Marcelo Figueras
Descubrí la amable existencia de Francois Jousse gracias a un artículo de Elaine Sciolino en el New York Times. Jousse, cuya rotundez coronada por una barba entre rubia y gris le da un aire a Santa Claus joven, es desde 1981 el encargado de iluminar los edificios públicos de París, una capital a la que mantener el apodo de Ciudad Luz le cuesta 260.000 dólares diarios. Más allá del costo, cualquiera que haya visitado la noche de París sabrá que la elegancia con que sus edificios están iluminados constituye buena parte de su encanto.
A los 64 años, el ingeniero Jousse es responsable de la iluminación de trescientos monumentos, edificios oficiales, bulevares y hasta puentes de una ciudad erigida en torno a un río. En 1981 su oficio era prácticamente nuevo, pero hoy Jousse cuenta con la colaboración de treinta expertos en iluminación decorativa: gente que sabe cómo iluminar muros pero también objetos que se reflejan en el agua, vitreaux y gárgolas. Al comienzo Jousse recurrió a arquitectos e iluminadores teatrales, tanto en busca de consejo como de entrenamiento. Con el tiempo creó un laboratorio de investigación, donde él y su equipo experimentan con color e intensidades de la luz. El proyecto para rediseñar la luz de Notre-Dame le insumió más de dos millones de dólares y no pocas discusiones con las autoridades de la Iglesia católica, que protestaban ante lo que consideraban un intento de convertir el famoso templo en “una sucursal de Disneylandia”. Pero al fin Jousse se salió con la suya. El último tramo de su trabajo, la iluminación de la fachada sur de Notre-Dame, fue inaugurado a fines del último diciembre; ardo en deseo de ver cada detalle de esa maravilla arquitectónica resaltado -¡y recreado!- por el arte de Jousse.
Supongo que lo que más me gusta del trabajo de Jousse es la forma en que se parece a la labor de los que escribimos ficción. Así como Jousse debe iluminar edificios preexistentes, nosotros no inventamos nada: el mundo al que comentamos ya existía desde antes, al igual que el lenguaje que empleamos. No creo que Jousse considere que la preexistencia de los edificios es una limitación; supongo, por el contrario, que la toma como un desafío. Del mismo modo, entiendo que la tarea del escritor es crear la mejor iluminación posible para resaltar cada detalle del fenómeno de la vida: buscamos nuevas formas de iluminar lo eterno para no adormilarnos en la oscuridad, para reencontrarnos con la posibilidad de la maravilla, de lo inefable.
“Los secretos son simples”, dice Jousse. “Integrar la luz con sus alrededores. No molestar a los pájaros, a los insectos, a los vecinos, a los astrónomos”. Suena a perfecto consejo para un escritor. “Si el municipio me diese el dinero que necesito, le enseñaría a la gente sobre la belleza de la luz”. Esto también suena a deseo propio de un escritor. Jousse concluye diciendo: “¡Me han bendecido con el más espléndido de los trabajos!” También a mí, querido Jousse; también a mí.