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Actores que brillan aquí y en todas partes

Durante el fin de semana el New York Times difundió una producción sobre las “Holiday Movies”, en anticipo de las películas por estrenarse allí desde aquí hasta fin de año. Más allá del elogiosísimo perfil dedicado a Guillermo del Toro, director de El espinazo del diablo y de Pan’s Labyrinth, la sección incluye además un apartado que se llama Breakthroughs, Five to Watch, que selecciona entre todas las de los films por venir, cinco actuaciones que pretende soberbias. De los cinco actores elegidos, tres son españoles.

El primero es Sergi López, elogiado por su rol de Capitán Vidal en Pan’s Labyrinth, la película del mexicano del Toro. La periodista Karen Durbin dice que “su maldad produce escalofríos”. El Capitán Vidal “considera que toda necesidad, incluida las propias, es despreciable… Su único amor está reservado para el impiadoso código de conducta de acuerdo al cual vive”.

La segunda elegida es Carmen Maura, por su papel como la madre fantasma de Volver, que se estrenó en los Estados Unidos el viernes pasado con grandes críticas. “Metiéndose dentro del baúl de un auto, escondiéndose debajo de la cama y desapareciendo dentro de armarios a gran velocidad, ejecuta un slapstick tan ágil, preciso y tierno que si su actuación no fuese tan divertida, nos haría llorar”, dice Durbin. “La insinuación de tristeza en la cara de Maura nunca deja que uno olvide que se está escondiendo de alguien a quien ama”.

La tercera seleccionada es Paz Vega, por la comedia de Brad Silberling 10 Items or Less. Después del paso en falso que significó Spanglish (no por culpa de Paz sino del director Albert Brooks), me sienta bien que reivindiquen su trabajo en los Estados Unidos. Lo cual, dado que esta vez debe medirse con una coestrella del nivel de Morgan Freeman, no es poca cosa. En la película de Silberling la actriz interpreta a Scarlett, la cajera de un minimart de Los Angeles, que recibe la visita de una estrella de Hollywood venida a menos (Freeman) que pretende “investigar” el lugar como parte de su preparación para una película. Vega, dice Durbin, “dota a Scarlet de un perfecto timing de comedia, mientras deja traslucir a la brillante e insegura mujer que existe por debajo de su fachada desafiante”.

Me llena de orgullo que estos actores se destaquen más allá de las fronteras físicas y del idioma. Me tomo el atrevimiento de sentirlos míos, nuestros, aun cuando son españoles, del mismo modo en que imagino que los españoles sienten suyos a actores como Luppi, Darín y Cecilia Roth, o que todos sentimos como propios a gente como Gael García Bernal: yo soy de los que cree que, más allá de las deliciosas idiosincracias de cada lugar, todos los que vivimos al sur del muro (y en la península al otro lado del charco) somos más bien lo mismo. El reconocimiento que empieza a darse al talento latino es justo, y además demuestra que no hay muro que valga para contener nuestra exuberancia.

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8 de noviembre de 2006
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FUMAR, BEBER, TAL VEZ…

¿Se puede uno fiar de alguien que ni bebe ni fuma? No es fácil, pero seguramente se puede. Que se deba, no lo tengo claro. Sin fumarlo ni beberlo -o al menos bebiéndolo poco- me encontré en un lugar donde el tema giraba alrededor de Buñuel, de sus películas, su mundo, su memoria y su fe. Unos días antes tuve que hablar de la cabra, las Hurdes y las pistolas de Buñuel para hablar de la verdad de las mentiras del cine documental. Ahora el asunto era cine y mística, la cita en Villa Medici, en Roma, y el grupo entre lo más variado y suavemente excéntrico que se pueda imaginar. Invitados por la escritora francesa, Dominique de Courcelles, colaboradora de la Academia de Francia en Roma y publicada en España por la pequeña y prestigiosa editorial Alpha Decay. Los elegidos formaban parte de un grupo de españoles y mexicanos entre los que había intelectuales, escritores, gentes del cine, curas, guardadores de los secretos, conocedores de los símbolos y algunos inclasificables entre la mística sí y la mística no. Más bien no, si la mística es aquello que asociamos con algunos de los históricos místicos. Claro que la mística puede tener muchas caras, y muchos morros.

Todavía recuerdo el premio de poesía mística que le dieron a una poeta muy conocida y apreciada por mayores y menos mayores, yo uno de la lista. Una chica guapa, inteligente, superviviente y elegante que se vino a vivir a Madrid. Una poeta que supo regresar cuando el Chagall se volvió pintura realista, demasiado realista. Nuestra mística, en aquellos días, tenía más que ver con los canutos, las fugas orientales, las químicas lisérgicas y un poco de vuelo por san Juan de la Cruz mezclado con J B. Me refiero a la familia de Justerini and Brooks, no a otros ilustres “jotabes” de nuestra mítica vida literaria. Si aquello era misticismo, nosotros también fuimos místicos o allegados.

Entre Margo Glantz, Carlos Monsiváis y Mario Bellatín, parte de los amigos mexicanos que compartieron unos días la vida poco mística en aquellos jardines, salones y estancias del palacio romano, me costaba encontrar los vuelos espirituales. Quizá buscando entre los pucheros, pero no tuve tiempo. Ya no estoy para esos trotes, ya no pretendo dar a la caza alcance. Tampoco lo pretendí cuando entonces.

Me interesaron, aunque me mueva por espacios muy alejados de ellos, Victoria Cirlot -digna hija de su padre- y Amador Vega. De ellos, de los mexicanos citados, de Dominique Courcelles, de algunas películas y charlas que allí nos reunieron tuve la mejor de las impresiones. Después habló un dominico. Se subió a su altar, mintió sin secreto de confesión. Ensució la limpia vida de ateo de Buñuel. Lo santificó, lo empequeñeció a la creencia, lo paseó por la fe mariana y le hizo bajar a los cielos del fanatismo y la creencia. Aquel cura, al que otro día y en otro lugar me referiré, me ayudó a confirmarme en mi falta de fe. El padre mexicano, el dominico que dice guardar las cenizas de Buñuel, me ayudó a seguir manteniendo mi ausencia de creencias. Gracias a Dios.

Buñuel no se fiaba de los que no fumaban. No bebían. Y no… Yo tampoco. Y eso que cada vez fumo menos. De lo demás, tampoco demasiado. Estoy mayor.

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8 de noviembre de 2006
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CÓMO CAMBIAN LAS COSAS

En La Habana, desde ya hace tiempos, las noticias son para los gringos: CNN o Associated Press. En este caso fue para la agencia de noticias Associated Press. Y noticia grande es de verdad la «entrevista exclusiva» con Felipe Pérez Roque, canciller cubano, el lunes 6 de noviembre. Ahora ya lo sabemos: Fidel Castro no regresará a gobernar a principios de diciembre, tal como se había dicho en el verano pasado.

"Será cuando tenga que ser" dijo Felipe asumiendo su papel de recadero de Raúl Castro. Fidel tenía una cita con el pueblo cubano el 2 de diciembre. Ese día, el aniversario cincuenta del desembarco del Granma, inicio de la guerrilla castrista contra Batista, debía ser también la celebración de su cumpleaños ochenta, aplazada por su estancia en el quirófano. Unos días después de la difusión del video escalofriante de un hombre agotado con piel de cera y movimientos de robocop con pilas desgatadas (en La Habana, a Fidel no le dicen «el barbudo» sino «el muñeco»), el pronóstico filtrado por Felipe es una manera suave de decir: Fidel no volverá al poder, quizás. No es una iniciativa propia del canciller o un error. Hay que conocer a Cuba para entender que se trata de un asunto de primer orden: preparar a la opinión para una opción alternativa a la recuperación.

Todo demuestra un gran nivel de profesionalismo en la técnica utilizada: un rebote a través de la prensa norteamericana (no se ha dicho nada en la prensa cubana), la certidumbre de convencer a la opinión (las noticias de afuera, aunque entran muy mal, tienen más credibilidad que las publicadas en Cuba) y, finalmente, a nivel político, una manera florentina de «quemar» a Felipe (queda estancado en el pasado al hablar del viejo poder).

Fidel se va (no existe la figura de un Fidel apartado del poder), esta es la noticia entregada mezza-voce por Felipe en el día del retorno anunciado de Daniel Ortega. Me gusta el título del editorial de El País: "Último tren para Ortega". Es cierto: Ortega es un viajero que intentó varias veces subir al tren del poder. Por fin lo consiguió pero ya cambió de maletas y cambiaron también sus compañeros. Supongo que tampoco sabe mucho del recorrido. Pero está en el tren, por fin.

Me acuerdo del 26 de febrero de 1990, en la madruga, cuando comenzó a circular en La Habana la noticia de la derrota de Daniel Ortega frente a Violeta Chamorro en las primeras elecciones del régimen sandinista; varias veces escuché en boca de responsables la misma frase atribuida a Fidel «el deber de un revolucionario no es organizar elecciones». La frase era aparentemente apócrifa. Pero la rabia de Fidel frente a la salida de Daniel Ortega del poder era muy real. Hoy, Fidel se queda afuera del poder y Ortega vuelve a la presidencia. Cómo cambian las cosas.

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7 de noviembre de 2006
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LA UNIVERSIDAD SIN SESO

Mis hijos y sus amigos, todos universitarios y en la segunda mitad de la veintena, se quejan inconsolablemente de las malas condiciones en el empleo. Les pagan poco, les asignan tareas sin interés, les obligan a quedarse en la oficina hasta las tantas.

Se sienten maltratados por una época que, según ellos, explota abusivamente a su generación. Tienen tanta razón como les falta, obviamente, perspectiva. Mientras en los años sesenta españoles salían de la universidad unos pocos miles de licenciados, hoy ocurre que prácticamente quien se lo propone obtiene un título.

España es el país con más universitarios de Europa y la oleada se vuelca sobre el mercado de trabajo permitiendo a los empleadores la oportunidad de elegir y escatimar. Pero ¿escatimar cuánto? ¿apretar en qué grado comparativo?

Mientras ahora los mileuristas se indignan con la baja remuneración, en los años sesenta resultaba impensable que la inmensa mayoría llegara a cobrar un sueldo semejante, en términos reales. ¿La razón? Que mientras en nuestra cohorte obtenían su títulación algunos, el resto se enrolaba en trabajos menores, manuales, industriales o agrícolas, con retribuciones exiguas.

Ahora un millón y medio de universitarios se distribuyen en el sistema de producción con alguna protección de conocimientos y cualificación. Antes, la mayor proporción de nuevos empleados partía como obreros. Mientras un joven tipo, en trance de encontrar empleo, sufrirá hoy la cicatería del mileurismo, el joven tipo hace cincuenta años, en trance de encontrar empleo, no podría esperar mucho más que ser camarero en Altea o emplearse en un almacén.

Cierto que el malestar procede directamente de ver las expectativas denegadas. Pero ¿cómo no tener por muy inocente o hipócrita la creencia en verse recompensado laboralmente y de inmediato por enarbolar actualmente un diploma?

Durante las últimas décadas, acaso durante todo un siglo, la Universidad ha elegido, con todo orgullo, apartarse gradualmente de la empresa. Los claustros de catedráticos se reconocen como la sede del saber más puro mientras el mundo empresarial se tiene como un ámbito bruto, interesado, materialista, desdeñable. La consecuencia de ello ha sido, hasta recientemente, que los planes de estudio auspiciados por el corporativismo reinante no hayan atendido la funcionalidad práctica del saber y, por el contrario, hayan mantenido sacralizada la idea del conocimiento.

Existen otras razones para que los jóvenes licenciados se encuentren insatisfechos en el trabajo pero una central radica en que su preparación, además de deficiente, se revela improductiva.

Con esto las promociones universitarias son víctimas de una doble decepción. El desajuste entre sus ensueños del pasado y la realidad del presente es una. La otra obedece a que, efectivamente, su calificación no se aviene con las demandas concretas. De ahí la proliferación de másteres, cursillos, escuelas privadas y toda clase de apéndices educativos (y lucrativos) que viven del anacronismo de la Universidad y de su conspicuo o grotesco desdén por lo pragmático. La Universidad –todavía se dice- debe ser el centro del saber por el saber en sí. Ganas, en fin, de encubrir la vetustez y la incompetencia de las cátedras.

La Universidad nació como una institución creadora de élites para el ejercicio de funciones eficaces relacionadas con el poder (social, político, cultural) y, en consecuencia, con manifestaciones y transformaciones materiales, integradas, efectivas. El fracaso de la Universidad actual se corresponde con ese tremedal de jóvenes formados o medioformados, pero para otros tiempos. El anacronismo, la inerte prolongación de las materias impartidas hace despeñarse como bultos sin sentido los títulos de la Universidad y, de paso, la cultura juvenil de la queja y la adjunta sensación de sinsentidos.

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7 de noviembre de 2006
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Una película pequeña pero soleada

El sábado fui a ver una película maravillosa: Little Miss Sunshine. Concebida por un team de debutantes en el territorio del largometraje (el guionista Michael Arndt, los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris), Little Miss Sunshine cuenta una historia que quizás suene convencional –las familias disfuncionales ya son un lugar común del cine contemporáneo, así como lo son las road movies- pero lo hacen con una gracia, una agudeza y una ternura que me proporcionaron la mejor hora y media que pasé en mucho tiempo en el interior de una sala oscura.

Lo que cuenta Little Miss Sunshine es el viaje que hacen los Hoover entre Albuquerque, donde viven, y California, donde la más pequeña de la familia, Olive (Abigail Breslin, una actriz descojonante de 7 años), participará en un concurso de belleza que lleva el mismo título del film. Cuando la noticia de que ha sido aceptada en el concurso llega a sus oídos, tan sólo un día antes del certamen, los Hoover no las tienen todas consigo. Richard (Greg Kinnear), el padre, trata de salvarse de la bancarrota con la venta de un curso de autoayuda de su invención, que insiste en aquello de que este mundo se divide entre ganadores y perdedores –sin advertir cuán prontamente esa distinción caerá como espada sobre su propia cabeza. Su hijo adolescente, Dwayne (Paul Dano), venera a Nietzsche y ha hecho un voto de silencio; el sueño que lo mantiene vivo es el de llegar a ser piloto de jets. Y la madre, Sheryl (Toni Colette, siempre brillante), acaba de hacerse cargo de su hermano Frank (Steve Carell), que intentó suicidarse cortándose las venas. La falta de tiempo y de dinero fuerza a los Hoover a subirse en pleno a un minibus Volkswagen y a emprender el viaje, llevándose también al Abuelo (Alan Arkin), un viejo a quien echaron del asilo por su negativa a dejar de esnifar heroína. El Abuelo es de la clase de hombre que aconseja así a su nieto: “Cuando uno es joven, drogarse es una idiotez. Cuando uno es viejo, la idiotez es no drogarse”.

La película no es perfecta (hay algunos hilos sueltos y escenas rematadas con cierto capricho), pero cumple su cometido con creces. Al llegar a su climax, en el momento clave del certamen de belleza, produjo en mí una reacción inesperada: pasé en cuestión de segundos de la carcajada (no se pierdan la improvisada reunión familiar al ritmo de Superfreak) al llanto emocionado -aun con Rick James sonando de fondo. Me conmovió la forma en que Dayton, Faris, Arndt y el elenco impecable me contaban lo que querían decir, sin apelar a los subrayados ni a los golpes bajos: que aun cuando todos somos un poco superfreaks en el fondo o en superficie, aun cuando alentamos sueños disparatados (el curso de autoayuda, los jets, el concurso de belleza) y aun cuando la mayor parte del tiempo nos sentimos solos e incomprendidos, en el momento clave la familia siempre aparece. Ya sea sanguínea, de amistad, de afinidad o de simple coincidencia de especie, funciona siempre como debe, y en el momento en que debe. Los Hoover no resuelven ninguno de sus problemas concretos, pero descubren lo que no sabían a pesar de convivir bajo el mismo techo: que cuando las papas se queman pueden contar el uno con el otro. Aun cuando su familia, tan similar a todas en su esencia, se parezca tanto a un minibus destartalado al que hay que empujar para que arranque, y sobre el que no queda otra que saltar, una vez en carrera, para no quedarse a pie.

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7 de noviembre de 2006
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Après moi le déluge

Muchas son las señales que vamos recibiendo sobre una próxima e inevitable catástrofe universal. El clima está cambiando; naturalmente, a peor. Podría haber sido un cambio que estableciera la primavera perpetua, pero no, lo que trae son glaciaciones. También cambia la temperatura media anual del globo de modo que el desierto, como anunciaba Nietzsche, no hará sino crecer. De nuevo uno se pregunta por qué ese cambio no trae la novedad magnífica de riquísimas tierras en los polos, vírgenes dispuestas a la colonización donde edificar nuevas y cristalinas ciudades. No; solo destrucción y horror.

Nosotros mismos, es innegable, somos testigos del cambio climático. Cuando yo caminaba hacia mi colegio por el Paseo Bonanova, los alcorques estaban llenos de agua helada en torno al tronco de los plátanos. Es imposible no recordar los juegos entre chiquillos con pedazos de hielo de cinco o seis centímetros de grosor. Nunca más los he vuelto a ver. Tampoco las nieves que caían cada año, no ya en Barcelona sino incluso en Londres.

Cuando un antiguo vicepresidente de los EE. UU. (nada tonto, por cierto) se lanza a la campaña de la catástrofe universal es que el asunto va a durar y tiene futuro. Quiero decir que la ausencia de futuro del planeta es una mercancía que tiene mucho futuro en el planeta.

Las asombrosas imágenes de glaciares muertos, de cordilleras de hielo polar derrumbándose entre solfataras de espuma marina, de ríos secos, de antiguas campiñas convertidas en secarrales, aparecen cada día en nuestros medios de comunicación. Bellamente fotografiados, tratados con delicadeza, estos mares desecados donde queda una embarcación hincada en el barro cuarteado, estos lagos malditos en los que ahora habitan peces monstruosos que han devorado la variada y simpática riqueza piscícola, se convierten en ejemplos vivos de lo sublime kantiano: la consideración de nuestra pequeñez y mortalidad.

Quizás por eso no me lo creo.

Leo en El silencio del cuerpo, el sobrecogedor diario de Guido Ceronetti magníficamente traducido por José Angel González Sáinz (¡qué admirable muestra de respeto la de la editorial Acantilado que imprime el nombre del traductor en la portada!), el siguiente pensamiento:

“Pensar en fundar Estados, cuando dentro de unos cincuenta años ya no habrá más que termitas y ratas, y sombras deformes que se deslizarán por grandes cráteres desiertos, sería un proyecto completamente absurdo, si no estuviera predestinado: todos esos nuevos Estados recién fundados tendrían su parte en la fundación, nacidos y vividos ciegos, de esa desolación”.

Este proyecto de hundimiento universal, de arrasamiento del planeta, de aquel becketiano final de partida, ¿no es el colmo del optimismo? ¿Y no está dictado por una vitalidad incombustible? Solo alguien que ama desesperadamente la vida, alguien que goza en todo momento de cada instante de luz, puede desear vehementemente que el mundo se acabe y le dé tiempo de ver el momento de su extinción.

En efecto, no hay nada más doloroso que la consideración de que, una vez muertos, todo va a seguir tan estupendo como hasta ahora. Que nos expulsen de la fiesta es tan desagradable que uno no puede por menos que desear el fin del mundo. Climático o como sea.

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7 de noviembre de 2006
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PREMIO, PREMIO

Ocurrió hoy, lunes 6 de noviembre, en París, algo inverosímil: Jonathan Littell consiguió un segundo premio literario por su novela Les Bienveillantes. Primera vuelta: siete voces a favor, tres para otros libros. Ya el 26 de octubre, Littell había conseguido el Grand Prix du Roman de l’Académie Française, otro de los seis grandes premios literarios.

Como escribí varios posts sobre la novela solo voy a hablar del premio, o mejor dicho de los premios. Tenemos con este Goncourt un síntoma fuerte de la total decadencia del sistema de los premios en Francia. La calidad de la novela no tiene nada que ver en esto. Se trata de premios literarios. El sistema de los premios, en Francia, era hasta ahora el reparto de un botín, manejado por jurados, entre casas editoriales. En el sistema de reparto, un autor solo tenía un premio.

Ya no hay reparto, sino acumulación, en este caso para Gallimard, el editor de Littell. Vivimos un evento fuera de las normas. El libro de Littell es enorme (más de 900 páginas) y los compradores lo leen. Esto quiere decir que su éxito destroza en este momento el negocio para todos los otros escritores. Es un tiempo de sequía comercial total para las casas editoriales, un tiempo que se prolongará: el primer semestre del 2007 está dedicado a las elecciones presidenciales y generales. Es el peor momento para las librerías pues los franceses se dedican a mirar los debates políticos.

El colmo del episodio es su fecha: menos de una semana después de la publicación de los diarios de Jacques Brenner, uno de los editores de la casa editorial Grasset y jurado del premio Renaudot. Brenner, quien murió hace cinco años, cuenta en detalle los arreglos y negociaciones entre editores para repartir casi todos los premios entre los tiburones grandes: Gallimard, Grasset, Le Seuil y Albin Michel. Su libro (Journal Tome V, editorial Fayard) cuenta con detalles lo que occurrió desde 1980 hasta 1993. Narra la historia de lo que, con el doble gallardón de Littell, está ya en plena agonía.

PS: Para los que leen el francés, aquí tienen el blog de Assouline en el sitio de Le Monde.
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6 de noviembre de 2006
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El guardián de mi hermano

El sábado en la madrugada asaltaron a mi hija, a menos de dos cuadras de la casa de su madre. Volvía de cenar con sus amigas, a bordo de un taxi que transportó a varias: ella fue la última en bajar. Cuando faltaban dos cuadras, le indicó al taxista que doblase a la izquierda. El taxista pretextó que no podía, dado que circulaban por una avenida de doble mano. Agustina insistió, la calle por la que le pedía que doblasen carecía de semáforos en las esquinas, en Buenos Aires está permitido girar a la izquierda en ese caso; a los 18 años, mi hija estaba en lo cierto y el conductor profesional no. (O lo que resulta más probable, el taxista no tenía ganas de apartarse de la avenida y recurrió a una excusa tonta.) Ofuscada, Agustina dijo que en ese caso se bajaba allí. Todo lo que la apartaba de su destino eran dos simples cuadras. Pero a mitad de la primera se encontró con una pareja de jóvenes, un chico y su aparente novia. Empezaron pidiéndole algo de dinero para viajar. Como vieron que Agustina cedía con facilidad, pidieron más. No estaban armados, pero el muchacho amenazaba con su lenguaje y con su cuerpo. Mi hija terminó arrojando su bolso y saliendo a la carrera.

No perdió mucho, lo que es igual a decir que no perdió nada que no pudiese ser comprado nuevamente: el bolso, su teléfono, las llaves, un libro de Murakami que yo le había regalado la semana anterior. (Era South of the Border, West of the Sun.) Lo que ganó fue un susto, y –eso espero yo, al menos- un poco de prudencia, que ojalá ponga en práctica de aquí en más: no vivimos en Gaza, pero tampoco en Disneylandia.

Desde entonces yo no puedo dejar de pensar en dos personas, que de alguna manera ofician de personajes secundarios en la trama. La primera es la novia del asaltante, que asistió en silencio a la violencia que el muchacho insinuaba a mi hija. Prefiero pensar que ella ya debe haber sido objeto de esa violencia varias veces, lo cual le sugirió la conveniencia de callar, de no intervenir en defensa de una igual, alguien de su misma edad y de su mismo género; de no ser así, no dudo que más temprano que tarde ella también será objeto de esa violencia, porque un hombre habituado a ejercerla no distingue entre propios y ajenos: simplemente estalla cuando su mecha se acorta.

Pero el que me desvela es el taxista, un hombre que es capaz de dejar a una chica menudita al filo de una calle oscura en plena madrugada y seguir conduciendo sin sobresaltos. La acción de este hombre pudo haber dado vuelta la vida de Agustina como un guante, y en consecuencia la mía; podría haber sido un hombre distinto el que escribe hoy estas palabras. Durante algunas horas consideré la idea de llamar a la empresa de taxis para averiguar el nombre del sujeto. Deseché mi impulso por dos causas. En primer lugar porque no me sentía en condiciones de controlar mi propia reacción: soy tan agresivo como cualquier criatura de sangre caliente, aun cuando detesto la violencia. (La detesto tanto que deploro la condena a muerte de Saddam Hussein, incluso en la conciencia de que se trata de un genocida; yo no creo que el hombre tenga derecho a matar a otro hombre, no quiero a Videla fusilado ni colgado, lo quiero en prisión hasta su último día.) En segundo lugar, porque imaginaba cuál sería la respuesta del hombre en caso de increparlo. Respondería, palabras más, palabras menos, como Caín cuando Dios le preguntó por el paradero de Abel: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Lo que es igual a decir que pondría cualquier pretexto, lavándose las manos como Pilato: que tan sólo obedeció las reglas de tránsito (imaginarias, en este caso), que se limitó a dejar a mi hija donde ella le indicó o que él no tiene responsabilidad alguna sobre el destino de mi hija. A diferencia de este hombre yo creo que sí, que cada uno de nosotros es guardián de su hermano aun cuando no se trate de un hermano carnal, porque no vivimos solos sino en sociedad y cada uno de nuestros actos tiene consecuencias, de las buenas y de las malas, sobre la vida de los otros –así como los actos de los otros tienen consecuencias sobre nuestras vidas.

Bastaría con algo tan simple como hacernos cargo de las repercusiones de nuestros actos para cambiar infinidad de cosas en este mundo. Mientras tanto seguiremos perdiendo Abeles a diario, mientras los Caínes del caso ponen primera y se alejan de la escena del crimen, por lo menos hasta que les toque sufrir las consecuencias de la desidia de otros Caínes y entonces rechinen los dientes y se desgarren las vestiduras.

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6 de noviembre de 2006
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VENECIA, LA MÁS BELLA

No tengo claro cuál sería la que encabezara una relación de ciudades feas. Desde luego no estarían nunca Zamora, hermosa por algunas cosas, algunos edificios, la vista desde el otro lado del río y algunos poetas con los que compartimos el don de la ebriedad. Tampoco estaría Bilbao, y no solo por la reconversión, por el llamado “efecto Guggenheim”, mucho antes ya había encontrado la belleza en sus calles, su ría y sus gentes. La fealdad de una ciudad, tantas veces, está unida a los momentos que en ella hayamos vivido y con quién los hemos compartido.

Ahora estoy en una de las ciudades señaladas por su belleza. Marcada por su belleza, rehén de ella, salvada o condenada por esa belleza que no puede o no debe cambiar. Estoy en Venecia. Siempre he pensado que el síndrome de Sthendal tendría que haber sido aquí y no en Florencia, su hermosa rival, pero menos rematadamente bella. En Venecia me acuerdo de aquello de “sé bella y cállate”. Venecia está secuestrada por su propia belleza. Tiene que imitarse a sí misma, ser fiel a sus formas, sus curvas, su estilo y su imagen hasta que se hunda, se ahogue en su propia y decadente belleza. Proust la llamaba “santuario de la religión de la belleza”. Y la belleza no era para él, como para Ruskin, un objeto de disfrute, sino una realidad más importante que la vida. Una belleza exigente en sí misma.

Una belleza que conoció muy bien Paul Morand -ese escritor de tantas bellezas, de tantas ciudades- que escribió un libro veneciano en el que reconocía su deuda con esta ciudad, que tomó el partido de los poetas, que se construyó sobre el agua. Dice Morand que los canales venecianos son negros como la tinta de sus escritores, la de Rouseau, Chateaubriand, Ruskin, Mann… No dice nada de Azúa, ni de Gimferrer porque, naturalmente, no los conocía. Ellos también han escrito sobre Venecia, sobre las venecias.

Venecia, que sobrevivió a Atila, a los mercaderes, a los aristócratas, a Bonaparte, a los Habsburgo y a Eisenhower, Hemingway, Visconti, la Mostra de cine, las Bienales y los millones de turistas que hacen cola para sentarse unos minutos, veinte euros la copa, en el Florian o en el Harry’s Bar. Si una ciudad, sitiada entre sus aguas y arrasada por sus turistas es capaz de resistir tanta gente cargada hasta los dientes con sus cámaras digitales, yo creo que será capaz de seguir resistiendo los intentos de ser pintada, fotografiada y escrita por los que llegamos mucho después de que la ciudad fuera tan hermosa y decadente como para ser la diosa de las ciudades bellas. Mientras ella lo siga soportando, nosotros seguiremos arrebatándole la salud porque no podemos trasplantar su belleza.

Venecia, que fue el más hermoso salón de Europa, es decir, del mundo, y la ciudad más brillante de Occidente, sabe que está construida con un material que no será inmortal, que las ciudades, incluso las más hermosas, algún día tendrán que sacrificarse a sí mismas, a su identidad, a sus identidades, para seguir sobreviviendo. Alguna vez hay que hacer peregrinación a Venecia, todavía se puede ver los restos de un mundo condenado a la desaparición. Fue hermosa mientras duró.

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6 de noviembre de 2006
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GRANUJAS DEL ESPACIO

Hasta hace muy poco llevar una segunda vida era cosa de granujas. Hoy prácticamente todos llevamos una segunda vida. O alguna más. La red ha desarrollado la posibilidad de ofrecernos una oportunidad suplementaria de ser. De este modo, va tramando, día tras día, un carácter social de proporción desconocida y, en consecuencia, tarde o temprano, un seguro efecto cualitativo que alterará la condición humana.

El bloque de carácter metafísico que tiempos muy religiosos situaban después de la muerte redimiendo algunos aspectos de nuestras vidas, se ha convertido en un nuevo ciberbloque donde, sin necesidad de morir, se despliega el ejercicio de otras vidas. Cierto que no se trata de las anheladas vidas paradisíacas prometidas por la fe pero, al menos, son mucho más ciertas.

La comunicación en la red, el travestismo multidireccional, el juego del ser y no ser, conforman una constelación de síntomas que en su conjunto delatan lo estrecha que se nos queda la vida real. Pero, además, ¿puede llamarse actualmente virtual la vida en la pantalla? El comercio, el vicio, el amor, la compañía, la risa, la información, el revés del ciberespacio ¿son virtuales? Claro que no. A la existencia cuerpo a cuerpo se une la vivencia a distancia supuesta, a la necesidad del conflicto cara a cara se añade la peripecia sentida con el avatar.

El ser humano está cambiando así sustancialmente y no ya por razón de la ingeniería genética sino, ante todo, por el motor de la gente. Lo más importante de nuestro tiempo en la salud o en la enfermedad, en el conocimiento o en la ilusión se basa con toda evidencia en la vasta y múltiple comunicación humana actual. Tan variada como variable, tan propensa como portátil, tan ligera como veloz, tan universal como sólo antes los dioses podían permitirse el lujo de gozarla.

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6 de noviembre de 2006
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