Vicente Verdú
Las vergonzosas cifras sobre el estado de la educación en España hacen pensar que nos encontramos bajo una sucesión de gobiernos tan ignorantes como irresponsables. De ser menos ineptos habrían recaído en la soberana importancia de la educación, base de la efectiva soberanía del pueblo. Pero acaso su irresponsabilidad se corresponde tanto con la inepcia como con la astucia para ostentar el poder sin el contrapoder de la inteligencia instruida. Que España, octava potencia económica del mundo, se encuentre a la cola de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) -puesto 28 de un total de 30 países- en el presupuesto de educación y también a la cabeza en fracaso escolar, denota no solo un pecado inversor y una negligencia profesional sino una grave dejación democrática en términos absolutos.
La primera Constitución democrática española de 1812 establecía en su discurso preliminar: “…el Estado, no menos que soldados que le defienden, necesita de ciudadanos que ilustren a la nación y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos. Así que uno de los primeros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública”. Los franceses, los alemanes o los ingleses se tomaron en serio la escuela para la construcción de la nación pero no España. Aquí, a la altura de 1900, más del 60% de la población continuaba siendo analfabeta mientras en Francia el porcentaje era del 17% y en Alemania o en Inglaterra del 5%.
Cuando se ha buscado explicación sobre el retraso general español a lo largo de casi todo el siglo XX aquí se encontraba una de las causas maestras. Y nunca mejor dicho. Ni los recursos materiales, ni la consideración de los maestros, ni la estabilidad y acierto de los planes de estudio contribuyeron a mejorar las cosas. Más bien, al auge de escolarizaciones de los años setenta y ochenta siguió la molicie formativa del último decenio: títulos regalados, aprobados generales, pérdida de fe en los estudios, descalificación de los profesores, desintegración de los contenidos, caos y desidia en las aulas. En los tiempos de la llamada sociedad de la información y el conocimiento, los gobiernos españoles parecen llamarse a andanas. Podrían llamarse indignos de ser gobiernos.