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La moda del doctor House

Cuando caen sobre la ciudad las últimas luces de la tarde, una amable penumbra invade la sala de espera. Las sombras del retrato colgado en el recibidor se vuelven más oscuras y hacen confusa la figura del patriarca. Seguramente el óleo perteneció al lote de alguna subasta benéfica. Las sillas se alinean vacías junto a la pared y en la mesita se amontonan las revistas que hojean los pacientes.

El hombre que espera no tiene ganas de leer. Observa con recelo el rostro que le sonríe despampanante desde la portada de la revista. Le ofende la alegría de la bella mujer y le lanza un reproche del que pronto se arrepiente.
¿Qué culpa tendrá la pobre? –piensa.
Cuando mira de nuevo el reloj le sorprende no sentirse insultado –esperar a los demás le producía una febril irritación.

¡Querido amigo!
El doctor, al que nunca antes había visto, lo recibe con un formidable apretón de manos. Tiene aspecto de atleta y una melodiosa voz de tenor.
El diván no hará falta –dice, mientras le invita a sentarse junto al escritorio.

Dos son las cosas que hoy debe saber –y aquí empieza el monólogo.
Bienvenido al gran equipo europeo de los depresivos. Media Europa toma medicación. La otra media, no se atreve. Así que vaya haciéndose a la idea y acostúmbrese a ser tan vulgar como ellos.
La segunda cosa que usted debe saber es por qué me he convertido en el mejor psiquiatra de la ciudad.
¿Quiere usted saberlo? –el doctor no espera la respuesta.

A usted le ha costado mucho admitir su malestar. Seguramente ha perdido un tiempo precioso intentando evitarlo. Pero al fin ha dado su brazo a torcer y aquí lo tenemos. Como un corderito.
No ha sido fácil ¿verdad? ¿Escuece? ¿Duele?
Y para una vez que consigue ser sincero consigo mismo, me encuentra a mí. ¡Es usted un hombre afortunado! Ha reconocido el fracaso de su personalidad y se topa con el único médico dispuesto a negarle consuelo. ¡Enhorabuena!

Supongo que le han contado que lo suyo tiene remedio, que nadie es perfecto, que dentro de poco ni se acordará de haber tenido la cabeza metida en el infierno. ¿Es eso, verdad?
Pues lo siento. Lo que le han contado sobre la depresión es mentira. En realidad, querido amigo, lo peor está por llegar y no tiene usted ni idea de lo que le espera.

Si todo va bien –y eso es algo que deseo de todo corazón- usted no podrá salir del agujero en el que se ha metido. Y si todo va mejor, dentro de un tiempo habrá sido totalmente destruido. ¿Qué le parece?

Entiéndame. No es que me regocije su sufrimiento. Es que no hay otro modo de acabar con el tipo que le causa tantos pesares. ¿Comprende? Usted es la causa de sus males y el único modo de curarse es acabar con el idiota que ha conseguido ser. Lo único que le sacará del antro de estupidez en que ha convertido su vida es la depresión.

No voy a recetarle pastillas. Si engañamos al dolor, usted no llegará a nada. Así que prepárese para aguantar solito las consecuencias de sus actos.
Amigo mío, ésto es la depresión. El retorno apresurado de lo que hicimos. O de lo que no hicimos. Quién sabe. ¿Le parece injusto? Pero si es un mecanismo inteligentísimo. ¡Benditos aquéllos que lo padecen!

Bien. Creo que ya he dicho bastante.
Voy a cobrarle mil euros, o dos mil. Quizá más. Nunca algo tan valioso le habrá salido tan barato.

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3 de enero de 2007
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LA FIGURA DEL HUMO

Desde tiempos inmemoriales lo más importante del cuerpo fue el corazón. Hoy lo más decisivo es la piel.

Con ella se muestra la salud, la edad, el sosiego, la atracción, la profesión. La cosmética ha ocupado el lugar central de la estética y la estética la parte crucial de la clínica. La piel reproduce la totalidad del organismo de la misma manera que las pantallas dan cuenta de la totalidad del mundo. Y los edificios siguen la misma manera de ser y pensar. Una celebridad en la arquitectura sería inconcebible sin la importancia de sus fachadas.

Frank Gehery, que recientemente ha culminado un hotel para las bodegas Marqués de Riscal en La Rioja, puso la máxima atención en la compleja superficie del edificio para abandonar a su suerte el espacio interior.

De la misma manera actúa Santiago Calatrava cada vez que le encargan un aeropuerto, un auditorio o un museo. Lo capital para Calatrava radica en el aspecto exterior. Los habitantes no cuentan, puesto que pertenecen a una profundidad sin mayor relevancia en la cotización.

Cuando cuentan, por exclusivas obligaciones sociales, se convierten en un elemento incómodo o sobresaliente, tal como declaraba hace poco en El País Thom Mayne, premio Pritzker de arquitectura, encargado de construir la torre más alta de Europa en París.

La tarea de hacer arquitectura para habitar, principio fundacional de la arquitectura, ha ido desvaneciéndose en provecho de la visión.

Más que la profundidad, la superficie, antes el cutis que las vísceras, primero la figura del humo que el contenido de la combustión.

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2 de enero de 2007
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La inevitabilidad del cambio

¿Creen ustedes en las resoluciones de Año Nuevo? ¿Son de los que se plantean objetivos claros y definidos para el ciclo que (re)comienza? (Debo confesarlo, al niño que hay en mí este año terminado en 007 le parece cool.) Aunque la mayor parte de las resoluciones queden en nada, es bueno que existan en un mundo cuyo discurso único tiende a sugerirnos que todo cambio es una ilusión. A los que mandan y ejercen el poder les gusta decir que el hombre no cambiará nunca, que es esclavo de sí mismo, eternamente fiel a la peor de sus versiones. A los que ejercen el poder y se benefician de sus prebendas les encanta decir que gastar energía en intentar un cambio es inútil, el más vano de los afanes. ¿O acaso no es esta idea la que cruza por el fondo de nuestra mente cada vez que atendemos a las noticias y descubrimos una nueva guerra, una nueva enfermedad, un nuevo crimen pasional?

Sepan disculpar, pero yo soy de los que creen que el cambio no solo es posible, sino la clave misma de nuestra existencia. Y no lo digo tan sólo desde un plano filosófico, aquel viejo asunto del que nadie se baña dos veces en el mismo río y cosas por el estilo. Me refiero ante todo a nuestra naturaleza, de la cual cuerpo y psique constituyen instancias complementarias. El tiempo que pasamos en el vientre de nuestras madres no es solo tiempo de crecimiento físico, de aumento en tamaño, sino básicamente de transformación: de simple entidad pluricelular pasamos a ser peces, de peces pasamos a ser anfibios, de anfibios pasamos a ser mamíferos terrestres, resumiendo la totalidad de la trayectoria de la vida en tan solo nueve meses. Una vez convertidos en seres independientes simulamos ser fieles con sus más y sus menos a una misma identidad, pero no hay segundo en que nuestro organismo no deje de cambiar: perdemos piel y moléculas, efectuamos diarias adaptaciones a nuestro medio ambiente; nuestro cuerpo está tan preparado de fábrica para el cambio que en caso de accidente es capaz de producir ajustes extremos, desechando partes enteras de nuestro cerebro y reconfigurando otras para que desempeñen tareas que hasta entonces no llevaban a cabo.

Si el cambio nos resulta esencial, si en buena medida somos el cambio, tratar de negarlo, ignorarlo o ponerle freno sólo puede resultar en catástrofe. Los predicadores del eterno retorno de lo peor saben lo que hacen cuando nos enfrentan a la realidad del mundo, e incluso apelan a nuestra propia experiencia vital: todos sabemos cuánto cuesta cambiar, y la decepción que sentimos incluso cuando creemos haber cambiado y alguna circunstancia nos revela que el viejo yo sigue viviendo allí, al acecho, esperando su oportunidad de salir nuevamente a la luz. Lo que yo digo es que debemos estar preparados para estas regurgitaciones porque son parte de las características del proceso. El cambio verdadero siempre es lento y trabajoso. ¿O se creen que la transformación de un pez en anfibio se verificó en el transcurso de una generación? Hay que tener paciencia, es preciso perseverar. Y en la hora de duda, revisar el camino andado. Aunque es difícil y las recaídas son constantes, ¿no les consta a ustedes que hay cosas que han cambiado para bien con el correr de los años, tanto en el mundo como en sus propias vidas?  Yo sé que en esencia sigo siendo el mismo, pero también sé que hay errores que no volveré a cometer y debilidades que no volverán a meterme zancadillas. Quizás no sea mucho, pero es algo. Mientras tanto, elijo creer que me he sumado voluntariamente a los ejemplares de la especie que están dispuestos y abiertos al cambio, que formo parte de aquellos peces que curiosean a diario en la orilla, preguntándose que habrá más allá del límite de las aguas. Somos producto de una infinita cadena de transformaciones y no deberíamos tratar de cortar la cadena allí donde estamos, sino más bien tratar de prolongarla, tal como la dinámica de la vida nos pide. Ya vendrán más y mejores eslabones, si cumplimos con nuestra tarea de facilitadores.

Así que a desear cambios y acometerlos sin complejo alguno. Nada cambiará en el futuro si no hacemos hoy los movimientos que preparen el camino de ese cambio.

Feliz 2007 para todos. Como diría Luis Alberto Spinetta, mañana es mejor.

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2 de enero de 2007
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ATRASO UNO

El 2 de enero del 2007 es el mejor día para hacer lo que no hice en el 2006. Como escribir sobre la novela, más bien novelita (o «novela» en el sentido de la palabra inglesa) de Alejandro Zambra. Se trata de un autor chileno que era conocido, se conocía poco, por ser de la raza maldita para el éxito comercial: es poeta. Se han dicho maravillas sobre su libro, Bonsái. Al final, como siempre, el libro no puede competir con los elogios: lo leí y me decepcionó, pero es una rica decepción. Bonsái tiene buena madera.

Ante todo es una hazaña tipográfica. Fabricar 94 páginas con un relato tan corto dice mucho sobre la voluntad de Anagrama de publicar el libro. Uno piensa en los libros tan breves de Les éditions de Minuit en París. Acabada la última página, al leer el precio en la contratapa, siempre tengo la tentación de hacer una demanda judicial a la casa editorial. A veces, la brevedad se confunde con la chapucería.

Hasta la página 73, Bonsái es un milagro. Un texto de una ligereza inverosímil. El soplo de un minimalista que finge escribir una novela realista con la técnica de un poeta especializado en haiku. En la página 74, todo cambia. La obra se transforma, como dice el narrador en «una historia liviana que se pone pesada», la historia de Julio y Emilia. Una historia que conocemos desde el primer párrafo: «Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura».

Zambra maneja una técnica fenomenal en lo relacionado con el uso de las repeticiones. Hemingway en sus cuentos solía hacer lo mismo: utilizar una palabra como un martillo para dar golpes repetidos al lector. Es lo mejor de Bonsái, al lado de una evaluación de varias obras literarias como estimulador sexual. Julio y Emilia leen en voz alta antes de follar. En realidad, Emilia es la única que folla; Emilio, por su parte, hace el amor, lo que explica que ocurra «lo de siempre. Al final, todo se va a la mierda».

El fallo en las últimas veinte páginas del libro es un claro caso de rendimiento insuficiente. Zambra tiene todo listo para una catarsis borgiana y renuncia con una franqueza ingenua: “El final de esta historia debería ilusionarnos, escribe, pero no nos ilusiona”. Lucidez: entregar una obra y también la crítica lúcida de la obra; o renuncia: irse de la carrera cuando la posibilidad de ganar es obvia. No sé que opinar de aquella alternativa, pero me equivoqué al no decir nada de Bonsái. Lo que hago hoy está atrasado. Pero este atraso no es mi único atraso del año 2006. Mañana me toca recuperar el atraso 2: un aniversario.

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2 de enero de 2007
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BUSCANDO PARAÍSOS (2)

Aquí seguimos. Un año con siete, ¿querrá decir algo? No creo. Yo estoy en Babia. De verdad. Y cerca de un pintor, de un escritor tan extraordinario como extravagante en su libertad y su cultura. Con Eduardo Arroyo estamos jugando a imaginar el lugar ideal de ese paraíso posible propuesto por Jaime Gil de Biedma. Como lo prometí, les termino de copiar los términos físicos y otros de ese paraíso o lo que sea. Seguimos:

“Fuentes de energía natural: Hidroeléctricas. Yacimientos de petróleo en la costa patagónica.

Actividades económicas: Ganadería y agricultura. Serrerías. Fábricas de harinas. Herrerías. Industria química. Costa de levante: conservas. Aceita de oliva. Artículos de uso doméstico. Costa patagónica: petróleo; estudios cinematográficos.

Medios de transporte: Automóvil, modelos anteriores a 1933. Trenes de mercancías. Caballos. En invierno, trineos con campanillas.

Arquitectura: Centro de la capital: conjunto urbano del siglo XVIII, básicamente como el de Lisboa entre Restauradores y Praca do Comercio. El resto: caserones donde conviven todos los estilos, desde la edad media hasta 1914, varias veces construidos, reconstruidos, reparados y desfigurados a lo largo de los siglos.

Un mercado público art nouveau. Abundan las calles estrechas flanqueadas de muros altos, por encima de los cuales asoma el arbolado: jardines elevados sobre el nivel de la calle. Ermitas románicas en los alrededores de la capital.

Mobiliario y ajuar doméstico: complicado y un poco descabalado

Indumentaria: Hasta los diecisiete años, ambos sexos, camisas y blue jeans, pelo largo.

Entre diecisiete y  veinticinco años, ambos sexos: como los personajes de la misma edad en las pinturas de Botticelli. De veinticinco a treinta años: hombres, otra vez blue jeans, ahora manchados de grasa, jerseys gruesos; camisas viejas en verano. Mujeres, como en el periodo anterior. De treinta a sesenta años: hombres,  traje de franela gris y corbata inglesa. Mujeres: a elegir entre a) panniers a la Pompadour y b) cabaretera de un salón de película del Oeste. De sesenta años en adelante. Hombres: como los reyes de la baraja. Mujeres: a elegir entre a) abuelita de cuento y b) indumentaria y tocado de Isabel I de Inglaterra en sus últimos retratos -la de María Luisa de Parma, en algunas pinturas de Goya, también sirve…".

Ya quedan pocos apartados que vayan componiendo ese paraíso que no nos parece tan disparatado. Eso sí, Eduardo Arroyo, que ya ha cumplido sesenta años, se resiste a vestirse como los reyes de la baraja…Y eso que conserva el tipo. A mí me parece más aburrido mi traje de franela gris, incluso la corbata inglesa… Mañana, les prometo, terminamos este paseo por el imaginario paraíso.

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2 de enero de 2007
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Lo que sabe el terrorista

Lo que sabe el terrorista de sí mismo puede verificarlo incluso cuando no dispara. Sólo por existir, y conceder una tregua es hacer más consistente su presencia, ya deja en evidencia el gran tabú: el Estado ha perdido el monopolio de la violencia.

El terrorista recauda tributos y ejecuta sentencias sumarísimas. Comete chantaje y asesinato pero la víctima (es decir: los que todavía no han caído) es invitada a considerarlo uno más de los poderes de este mundo. El terrorista no necesita legitimidad. Le basta con ser real.

La alambicada arquitectura conceptual que sostiene nuestro delicado equilibrio de dilaciones irónicas –la democracia- es violentamente sacudida cuando los terroristas ponen una bomba. También padece cuando salen enmascarados en televisión leyendo un comunicado. Nuestra virtud es la fragilidad.

La estratagema del terrorista consiste en dar fe de su existencia (disparando o dejando de disparar) y constituirse en réplica virtual del estado de cosas al que desafía (por ejemplo: un país sin pena de muerte). Cualquier otra consideración, sobre todo si se presenta como inevitable desenlace dialogado de una historia penosa, pone en peligro su identidad. Altera su razón de ser.

Lo que hace temblar los cimientos del estado de ánimo colectivo no es la bomba que explota en el aeropuerto sino lo que explota el terrorista encendiendo la mecha: vitaliza la metáfora terrorífica de los aviones estrenada el 11-S y ridiculiza las medidas de seguridad que agobian a los pasajeros.

Quizá el mensaje no encuentre destinatario pero ha sido escrito mediante el habitual alarde de prepotencia estratégica. Golpeamos cuando nos complace. Para ellos esto es lo esencial: su poder es ajeno a la debilidad intrínseca de lo circunstancial.

Una y otra vez el terrorista hace repicar la misma campana: exigiendo lo inaceptable refuerza su afán de existir. Lo contrario, negociar, considerar lo que hay de inconveniente en su épica patriótica, sería iniciar el proceso de la extinción.

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1 de enero de 2007
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Sobrevivientes

Un hombre y su hijo recorren un gigantesco terreno baldío, lleno de árboles quemados y cielos cenicientos. No saben a dónde van, solo saben que aún no encuentran un lugar dónde permanecer. Ese inacabable cementerio carbonizado es lo único que queda de lo que alguna vez recibió el nombre de Norteamérica.

Ese es el escenario de la última y fascinante novela de Cormac McCarthy, The Road. Y esos son los personajes. Padre e hijo no tienen nada más que un carrito de compras con lo indispensable: una sábana, instrumentos para hacer fuego, una lata de comida que han robado de algún antiguo supermercado. El padre tiene algo más: la memoria de cuando había un mundo a su alrededor. Aunque tampoco está tan seguro. Sin evidencias que la confirmen, esa memoria parece cada vez más una ficción que ha creado para justificar lo que ve, un mito originario privado.

La mayor amenaza en ese páramo, cómo no, son los demás seres humanos. No hay aves en el cielo, ni animales salvajes por las praderas. La mayoría de los sobrevivientes, por eso, ha decidido saciar su hambre con lo único que queda a mano: otros seres humanos. En un momento, el padre y el hijo encuentran una casa con un sótano lleno de gente que espera el momento de servir de desayuno a sus dueños. Para el niño, lo más duro es no poder ayudarlos. Para el padre, lo peor es no poder comérselos.

-¿Qué te pasa? –le dice luego.
-Nada.
-Dime qué te pasa.
-Nosotros no nos comeremos a nadie ¿verdad?
-No. Claro que no.
-Aunque nos muramos de hambre.
-Ahora tenemos hambre.
-Dijiste que no teníamos.
-Dije que no nos estábamos muriendo. No dije que no tuviésemos hambre.
-Pero no lo haremos. No nos comeremos a nadie.
-No.
-Porque somos los buenos.
-Sí.

Y es que, a la vez que una fábula sobre el ser humano, esta es una novela de aprendizaje moral. Constantemente, los protagonistas se cruzan con gente aún más miserable que ellos: un anciano casi ciego, un niño abandonado, un vagabundo desterrado. El niño aún trata de ayudarlos. El padre, cuya única preocupación es la supervivencia del niño, se siente más inclinado a matarlos. Es difícil explicarle que es por su bien. En un mundo en que todo ser humano es un competidor, el mal es el único bien posible.

La soledad del hombre enfrentado al mal es una de las obsesiones de McCarthy, quien ha escrito también oscuros westerns y novelas protagonizadas por la huida como No es país para viejos, su última traducción al español. Pero a diferencia del western habitual, The Road no está situada en el pasado sino en el futuro. Este universo de árboles calcinados, este desierto habitado por caníbales, no es el mundo de los exploradores de ayer sino, probablemente, el mundo al que nos dirigimos. Nadie nos explica qué ha pasado. No sabemos si la catástrofe fue fruto de una hecatombe nuclear, del calentamiento global o de algún eje del mal. Lo curioso y lo terrible es que, en el tiempo de la acción, eso ya no importa. No queda tiempo para buscar culpables. Hay que seguir huyendo, da igual por qué o de qué. Sea como alegoría del futuro o como metáfora del presente, The Road es una fábula igualmente contundente sobre un páramo moral en el que ya no nos podemos aferrar a nada, ni siquiera a una verdad confortable.

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1 de enero de 2007
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30 diciembre

En el vídeo difundido por las autoridades iraquíes los verdugos de Sadam Husein están encapuchados. Su atuendo ya da una idea del temor furtivo que sienten los administradores de justicia.

Son tres los hombres encargados de colocar a Sadam bajo la horca. Uno de ellos le explica cómo apretará el nudo de la cuerda a su cuello. Al dirigente derrocado le parece correcto agradecer la cortesía.

La orden del tribunal no admite demora y se cumple en sus mínimos detalles. La filmación, por ejemplo, pertenece a la misma sentencia. Los jueces podrían ejecutarlo a oscuras, lejos de la CNN y de You Tube, pero es preciso que el mundo lo comprenda. A este acto de obscenidad estamos todos invitados.

Será por descuido, pues no siempre uno acierta a cambiar de canal, o por saciar nuestra inocente curiosidad. El ahorcamiento de un hombre es un espectáculo garantizado. Nadie querrá perderse la escena. Como en los lejanos siglos de ignorancia y barbarie, el ciudadano quiere verlo con sus propios ojos.

De este modo, los gobernadores de Iraq propician la complicidad de la audiencia con sus actos de rigor.

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30 de diciembre de 2006
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Un dictador de novela

El nombre del ex dictador de Zaire Mobutu Sese Seko Kuku Ngbendu Wa Za Banga significa “el guerrero todopoderoso que va de conquista en conquista y deja fuego a su paso”. Pero también se puede interpretar como “el gallo que pisa a todas las gallinas”. En efecto, Mobutu tenía la costumbre de ejercer del derecho de pernada presidencial con todas las mujeres que encontrase a su paso. Tuvo diecisiete hijos reconocidos. Y sus amantes simultáneas más famosas eran gemelas, porque eso da buena suerte.

El libro de Michaela Wrong Tras los pasos del señor Kurtz –publicado recientemente en España por Intermón- narra esta y otras particularidades del hombre que gobernó el actual Congo durante treinta y siete años combinando la mano de hierro con una espectacular extravagancia. El libro tiene momentos que recuerdan El otoño del patriarca de García Márquez, La fiesta del Chivo de Vargas Llosa o El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, con una diferencia: no es una novela sino una crónica. Todo lo que cuenta es real.   

Uno de los capítulos más surrealistas está dedicado a su palacio de Gbadolite, “el Versalles de la jungla”, que medía quince mil metros cuadrados y tenía puertas de malaquita de siete metros de altura. Gbadolite incluía discoteca, piscina olímpica y refugio nuclear, todo forrado en mármol y decorado con arañas de Murano, cristalería de Venecia y tapices de Aubusson. Como estaba en el corazón de la selva, cada adorno debía llevarse en avión especialmente. Solo trasladar el pastel de bodas de su hija costó $65.000. Eso sí, el transporte solía ser rápido, porque el palacio tenía una pista de aterrizaje propia decorada con una pagoda donde a menudo pasaba días el Concorde, que Mobutu le alquilaba a Air France porque no conseguía dormir en los aviones normales. 

¿De dónde sacaba tanto dinero el líder de uno de los países más pobres del mundo? De los países ricos. Para EE. UU., Zaire representaba un aliado contra el comunismo. Para Bélgica, era su única ex colonia y, por tanto, una especie de buque insignia de respetabilidad internacional. Y para Francia, un mercado potencial y un enclave francófono en la región. Por presión de estos países, Mobutu recibió $9.300 millones de gobiernos aliados y de organismos multilaterales como el FMI y el Banco Mundial. Del año 85 al 94, el promedio anual de ayudas internacionales fue de $542 millones. Y no estamos contando los cuantiosos ingresos por concepto de diamantes, petróleo y sobornos.

Básicamente, todo el dinero era para Mobutu. Todos sus proyectos faraónicos tenían como destinatario principal su bolsillo y el de sus amigos. Su cleptocracia fue tan monumental que el país quebró. Entonces ordenó imprimir billetes, que su gente llevaba rápidamente a cambiar por dólares o francos. Cuando en la capital Kinshasa se descubrió que se estaba emitiendo papel moneda sin respaldo, los burócratas se llevaron aviones enteros de dinero para cambiarlos en ciudades donde aún no se hubiese destapado el pastel. La economía nacional era la peor pesadilla de un administrador, porque su principal problema era precisamente su piedra angular: Mobutu.

Un personaje tan novelesco, por supuesto, merecía un final trágico: Mobutu pasó los últimos años de su gobierno encerrado en la suntuosa cárcel de su palacio. Mientras el país se venía abajo, vivía rodeado de familiares que le exigían constantemente sobres llenos de dinero. Finalmente, cuando la guerrilla empezó a acercarse a la capital, sus generales sobrevaluaron los costos de defensa y se robaron todo el dinero de los pertrechos. Se robaron incluso el sueldo de los soldados, que desertaron en masa sin siquiera combatir. Hasta el último momento, Mobutu recibió informes falsos de asesores que le pedían dinero con la promesa de terminar con la guerrilla. El único informe real era el de sus médicos europeos: cáncer de próstata. No sobrevivió un año a su derrota. Todo su dinero no lo salvó de la muerte, de la soledad y la tristeza.

Como las grandes novelas, la increíble historia de Mobutu grafica los límites de ridículo extremo que alcanza el poder sin cortapisas. Pero como reportaje, quizá su mayor interés radica en mostrar cómo los gobernantes más absurdos e injustos se apoyan en un amplio abanico de cómplices voluntarios o no. De Mobutu –y de Pinochet, y de Pol Pot- fueron responsables una constelación de cínicos que iba desde los más oscuros funcionarios hasta las mayores potencias mundiales.

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29 de diciembre de 2006
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REGALOS DE NAVIDAD

Los españoles gastan más en Navidad que los ciudadanos de países más ricos. Más que Francia, Holanda, Italia o Alemania. El gasto navideño no correlaciona tan estrechamente con la renta como con el optimismo económico. El gasto en general aumenta con el optimismo en general.
Una cuarta parte del gasto español de estas fechas se emplea en surtir las mesas y gran parte del resto en salidas a espectáculos, fiestas y viajes. España no ocupa un lugar destacado en el número de los regalos, que incluso no alcanza la media europea.

En Estados Unidos se compran hasta 22 regalos por hogar y en España no pasan de 10 frente a 12 de media en Europa: ocho para adultos y dos para los niños.

Curiosamente, solo un 34% de los adultos que regalan a niños dicen saber lo que estos desean. Un 60% compra al tuntún porque ya ha perdido toda conexión con los gustos de los menores. Su recurso  es inclinarse mayoritariamente hacia los videojuegos y decididamente hacia los best sellers de los que dicen ignorar prácticamente todo. 

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29 de diciembre de 2006
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