Marcelo Figueras
Nos tocó en suerte un mundo jibarizado. Pocos siglos atrás Shakespeare era un autor popular, el entertainer que convocaba al grueso del público londinense durante el fin de semana. Hoy los ingleses consumen American Idol o cosas por el estilo; lo que va de Elizabeth I a Tony Blair, american idol por mérito propio. Tampoco olvidemos que además se achicó el planeta, por obra de los aviones, de Internet y de la televisión, que nos permite espiar Darfur o Thailandia por su cerradura en el instante en que algo exótico ocurre. También se achicaron los paraguas y los apartamentos y los teléfonos. Y los sueldos y los autos y las mujeres, que si no vienen Extra Small de fábrica se recortan a medida por motu proprio. Las familias también se achicaron. (Y qué decir de los matrimonios. Y de las pasiones, que los médicos recomiendan consumir tan sólo en versión light). Se achicaron las salas de cine y el cine también, así como encogieron los equipos que reproducen música -y por supuesto la música.
Cada vez que veo a George Bush, con esos ojitos mezquinos que brillan con luz de escaso wattaje, me pregunto qué fue de los Salomón, los Kublai Khan, los Napoleón. ¡Esos sí que eran monarcas! Si uno va a ser regido, y aun si va a ser sojuzgado, ¿no sería preferible que lo fuese por figuras coloridas y melodramáticas, más grandes que la vida misma? Yo preferiría rabiar contra un Macbeth, conspirar contra un Ricardo III. Todo lo que puedo hacer hoy cuando veo los noticieros es gruñir por lo bajo, ¡este villano parece salido de Los Dukes de Hazzard! Por eso me apiado de los que aspiran hoy al sitial de Shakespeare: van a tener que hurgar en el pasado, porque los monarcas actuales no dan la talla para el drama imperecedero. Resulta natural que una actriz magnífica como Helen Mirren interprete a Elizabeth I, pero para interpretar a Blair alcanzaría con Mike Myers.
También pienso en esto cuando hojeo libros nuevos y me parecen pequeños y faltos de ambición. (Me refiero a la verdadera ambición, la de poner el mundo patas arriba y generar una belleza inédita, tan distinta de la ambición de trepar listas de best sellers o impresionar a los alumnos de la Facultad de Letras.) Y también le doy vueltas al asunto cuando descubro que la música que compro es casi toda vieja, o en su defecto hecha por los gigantes que aun habitan entre nosotros. Que Bob Dylan titule Modern Times a su álbum nuevo no deja de ser un latigazo. Dylan suena más atemporal que nunca, como si sugierese que la única forma de ser moderno en estos días es poner toda la distancia posible entre uno mismo y este mundo banal.
¿Por qué no aparece un Leonard Cohen joven, sin ir más lejos? Me la paso escuchando la banda sonora de I’m Your Man, el documental sobre Cohen dirigido por Lian Lunson, y cada vez que lo hago me pregunto por qué ya nadie escribe canciones como estas –nadie que no sea Leonard Cohen, en todo caso, que gracias al cielo sigue vivito y coleando, como lo demuestra su último álbum, Dear Heather.
En un párrafo de Beautiful Losers (1966), Cohen se pregunta qué es un santo. “Un santo es alguien que ha alcanzado una posibilidad humana remota”, dice, para a continuación aclarar que la definición de esa posibilidad es algo que está fuera de su alcance. Todo lo que puede sugerir es que tiene algo que ver con “la energía del amor”. Y a continuación dice: “Contactarse con esa energía resulta en el ejercicio de una suerte de balance en el caos de la existencia”. Es obvio que yo no busco tan sólo artistas a secas, también necesito artistas-santos que me ayuden a encontrar el balance en esta vida caótica, artistas que dejen la seguridad de su hogar en busca de esa posibilidad humana remota –y que por ende corran los riesgos del caso. He encontrado muchos a lo largo de la Historia, pero también necesito contemporáneos, gente que ilumine este paisaje del tiempo que compartimos. No cuento más que con un puñado, y son toda gente grande: Dylan, Cohen, Caetano Veloso. Entre los que vienen detrás hay gente valiosa, pero ninguno que haya respirado el aire de semejantes alturas. A mi manera, rezo a diario para que surjan muchos que recojan la antorcha.
“En todas las cosas hay alguna rajadura. Es así como entra la luz”, canta Cohen en Anthem (o sea Himno, vaya título más apropiado). Yo creo que los artistas-santos funcionan como estas rajaduras de las que Cohen habla. Cuando contamos con menos artistas como ellos -y hoy hay pocos, ya lo creo-, menos luz entra.