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El provocador discreto

Por 22 de septiembre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Todo el mundo conoce a Alfred Hitchcock. Y a Billy Wilder. Y a Charles Chaplin. Pero quizá porque no era un maestro de la autopromoción, o porque no ganó tantos oscars, o porque no aparecía con frecuencia en la pantalla, a Otto Preminger nunca le hacen tanto caso. Este año se cumplen cien de su nacimiento y veinte de su muerte, y quizá sea una buena ocasión para recordarlo o descubrirlo. Creo que se lo merece, porque le debemos muchas cosas que hoy consideramos normales, como los créditos en animación, George Scott, o la posibilidad de decir “virgen” en una película.

Esta última fue toda una lucha. En 1953, una pícara Maggie McNamara protagonizaba The moon is blue y hablaba de la seducción con una ligereza que escandalizó a la censura de la época. Ahora parece increíble, pero en esa época, el público recibió muy mal líneas de diálogo como: “los hombres piensan que las vírgenes somos aburridas” o “¿cree usted que soy una virgen profesional?”. La exagerada extensión de los besos tampoco sentaba muy bien. Si se fijan bien, en las películas de esa época, incluso las parejas casadas dormían en camas separadas.

Preminger resistió: no cedió a la presión de censores y exhibidores, y terminó descubriendo algo más, que quedaría grabado en la cultura mercantil de nuestra era: el escándalo es rentable. The moon is blue fue un gran éxito, y recibió tres nominaciones al Oscar. Dos años después de esa experiencia, Preminger lanzó The man with the golden arm, con Frank Sinatra en el papel de un adicto a la heroína. Esta vez, los guardianes de la moral habían aprendido la lección. Optaron por quedarse callados y retirar la drogadicción de la lista de temas censurados. Aún así, la película fue un éxito y recibió otras tres nominaciones al Oscar.

Cosas aún más osadas pueblan el currículum de este director. En 1960, contrató para escribir el guión de Exodus a Dalton Trumbo, proscrito por la caza de brujas desatada por McCarthy. Trumbo firmó con seudónimo, pero Preminger nunca se hizo problemas al respecto. Cuando un periodista le preguntó por qué reconocía públicamente haber contratado a un escritor vetado, respondió:

-Porque usted me lo ha preguntado.

Preminger se permitía esos lujos porque trabajaba en libertad (otro de sus inventos fue la figura de productor independiente) y sobre todo porque trabajaba con total discreción. Ante la censura, nunca respondía desafiante y agresivo, sino apacible y seguro de sí mismo. Aparecía poco y dejaba que su trabajo hablase por él. Su reino no era la opinión pública, sino el estudio de grabación.

Eso sí, en el estudio era un tirano. Michael Caine, Deborah Kerr, Tom Tryon y todos los actores que trabajaron con él dan fe de su carácter irascible y su tendencia a gritarles brutalmente a todos los actores del estudio. Aunque encantador en la vida social, en el trabajo se transformaba en un monstruo, obsesionado con moldear un mundo a su exacta medida, y forzar a sus actores a habitar en él.   

Un mundo cruel, por cierto. Sus personajes enfrentan casi siempre grandes dilemas morales, porque sus convicciones individuales o sus apetitos suelen entrar en conflicto con sus obligaciones o sus creencias. El cardenal deja morir a su hermana para no quebrar la ley de Dios; el presidente de Advise and Consent saca adelante sus nobles decisiones contra todo el corrupto sistema que preside; el embaucador de Fallen Angel estafa por amor; la niña mimada de Bon jour tristesse destruye a su padre porque lo quiere demasiado. Creo que la actualidad de Otto Preminger reside precisamente en esa obsesión. Sus filmes nos muestran lo que no queremos ver de nosotros mismos: el conflicto entre la recta conciencia y la esclavitud a nuestras pasiones. Él mismo era un ejemplo de eso, mientras forjaba a grito pelado, casi a golpes –pero sin aspavientos públicos-, un giro total para la libertad de expresión y para la manera de ver el cine durante el siglo XX.

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