Félix de Azúa
Me parece a mi que todos hemos pasado por la misma experiencia cuando leímos La Montaña Mágica de Thomas Mann. Dos grandes maestros se disputan el alma del protagonista, Hans Castorp. Uno es liberal, luminoso, racional, demócrata, partidario de la felicidad y de la armonía social. Se llama Settembrini y es inequívocamente el representante de la cultura latina. El otro es totalitario, opaco, pasional, aristocrático, partidario de apurar el cáliz de Jesucristo y enemigo de la paz social. Se llama Nafta y encarna una tradición germana que acabaría conduciendo al Tercer Reich cuando ni siquiera existía Hitler.
Durante la lectura, todos comprendemos que Hans debería hacer caso a Settembrini, convertirse en su discípulo y tratar de construir un lugar habitable en su Germania natal, un lugar en donde la gente pudiera vivir en paz, amablemente, y elegir a sus representantes. Sin embargo, la atracción de Nafta es irresistible. La potencia lírica de su desesperación, el fervor con el que destruye las esperanzas burguesas, convierte el razonable discurso de Settembrini en un pensamiento en zapatillas. Es evidente que Nafta conduce a la destrucción, al caos, a la guerra, a la supremacía de los Amos, al sufrimiento universal, pero cuando se es joven no se puede uno resistir. Nafta nos captó el alma con su espantosa visión de la nada y nos dejó boquiabiertos ante el agujero espiraloide del caos.
Mann, en un gesto que le honra, no concedió la victoria a Nafta, aunque todos sabemos que Nafta es quien realmente vence. En una de las escenas más estremecedoras de la literatura universal, enfrentados a duelo Settembrini y Nafta, el primero, el liberal, el demócrata, dispara al aire porque no se cree con derecho a matar a nadie. Furioso, enajenado, enloquecido y humillado, Nafta se dispara un tiro en la sien.
De hecho, en efecto, los discípulos de Nafta, los estalinistas, los nazis, los fascistas, acabaron por dispararse un tiro en la sien. Los liberales y demócratas ganaron la guerra sin ensañarse con el enemigo. El historiador E.P.Thompson, consultado por el Foreign Office al término de la guerra sobre el futuro de Alemania, propuso convertir todo el ámbito germano en un inmenso parque natural poblado por pastores. No le hicieron caso. Venció Settembrini.
Según dicen los expertos, el modelo de Nafta fue Lukacs. También podría haber sido Heidegger, el primer Heidegger, el anterior al periodo del Rectorado, si Mann lo hubiera podido profetizar en 1924. Hay algo náftico en Heidegger que con los años se diluiría. En la siempre interesante revista Minerva, del Círculo de Bellas Artes, viene este mes un mano a mano entre Felipe Martínez Marzoa y Arturo Leyte sobre Heidegger. Ambos son expertos en su obra. Ambos forman parte de esa espléndida generación de filósofos españoles que está cruzando el medio siglo.
En su conversación se advierte la incomodidad de tener que enfocar una y otra vez un retrato del autor que ha sido portentosamente manipulado y que debe volverse a enfocar en cada ocasión que se habla de él. La herencia de Nafta dificulta la transmisión. El peso del carácter, de la biografía, de los tiempos atribulados, de su compromiso con el gobierno nazi, pesa enormemente sobre un pensamiento que nada tiene que ver con todo eso. Sin embargo, ambos se esfuerzan por desnaftificarlo, por limpiarlo de sus adherencias políticas, por mostrar su nihilismo sereno, un nihilismo que podría aceptar Settembrini, pero no Nafta.
Sólo de ese modo se comprende que el arquitecto Daniel Libeskind se inspirara en su pensamiento para la construcción del Museo Judío de Berlín. O que Hanna Arendt nunca le reprochara públicamente su pasado nazi. Aunque sí el silencio ominoso sobre el Holocausto. Ese silencio, como el de Jünger, es en verdad terrible. E incomprensible.