En el aeropuerto de Barajas debo esperar un par de horas a que lleguen otros invitados al Hay Festival de Segovia, para partir todos juntos en un transporte común. No me importa porque tengo un iPod para encerrarme en mí mismo, y ahí me quedo hasta que el conductor me toca el hombro y me presenta a la siguiente invitada. De mala gana, me levanto a saludar.
Frente a mí se eleva una noruega rubia y alta que me saluda con dos ojos azules y angelicales. Pienso en el festival al que vamos. Como todos los encuentros literarios, estará lleno de señores gordos y mayores de edad a menudo calvos a los que yo admiraré con pasión. De inmediato malicio que esta mujer es demasiado guapa para escribir bien.
Pero es inteligente y simpática. Me cuenta que es periodista, y que ha escrito sobre Afganistán, Irak y Serbia. Me cuesta imaginarla como corresponsal de guerra, a menos que sea en una película de Hollywood, de esas en que la gente rueda por el suelo y atraviesa los nidos de ametralladoras sin despeinarse. Pero estoy a punto de descubrir que todas esas ideas mías sobre esta mujer no son sólo machistas, sino plenamente características del perfecto imbécil que habita en mí.
Las primeras señales llegan en el festival, cuando procuro presentársela a la gente con la inocente intención de que no se sienta sola. El primer editor amigo que encuentro se nos acerca con una sonrisa. Ya estoy a punto de recibirlo con un abrazo, pero pasa de largo de mí y va donde ella:
-Tú eres Asne Seirstad ¿verdad? ¡Me encanta tu trabajo!
Circula por ahí también el director de una feria del libro europea. Me lo han presentado unas cuarenta veces y nunca recuerda mi nombre. Pero al ver a Asne corre, se arrastra, babea y gorgotea. Cuando no le queda más remedio que volverse a saludarme a mí también, le nombro a las decenas de personas que nos han presentado antes. Es inútil. Para él soy el amigo de Asne. Y con eso le basta. Al final del festival, aún no recuerda mi nombre, pero me invita a su feria el próximo año. Rato después, Asne me presenta a Ian McEwan.
Procuro informarme. Resulta que el libro de Asne, El librero de Kabul, vendió 300.000 ejemplares en Noruega, un país de cuatro millones de habitantes. Hay casi un ejemplar en cada familia. En la lista de los cien libros más vendidos en Reino Unido, hay sólo dos traducidos de otras lenguas: uno de ellos es el suyo. Ha sido traducida a casi cuarenta idiomas, ha estado en cuatro guerras, habla otros tantos idiomas, ha recibido premios por periodista, por escritora y por corresponsal de guerra. Ha cenado con Tony Blair. Es amiga de la familia real noruega. Y solo tiene 35 años ¿A qué hora hizo todo eso?
Y lo peor de todo es que es muy buena. El librero de Kabul es la crónica de una familia afgana después del 11 de setiembre y la invasión de ese país. Para escribirla, Asne convivió con ellos durante meses. Para salir de compras con la familia y pasar desapercibida, Asne usaba una burka. Mimetizada así, penetró hasta donde es posible para un extraño en una cultura ajena, y especialmente, en el trato que reciben las mujeres en esa cultura. Pero su texto no es sólo una denuncia social, sino el retrato humano de una familia con luces y sombras, y de la vida en un rincón del mundo del que hablamos mucho y sabemos muy poco.
La tendencia entre los escritores es creer que sabemos mucho de algo, y que ese conocimiento es tan valioso que nos hace importantes. La actitud de Asne en Segovia es precisamente la contraria: sabe precisamente que el mundo es demasiado grande, y que aún le queda mucho por mirar. Es simple, pero supongo que es lo más importante que aprendí de ella, y quizá, en un mundo en colisión, lo más importante que cualquier debería aprender.