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Más guerra, es la madera

La notable colección del Reino de Redonda acaba de publicar uno de los clásicos más estimulantes de la moderna historiografía, La caída de Constantinopla, de Steven Runciman. El director de la colección es alguien que sabe de literatura. Más específicamente, alguien que conoce las novelas como el mejor cardiólogo pueda conocer el corazón humano y sus válvulas. En un epílogo que le ha añadido al libro, dice Javier Marías que aún siendo un indudable libro de historia, se lee como la mejor de las novelas. Es totalmente cierto. Es una de las mejores novelas que he leído en mi vida.

Como bien expone Marías, el arte de Runciman, el cual adivina el peligro de novelizar sobre un asunto tan dramático como el derrumbe del imperio oriental, el fin de Bizancio, la desaparición del mundo clásico, le aconseja neutralizar al máximo todos los recursos figurativos y poéticos, de modo que es justamente esa neutralidad, esa desnudez, la prosa sobria y eficaz, lo que otorga una evidente calidad literaria al relato. Y concluye Marías con esta frase:

“Lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirla ni en la proclamación de su consecución. Una vez más se nos aparece el misterio de la invisibilidad de los confines: podríamos preguntarnos, tal vez, si en realidad los hay”.

Está muy bien dicho. Marías, que por cierto puntúa como yo, con más intención musical que gramatical, se pregunta si deben respetarse unos confines a fin de cuentas invisibles. Si en el panteón literario inglés figura Gibbon, ¿Por qué no Runciman? ¿O acaso es preciso esperar a que la “historia” sea declarada obsoleta para incluirla en la región literaria, como las historias de Herodoto? ¿Debemos esperar a que los libros de Burkhardt o de Michelet sean totalmente superados por historiadores posteriores para incluirlos entre las mejores narraciones del romanticismo?

Cuando yo daba clases de literatura a alumnos ingleses insistía mucho en que, al llegar al siglo XVIII, leyeran sin falta el informe en el expediente de la Ley Agraria, de Jovellanos. A los sensatos estudiantes británicos les parecía una extravagancia que incluyera un texto considerado técnico en un programa literario. Sin embargo, puedo decir sin esnobismo alguno que lo tengo por uno de los mejores textos literarios del XVIII español, junto con la admirable descripción del castillo de Bellver. Confines invisibles.

Observen ustedes con qué arte concluye Runciman su capítulo V.

“A fines de marzo, cuando el ejército turco marchaba por Tracia, Constantino mandó buscar a su secretario Frantzés y le pidió que hiciera un censo de todos los hombres de la ciudad –incluidos los monjes- capaces de portar armas. Cuando Frantzés finalizó su tarea, vio que había únicamente cuatro mil novecientos ochenta y tres griegos útiles y algo menos de dos mil extranjeros. Constantino se quedó aterrado ante la cifra y rogó a Frantzés que no la divulgara. Pero los testigos italianos llegaron a idéntica conclusión. Contra el ejército del sultán de unos ochenta mil hombres y sus hordas de tropas irregulares, la gran ciudad, con sus veintitrés kilómetros de murallas, habría de ser defendida por menos de siete mil hombres”

Y a continuación titula su capítulo VI: “Comienza el asedio”. Es algo estupendo.

Por cierto que algunos lectores del blog habrán observado que el censo se hizo exclusivamente entre hombres, incluidos los monjes, siendo así que las mujeres tenían prohibido participar en la guerra. Por fortuna, un atavismo semejante ha sido ya corregido gracias a la lucha de las feministas contra el poder masculino y en la actualidad muchas mujeres independientes y libres participan en las guerras como soldados profesionales. Y cada vez son más numerosas y aguerridas.

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22 de noviembre de 2006
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DEMOCRACIA EN APUROS

Hay días terribles para América Latina; este martes es uno de ellos. Hace tiempo que no hemos visto una perspectiva tan mala.

1. México. Andrés Manuel López Obrador se transformó ayer en un payaso de la democracia al proclamarse «presidente legítimo» de su país. Es un payaso que tiene audiencia en un país azotado por la pobreza. Pero es un payaso que no hace reír: su orgullo, es decir su esencia íntima, que no es la de un demócrata, pone en peligro la democracia mexicana menos de diez años después de la sujeción permanente al PRI. Democracia recién renacida y ya socavada.

2. Bolivia. Era ineludible: se sabía antes de la elección de Evo Morales como presidente que, tarde o temprano, habría un conflicto entre los Andes y la media luna amazónica. Desde ayer, ya lo tenemos. Seis de los nuevos prefectos del país rompieron ayer con el presidente boliviano. No quieren saber nada de lo que llaman su «prepotencia política». Los prefectos son tan legítimos como el presidente del país: son productos del voto directo de los electores. Democracia con conflicto interno.

3. Colombia. El «difícil momento», como dice hoy el diario El Tiempo, del presidente Álvaro Uribe no es otra cosa que una mayor sospecha sobre la legitimidad de su gobierno. Los rumores sobre la proximidad de su gabinete con los líderes paramilitares se transformaron en un escándalo con la publicación en la prensa del contenido del ordenador personal de Rodrigo Tovar («Jorge 40»). Su gobierno parece apoyado por parlamentarios que reciben dinero de paramilitares y estimulan matanzas. Democracia bajo sospecha.

4. Venezuela. Faltan menos de dos semanas para la elección a la presidencia de Venezuela y ya llega la polémica. El candidato Manuel Rosales dice que, según las encuestas, está al nivel del presidente Hugo Chávez en las intenciones de voto. La existencia de un complejo dispositivo electrónico, que incluye máquinas registradoras de las huellas digitales de los votantes, basta para configurar un entorno de miedo y de sospecha. Ya conocemos el resultado: habrá denuncias de fraudes. Democracia sin posibilidad de renovación.

5. Porvenir. No hay razón de ser optimista. América Latina no consigue establecer como norma una democracia que ya recibe en Europa otra denuncia, la de no pertenecer al mundo posmodernista. ¿Quizás es la razón de los descalabros democráticos en América Latina? Unos líderes que no quieren arreglar lo que ya no funciona muy bien en los países donde fue inventado.

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21 de noviembre de 2006
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LEER ANTES DE MORIR

Hace meses, creo que cuando era un tranquilo comentarista -antes de ser un pasota bloguero o lo que yo sea en este lugar- comenté un libro muy de moda en el Londres de principios de año. El libro se llama: 1001 libros que hay que leer antes de morir. El responsable del equipo seleccionador de las lecturas -solamente narrativas, no se incluyen los libros de pensamiento, poesía, ciencia…- que debemos hacer para poder morirnos con la tranquilidad de no haber perdido mucho el tiempo es Peter Boxall. Y el resultado era descorazonador para todos los escritores en español que no fueran Javier Marías, Laura Esquivel, Isabel Allende, García Márquez, Vargas Llosa, Pérez Galdós o Cervantes. El resto era silencio. Uno se podía morir tranquilamente sin haber leído a los demás en nuestro idioma. Incluso algunos de los que estaban tenían solo una breve reseña. Está claro que la literatura tiene fronteras. Tiene la gran, la mayor de las fronteras, el idioma… después vienen todas las demás.

Ahora, cuando me disponía a componer mi lista, no sabía si empezar por las músicas o las letras, por las películas o las secuencias, por las rubias o las morenas, por Extremadura o por Segovia, cuando el mensajero llamó a mi puerta. Unos libros. Uno era la esperada edición española de aquel curioso y arbitrario libro inglés.

Esperaba la edición de este libro por muchas razones. Por mi espíritu banal de entretenerme con las listas, por poder leerlo en mi idioma y, sobre todo, porque la edición estaba encargada a mi admirado José Carlos Mainer. El muy apreciado estudioso de nuestra literatura, el profesor Mainer y su equipo -entre los que se encuentra Jordi Gracia, tan estimable conocedor de entresijos literarios de las dos orillas del español- prometían un acercamiento razonado a lo imprescindible de nuestra literatura, que así se incorporaba con normalidad a los 1001 y les quitaba espacio a unos para hacer un hueco a los nuestros. Interesante selección, con su punto de morbo y su evidente arbitrariedad.

Uno lee, escucha o mira lo que le da la gana. ¿O quizá no tanto? Es posible que lo que estamos escuchando, mirando o leyendo desde hace tiempo sea lo que algunos deciden que tenemos que escuchar, mirar o leer. En cualquiera caso me suelen gustar las propuestas de Mainer, me fío y me fijo en sus juicios. También, inevitable en toda selección, me sorprenden las ausencias. Y aún más, algunas presencias. Si tengo tiempo y voluntad las comentaré.

Pero en lo que sí me he entretenido es en contar cuántos libros españoles y latinoamericanos están en la lista. Cuando digo libros es porque algunos, no demasiados, tienen más de un libro. Y cuando digo españoles digo los pocos en catalán, y uno o ninguno en eusquera y gallego. Todos traducidos al español. Y cuando digo latinos sólo me refiero a los escritos en castellano. Hay más o menos 176 libros de nuestra cultura. Unos setenta son escritos por latinoamericanos.

El escritor con más obras es Galdós, con cuatro. Y con tres obras están Borges, Cervantes, García Márquez, Marías, Valle Inclán y Vargas Llosa. Con dos obras, Benet, Bioy Casares, Bolaño, Cela, Clarín, Cortázar, Delibes, Gómez de la Serna, Marsé, Mendoza, Millás, Muñoz Molina, Piglia, Pombo, Puig, Rulfo, Sender y Unamuno. Los que tienen una obra son demasiados para incluirlos. Pero sí contaré que los últimos incluidos son Trapiello y Julia Navarro. Los primeros, El cantar del Mio Cid y el Arcipreste de Hita.

Los que quieran listas aquí tienen dónde entretenerse. Ah, y me gusta mucho esa frase de Eduardo Mendoza rescatada para la solapa de la hermosa y muy ilustrada edición de Grijalbo: “Si tuviera que llevarme un solo libro a una isla desierta, preferiría ahogarme en el naufragio”. Yo tampoco.

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21 de noviembre de 2006
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El pecado es otra cosa

En El nombre de la rosa, Umberto Eco creó al personaje de un monje terrible, Jorge de Burgos, que estaba convencido de que el efecto de la risa era pernicioso, llegando a rozar lo demoníaco. Tan seguro estaba de que el humor es un signo de impiedad, que era capaz de matar para evitar su propagación, o por lo menos de suponer que era preferible morir a reírse. Según parece, en la Iglesia de hoy hay descendientes de este monje ocupando altos puestos en el Vaticano. El secretario de Benedicto XVI, Georg Ganswein, ha salido a protestar en contra de la existencia de humoristas dedicados al, ¿cómo llamarlo?, humor papal. Ganswein dijo que determinados sketches radiales y televisivos ofenden a hombres de la Iglesia –entre los cuales, habría que aclarar, figura él: la comediante Rosario Fiorello creó un sketch radial en el que Ganswein va a comer a un restaurant llamado La Ultima Cena, pide una porción de pescado que multiplica por veinte y responde a un teléfono móvil que usa como ring tone al Hallelujah de Handel.

La semana pasada, un sketch de la televisión italiana satirizó el peso que la figura del difunto Juan Pablo II tendría sobre el actual Papa. Harto de que lo comparen con su antecesor, Benedicto –interpretado por el comediante Maurizio Crozza- estallaba y se ponía a bailar tap y a hacer malabarismos con naranjas mientras preguntaba: “¿Puede el Papa Wojtyla hacer esto? ¿Y esto otro?” Rápidamente Ganswein salió a defender a su empleador, diciendo que las imitaciones de Benedicto “deberían terminar pronto”. El diario L’Avvenire, que pertenece a la Conferencia Episcopal Italiana, llegó a hablar de “fundamentalismo satírico”. Hoy en día el pobre Bin Laden sirve para todo. Por suerte salió el columnista de La Repubblica Francesco Merlo a decir algo que muchos pensamos: “Es difícil resistirse a la tentación de burlarse de un Papa que parece haber sido criado en bibliotecas, en lugar de entre la gente”.

Mientras Ganswein y compañía se desgarran las sotanas, uno que ve de afuera se limita a disfrutar del buen humor. Como el de este chiste que Paolo Rossi contó por TV: “La Santísima Trinidad se gana un viaje gratis y tiene que decidir dónde quiere ir. Dios Padre elige Africa y Jesús Hijo opta por Palestina, pero el Espíritu Santo insiste: quiere ir al Vaticano. Cuando le preguntan por qué, responde con simpleza: ‘Porque nunca he estado ahí’”.

Yo soy de los que cree, más bien, al igual que Guillermo de Baskerville, que el Diablo es la fe sin sonrisa. (La fe sin música, agregaría además, siguiendo a Hildegarde von Bingen, que en su obra Ordo Virtutum sostenía que el Diablo no podía cantar.) Yo soy de los que cree en el Jesús que, invitado a una boda, no tenía empacho alguno en salir a bailar. Yo soy de los que cree que, si en efecto está detrás de la Creación, basta con abrir los ojos para comprender que Dios tiene un gran sentido del humor: ¿de qué otra manera puede interpretarse que los genitales masculinos tengan esa forma tan graciosa, o la existencia del ornitorrinco?

Como la comediante Rosario Fiorello, considero que la sonrisa no puede ser nunca un pecado.

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21 de noviembre de 2006
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COMER POCO

En estos tiempos, comer mucho es de mala educación pero además acorta la vida. La acortaría siempre pero ahora la longitud de la vida importa más, puesto que se ha comprobado la posibilidad de actuar sobre ella y haber experimentado, a partir del medievo, que la muerte nos mata individualmente y no en manadas, en cuanto feligreses, guerreros y castas. Tener que soportar la carga de la propia muerte supone responsabilizarse de la propia vida. Para alargarla al máximo, en la mayor parte de los supuestos o para acortarla también, en encrucijadas escogidas.

Entre tanto, comer mucho o demasiado obliga a quemar, junto a los miles de calorías adicionales, un puñado de años probables. El estremecimiento de este saber se difunde a menudo por los dietistas y, en especial, por una clase de elegantes médicos que no se ganan la vida recetando complejos menús adelgazantes sino recomendando, tan sólo, comer poco: la mitad del plato, la mitad del vino, sólo una bola de la tríada en la copa del helado. Comer poco es indescriptiblemente fino. Trasmite sensación de dominio y de suficiencia interna; energía de autocontrol y superior autonomía.

Si los objetos nos resultan tan fascinantes y seductores se debe principalmente a que no nos necesitan en absoluto. Somos nosotros quienes los necesitamos a ellos. Igualmente, quien denota que no necesita comer mucho –o incluso nada- se emancipa de una dependencia en cuanto a sujeto que favorece su poder de seducción en cuanto objeto.

Uno de los pecados más deplorables es la gula. Casi todos los pecados al expresarse demasiado provocan asco pero la gula viene a ser lo más próximo a lo abundoso, excrementicio y nauseabundo. Tácitamente se admite, siendo o no verdad, que quien vive obsesionado por la mesa padece insatisfacciones eróticas. Seguramente no es verdad. También entre gastrónomos se repite que será del todo imposible practicar los siete pecados capitales porque, dicen, “¿gozando de la gula y la lujuria, de quién puede sentirse envidia?”

El auge del arte culinario con la profusión de espacios mediáticos sobre el refinamiento de los gustos y la confección de platos, ha situado destacadamente las recompensas del paladar y del estómago. Pero el estómago –no el paladar- pertenece -¿para qué engañarse?- a los órdenes más vulgares del cuerpo.

Cuando menos se mencione el estómago mejor. O cuando se enseña, como ahora en las mujeres, debe ser en su máxima vaciedad. Todo estómago prominente o sólo discretamente notorio hace decrecer el valor general de la figura.

La estética se asienta en la planicie del aparato digestivo, tal como si su interior no guardara bulto alguno y en su tránsito no se conociera ningún elemento residual. La meseta del espacio es emblema de juventud y la señal unívoca de estar en forma.

Comer mucho incrementa, de otro lado, la misma problemática interior. Hace poco se demostró que un alto consumo de calorías favorecía el Alzheimer, el cáncer. El Parkinson o la diabetes. Puede que comer poco no propicie un alargamiento de la existencia por sí solo pero ayuda a sortear patologías muy criminales y, a primera vista, provee de un perfil especialmente cool para el naturalismo del siglo XXI.

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21 de noviembre de 2006
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Reportaje ingenuo

Sabía yo que aquel iba a ser un entretenido viaje en autobús porque al subir al 58 en la plaza Cataluña, que es final de trayecto, la conductora, una agradable gordita de treinta y tantos años, me saludó con afecto: “!Hola, chato!”. Siendo yo un caballero, respondí: “¡Hola, prenda!” y me senté la mar de contento.

Subió una dama apersonada, de larga melena castaña y traje sastre con cuellecito de visón, y quiso pagar el billete con uno de cien euros. Risas de la conductora: “¿Pero cariño, te crees que esto es el Banco de España y su inmenso caudal? Anda, anda, busca algo más pequeño”. Ante la desolada negativa de la dama (o bien muda, o bien alemana) y la imposibilidad de lanzarla al vacío, le aconsejó quedarse allí de pie hasta reunir el cambio. Y allí se quedó, escuchando los comentarios de la conductora y aguantando los improperios de los que subían, parada tras parada, sobándola apreciativamente.

Cuando íbamos por la calle Aribau hacia el norte, entró un señor cojo. Quizás más bien, renqueante. Estuve a punto de cederle el asiento, pero me retuvo el gesto de ansiedad de la señora sentada frente a mí. Esperé acontecimientos y, en efecto, la señora chistó, dijo “¡Eh!” y “¡Señor, señor!”, hasta que el cojo le hizo caso. Los gestos de la señora señalando su asiento eran casi obscenos, pero salvados por la buena voluntad.

El cojo se acercó a la señora y la retuvo por el hombro con una mano nervuda y poderosa. “No se levante, buena mujer, no es preciso, no soy un tullido”. Iba ya la señora a disculparse cuando ante la estupefacción general porque hablaba muy alto y con una cremosa voz de barítono, el renco le dijo que entendía perfectamente su compasión, que le sucedía con suma frecuencia, que él aceptaba de buen grado la bondad de la gente y muy especialmente de la gente catalana, que le habían cedido asientos en Bilbao, en Cádiz, en Valladolid, en ciudades europeas varias, pero nunca con tan exquisita educación como en Barcelona, pero que nunca los había aceptado no por arrogancia sino por convencimiento. Y luego siguió explicando con minuciosa exactitud su operación de rodilla y las causas de que, aunque renqueaba, no podía ser considerado cojo, “oficialmente cojo”, decía, lo cual es una minusvalía y entra en capítulo distinto de la seguridad social.

Le interrumpió un murmullo general de los viajeros que yo sólo pude entender al volver la cabeza. Todos estaban mirando por la ventanilla con cara expectante. A la derecha y junto a una moto tumbada giraban las alegres luces de dos coches de la policía y una ambulancia, parecía una tómbola. Me preparé anímicamente para ver el muerto, pero nos encontramos con un motorista muy mareado y contuso a quien los agentes, en lugar de multar brutalmente, daban golpecitos en la espalda, palmeaban amorosamente para quitarle el polvo del traje y no le atusaban el pelo porque venía rapado. No con menos cariño he visto almohazar a un caballo.

Dado que la conductora se había detenido a inspeccionar la escena del crimen y bajado del autobús para intercambiar opiniones con la guardia urbana, reemprendimos la marcha un poco más tarde al alegre grito de: “Así es la vida. Que no cunda el pánico. No ha sido nada. Venga, criatura, toma tus cambios, tó liquidao”.

Y entonces, girando un poco la cabeza, se dirigió al operado de la rótula como si fuera su madre: “¡Pero quieres dejar a esa pobre mujer en paz, so tullío!”. El renco salió disparado, pero muy digno, y se apeó en la siguiente no sin antes dirigirse al pasaje con un hermoso envoi: “!Agradezco sus atenciones al pueblo catalán! ¡Nunca os olvidaré!”. Todos respiramos.

Poco después me tocó el turno de abandonar la nave y lo hice a regañadientes porque no es frecuente sentirse como en casa junto a cincuenta personas y a treinta por hora y tras rozar la visión de lo macabro que es nuestro destino. Me faltó un pelo para lanzar otra despedida tan o más verbosa que la del tullido, pero me contuve. Ahora me arrepiento porque no puedo escribirla aquí y era muy buena.

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21 de noviembre de 2006
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El «PORTABLE» DE TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

Odio el concepto de «portable», palabra inglesa referida a lo que se puede llevar cómodamente. El «portable Faulkner» o el «portable Hemingway», aquellos libros cocinados con extractos para traer un poco de todo sobre el mundo ficticio del maestro de Oxford, Mississippi, o sobre las invenciones literarias de «Papa», al final no entregan nada a su lector. Un «portable» es la visita apresurada de la casa construida por un autor, mirando el dormitorio desde afuera, sin entrar al sótano o al ático y sin abrir los armarios. Vemos la casa, sí; pero no más que cualquier mozo trayendo las compras del cibermercado.

Entonces al descubrir La otra realidad de Tomás Eloy Martínez (publicado por el Fondo de Cultura Económica en Argentina) mi primera reacción fue de rabia: otro «portable». A mí nadie me engaña con la palabra «antología» sobre una tapa. Este libro era el «portable» de Tomás Eloy Martínez. Y el mundo hispanohablante no necesita «portables». Así que me demoré meses antes de abrirlo. No hay duda, «portable» lo es, pero es uno necesario. Mejor dicho, se trata de un claro caso de sinergia: el conjunto del libro es algo más que la suma de sus partes.

Una profesora, Cristine Mattos, es responsable de la selección de los textos. En su prólogo destaca de Tomás Eloy Martínez «la imprecisión de los límites entre su ficción y la historia» y el libro lo demuestra de manera estupenda. Tomás Eloy Martínez es a la vez periodista y novelista. No es a veces uno y a veces otro. Santa Evita y La novela de Perón son muy buenas novelas. La primera tuvo una acogida fuerte en Francia. Pero ambas me parecían novelas históricas de una gran habilidad, un producto apartado de lo que es la otra actividad de este hombre al que encuentro de vez en cuando en la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).

¡Que error! La otra realidad muestra cómo el grano de la escritura no cambia entre las novelas y los artículos, pues tenemos aquí a un autor que capta de manera espontánea la dimensión novelística de la vida. Es algo mucho más honesto y sincero que lo que hizo Mailer en su época, cuando creó el concepto de la faction, mezcla de facts (hechos) y de fiction (ficción). Desconocía el texto sobre Mailer titulado Autobiografía de un perdedor que es, para mí, la victoria por KO de Tomás Eloy Martínez sobre Norman Mailer. A pesar de multiplicar los libros, el escritor norteamericano nunca recuperó «el reino perdido de la literatura» y su verdugo argentino lo demuestra muy bien.

La otra realidad reproduce un texto luminoso: «Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI». Es muy conocido y se encuentra en la biblioteca en línea de la fundación. En cambio, no se encuentra otro texto muy comprometido sobre la literatura argentina, El canon argentino, que se publicó hace diez años. Tomás Eloy Martínez entrega sus favoritos después de la generación de los Borges, Bioy Casares, Cortázar y Puig. Son: Juan Gelman, Néstor Perlongher, Enrique Molina, Olga Orozco, Juan José Saer, Amelia Biagioni, Rodolfo Walsh, Osvaldo Soriano, Ricardo Piglia, Juan Martini, Tununa Mercado, Andrés Rivera, Eduardo Belgrano Rawson, Héctor Tizón. La omisión no importa tanto: aquí estamos en el territorio de la literatura y Tomás Eloy Martínez es un bandolero que actúa en la frontera de la literatura y el periodismo. «Todo hombre, escribe, está en perpetuo estado de viaje». Ahora sabemos por dónde camina él: por la trocha del contador de la otra realidad.

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20 de noviembre de 2006
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FUMADORES SIN RESUELLO

Una desconsuelo difícil de mitigar sufrimos todos cuando en una reunión de antiguos colegiales comprobamos que parecemos los más viejos del grupo. La constatación contraria también nos desconcierta e incluso nos incomoda pero ¿cómo no sentir ilusoriamente a través de ella que al cabo del tiempo ha surgido un dedo divino que nos elige para la esperada longevidad?

¿Para la eterna juventud también?

La experiencia de subir las escaleras del Círculo de Bellas Artes, hasta el cuarto piso, apremiados porque el acto acaba de comenzar, demuestra entre parejas y compañeros el presunto nivel de vigor en que se halla, más o menos, cada uno. Dos o tres llegan al último peldaño con la respiración relativamente controlada pero otros jadean de forma alarmante y claramente inconfortable para el sentir de los demás. No sólo culminan la esforzada ascensión cargando miserablemente con sus huesos y músculos sino que prolongan la tremenda pérdida del resuello muchos minutos más, en los que se escucha ya sentados en la fila de butacas los complejos problemas de la maquinaria bronquial para abrirse paso hacia la supervivencia. Estas personas, en la década de los cincuenta o de los sesenta, suelen ser fumadores o residuos de fumadores, irremediablemente raídos por los desperfectos del humo, víctimas de un hábito social antiguo al que han añadido, más recientemente, una desafiante contumacia personal que sin remedio les confiere su minusvalía antes de hora. No trato, desde luego, de componer ningún discurso higiénico-moral. Se trata aquí de una lamentación o una pena sobre esos cuerpos queridos y prematuramente marchitos. Y también de una desaforada indignación porque ¿cómo persistir hoy, cuando la información sobre su daño nos abraza y nos abruma, en la cretinez de un hábito tan penoso y criminal?

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20 de noviembre de 2006
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Deslizándose sobre la superficie de las cosas

No me extrañaría que le diesen el Oscar, porque Hollywood funciona de esa manera: tratando de compensar omisiones aunque eso implique premiar filmes o actuaciones que distan de ser las mejores obras de los artistas en cuestión. Pero Oscar o no Oscar, The Departed seguirá siendo una de las películas más flojas de Martin Scorsese. Sin ser un fan ni un entendido en cine de Hong Kong, prefiero largamente la película original, Infernal Affairs, porque no tenía otra pretensión que la de ser lo que es: un policial entretenido, construido sobre una trama alambicada que en esencia disimula la ausencia de otra sustancia que vaya más allá del deseo de divertir al espectador. Pero Scorsese no puede permitirse ser ligero, y le agrega al cóctel ingredientes que no estaban y que por cierto, el relato no necesitaba: por ejemplo la intención de propiciar actuaciones memorables (Nicholson lo intenta, Di Caprio también), que en general redunda en sobreactuaciones porque los personajes carecen de riqueza o profundidad alguna; o la invención de un pasado para sus protagonistas del que poder colgar las nociones de culpa y de redención a las que es tan afecto.

Por supuesto, no estoy diciendo que la película sea mala. En el contexto actual de Hollywood, The Departed es un lujo. Hay momentitos brillantes de Nicholson y dos papeles pequeños pero rendidores para Alec Baldwin y Mark Wahlberg. La edición de Thelma Schoonmaker, cómplice histórica de Scorsese, es más filosa que nunca, y las canciones elegidas comentan la trama con la elegancia de siempre. Pero más allá del buen rato que proporciona mientras dura, una vez que The Departed acaba también termina su presencia en el alma. Al menos en Cape Fear, la remake que hizo del original de J. L. Thompson, Scorsese daba una vuelta de tuerca al cuento al sugerir que el bueno de la película era un abogado corrupto y que esa corrupción no era ajena al destino de violencia que golpeaba a su puerta. Pero The Departed no le agrega nada a Infernal Affairs. Si oyen por ahí que la película reflexiona sobre el tema de la identidad, o sobre la delgada barrera que separa la ley del delito, no lo crean: The Departed no reflexiona sobre nada, es apenas un juego de espejos que se consume en sí mismo.

¿Se acuerdan de Mean Streets, la película que lo puso en el mapa a comienzos de los ’70? A veces creo que toda la filmografía de Scorsese puede interpretarse a la luz de los personajes de aquel film. Mientras el que dominó su alma fue Charlie, el personaje de Harvey Keitel, sus películas valieron la pena: en aquel entonces Scorsese vivía en una tensión insoportable entre sus deseos de hacer buena letra y su propensión a la violencia y a los excesos, entre la omnipresencia de sus afectos y su incapacidad de comprometerse emocionalmente, entre lo inasible de la redención buscada y la aplastante realidad de la culpa. El Travis Bickle de Taxi Driver y el Jake La Motta de El toro salvaje y el Henry Hill de Goodfellas son hijos de esa misma tensión. Pero cuando en el alma de Scorsese empezó a primar Johnny Boy, el personaje que en Mean Streets interpretaba un jovencísimo De Niro, sus películas empezaron a irse en picada. Johnny Boy es un personaje desatado, que sabe que se encamina sin desvíos ni dilaciones hacia su autodestrucción y aun así no puede hacer otra cosa que apretar el acelerador. Charlie es consciente de que el sufrimiento es parte esencial de la vida, y lo asume como quien carga con su cruz; Johnny Boy huye del sufrimiento como de la peste. Después del dolor que parece haberle producido el proceso de creación de sus obras mayores, Scorsese parece determinado a ya no sufrir más. Algo similar a lo que le pasó a Brando después del Último tango: habiéndose asomado al abismo del alma, el pobre Marlon no quiso visitarlo nunca más –aun al precio de no volver a hacer una película decente. 

Con Gangs of New York, con El aviador y con The Departed, Scorsese filma cada vez más de la manera en que Johnny Boy vive: a mil por hora, deslizándose sobre la superficie de las cosas, como si su único deseo fuese el de poner fin a este tormento.

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20 de noviembre de 2006
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Amor sin sexo

Historia de amor prototipo de comedia romántica: chico conoce chica. Al principio parecen totalmente opuestos pero sabemos que se van a enamorar. Quizá él es pobre y ella rica, o él es tonto y ella intelectual, o compiten por el puesto de trabajo. Pero luego, en efecto, se enamoran. Durante un rato se resisten a admitirlo, hasta que el amor puede más que ellos y se rinden a sus sentimientos. En una escena con violines, se entregan a un sexo pleno, incommensurable y pletórico, tan maravilloso que confirma lo que sienten (los violines son opcionales). Luego ocurre algo que los separa momentáneamente, pero al final, comprenden que no pueden vivir el uno sin el otro y se vuelven a reunir, esta vez para siempre. Créditos finales.

Pues bien, tengo malas noticias: la vida no es así.

En la vida real, de hecho, nunca hay violines. Si nos gustan las comedias románticas estúpidas es precisamente porque no nos muestran las cosas como son sino como nos gustaría que fuesen. Pero hay películas que sí lidian con sentimientos reales, como la última de Cesc Gay, Ficción, o la de Rodrigo García, Nueve Vidas.   

Cesc Gay se está convirtiendo discretamente y sin aspavientos en el gran cronista de las relaciones personales del cine español. Ficción quizá sea el retrato de la mitad de la población alrededor de los cuarenta años. Chico conoce chica. Chico está casado y chica también. No empatizan especialmente, ni suenan campanas cuando se conocen, tampoco se odian. Coinciden con frecuencia. Hablan de todo y de nada. Ambos están descontentos con su vida, aunque no ofrecen grandes discursos al respecto. Cada diez minutos aparece Javier Cámara y, diga lo que diga, el público se troncha de risa. Aparentemente, no ocurre nada. Pero sabemos que se están enamorando.

A partir de los treinta años, cuando la vida de la gente se estabiliza, las historias de amor se convierten en eso. Dos personas saben que se comunican de un modo especial. Saben que quizá, en otras circunstancias, todo sería diferente. Pero las circunstancias son las que son. Y ambos han tenido sexo suficiente como para entender que no es eso lo que buscan. Hace cincuenta años, en una sociedad represiva, se habrían ido a la cama. Pero ahora vivimos en una sociedad solitaria. Es más difícil encontrar alguien con quién hablar que con quién follar. Gay –y el notable elenco de su película- son un prodigio de contención. Las cosas están ocurriendo en el interior de ellos, que es donde suelen ocurrir. Lo difícil es conseguir que eso se note en la pantalla. Y se nota.

Lo mismo ocurre con Nueve vidas. El amor aquí no es tratado como ese lugar en que se encuentran dos almas, sino como el ring de box en que se enfrentan. A muerte. Las mujeres que retrata la película no pueden vivir con su amor, pero tampoco sin él. Y no solo hablo del amor romántico. Pero sobre todo de él. Muchas veces, frente a la pantalla, nos preguntamos por qué esa mujer no simplemente se aparta de esa otra persona. El problema es que tampoco ella lo sabe. Sólo sabe que no puede resistirse.

El amor en ambas películas es como un instinto animal. No necesariamente hace felices a sus poseedores, pero es imposible que prescindan de él. Tratan de vivir con él como puedan, y de hacerse el menor daño posible. El amor nos convierte en monos con metralletas. Quizá por eso es nuestro juguete rabioso favorito.

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20 de noviembre de 2006
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