Félix de Azúa
Cada vez son más frecuentes las novelas que utilizan material autobiográfico en lugar de construir mundos del todo ficticios. No tengo nada en contra, siempre que el círculo mágico que construye la lengua literaria tenga vida independiente. Me gusta el género menor, a veces en fragmentos desechados por los escritores, en sus cartas, en algún informe rescatado de la papelera, hay tanto arte literario como en una novela de quinientas páginas.
La incompleta Suite francesa de Irene Nemirovski, abandonada en una caja de zapatos durante cuarenta años, habría sido (¿es?) la mejor novela francesa sobre la guerra. Las cartas de Valle Inclán recientemente editadas por el profesor Hormigón son un Valle Inclán de gran calidad. Los informes de lectura que Gabriel Ferrater escribió mercenariamente para Seix Barral forman parte inexcusable de su producción poética y así fueron editados por la editorial Cuaderns Crema para placer de los aficionados.
Es posible que la trivialidad de la experiencia moderna sea lo que permite un trabajo tan refinado y artístico en las novelas. Cuando ese refinamiento falta, se nota. Así le sucedió a Martin Amis en el libro de recuerdos sobre su padre, Experiencia. A pesar de que Kingsley Amis era un tipo espléndido, las relaciones de Martin con su padre no tenían suficiente originalidad como para justificar un relato que aparecía como “novela”. Consciente de ello, le añadió dos rocambolescas historias, la primera sobre una prima secuestrada y asesinada por un célebre psicópata, y la segunda sobre la hija natural del autor. El resultado es divertido, pero deforme: un documento interesante y de escaso valor literario. Tiene la necesaria vulgaridad, pero le falta trabajo artístico.
Por el contrario, una vida original, única, asombrosa, exige dejar de lado las ambiciones literarias y narrar con la mayor simplicidad. Caso notable el de David Kidd, cuyos recuerdos se han publicado con el título de Historias de Pekín (Libros del Asteroide). En 1946 este caballero llegó a la capital china para ampliar sus estudios de sinología. En una estupenda escena cuenta cómo, al poco de llegar, conoció a su futura mujer, Aimee Yu, sin saber que pertenecía al núcleo más restringido de la aristocracia de la Ciudad Prohibida.
Tras la boda y durante cuatro años, antes de que los comunistas se afianzaran en el poder e impusieran un régimen de terror, Kidd vivió en el palacio de su suegro, cabeza visible de la Justicia en el laberinto imperial, personaje de la más alta nobleza y extremadamente acaudalado. Con mucha gracia y ese desparpajo de los anglosajones cuando cuentan sucesos inverosímiles, Kidd vivió como un personaje de Lady Murasaki: desayunaba en el pabellón de las mariposas ebrias y se fumaba un cigarro en la puerta de los sonidos sedosos, por así decirlo. De vez en cuando, como en un cameo, aparecía William Empson whisky en ristre.
Sólo con la mayor simplicidad puede narrarse la extinción de los incensarios que habían ardido durante quinientos años sin interrupción, pérdida inmensa porque al enfriarse la aleación de bronce y polvo de rubí el instrumento perdía irreparablemente su sensacional coloración y dejaba de ser una pieza única e irrepetible. Esta metáfora sobre la extinción de una sociedad con cuatro mil años de antigüedad tiene fuerza precisamente porque no es “literaria”, sino experiencial.
Si Kidd hubiera escrito sus recuerdos con un esfuerzo estilístico añadido, habría resultado insoportable. Una vida tan extraña en un mundo tan imposible no permite el ejercicio artístico. Algunos episodios, como el último baile de disfraces en el vastísimo parque del palacio, escena analógica al crepúsculo de los dioses, parecerían fruto del delirio alcohólico. Sólo la sobriedad del narrador permite creerlos.
Los muy antiguos maestros tenían sobre nosotros esa ventaja: podían hacer literatura hablando con absoluta naturalidad de vidas inverosímiles. La de Sísifo, la de Orestes, la de Jesucristo, la de Merlín, la de San Julián el hospitalario, la del profeta Elías arrebatado por un carro de fuego.
Jugaban con ventaja. Las vidas privadas carecían entonces de la menor importancia. A todo el mundo le importaban un bledo. Nosotros, los modernos, hemos hecho de la trivialidad cotidiana nuestra épica. Hay que echarle mucho arte para tenga algún sabor.