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Qué difícil es ser linda

La calle está cerrada, pero las cámaras de televisión y el público se aglomeran en torno a las rejas con ansiedad y emoción. La ciudad boliviana de Santa Cruz acoge esta semana un encuentro internacional de escritores y una exposición de escultores que trabajan al aire libre, pero la mayor atención del país y el extranjero está concentrada aquí, en el concurso de belleza que premiará a la reina sudamericana. Esta noche, las quince candidatas desfilan en el estrado para elegir a la silueta más atractiva.

Es curiosa la pasión que despiertan. Entre el público hay gente de varios países vecinos que aplaude a sus respectivas compatriotas mientras acometen la compleja misión de caminar. Cada nalga, cada muslo, cada pecho representa a toda una nación y despierta inusitados fervores. No importa que la aspirante de un país andino sea una rubia de 1.80 cm con apellido alemán más parecida a una finlandesa que a la mayor parte de sus compatriotas. La tierra que vio crecer esas extremidades es la beneficiaria de sus triunfos. 

En los últimos días, estas chicas han revolucionado Bolivia. Las encuentro todos los días en el periódico visitando Sucre, Cochabamba, Santa Cruz. Siempre perfectas, garbosas y altísimas, se toman fotos con los niños, decoran monumentos turísticos y cabalgan sobre alpacas sin que se les despeine la sonrisa ni por un momento. En su hotel, los huéspedes las ven pasar siempre con las bandas que llevan el nombre de sus países. Bajan a desayunar con sus bandas, almuerzan cuidando de no mancharlas, van al baño con ellas.

Esta noche, para lucir sus figuras con soltura, llevan trajes de baño rojos. A mi lado, en la primera fila de espectadores, se sienta otra chica que lleva una banda con el nombre de Bolivia.

-Perdona –le pregunto- ¿tú no tendrías que estar allá arriba en el estrado?
-No –me dice-, estas son las candidatas que van al Miss Mundo. Yo voy al Miss Universo.
-O sea, o ganas un título o el otro. Como las federaciones de box, digamos.
-No, son certámenes diferentes. Miss Mundo es para chicas que se preocupan por el mundo y esas cosas. Hacen labores de caridad y les preguntan cosas sobre la pobreza, por ejemplo. Miss Universo es más profesional.

En todo caso, hoy no hay preguntas sobre el mundo y esas cosas. Se elige a la mejor silueta, no es preciso pensar. Las bocas de las chicas se limitan a sonreír perennemente, como si tuvieran prótesis de sonrisa. Llegado un punto, uno se pregunta por qué sonríen tanto.

Para beneplácito del público local, gana Miss Bolivia. Tras el desfile, las modelos se toman fotos con sus platos nacionales y sus cónsules. A mi lado se sienta Miss Perú, Silvia Cornejo: 19 años, 1.80 de estatura. Con los tacones, es más alta que yo.

-¿Qué tal, cansada?
-Sí. Estuve en un certamen en Polonia, luego en tres departamentos del Perú, tuve dos horas para hacer mi maleta y aquí ya llevamos tres ciudades.
-Por lo menos, conoces bastante.
-No creas. Tenemos que levantarnos a las seis de la mañana, hay sesiones de fotos todo el día y no nos dejan salir por nuestra cuenta.

Quiero creer que, al menos, les queda la noche libre para juguetear. Pero descubro durante la conversación que duermen en habitaciones compartidas. No tienen un espacio demasiado íntimo. Tampoco pueden tomarse fotos con un vaso de alcohol en la mano, o un cigarro. Y en cualquier situación, sin importar lo cansadas que estén, deben sonreír a la cámara. Sospecho que, debajo del espeso maquillaje, debe ocultarse un notable par de ojeras. A las diez de la noche en punto, un empleado del certamen pasa por las mesas haciéndoles señas a las chicas, y todas se levantan al unísono.

-Mañana me levanto a las cinco de la mañana –me dice Silvia-. Se elige el mejor cabello. Y a las siete tengo que estar en la peluquería.

Todas las candidatas con sus vestiditos rojos desaparecen casi en fila india, resplandeciendo al caminar. Yo nunca había imaginado que ser linda las 24 horas del día, un día tras otro, fuese un trabajado tan agotador.

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27 de octubre de 2006
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Te voy a dar una lección

Los primeros románticos (que eran los buenos) afirmaban que toda gran obra ha de ser necesariamente incompleta, fragmentaria, inacabada. La ambición intelectual y artística ha de ser tan descomunal como para hacer imposible el acabamiento. La obra maestra, como Ícaro, ha de terminar hundiéndose en el mar tras haber divisado la orla del sol.

Así por ejemplo, la filosofía del arte más influyente de todo el pensamiento occidental, la de Hegel, no la escribió Hegel sino uno de sus alumnos, Heinrich Gustav Hotho, el cual reunió los apuntes de clase de los sucesivos cursos (1820, 1823, 1826 y 1829) y los cotejó con los cuadernos y anotaciones que habían quedado de la mano de Hegel. Con todo ello redactó un enorme y valioso compendio que editó tras la muerte del maestro, en 1835, con el título de Estética de Hegel.

El volumen, muy grueso (940 pgs. en la edición de Akal), está formado por un conjunto de textos desigual e inquietante, a veces contradictorio, en ocasiones incongruente. La impresión del lector es similar a la del turista que pasea por el foro romano y va sorteando columnas verdaderas, trozos de escultura, reconstrucciones, imitaciones, sin acabar de distinguir the real thing. Con el agravante de que tiene la sensación de haber pasado varias veces por delante de la misma columna y la misma basílica.

Igual sucede con la reescritura de la Décima de Mahler. Con el tercer acto de Lulú de Alban Berg. Con la conclusión de la soberbia novela The Mistery of Edwin Drood de Dickens. Con el ordenamiento de la La Flauta mágica. Con los poemas de Hölderlin. Como tantas obras excesivas, la Estética de Hegel es un campo de ruinas, un sendero de fragmentos. Eso sí, con cada uno de esos fragmentos podemos edificar palacios.

Durante un siglo y medio, la edición de Hotho fructificó en cerebros distinguidos e hizo brotar de ellos brillantes ideas, o, por lo menos, ideas cargadas de acción. Golpeó con fuerza en los cráneos de Marx, de Luckacs, de Bloch, de Adorno, de Derrida entre otros mil, e hizo saltar chispas y generó incendios quizás incitados por un párrafo que Hegel nunca había escrito.

Así como los musicólogos de 1960 limpiaron a Bach de sus adherencias burguesas y le libraron de aquella grasa wagneriana que lo había convertido en un elefante trompetero, así también los actuales investigadores están reconstruyendo la Estética de Hegel a partir de manuscritos más discretos y fiables que el de Hotho. El verano pasado compré en París el cuaderno de notas de Victor Cousin con el curso de 1823, recién editado por Vrin. Allí aparece de un modo más inmediato la lejana voz de Hegel, aunque con acento francés, lo que siempre le añade un fondo de acordeón.

Mejor todavía: la editorial Abada, con ayuda de la Universidad Autónoma de Madrid, acaba de editar las lecciones de 1826 recogidas por otro alumno, Friedrich Carl Hermann Victor von Kehler. También en estos apuntes la voz del maestro suena más cercana, menos reconstruida, desmaquillada. Pero lo asombroso es que se trata de una edición bilingüe. Un verdadero prodigio de edición.

Casualmente, coincidí con el traductor hace pocos días. Me presentaron al admirable Domingo Hernández Sánchez en un pasillo universitario y me precipité a felicitarle por el tremendo esfuerzo y la muy bella edición. “¡Por fin lo podremos leer en España casi en directo!”, dije con un cierto atropello. “Bueno, en España… y en Alemania. Ésta es la edición crítica en ambos países”, me respondió con modestia, mirándose la punta de los zapatos.

¡Me encanta la gente que conoce perfectamente el valor de su trabajo!

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27 de octubre de 2006
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COSAS QUE NO PIENSO LEER

No leeré el Premio Torrevieja de este año. Una novela de Jorge Bucay. En realidad no he leído ninguna novela de ese premio a pesar de haber sido premiados algunos amigos o conocidos, Javier Reverte, Armas Marcelo… No me fío del premio. No conozco, o no reconozco, Torrevieja, pero no tengo ninguna prisa en perderme por un lugar que es capaz de dar tanto dinero a un novelista, o lo que sea, llamado César Vidal, Zoé Valdés o Bucay. No tengo nada personal en contra de esos escritores, sencillamente que no me los creo. El año pasado lo expresó de forma contundente y no creo que muy acertada mi admirado Caballero Bonald. El poeta, novelista y memorialista jerezano estaba en el jurado y le pareció -cito de memoria- algo así como “éticamente deleznable” la novela de Vidal. Y, estoy casi seguro, que lo que no le parecía es literariamente merecedora de los muchos millones del premio. No lo dijo así, pero sé que es lo que quiso decir. Muchas veces hemos valorado un poema, un cuento o una novela que no eran ética o moralmente adecuados. La literatura no es, o no lo es fundamentalmente, una cuestión de moral o de ética. Desde esas consideraciones nos quedaríamos sin alguno de los grandes escritores. Y no estamos tan sobrados.

Se trata pues de un premio que se inventa a golpe de talonario en un lugar central de la especulación del suelo, del destrozo sin prisas ni pausas de una costa que una vez pareció posible, hermosa y habitable. Un premio de muchos millones, el más alto después del Planeta, que si tiene algún sentido es permitir vivir bien, por un tiempo, a algún escritor con una obra generalmente de poco vuelo y de mucha presencia, se supone, mediática. Con un premio Planeta nos basta. Además el Planeta, con toda su historia de operación comercial, con sus meteduras de pata literarias, sus concesiones a lo mediático y todo lo que se quiera, tiene un activo en sus premiados y finalistas que le hacen imprescindible para entender nuestra literatura penúltima y más cercana.

Nada contra Bucay; lo he conocido y me parece simpático, agradable y buen charlista. No puedo opinar de sus escritos porque no soy de sus seguidores. No me interesa su diván y no me fío de su fama mediática. Uno es así de arbitrario. No leeré la novela, entre otras razones, porque tengo muchas cosas que leer, pero sobre todo porque va de un dictador latinoamericano. Y ese tema creo que ya me lo tengo bien leído desde Valle Inclán hasta nuestros días. Pero justo Bucay llegó el día después. Ya no más. Al menos no más que vengan en compañía de un premio que siempre me parece un pelotazo. Enhorabuena para los escritores que con torres tan viejas conquistan tan nuevos millones de euros. Lo recordaba Sánchez Ferlosio, el dinero “non olet”. Pero hay novelas que huelen de lejos. Si algún fiable lector se acerca a esa novela de Bucay y me expone razones para leerla lo haré. Mientras tanto seguiré con mi Ramiro Pinilla.

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26 de octubre de 2006
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El oscuro

Me parece a mi que todos hemos pasado por la misma experiencia cuando leímos La Montaña Mágica de Thomas Mann. Dos grandes maestros se disputan el alma del protagonista, Hans Castorp. Uno es liberal, luminoso, racional, demócrata, partidario de la felicidad y de la armonía social. Se llama Settembrini y es inequívocamente el representante de la cultura latina. El otro es totalitario, opaco, pasional, aristocrático, partidario de apurar el cáliz de Jesucristo y enemigo de la paz social. Se llama Nafta y encarna una tradición germana que acabaría conduciendo al Tercer Reich cuando ni siquiera existía Hitler.

Durante la lectura, todos comprendemos que Hans debería hacer caso a Settembrini, convertirse en su discípulo y tratar de construir un lugar habitable en su Germania natal, un lugar en donde la gente pudiera vivir en paz, amablemente, y elegir a sus representantes. Sin embargo, la atracción de Nafta es irresistible. La potencia lírica de su desesperación, el fervor con el que destruye las esperanzas burguesas, convierte el razonable discurso de Settembrini en un pensamiento en zapatillas. Es evidente que Nafta conduce a la destrucción, al caos, a la guerra, a la supremacía de los Amos, al sufrimiento universal, pero cuando se es joven no se puede uno resistir. Nafta nos captó el alma con su espantosa visión de la nada y nos dejó boquiabiertos ante el agujero espiraloide del caos.

Mann, en un gesto que le honra, no concedió la victoria a Nafta, aunque todos sabemos que Nafta es quien realmente vence. En una de las escenas más estremecedoras de la literatura universal, enfrentados a duelo Settembrini y Nafta, el primero, el liberal, el demócrata, dispara al aire porque no se cree con derecho a matar a nadie. Furioso, enajenado, enloquecido y humillado, Nafta se dispara un tiro en la sien.

De hecho, en efecto, los discípulos de Nafta, los estalinistas, los nazis, los fascistas, acabaron por dispararse un tiro en la sien. Los liberales y demócratas ganaron la guerra sin ensañarse con el enemigo. El historiador E.P.Thompson, consultado por el Foreign Office al término de la guerra sobre el futuro de Alemania, propuso convertir todo el ámbito germano en un inmenso parque natural poblado por pastores. No le hicieron caso. Venció Settembrini.

Según dicen los expertos, el modelo de Nafta fue Lukacs. También podría haber sido Heidegger, el primer Heidegger, el anterior al periodo del Rectorado, si Mann lo hubiera podido profetizar en 1924. Hay algo náftico en Heidegger que con los años se diluiría. En la siempre interesante revista Minerva, del Círculo de Bellas Artes, viene este mes un mano a mano entre Felipe Martínez Marzoa y Arturo Leyte sobre Heidegger. Ambos son expertos en su obra. Ambos forman parte de esa espléndida generación de filósofos españoles que está cruzando el medio siglo.

En su conversación se advierte la incomodidad de tener que enfocar una y otra vez un retrato del autor que ha sido portentosamente manipulado y que debe volverse a enfocar en cada ocasión que se habla de él. La herencia de Nafta dificulta la transmisión. El peso del carácter, de la biografía, de los tiempos atribulados, de su compromiso con el gobierno nazi, pesa enormemente sobre un pensamiento que nada tiene que ver con todo eso. Sin embargo, ambos se esfuerzan por desnaftificarlo, por limpiarlo de sus adherencias políticas, por mostrar su nihilismo sereno, un nihilismo que podría aceptar Settembrini, pero no Nafta.

Sólo de ese modo se comprende que el arquitecto Daniel Libeskind se inspirara en su pensamiento para la construcción del Museo Judío de Berlín. O que Hanna Arendt nunca le reprochara públicamente su pasado nazi. Aunque sí el silencio ominoso sobre el Holocausto. Ese silencio, como el de Jünger, es en verdad terrible. E incomprensible.

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26 de octubre de 2006
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EL ENCANTO DEL SLOW

La semana pasada estuve invitado a participar en la celebración del I Foro de Ciudades Slow en Bigastro. Bigastro es una pequeña localidad alicantina en la Vega Baja del Segura que como muchas de sus poblaciones vecinas se encuentra amenazada por la especulación. Su reacción, sin embargo, es insólita. En lugar de dejarse arrasar por los adosados se ha coaligado con otras "ciudades slow" de España como Pals, Begur, Palafrugell, Munguía, Lekeitio, Rubielos de Mora y Pozo Alcón que empiezan a formar la red de “ciudades lentas”, un movimiento que empezó en Italia y va ganando adeptos. 

El movimiento de las cittá slow trata de crear junto a la de la trama de slowfood (comida lenta, comida natural) una fuerza de resistencia contra el desarrollo sin factor humano. Estas localidades se conjuran en defensa de los alimentos naturales, del campo, el aire, las energías limpias y la sostenibilidad.

Abrazan la idea de la vida sosegada, sin tensiones ni apuros superfluos. Defienden la vecindad y el trato humano, los productos alimentarios como un bien superior y la cocina como un patrimonio cultural de la Humanidad. Cualquiera estaría de acuerdo con sus principios y se alistaría en la defensa de sus fines. Todos menos los explotadores del suelo y del agua, del viento y del mar.

¿No habían concluido las utopías? He aquí, por lo que comprobé en Bigastro, el nacimiento y desarrollo de un ideal humano, personal y social, que contrasta vivamente con lo que se ha creído, la incuestionable fatalidad de los tiempos. En esta agrupación no se pide lo imposible. Se trata de conceder el valor, reconocido por el mismo mercado, a lo existente. El silencio, la naturaleza, los buenos tomates y patatas, son bienes altamente cotizados en la sociedad presente. ¿Por qué no hacer que se multipliquen deliberadamente? ¿Por qué esperar a que desaparezca un huerto para recuperarlo después con redoblados trabajos y costes? En Bigastro, la huerta que han abandonado unos pasa a ser cultivada por otros como “huertos de ocio”. Estos otros son jubilados y sus nietos, gentes solas que se reúnen con otras gentes. El campo, sin desaparecer, se enriquece con nuevos destinos. Al contrario del pensamiento único que no ve el porvenir a causa de su apresuramiento ciego, el movimiento slow crea sin cesar destinos. Al pobre sentido del enriquecimiento a secas sigue la sorprendente irrigación del sentido.

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26 de octubre de 2006
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Un arte nada menor

Lo que más me gusta del Premio Clarín entregado el martes a Betina González por su novela Arte menor, es el hecho de que, hasta ese mismo martes, yo nunca había oído hablar de Betina González. En este país, donde como en tantos otros cada vez se lee menos, ganar un premio es casi la única posibilidad que asiste a los nuevos escritores de garantizarse publicación. (Para los escritores éditos, los premios son además una posibilidad de obtener notoriedad y difundir su obra; un asunto nada menor, dado que la gente no puede comprar libros que no se ha enterado que existen.) Conversando con Augusto Di Marco, de Alfaguara Argentina, y Amalia Sanz, de la revista La mujer de mi vida, advertimos también que de las nueve ediciones del Premio Clarín, seis han ido a parar a manos de mujeres, lo cual suena a justicia: ellas están escribiendo más y mejor que los hombres del gremio. (En el otro gremio del que participo también están brillando. Imagino que la confirmación de que la adaptación cinematográfica de su novela Las viudas de los jueves va a ser dirigida por Lucrecia Martel, autora de La ciénaga y de La niña santa, fue la mejor noticia que podía recibir Claudia Piñeiro, ganadora del premio 2005.)

La ceremonia en sí misma fue un disfrute. En primer lugar por la posibilidad que otorgó de aplaudir a Roberto Fontanarrosa, que recibió un premio a su trayectoria y agradeció con el humor de siempre. En su discurso introductorio, el editor general de la revista Ñ, Juan Bedoian, dijo que Fontanarrosa formaba parte de la cultura argentina en el nivel de un Borges y de un Berni, frase que dio pie a una expresión abrumada del querido Negro, pero que yo comparto ciento por ciento. Y también fue un placer la actuación de Mercedes Sosa, que cantó Zamba para no morir y recordó, dirigiéndose al mismo Fontanarrosa, las ocasiones en que ella convirtió dolores extremos en arte inolvidable, y por ende en felicidad.

Lo poco que se sabe aun de Arte menor es que cuenta la búsqueda de identidad de una mujer, depositada en una trama detectivesca que pisa en las huellas de un padre muerto. Lo poco que se sabe aun de Betina González es que tiene 34 años, es oriunda de Villa Ballester y dueña de una licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Si hay que creerle a José Saramago, uno de los jurados del premio, lo único que hay de menor en la novela está en el título: “Todo lo que viene después es arte mayor”, dijo el premio Nobel desde su testimonio en video desde Madrid. Yo no dudo del criterio de Saramago, así como no dudo del de los otros dos jurados de lujo, Rosa Montero y Eduardo Belgrano Rawson, uno de los grandes escritores argentinos de hoy –que, dicho sea de paso, quizás sea uno de esos éditos que no ha obtenido toda la notoriedad que merece. Será cuestión de esperar a diciembre, pues, para poder leer Arte menor con nuestros propios ojos y confirmar que el nombre de Betina González sonó para el gran público por primera vez en octubre de 2006, para de allí en más quedarse en nuestra mente.

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26 de octubre de 2006
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DOS SEMANAS DE PREMIOS

Empieza hoy. Se llama en francés «La quinzaine des prix littéraires» (la quincena de los premios literarios). En este tiempo de maniobras y almuerzos de jurados parisienses se entregarán seis premios: Goncourt, Renaudot, Médicis, Femina, de l'Académie Française e Interallié. Hoy, jueves 26 de octubre, es el gran premio de l’Académie Française. Abre la temporada con una perspectiva más que extraña, casi inverosímil: un mismo libro figura en la preselección de los seis jurados. Se trata de Les Bienveillantes, de Jonathan Littell.

Hablé varias veces del libro cuyas ventas ya superan los doscientos mil ejemplares. Este número podría multiplicarse por tres con un premio Goncourt. Pero éste se entregará el 6 de noviembre y antes, jurados deseosos de demostrar su influencia sobre los lectores, podrían elegir el libro de Littell. La tradición, pero no el reglamento, prohíbe entregar dos premios al mismo libro. Así que la pregunta no es si Littell tendrá un premio. Es más bien: ¿cuál será el premio de Littell?

Repartir premios literarios es un deporte de otoño en Francia. Algo furioso, poco noble e imprescindible, que se puede seguir tanto en un sitio como en un blog. Al leer la lista de los candidatos, se ve que dentro de las traducciones solo queda un autor del universo hispanohablante: Javier Cercas, con La velocidad de la luz, pre-seleccionado para el premio Femina.

¿De qué se trata en los premios? De dinero, claro, y también de ego. A Littell nunca le faltó lo primero. Hace poco, de manera casual, encontré a un compañero suyo cuando estudiaba en la universidad de Yale. Me contó que nada más ingresar a la universidad, Littell había publicado en el diario del campus un artículo explicando la necesidad de cada uno de buscar el apellido que le corresponde en su vida en lugar de utilizar el que le entregaron sus padres. Pedía a sus compañeros llamarle «Château», tal cual, lo que significa Castillo. Pero sus compañeros, que no entendían aquel gringo afrancesado, optaron por otra palabra francesa, la única conocida por todos: «croissant». Así fue apodado durante sus estudios.

Ahora, a Littell, no le va a faltar la plata. Ya ganó mucho con las primeras ventas y el premio va a disparar sus ingresos. El asunto tiene su importancia. Un excelente artículo en The Observer del domingo pasado lo decía, al recordar los celos de David Lodge cuando Colm Tóibín, autor como él de una novela sobre James, se llevó un galardón de 68.000 libras inglesas. Sic Transit Gloria Mundi

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26 de octubre de 2006
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SUDAQUIA

Sudaquia es el nombre de un país inmenso. El país de los sudacas. Un latino fuera de su país se transforma en sudaca frente a la mirada de los extranjeros. Aun más si vive fuera de América Latina. En ambos casos, vive en Sudaquia. Y si tiene suerte, o nostalgia, o deseo de curar su destierro visita el blog Sudaquia en el sitio de Clarín, en Argentina. No puedo añadir una palabra más sin reconocer, por necesaria transparencia, que conozco a la autora del blog: Margarita García. Es una colombiana, una costeña. He trabajado unos días con ella en la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez. Fue en Cartagena de Indias. Ahora, Margarita García vive en Argentina y allá, sí, hace nuevo periodismo de verdad.

Su blog es un encanto por varias razones. La principal es el orgullo que supone su título. Un tal Eduardo dijo en una de las primeras reacciones: «Me encanta la idea de apropiarse de la palabra sudaca para que no la usen de manera despectiva». Los sudacas tienen su pundonor, pero también mucho humor. Es impresionante leer la mezcla de orgullo y de cariño hacia sí-mismos que desvela este blog dedicado a «historias de América Latina». Las historias de sudacas hablan más de emociones que de dinero; ser sudaca, claro, procede de la esencia más que de la existencia. Sudaquia es un territorio del corazón.

Segunda razón para destacar este blog: la manera elegante de mantener la audiencia a una cierta distancia. «Envía tu historia» dice un anuncio arriba de la columna derecha. Margarita García lee las entregas de su audiencia, filtra, escoge, edita una serie de historias organizadas por tema. Esta semana es la semana del cine. La semana anterior era la semana de los chilenos. Es deslumbrante lo que se puede descubrir a propósito de cada tema. Por ejemplo, leo lo del pochoclo. ¿No entienden la palabra pochoclo? Es normal. El blog lo explica con un glosario:

Argentina: pochoclo (de pop y choclo), pororó (del guaraní), ancua (exclusivamente en el Norte)
Bolivia: pipoca
Brasil: pipoca
Chile: cabritas
Colombia: maíz pira, crispetas, totes
Cuba: rositas
Ecuador: canguil
España: palomitas
Islas Canarias: cotufas, roscas
México: palomitas
Paraguay: pororó (en guaraní)
Perú: canchitas, cancha
República Dominicana: cocaleca
Uruguay: pororó, po
Venezuela: cotufas, gallitos (en parte de la región Zuliana y Andina)

El Pochoclo es lo que se llama pop-corn en América del Norte. A cada país su pochoclo aunque hay una cultura común a toda América Latina con relación a lo que se come en la oscuridad del cine y las emociones vinculadas a la experiencia. Es este doble proceso –análisis de las diferencias, búsqueda de la esencia común- el que rige el contenido del blog. Y no falta el imprescindible auto-desprecio de los sudacas (hay que leer los posts sobre la «compulsión sudaca por hablar en inglés»: la sudaca que se hace rubia para decir «baby…» y sentirse otra).

Última razón para visitar Sudaquia: el tono y la fluidez de una escritura poco común en los blogs. Margarita García ya sabe mucho del negocio del escritor/periodista. Hasta tal punto que se podría decir: faltan unos meses y Sudaquia se va a convertir en un excelente libro. Pero sería injusto. Ya es mucho más, es un blog, una obra colectiva que vive para y por una audiencia.

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25 de octubre de 2006
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La renuncia a la verdad

En el último año me han preguntado muchas veces por mi “compromiso” político como escritor. En consecuencia, me lo he preguntado yo también. No suelen gustarme mucho los clichés de izquierda y tampoco los de derecha. Supongo que uno debería estar comprometido en cualquier caso con la verdad. Y ahí empiezan los problemas.

Tendemos a creer que las palabras tienen un solo y unívoco significado, algo que la observación práctica refuta constantemente: “igualdad” no tenía las mismas implicaciones antes que después de la Revolución Francesa. “Democracia” no significaba lo mismo a ambos lados del muro de Berlín. Y, por supuesto, “libertad” no tiene el mismo sentido para un funcionario norteamericano y para un suicida palestino. De hecho, la historia de la humanidad puede entenderse como la lucha por determinar el sentido último de esas palabras. Todos sabemos que queremos las cosas que designan, aunque nunca nos llega respuesta definitiva sobre la naturaleza de esas cosas. Su propia esencia es ser discutidas y reformuladas constantemente.

Los periodistas conocen bien la lucha por el significado que se desencadena ante cada conflicto. Un grupo armado que ataca un cuartel militar suele recibir el nombre de “terrorista”, “combatiente” o “guerrillero”, no según sus acciones concretas, sino según la línea editorial de cada medio. Los publicistas podrían añadir que cualquier cosa que se repita constantemente termina por convertirse en verdad. Pronunciar cualquier oración equivale a darle existencia a un estado de cosas. No necesariamente es verdad todo lo que decimos, pero al decirlo se convierte en algo posible, un hecho que otras personas pueden repetir, como “el detergente X lava mejor”, “el champú Y deja tu cabello sedoso” o “mi partido político es la única opción verdadera”. 

En esas condiciones, es difícil definir la verdad. De hecho, es difícil saber si dos personas que están de acuerdo en algo le atribuyen el mismo sentido. Todo el mundo está en contra de la pobreza, por ejemplo, pero cuando se habla de cómo combatirla, las cosas dejan de ser tan fáciles. A todos nos gusta la buena literatura, pero es increíble lo difícil que resulta hacer una lista de ella. Hay gente que está muy segura de encontrarse en posesión de la verdad, tanto que está dispuesta a morir por ella, y a esos solemos llamarles fundamentalistas. Más útiles –y más escasos- en los conflictos son los mediadores, que dan por sentado que la verdad es la parte de una historia que todos sus protagonistas estén dispuestos a dar por cierta, y tratan de ampliar sus márgenes. La verdad se ha vuelto negociable.

¿Tiene sentido defender rabiosamente a una de las partes en cada conflicto? Parece fácil y no muy productivo. Ha habido intelectuales defendiendo tanto a Franco como a Stalin. Pero creo que uno puede construir versiones del mundo que no nieguen sino, por el contrario, recojan las demás perspectivas. Nadie es tan idiota o tan siniestro como para defender el mal en estado puro. Por eso, por lo general, me incomodan los escritores que opinan demasiado. Prefiero a los que escuchan y analizan, sin darse demasiada importancia. Quizá, si algo podemos hacer los escritores es aportar a las discusiones un granito de sentido común.

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25 de octubre de 2006
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LA PASIÓN POR NO SER IGUAL

Todo el mundo anhela ser diferente a los demás. La petición de ser distinto ha llegado hoy al extremo de llegar a convertirse en el gran fenómeno de masas. Pero ¿cómo salir de este oxímoron? El mercado se calienta los sesos para ofrecer una convincente respuesta al problema porque frente a la época en que poseer un determinado producto o exhibir una determinada marca otorgaba satisfacción y distinción, hoy los consumidores, hijos del hiperindividualismo, no desean ser catalogados por nadie ni por nada.

Los partidos políticos y los sindicatos de la época industrial se correspondieron con el trabajo en cadena, con las huelgas generales y con los consumos o las hambres homologadas.

La crisis de los sindicatos y de los partidos, la drástica reducción del sector industrial y la angustia de las producciones en serie han transformado la vida y los proyectos. Frente a la comunidad de las utopías sociales la ilusión del desarrollo personal. Frente al prometido paraíso del proletariado el balneario, el spa o el wellness.

Hacerse un cuerpo mejor se corresponde con la demanda de conseguir un psiquismo más feliz. El bienestar se relaciona con el bien individual y si se trata de atender a lo colectivo (la pobreza, la guerra, la marginación) el calendario tiene sus días señalados para su correspondiente manifestación. No ha disminuido la solidaridad pero en lugar de practicarse en nombre de Dios o de la Revolución se hace en nombre de sí mismo. Las ONGs están pobladas de gentes con problemas que encuentran su mejor lenitivo contra la culpa o la pérdida de autoestima en la entrega a los nigerianos.

Ningún marketing podrá triunfar si no se orienta hacia la persona en particular. “Pensamos en ti”, dice televisión española “Is that you?” interroga el reloj de Montblanc. Frente a los viejos anuncios de Kas naranja o Kas limón que preguntaban “¿y tú de quién eres?” los de hoy se proponen no alistar a nadie en grupo sino acentuar el yo.

De hecho, el verdadero negocio de nuestros días y los que están por venir no se orienta a fabricar mucho para muchos iguales sino poco para muchísimos distintos. El libro de moda en el mundo es The Long Tail de Chris Anderson, actual director de la revista Wired, en donde se predice que muy pronto el mercado de las pequeñas ediciones será superior al de los grandes títulos y el mercado de las marcas marginales será incomparablemente mayor que el de las marcas supremas.

Hacerse diferente en otro tiempo aislaba; hacerse hoy diferente interesa. Las grandes ciudades del mundo como París, Londres o Tokio (no Madrid todavía) son una continua pasarela de personajes distintos, disfrazados, caracterizados, maquillados para expresar su univocidad. La moda en general tal y como se presentan los cortes y los tejidos, mal cosidos, destintados, raídos, convierte cada ropa en modelo único y de la misma forma podría hablarse de las zapatillas o los cereales para el desayuno que cualquiera puede diseñarse en la red en contacto con los productores. Definitivamente: la comunidad se gesta a partir de la diferencialidad y el común denominador es la diferencia máxima.

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25 de octubre de 2006
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