Félix de Azúa
Los primeros románticos (que eran los buenos) afirmaban que toda gran obra ha de ser necesariamente incompleta, fragmentaria, inacabada. La ambición intelectual y artística ha de ser tan descomunal como para hacer imposible el acabamiento. La obra maestra, como Ícaro, ha de terminar hundiéndose en el mar tras haber divisado la orla del sol.
Así por ejemplo, la filosofía del arte más influyente de todo el pensamiento occidental, la de Hegel, no la escribió Hegel sino uno de sus alumnos, Heinrich Gustav Hotho, el cual reunió los apuntes de clase de los sucesivos cursos (1820, 1823, 1826 y 1829) y los cotejó con los cuadernos y anotaciones que habían quedado de la mano de Hegel. Con todo ello redactó un enorme y valioso compendio que editó tras la muerte del maestro, en 1835, con el título de Estética de Hegel.
El volumen, muy grueso (940 pgs. en la edición de Akal), está formado por un conjunto de textos desigual e inquietante, a veces contradictorio, en ocasiones incongruente. La impresión del lector es similar a la del turista que pasea por el foro romano y va sorteando columnas verdaderas, trozos de escultura, reconstrucciones, imitaciones, sin acabar de distinguir the real thing. Con el agravante de que tiene la sensación de haber pasado varias veces por delante de la misma columna y la misma basílica.
Igual sucede con la reescritura de la Décima de Mahler. Con el tercer acto de Lulú de Alban Berg. Con la conclusión de la soberbia novela The Mistery of Edwin Drood de Dickens. Con el ordenamiento de la La Flauta mágica. Con los poemas de Hölderlin. Como tantas obras excesivas, la Estética de Hegel es un campo de ruinas, un sendero de fragmentos. Eso sí, con cada uno de esos fragmentos podemos edificar palacios.
Durante un siglo y medio, la edición de Hotho fructificó en cerebros distinguidos e hizo brotar de ellos brillantes ideas, o, por lo menos, ideas cargadas de acción. Golpeó con fuerza en los cráneos de Marx, de Luckacs, de Bloch, de Adorno, de Derrida entre otros mil, e hizo saltar chispas y generó incendios quizás incitados por un párrafo que Hegel nunca había escrito.
Así como los musicólogos de 1960 limpiaron a Bach de sus adherencias burguesas y le libraron de aquella grasa wagneriana que lo había convertido en un elefante trompetero, así también los actuales investigadores están reconstruyendo la Estética de Hegel a partir de manuscritos más discretos y fiables que el de Hotho. El verano pasado compré en París el cuaderno de notas de Victor Cousin con el curso de 1823, recién editado por Vrin. Allí aparece de un modo más inmediato la lejana voz de Hegel, aunque con acento francés, lo que siempre le añade un fondo de acordeón.
Mejor todavía: la editorial Abada, con ayuda de la Universidad Autónoma de Madrid, acaba de editar las lecciones de 1826 recogidas por otro alumno, Friedrich Carl Hermann Victor von Kehler. También en estos apuntes la voz del maestro suena más cercana, menos reconstruida, desmaquillada. Pero lo asombroso es que se trata de una edición bilingüe. Un verdadero prodigio de edición.
Casualmente, coincidí con el traductor hace pocos días. Me presentaron al admirable Domingo Hernández Sánchez en un pasillo universitario y me precipité a felicitarle por el tremendo esfuerzo y la muy bella edición. “¡Por fin lo podremos leer en España casi en directo!”, dije con un cierto atropello. “Bueno, en España… y en Alemania. Ésta es la edición crítica en ambos países”, me respondió con modestia, mirándose la punta de los zapatos.
¡Me encanta la gente que conoce perfectamente el valor de su trabajo!