Vicente Verdú
Una desconsuelo difícil de mitigar sufrimos todos cuando en una reunión de antiguos colegiales comprobamos que parecemos los más viejos del grupo. La constatación contraria también nos desconcierta e incluso nos incomoda pero ¿cómo no sentir ilusoriamente a través de ella que al cabo del tiempo ha surgido un dedo divino que nos elige para la esperada longevidad?
¿Para la eterna juventud también?
La experiencia de subir las escaleras del Círculo de Bellas Artes, hasta el cuarto piso, apremiados porque el acto acaba de comenzar, demuestra entre parejas y compañeros el presunto nivel de vigor en que se halla, más o menos, cada uno. Dos o tres llegan al último peldaño con la respiración relativamente controlada pero otros jadean de forma alarmante y claramente inconfortable para el sentir de los demás. No sólo culminan la esforzada ascensión cargando miserablemente con sus huesos y músculos sino que prolongan la tremenda pérdida del resuello muchos minutos más, en los que se escucha ya sentados en la fila de butacas los complejos problemas de la maquinaria bronquial para abrirse paso hacia la supervivencia. Estas personas, en la década de los cincuenta o de los sesenta, suelen ser fumadores o residuos de fumadores, irremediablemente raídos por los desperfectos del humo, víctimas de un hábito social antiguo al que han añadido, más recientemente, una desafiante contumacia personal que sin remedio les confiere su minusvalía antes de hora. No trato, desde luego, de componer ningún discurso higiénico-moral. Se trata aquí de una lamentación o una pena sobre esos cuerpos queridos y prematuramente marchitos. Y también de una desaforada indignación porque ¿cómo persistir hoy, cuando la información sobre su daño nos abraza y nos abruma, en la cretinez de un hábito tan penoso y criminal?