regido, y aun si va a ser sojuzgado, ¿no sería preferible que lo fuese por figuras coloridas y melodramáticas, más grandes que la vida misma? Yo preferiría rabiar contra un Macbeth, conspirar contra un Ricardo III. Todo lo que puedo hacer hoy cuando veo los noticieros es gruñir por lo bajo, ¡este villano parece salido de Los Dukes de Hazzard! Por eso me apiado de los que aspiran hoy al sitial de Shakespeare: van a tener que hurgar en el pasado, porque los monarcas actuales no dan la talla para el drama imperecedero. Resulta natural que una actriz magnífica como Helen Mirren interprete a Elizabeth I, pero para interpretar a Blair alcanzaría con Mike Myers.   

También pienso en esto cuando hojeo libros nuevos y me parecen pequeños y faltos de ambición. (Me refiero a la verdadera ambición, la de poner el mundo patas arriba y generar una belleza inédita, tan distinta de la ambición de trepar listas de best sellers o impresionar a los alumnos de la Facultad de Letras.) Y también le doy vueltas al asunto cuando descubro que la música que compro es casi toda vieja, o en su defecto hecha por los gigantes que aun habitan entre nosotros. Que Bob Dylan titule Modern Times a su álbum nuevo no deja de ser un latigazo. Dylan suena más atemporal que nunca, como si sugierese que la única forma de ser moderno en estos días es poner toda la distancia posible entre uno mismo y este mundo banal.

¿Por qué no aparece un Leonard Cohen joven, sin ir más lejos? Me la paso escuchando la banda sonora de I’m Your Man, el documental sobre Cohen dirigido por Lian Lunson, y cada vez que lo hago me pregunto por qué ya nadie escribe canciones como estas –nadie que no sea Leonard Cohen, en todo caso, que gracias al cielo sigue vivito y coleando, como lo demuestra su último álbum, Dear Heather.

En un párrafo de Beautiful Losers (1966), Cohen se pregunta qué es un santo. “Un santo es alguien que ha alcanzado una posibilidad humana remota”, dice, para a continuación aclarar que la definición de esa posibilidad es algo que está fuera de su alcance. Todo lo que puede sugerir es que tiene algo que ver con “la energía del amor”. Y a continuación dice: “Contactarse con esa energía resulta en el ejercicio de una suerte de balance en el caos de la existencia”. Es obvio que yo no busco tan sólo artistas a secas, también necesito artistas-santos que me ayuden a encontrar el balance en esta vida caótica, artistas que dejen la seguridad de su hogar en busca de esa posibilidad humana remota –y que por ende corran los riesgos del caso. He encontrado muchos a lo largo de la Historia, pero también necesito contemporáneos, gente que ilumine este paisaje del tiempo que compartimos. No cuento más que con un puñado, y son toda gente grande: Dylan, Cohen, Caetano Veloso. Entre los que vienen detrás hay gente valiosa, pero ninguno que haya respirado el aire de semejantes alturas. A mi manera, rezo a diario para que surjan muchos que recojan la antorcha.

“En todas las cosas hay alguna rajadura. Es así como entra la luz”, canta Cohen en Anthem (o sea Himno, vaya título más apropiado). Yo creo que los artistas-santos funcionan como estas rajaduras de las que Cohen habla. Cuando contamos con menos artistas como ellos -y hoy hay pocos, ya lo creo-, menos luz entra.

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22 de septiembre de 2006
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SABER MENTIR

Si no sabes mentir no salgas de casa. Para estar fuera de casa, para sobrevivir en  fiestas, presentaciones, inauguraciones, estrenos, premios, confesiones y demás saraos es necesario saber mentir. Mi amigo Paco Clavel, que sigue moviéndose por el mundo sin parar de sonreír, después de un atracón de amabilidad social, dijo en confianza: “¡Qué falsas somos!”. Cuando sufro de sobredosis de mentiras sociales me acuerdo de su frase. Pero, nada, eso no tiene cura. Y como no pienso hacerme testigo de Jehová, pues eso, a seguir practicando. Oportunidades no faltan.

Mantuve el tipo en presencia de Esther Tusquets, la muy apreciada escritora y editora catalana que hace unos días paseaba por Madrid. Hace poco publicó un libro sobre sus aventuras editoriales llamado Confesiones de una editora poco mentirosa ¿Será verdad? ¿Ha podido sobrevivir en el mundo editorial sin contar mentiras? Como no me fío, no me pienso jugar con ella nada al póquer. Un juego de refinadas mentiras, de apariencias y sangre fría, del que la editora es una consumada jugadora. No es lo mío. No edito. Pero con mucho placer he leído este libro, el segundo libro de memorias de editores que leo esta semana, con algunos meses de retraso. Me acordé de él después de haber leído el de su amigo Herralde. El de Esther es más propiamente un libro de memorias y no tanto de homenajes como el del editor de Anagrama. Está lleno de curiosidades de esta editora que empezó por casualidad. La primera, inolvidable editorial Losada, dice que le cayó del cielo. Casi del cielo, al menos del cielo del franquismo: la heredó la familia Tusquets de un tío cura que había sido un activo golpista en pro de Franco. De un tío que, las “virtudes” nunca vienen solas, era también un destacado antisemita. Hermosa traición la que hizo la familia Tusquets con la herencia de su tío. Muchos libros que nada tuvieron que ver con el franquismo le debemos a la editorial Losada.

Entre otras curiosas apreciaciones de la sagaz escritora y editora, me llama la atención que asegure que en Madrid se hablaba mucho más que en Barcelona. Se sorprende de lo que se hablaba en el Madrid de los años sesenta, también de lo poco que se dormía y lo mucho que se bebía. Asegura que se hablaba más pero que, comparado con Barcelona, se hablaba más o menos de lo mismo. Con la salvedad de un tema. En Madrid se hablaba mucho de toros. En Barcelona nada. Se nota que Esther Tusquets no era de las habituales del restaurante Leopoldo, del Barrio Chino. Allí, con la presidencia tertuliana de Néstor Luján, se hablaba de toros más que en una tertulia del Gijón con Javier Pradera. Eran otros tiempos; Néstor Lujan ya no está. Y Pradera está desencantado con la tauromaquia. Razones para hablar menos. Además, el Madrid cultural felizmente está lleno de catalanes. Que hablen ellos.

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22 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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